Albert Recio Andreu
Este
n�cleo industrial de la provincia de Girona ha ocupado en pocos d�as las
p�ginas de la cr�nica negra con dos sucesos luctuosos: el asesinato de
varios ancianos a manos de un trabajador del geri�trico en el que
estaban acogidos y la matanza en cadena de un peque�o empresario de la
construcci�n, su hijo y dos empleados de una sucursal bancaria a manos
de un trabajador amenazado con el despido a fin de mes y atenazado por
una deuda bancaria. La proximidad de ambos sucesos y el hecho que en la
misma localidad tuviera lugar, hace a�os, el famoso secuestro de la hija
de un empresario local, ha generado un debate sobre si Olot re�ne
caracter�sticas especiales que la hacen particularmente proclive a este
tipo de sucesos. No ha faltado tampoco la respuesta local en forma de
concentraci�n de 300 personas para reivindicar �el buen nombre del
pueblo�.
Al
focalizarse
en lo local se han perdido otras �pistas� sobre las que conviene llamar
la atenci�n. Vale por delante que cada crimen es un hecho particular.
Que cada individuo es distinto y que en las acciones criminales, como en
muchas otras, intervienen m�ltiples factores psicol�gicos, sociales,
culturales que no pueden reducirse a una explicaci�n monocausal. Pero,
sin caer en esquematismos, resulta bastante obvio que los dos casos
comentados se sit�an en una �contexto ambiental� que constituye por s�
mismo un marco que hace entendible
�aunque
no la justifique�
la acci�n de estas personas. Se trata de sucesos particulares que
obedecen a pautas ya conocidas, a modelos que se han repetido otras
veces y que por ello merecen ser subrayados.
Que
a alguna de entre las miles de personas que a diario ven esfumarse su
peque�a red de seguridad econ�mica (el empleo que contribuye a dar
sentido a su vida social) enloquezca y se tome la justicia por su cuenta
no deber�a sorprender a nadie. Tampoco que alg�n cliente maltratado de
un banco reaccione de igual modo. En los �ltimos a�os, son millones las
personas que han vivido experiencias semejantes, y muchas de ellas han
padecido por ello profundos traumas psicol�gicos. Posiblemente agravados
en muchos casos por la evidencia que su contraparte (el empresario que
los despide, el banquero que les embarga) no padece el mismo grado de
inseguridad econ�mica (a veces su situaci�n incluso ha mejorado). Cuando
alguien experimenta, a la vez, fuertes sentimientos de inseguridad e
injusticia hay posibilidades de respuestas explosivas. Que acaben en un
crimen o en otro tipo de patolog�a social, que la respuesta da�e al
propio individuo
�al
que aparece como su oponente�
o a terceras personas es posiblemente resultado de muchos factores,
incluido el azar. Pero donde es m�s f�cil actuar es en contexto
original, o �ste es al menos el campo donde deber�an focalizarse las
respuestas.
Las
muertes
en el geri�trico obedecen a otra pauta, pero en la que la situaci�n
laboral tiene tambi�n un componente importante. Por eso este tipo de
sucesos se repiten con cierta frecuencia. Cuidar a personas que caminan
hacia la muerte es siempre una experiencia dif�cil. Hacerlo en las
condiciones que predominan en los geri�tricos y otras instituciones
parecidas lo es a�n mucho m�s. Se trata en todas partes de una
actividad mal retribuida, poco valorada socialmente, psicol�gicamente
exigente, en horarios indeseados. En el mundo de los geri�tricos
privados las cosas a�n son peores, puesto que las presiones por la
reducci�n de costes se traducen en subdotaciones de personal, sobrecarga
de trabajo y ausencia de buenas pol�ticas de soporte y formaci�n
continuada a la plantilla. No es extra�o que las primeras v�ctimas de la
situaci�n sean los propios ancianos: atenci�n inadecuada, falta de
est�mulos etc. No es extra�o que las personas menos indicadas acaben
recalando en una actividad que nadie ve como una salida profesional
vocacional. Y que de vez en cuando a una de estas personas se le �vaya
la olla� y cometa atrocidades que generan enorme alarma social.
Los
cr�menes
de Olot son, adem�s de sucesos tr�gicos, s�ntomas de una situaci�n
laboral y social que favorece su posibilidad. Son uno de las muchos
costes sociales que genera el actual modelo econ�mico y laboral. Una
buena oportunidad para empezar a discutir de seguridad econ�mica, de
equidad social, de c�mo organizar la actividad de cuidado a ancianos y
enfermos graves, de c�mo generar entornos profesionales adecuados. Es
posible que el contexto local influya en actitudes, pero, dados los
par�metros actuales, m�s bien es posible que hechos luctuosos como �stos
vuelvan a suceder en otros lugares, sin conexi�n territorial. Los
sucesos de Olot son, en este sentido, la punta de un iceberg de
patolog�as que el contexto socio-econ�mico dominante contribuye a
favorecer.
Cuaderno
de crisis / 24
Albert Recio
Depreflaci�n
I
En
la
d�cada de 1970 se populariz� el t�rmino estanflaci�n
(estancamiento
con inflaci�n).
M�s all� de reflejar una situaci�n de hecho (la coexistencia en el
tiempo de un per�odo de estancamiento econ�mico con elevada inflaci�n),
el fen�meno era presentado como el fiel reflejo del fracaso de las
pol�ticas keynesianas de activaci�n de la demanda y una prueba de la
bondad de los an�lisis te�ricos de uno de los m�s importantes
economistas ultraliberales, Milton Friedman. �ste hab�a argumentado con
anterioridad [El punto de partida te�rico de la
ofensiva neoliberal puede fecharse con la aparici�n del art�culo de
Friedman �The role of monetary policy� (American Economic Review, marzo
de 1968)]
que las pol�ticas de demanda efectiva solo funcionaban mientras los
sujetos realizaran sus c�lculos en t�rminos nominales (precios
corrientes), pero cuando aprendieran a considerar los precios reales
(por ejemplo el poder adquisitivo del salario una vez descontada la
inflaci�n de precios) y a tomar decisiones en base a los mismos su
potencial para reducir el desempleo quedar�a bloqueado. Cuando ello
ocurriera los intentos de expandir la econom�a a trav�s de insuflar
dinero p�blico a la misma s�lo generar�an inflaci�n sin expandir la
actividad econ�mica. Para este autor, y sus seguidores, hab�a un nivel
de desempleo que s�lo pod�a reducirse por pol�ticas estructurales del
tipo que hemos conocido en los �ltimos treinta a�os: flexibilizaci�n de
las pautas de contrataci�n laboral, endurecimiento de las pol�ticas de
ayuda a los desempleados, debilitamiento de los sindicatos etc.
La
evoluci�n econ�mica a partir de 1973, tras la subida de precios del
petr�leo, pareci� darle la raz�n a Milton Friedman y fue el argumento
esgrimido por muchos economistas acad�micos para sepultar el
keynesianismo y rendirse a los nuevos predicados del neoliberalismo
te�rico y pr�ctico. Las pol�ticas antiinflacionarias que sustituyeron a
las de demanda ten�an objetivos claros: reducir el poder excesivo (a
ojos de los grandes grupos empresariales) del sector p�blico y lde a
clase obrera y recomponer el poder simb�lico y efectivo del capital
sobre la sociedad. En este planteamiento hab�a dos cuestiones que
resultaban claves: la de la inflaci�n y la de la rigidez. La inflaci�n
era presentada como el gran mal econ�mico a combatir y en funci�n de
ello deb�an ponerse en pr�ctica medidas tendentes a bloquear la espiral
inflacionista. Si sube el precio de un producto o grupo de productos y
el resto se mantiene estable se produce un cambio en las condiciones de
intercambio que favorece a los agentes (individuos, empresas) que han
conseguido aumentar sus precios.
Si
toda la operaci�n acaba aqu� simplemente se habr�a producido un cambio
en la distribuci�n de la renta a favor de unos grupos y en detrimento de
otros. Pero si los perdedores reaccionan subiendo, a su vez, los precios
(incluidos los salarios) para evitar el deterioro de sus posiciones, es
posible que entremos en una espiral inflacionaria en la que cada aumento
de precios de una parte es respondido con otro de la otra. En una
espiral de este tipo pierden aquellos colectivos que no son capaces de
incrementar �sus precios�. Si existen mecanismos de indexaci�n podr�a
ser que nadie perdiera efectivamente y simplemente lo que ha variado son
los precios nominales. Si esta espiral s�lo tuviera lugar en un pa�s,
los productos de este pa�s se encarecer�an frente al exterior, aunque
ello podr�a ser contrarrestado mediante la devaluaci�n de su divisa
(algo que ahora no pueden hacer, por s� solos, los pa�ses que han
adoptado el euro). Acabar con la espiral inflacionista requer�a por
tanto que una de las partes aceptara una p�rdida de poder adquisitivo
renunciando a revisar sus precios o aument�ndolos a un ritmo menor. En
esto consistieron muchas de las pol�ticas antiinflacionarias de los
1970s y 1980s, en forzar a la clase obrera y a los l�deres sindicales a
aceptar una moderaci�n salarial y una p�rdida de peso relativo de sus
rentas. Lo que se practic� por v�as muy diversas: grandes pactos
sociales, imposiciones gubernamentales (en muchos pa�ses se liquidaron
los mecanismos de indexaci�n de salarios y rentas), pol�ticas
antisindicales, reorganizaci�n empresarial, introducci�n de dobles
escalas salariales, etc. La estanflaci�n fue el se�uelo que justific�
estas pol�ticas y ayud� a asentar las pol�ticas neoliberales.
II
El
contexto
actual es muy diferente del de hace treinta y cinco a�os. Al inicio de
la crisis la posici�n de las clases trabajadoras era mucho m�s d�bil,
producto de la triple combinaci�n de las pol�ticas neoliberales, la
globalizaci�n y la reestructuraci�n de las organizaciones empresariales.
Como se�al� el fallecido Andrew Glyn en un texto publicado un a�o antes
del gran estallido est�bamos ante una situaci�n de �apretujamiento� de
los salarios� (A.
Glyn Capitalism Unleashed, Oxford University Press, 2006.
Hay trad. cast.: Capitalismo desatado, La Catarata, 2009).
Tampoco el contexto de precios es el mismo .Y si diferente era la
posici�n estructural m�s a�n lo han sido las pol�ticas de respuesta a la
crisis. En lugar de emprenderse decididas pol�ticas expansivas, lo que
se esta produciendo en Europa es justamente lo contrario: aplicar planes
de ajuste, de recortes del gasto que tienen un efecto depresor sobre la
actividad econ�mica adem�s de innumerables costes sociales. No hay ni
por asomo pol�ticas expansivas cl�sicas, al menos en Europa. Y es en
este contexto de estancamiento econ�mico donde reaparecen alzas de
precios que exigen ser explicadas en un contexto sin embargo diferente
al de la estanflaci�n.
Despu�s
del par�n de 2008-2009 ha bastado una moderada recuperaci�n econ�mica,
incapaz de reducir sensiblemente el nivel de desempleo en la mayor�a de
pa�ses, para que vuelva a incrementarse el precio del petr�leo y el gas
natural. La explicaci�n de este crecimiento exige tomar en cuenta la
complejidad de los mercados de materias primas. Mercados donde adem�s de
los oferentes y demandantes finales operan relevantes agentes
especulativos. Aunque no debe descartarse el papel de la especulaci�n
financiera, es posible que este alza refleje en parte la inflexibilidad
de la oferta de algunas materias primas frente a alzas de la demanda. Si
�ste es el caso la conclusi�n a la que podr�a llegarse es que dado el
modelo tecno-productivo imperante y dada la imposibilidad de expandir de
forma sostenida la oferta de estas substancias (por las conocidas
razones que cualquiera con nociones b�sicas de econom�a ecol�gica
maneja) vamos a estar confrontados de forma recurrente a tensiones
inflacionarias que nada tendr�n que ver con las pol�ticas salariales de
las que se ocupan preferentemente los modelos macroecon�micos est�ndar.
De hecho ello ya ocurri� en 2007 y dio lugar a un alza s�bita de los
tipos de inter�s por parte del Banco Central Europeo, con el objetivo de
frenar la inflaci�n (aunque posiblemente a lo que m�s contribuy� fue a
acrecentar la crisis financiero- inmobiliaria). Ello fue debido a que el
alza de tipos provoc� que los hipotecados m�s pobres vieran
incrementadas sus cuotas mensuales a niveles imposibles de pagar.
Las
actuales alzas de precios obedecen, adem�s, a otra conocida pol�tica
neoliberal. La que se basa en traspasar a los consumidores el coste
pleno de los servicios (o cuanto menos aumentar su cuant�a) con el
argumento de que las subvenciones distorsionan el mercado y generan
individuos aprovechados. Las alzas de los precios de muchos servicios
p�blicos (y el anuncio de otros futuros) obedece a la misma l�gica que
ha conducido en muchos pa�ses en desarrollo a la eliminaci�n de las
subvenciones a los alimentos b�sicos. Y van a estar acompa�adas con
desindexaciones de las rentas b�sicas. O sea, un dise�o orientado a
generar que sean los asalariados los que vean disminuida su parte del
pastel para que su �sacrificio� contribuya a frenar la inflaci�n y a
�racionalizar� la econom�a. Estamos ante una situaci�n parad�jica en la
que las pol�ticas econ�micas por un lado frenan la actividad econ�mica y
por otra aumentan los precios de bienes b�sicos. Las recientes
decisiones de las Administraciones espa�olas en materia de precios
(energ�a, transporte p�blico, etc.) y rentas (salario m�nimo, pensiones
etc.) se inscriben en esa variante de las pol�ticas de ajuste, en las
que se imponen restricciones tanto al empleo como a las rentas.
III
La
respuesta
autom�tica a estas pol�ticas es la del rechazo. Negarse a que el coste
de la crisis recaiga sobre los grupos sociales que ni han sido
responsables de la misma, ni se han beneficiado del auge anterior. Hay
sin embargo una variante que no podemos soslayar. Se trata de las alzas
de precios de materias primas que est�n, de un modo u otro,
record�ndonos que el nivel de consumo mundial es insostenible. En estos
casos podemos sin duda denunciar a los especuladores (y promover
reformas institucionales que limiten su papel), podemos discutir las
modalidades de aplicaci�n de los aumentos, podemos exigir medidas
compensatorias... Pero esto puede resultar a medio plazo insuficiente y
hasta inadecuado. En este caso lo que debe plantearse es una pol�tica de
reorganizaci�n ecol�gica de la sociedad, priorizando los consumos y las
formas de vida sostenibles. Algo que va contra la l�gica del capital
pero que a menudo choca con los h�bitos consumistas (y con muchas formas
de vida sujetas a estructuras vitales bastante r�gidas a corto plazo,
como es el modelo espacio-tiempo que domina nuestra vida cotidiana) de
la poblaci�n. Afrontar las alzas de precios derivadas de la crisis
ecol�gica requiere algo distinto que la mera resistencia a las pol�ticas
neoliberales. Requiere tener alguna prospectiva de c�mo transformar las
reglas del juego econ�mico en clave de justicia social y racionalidad
ecol�gica.
El
travestismo empresarial en el nuevo modelo de gobierno estatal
Antonio Madrid
La
crisis financiera
de 2008 ha puesto de manifiesto algo que con toda probabilidad va a
perdurar en el tiempo m�s que la propia crisis financiera: el derrumbe
de referencias pol�ticas y culturales (adem�s de econ�micas) que ya
ven�an mostrando importantes debilidades desde los a�os 90. Ante esto,
es preciso trabajar en la formulaci�n de discurso transformador con
capacidad de an�lisis y propuesta social. Y este discurso ha de partir
necesariamente de una confrontaci�n cultural.
El p�rrafo
anterior puede ser tomado a t�tulo declarativo, aunque enlaza
directamente con lo que ahora
se quiere explicar: la consolidaci�n ideol�gica de la empresa como
agente econ�mico, pol�tico y cultural en el modelo de gobierno de los
estados contempor�neos.
Hace ya
tiempo que (bastante
tiempo antes de la actual crisis) la gran empresa metamorfose� su
presentaci�n y su intervenci�n p�blica. Hemos asistido a la
transformaci�n y, en buena medida, al travestimiento de la empresa.
Frente a un modelo asociado a la producci�n, a partir de los a�os 50 y
60 algunas empresas estadounidenses potenciaron su imagen como l�deres
sociales. Lo hicieron vendiendo dos ideas b�sicas: se presentaron como
creadoras de riqueza y adem�s se anunciaron como benefactoras sociales.
Estos rasgos se han ido extendiendo y potenciando en las dos �ltimas
d�cadas, de forma que no hay empresa grande que se precie que no haya
incorporado estos esl�ganes en su propaganda.
Pero como
se sabe, la
cuesti�n central no es ya propagand�stica. Ya no se trata, como ocurr�a
en los a�os 90 del siglo pasado, de poner un poco de solidaridad en los
negocios, o de incorporar la etiqueta �moral� en sus distintas
presentaciones. Ahora, el paso que se ha dado es diferente y mucho m�s
relevante. El pensamiento que parece imponerse en estos momentos de
incertidumbre es el que contin�a, precisamente con la crisis financiera,
los dictados del neoliberalismo que muy equivocadamente hab�amos dado
por debilitado hace dos a�os. Nada m�s lejos de la realidad. Lo que se
impone es un neoliberalismo versi�n situaci�n de emergencia, que se
legitima con el lenguaje de la necesidad econ�mica de orden mundial (en
este sentido, tiene gran inter�s releer, a la vista de la situaci�n
actual, el texto de Naomi Klein, La doctrina del shock. El auge del
capitalismo del desastre, 2007).
En este
pensamiento, la empresa es
una pieza clave en la �gobernanza� de los estados contempor�neos,
entendiendo por �gobernanza�: la persecuci�n del bien com�n a partir de
las aportaciones de individuos e instituciones, p�blicas y privadas, que
manejan sus asuntos comunes. En este contexto, la empresa ya no es tan
s�lo una unidad de organizaci�n econ�mica y productiva, es mucho m�s.
Pasa a ser vista como la instituci�n salv�fica, como la entidad con
capacidad t�cnica para innovar, como agente pol�tico que ha de
intervenir en la definici�n de los intereses p�blicos, como entes que
protegen el medio ambiente y son solidarios (sobre esta cuesti�n puede
leerse T. G. Perdiguero, T. G, La responsabilidad social de las
empresas en un mundo global, Anagrama, Barcelona, 2003).
Este
cambio est� suponiendo
una importante transformaci�n cultural en la percepci�n de la funci�n de
la empresa, tanto en las nociones acerca de qu� ha de hacer, como acerca
de qu� hace realmente. En el caso espa�ol, el avance del Bar�metro de
noviembre de 2010 del Centro de Investigaciones Sociol�gicas indica lo
siguiente: Ante la pregunta: �De las siguientes instituciones o
colectivos, �cu�l cree Ud. que tiene m�s poder en Espa�a?�, la poblaci�n
encuestada contest� (se dan los datos totales, sin desagregar edad ni
sexo): los bancos (31.6%); el Gobierno (26.4%); las grandes empresas
(15.1%); los medios de comunicaci�n (8.7%); los partidos pol�ticos
(7.6%); el Parlamento (2.6%), los sindicatos (2.1%) y los militares
(0.9%).
(http://www.cis.es/cis/opencms/CA/Novedades/Documentacion_2853.html)
Los
resultados de esta encuesta
pueden leerse coyunturalmente, especialmente si se tiene presente el
desalentador caso espa�ol. Sin embargo, estos datos exponen qu� piensa
la gente acerca de la correlaci�n de fuerzas existentes. Dicho en prosa,
a ojos de las personas encuestadas muestra qui�n corta el bacalao, qui�n
detenta mayor poder. Ante este panorama, una de las principales tareas
que hay que afrontar es discutir qu� papel han de jugar las grandes
empresas, al tiempo que informar y controlar su actuaci�n. Esto supone
discutir democr�ticamente si se apuesta por marcos regulatorios
controlados estatalmente o se apuesta por sistemas de autorregulaci�n,
como piden las grandes empresas. Supone pensar si apostamos por
democratizar el �mbito de las relaciones laborales o seguimos con un
importante d�ficit en este espacio. Exige seguir pensando qu� intereses
p�blicos queremos defender y c�mo alcanzarlos. No se trata ya s�lo de
puestos de trabajo, tambi�n se trata de la gesti�n de servicios b�sicos
(transportes, energ�a, agua, educaci�n, informaci�n�) que son esenciales
en la configuraci�n de cualquier sociedad. Para afrontar estas
cuestiones hay que pensar pol�tica y culturalmente las grandes empresas,
algo a lo que no estamos acostumbrados.
Hace
unos meses asist� a
una jornada sobre responsabilidad social corporativa organizada por un
sindicato. La situaci�n que se dio fue esperp�ntica, pero aleccionadora
en su esperpento. Ante la pregunta del coordinador de la mesa redonda,
un representante de la patronal ech� por tierra la fe del moderador
sindical en la responsabilidad social empresarial, por lo menos en su
versi�n propagand�stica. Record� c�mo se configuran los rankings
empresariales de responsabilidad social corporativa, qui�n los otorga� y
por estas v�as tan poco saludables (record� el ponente) precisamente las
grandes empresas que encabezaron la crisis del 2008 ocupaban los puestos
m�s destacados en los rankings internacionales de responsabilidad social
corporativa. Por tanto, nada nuevo bajo el sol.
Replantear el lugar ocupado
por la gran empresa exige pensar colectivamente de nuevo cu�les son sus
responsabilidades. Ya no basta con seguir manteniendo una visi�n
pol�tica en la que el di�logo y la exigencia principal se establece
entre el ciudadano y el estado, como centro principal de poder. Se hace
preciso profundizar esta visi�n al tiempo que se ampl�a, enfocando la
relaci�n entre las personas (sean o no ciudadanas) y las grandes
compa��as. Hay que apostar por una cultura de la responsabilidad, no
s�lo de la persona (como se va poniendo de moda), sino tambi�n de las
principales estructuras que configuran nuestro mundo y de sus dirigentes
y beneficiarios directos. No es causalidad que la especulaci�n
financiera siga ocupando el centro neur�lgico del modelo econ�mico. Hay
que precisar el discurso para reconocer las diversas realidades
empresariales existentes. Si se mira, por ejemplo, el n�mero de
trabajadores por empresa, a principios de 2010 en el panorama espa�ol (http://www.ine.es/jaxi/menu.do?type=pcaxis&path=/t37/p201&file=inebase&L=0) hab�a 893.005
empresas que ten�an 1 � 2 trabajadores; 318.155 entre 3 y 5
trabajadores; 143.016 entre 6 y 8. Empresas con 5.000 o m�s trabajadores
hab�a 101, y 651 que tuvieran entre 1.000 y 4.999 trabajadores. Por
tanto, bajo la palabra �empresa� conviven realidades muy diferentes,
esto no hay que olvidarlo.
Es a
partir del poder que
actualmente detentan las grandes estructuras empresariales que hay que
exigir deberes, y sobre esto hay que construir una cultura pol�tica
capaz de exigir responsabilidad al ejercicio del poder pol�tico y
econ�mico all� donde resida. �Qu� hace falta? Impulsar la dimensi�n
sociopol�tica y cultural de las estructuras sindicales que todav�a
tengan capacidad para afrontar los temas de la vida; potenciar grupos de
trabajo que analicen la actuaci�n de las grandes empresas y sus
conexiones con los gobiernos; exigir responsabilidades a los gestores
p�blicos y tambi�n a los gestores de estructuras empresariales en la
medida en que sus actuaciones afectan a los intereses p�blicos.
Continuar�.
�Superar�
la izquierda catalana el delirio identitario?
Laurentino V�lez-Pelligrini
Los
resultados
del pasado 28-N han llevado al Govern a una federaci�n
nacionalista que, mal que nos pese y por muy centrada o �centrista� que
se reivindique (al menos en comparaci�n a la caverpetovet�nica derecha
espa�olista), lleva encima la responsabilidad de haber impulsado las
pol�ticas m�s retrogradas que se aplicaron en Catalu�a en pr�cticamente
todos los �mbitos durante los m�s de veinte a�os de pujolismo.
Malos
tiempos nos esperan, sobre todo a la vista de que un gobierno auton�mico
de derechas va a poder sacar adelante las peores y m�s conservadoras
medidas sociales y econ�micas con el apoyo parlamentario de otra
formaci�n todav�a m�s a la derecha que �l, sin que apenas la izquierda
pueda hacer nada para frenarlas. Como aperitivo, Artur Mas ha anunciado
que suprimir� los impuestos sobre sucesi�n: es evidente que en la mente
del se�or Mas no est�n precisamente los herederos del asalariado padre
de familia sin otro patrimonio que legar que el de un modesto piso en
el Raval. Para nadie es un secreto que CiU es, ha sido y continuar�
siendo la portavoz, en Catalu�a y en Madrid, de los grandes intereses
econ�micos conservadores y de toda una suerte de colectivos adscritos a
la Barcelona de los �Vencedores�, ayer �Catalanes de Franco�
y buenos y altivos castellanoparlantes y hoy catalanistas de
coyuntura. Se supone que la cortes�a democr�tica exige respetar los
resultados, aunque la catadura moral y el tributo a la verdad no nos
pueda hacer olvidar hasta donde es capaz de llegar el cinismo de la
derecha pujolista o pospujolista, como se la quiera llamar. As� est� el
patio pol�tico.
Aqu�
lo que suscita reflexi�n no es cu�l va a ser la pol�tica de la derecha
catalana, sino cu�l ha sido y cu�l ser� la de la izquierda. En ese
sentido, el primer tema que merece atenci�n es la realidad del
Tripartito y los or�genes de su lamentable fracaso. Tambi�n la un�nime
decepci�n que gener� entre quienes vimos en �l la posibilidad de un
cambio real y la consecuente revitalizaci�n pol�tica y social de una
Catalu�a atolondrada por la demagogia victimista y el raquitismo
nacionalista que defini� al pujolismo.
La
primera
interpretaci�n remite al excesivo hincapi� que hicieron los gobiernos de
Pasqual Maragall y de Jos� Montilla en las cuestiones identitarias, en
detrimento de asuntos m�s apremiantes para la ciudadan�a, en especial
los sociales y econ�micos. El hecho es innegable y todav�a por queda por
aclarar qu� clase de enajenaci�n mental ha podido apoderarse de la
izquierda como para lanzar la absurda, innecesaria y contraproducente
reforma del Estatut, por mencionar el tema estrella. Esto todav�a
m�s cuando dicha reforma se centr� sobre todo en la redistribuci�n de
las cuotas de poder (que s�lo benefician a las elites pol�ticas y sus
redes clientelistas) y en una especie de delirio simbolista basado en
una visi�n monol�tica de la identidad colectiva de Catalu�a, que se
convirti� por su parte en el caldo de cultivo de la demagogia
nacionalista e independentista. Probablemente la reforma del Estatut
hubiese suscitado m�s inter�s entre la ciudadan�a de haber tenido
en el horizonte la mejora de los canales de participaci�n democr�tica y
de la propia cohesi�n social. Pero la escasa participaci�n en el
refer�ndum ilustra muy bien el desinter�s de la ciudadan�a hacia una
reforma que no parec�a dar respuesta a sus problemas m�s cotidianos.
Dicho
esto,
habr�a que interrogarse sobre si la estrategia adoptada por el
Tripartito en general y el PSC en particular no est� en relaci�n con la
herencia nefasta de los veinte a�os de pujolismo. En efecto, por
cuestionable que haya sido y siga siendo la labor del gobierno de
izquierdas al frente de la Generalitat de Catalunya, no estar�a de m�s
recordar que los vientos identitaristas vinieron sobre del hemisferio de
la derecha convergente y del estilo pol�tico de su l�der m�s
carism�tico: Jordi Pujol. Acaso habr�a que recordar que Pujol vertebr�
todo su poder y sus sucesivos triunfos electorales en base a una
explotaci�n pol�tica de los agravios cometidos por la dictadura
franquista al encuentro de Catalu�a y una capitalizaci�n partidista de
los comprensibles resentimientos de un sector de la sociedad catalana.
Desde la aprobaci�n de la LOAPA y el estallido del affaire Banca
Catalana esa fue su estrategia. Habi�ndose encontrado Maragall y
posteriormente el propio Montilla, por lo tanto, con una Catalu�a
reducida al com�n denominador del victimismo y la demagogia barata, casi
puede entenderse que el PSC optase por adaptarse a las circunstancias,
rumiando en las praderas previamente establecidas por la derecha
nacionalista. Dif�cil es no reconocer que el PSC carga con buena parte
de culpa, sobre todo al no haber sabido salir del gui�n grabado a fuego
por la derecha pujolista. Bueno es recordar a ese respecto que la
emergencia de Ciutadans de Catalunya y las actitudes sumamente
autodefensivas generadas en un cierto sector de la intelectualidad de
izquierdas es en gran parte el resultado de la profunda decepci�n
generada por el PSC. No s�lo por no haber sabido operar el proceso de
despujolizaci�n de la vida catalana, sino por haber seguido el credo
nacionalista, reh�n del apoyo parlamentario de Esquerra Republicana de
Catalunya y sobre todo de un agudo complejo de inferioridad gestado
durante el pujolismo. No cabe duda a ese respecto, que el PSC ha pagado
el precio de su progresiva desconexi�n con su base sociol�gica natural,
castellanoparlante y no nacionalista. Los resultados del Partido Popular
en los llamados �cinturones rojos� es un ejemplo elocuente, m�s all� de
la irresponsabilidad que haya podido caracterizar a la campa�a electoral
de la se�ora Alicia S�nchez-Camacho.
Aun
as�,
hay que reconocer d�nde est� el origen del mal y apuntar a que el
socialismo no hizo otra cosa que recoger las tempestades
�identitaristas� cuyos vientos ya hab�an sido sembrados por CiU. El
hecho mismo de que un analfabeto pol�tico como Joan Laporta haya entrado
en el Parlament informa ya no s�lo del proceso de �termundizaci�n� de
nuestra vida p�blica, en el que cualquier pelele populista y demagogo
puede entrar en las instituciones, sino tambi�n de la situaci�n en la
que ha ca�do una Catalu�a prisionera del delirio identitario.
�Ahora
ya en la oposici�n, sabr� la izquierda en general y el PSC en particular
superar el papanatismo nacionalista y abordar las cuestiones concretas
que afectan a la sociedad catalana? Es decir, los problemas de
desigualdad y fragmentaci�n social que la derecha pospujolista, con sus
propuestas neoliberales, amenaza con acentuar? El tiempo lo dir�. Pero
por el momento est� claro que la izquierda perdi� la oportunidad de
cambiar de ra�z la vida pol�tica catalana y de que, m�s all� de la
incidencia que pueda estar teniendo la crisis econ�mica y social y del
disgusto generado por las medidas del gobierno de Rodr�guez Zapatero, el
origen de la derrota del PSC debe ser buscado en sus propios errores :
el haber sucumbido ante el delirio identitario.
[L. V�lez-Pelligrini
es una voz relevante en el debate identitario y es autor de El estilo
populista.Or�genes, auge y declive del pujolismo, El Viejo Topo,
Barcelona, 2003]
Comentarios
prepol�ticos: 1. Relato
Joan Busca
Cada
equis tiempo aparece en el debate pol�tico alguna cuesti�n que se repite
insistentemente entre los comentaristas y los propios actores pol�ticos.
En los �ltimos tiempos la referencia al relato, a la forma como se
explican las propuestas pol�ticas, a la manera como se lee la situaci�n,
como se enfoca la comprensi�n de la realidad y como se presentan las
iniciativas de los propios pol�ticos ha tomado una inusitada
importancia. Este ha sido, por ejemplo, uno de los n�cleos de la
interpretaci�n que he recibido de personas relevantes de la izquierda
catalana a la hora de abordar el fracaso del Tripartit y de situar la
dificultad de plantear la salida de la crisis en t�rminos de izquierdas.
En este contexto entiendo que el fallo del relato ten�a en cuenta
diferentes cuestiones: la ausencia de un discurso coherente de la acci�n
de Gobierno, la ausencia de adecuados canales de comunicaci�n y la
imposibilidad de impulsar un marco interpretativo de la crisis y de la
pol�tica diferente del de la derecha y el nacionalismo.
Las
cuestiones
que se plantean son relevantes. Cualquier proyecto pol�tico necesita de
buenos canales comunicativos, de una buena capacidad explicativa, de un
discurso cultural que permita relacionar la experiencia cotidiana de la
poblaci�n, sus necesidades y anhelos con las propuestas de acci�n
pol�tica que trascienden lo individual. Pero me temo que reducir, o
sobrevalorar, este fallo comunicativo a la hora de explicar los fracasos
sirve poco para reorientar la situaci�n. Sobre todo corre el peligro de
concentrar excesivos esfuerzos en la conquista de canales de
comunicaci�n y en la elaboraci�n de una presentaci�n formal de las
propuestas que deje fuera de vista otras tareas importantes.
Es
cierto
adem�s que el gobierno tripartito ha sido incapaz de explicar sus
realizaciones, y ha estado sometido a un intenso bombardeo medi�tico por
parte de una derecha que controla buena parte de los medios m�s
influyentes y que ha sabido jugar con eficacia una serie de slogans
machacones: el nacionalista, pero tambi�n el de la �seriedad�
(explotando h�bilmente las divergencias entre los socios del Gobierno) y
la necesidad de un Gobierno fuerte. Pero el fracaso de la izquierda, su
incapacidad para imponer su propia historia tiene muchos m�s puntos
d�biles que la simple capacidad de comunicar un producto coherente.
En
primer
lugar hay un problema de credibilidad. Entre las evanescentes
referencias a los valores de izquierda y la pr�ctica de la mayor�a de
dirigentes pol�ticos el trecho es demasiado grande. Es poco cre�ble que
alguien se crea que uno defiende la escuela p�blica cuando env�a a sus
hijos a la privada. Y quiz�s es a�n menos cre�ble que la trayectoria
vital de muchos pol�ticos de izquierdas sea estar todo el tiempo
ocupando puestos profesionales ligados a su carrera pol�tica. Sin una
inmersi�n real en la vida cotidiana de los comunes, sin pol�ticos de
izquierdas que al dejar el cargo electo vuelvan a sus puestos de trabajo
corrientes, a mantener una actividad socio-pol�tica activa, es dif�cil
que se ganen el respeto de la mayor�a de la poblaci�n y puedan
desprenderse del aura de privilegiados que gran parte de la misma les
asigna.
En
segundo
lugar
�y
esta es posiblemente una cuesti�n central�,
la izquierda simplemente no tiene un proyecto claro sobre el cual
construir relatos significativos. La socialdemocracia hace tiempo que se
pas� intelectualmente al campo liberal y a pesar de impulsar proyectos
diferentes de los de la derecha, �stos acaban olvid�ndose en cuanto
soplan vientos de recesi�n, o los poderes econ�micos los aprietan.
Despu�s del �ltimo giro de Zapatero va a ser imposible que fuera del
grupo de fans incondicionales alguien vaya a pensar que sus pol�ticas
son sustancialmente de izquierdas. Pero tambi�n el resto de la izquierda
presenta importantes lagunas. Sus planteamientos oscilan entre una
defensa de et�reos valores de izquierda a una referencia abstracta de un
anticapitalismo inconcreto, que omite adem�s una reflexi�n seria sobre
qu� tipo de sociedad se esta pensando construir. Hoy, cuando por una
parte los nuevos movimientos sociales han puesto en evidencia la
importancia de cuestiones omitidas por la izquierda tradicional y, por
otra, la experiencia de los socialismos burocr�ticos ha cuestionado la
posibilidad de construir una alternativa al capitalismo, es m�s
necesario que nunca construir un proyecto que trate de plantear algunas
l�neas de acci�n coherentes, de hacia donde queremos ir, y que al mismo
tiempo ofrezca propuestas realistas de acci�n en el corto plazo que
permitan a las gentes dar sentido a sus luchas cotidianas. Urge
encontrar una v�a de intervenci�n que evite caer en el Scilla del
reformismo sin proyecto del pol�tico profesional y en el Caribdis de los
valores intocables y las referencias abstractas al fin del capitalismo.
S�lo superando est� dicotom�a, cuando menos reflexionando sobre la
misma, se puede construir un n�cleo de ideas que permitan establecer un
relato cre�ble.
Y en
tercer
lugar est� la cuesti�n de los medios. Parece que solucionando el acceso
a los mismos, utilizando h�bilmente las nuevas tecnolog�as, podremos
revertir la situaci�n. El problema de la informaci�n actualmente es
menos de acceso y m�s de selecci�n: recibimos
�o
tenemos acceso a�
miles de datos, y la cuesti�n es c�mo los filtramos. Pero aun
resolviendo esta dificultad queda la cuesti�n de la acci�n social. C�mo
romper la anomia de las sociedades ricas, c�mo transformar el malestar
difuso en acci�n transformadora, c�mo socializar la experiencia
individualizada, como generar formas de intervenci�n colectiva. Tambi�n
en este campo la propuesta de construir el relato apunta demasiado a una
visi�n de la pol�tica profesionalizada y deja fuera de mira una cuesti�n
que considero crucial: c�mo organizar, dar fuerza colectiva, capacidad
de acci�n, a los millones de personas con pocos derechos que presencian
d�a a d�a la impunidad con la que una minor�a social sigue imponiendo
sus intereses, poniendo en peligro el presente y el futuro de nuestra
vida social.
La
utop�a po�tica. entrevista a Rabah Ameur-Za�meche
Pere Ortega y Josep Torrell
La IV Muestra de Cine �rabe y Mediterr�neo, en diciembre de 2010,
program�
El
�ltimo
combatiente (Dernier maquis, 2009), la tercera pel�cula de
Rabah Ameur-Zaimeche, y le invit� a �l para presentarla. El �ltimo
combatiente es la conclusi�n de una trilog�a, compuesta por Wesh,
wesh, qu�est ce qui se passe (2001) y Bled number one (2006).
Es, dig�moslo pronto y claro, una pel�cula pol�tica, de la misma forma
que Ameur-Zaimeche es un cineasta pol�tico, algo que se echa de ver en
sus palabras.
�Una primera
pregunta, que nos ha hecho romper la cabeza a todos, es el t�tulo:
Dernier Maquis, es decir, El �ltimo combatiente. �Qu� significa este
t�tulo?
�Esta pregunta es
muy dif�cil de contestar. Tal vez tuviera que ser la �ltima, �y no la
primera! La pel�cula plantea una situaci�n en una f�brica de pal�s. Con
los pal�s podemos crear muchos paisajes imaginarios: calles, avenidas,
paseos, bloques de pisos, etc�tera. Los pal�s fueron inventados por los
norteamericanos despu�s de la segunda guerra mundial, para trasladar las
mercanc�as en el mundo entero. Pero aqu� los pal�s tienen la
particularidad de ser de un color distinto. Son de color rojo. Eso tiene
que ver con el proletariado mundial. Los inmigrantes del tercer mundo
emprenden su viaje en condiciones precarias, llegan a Europa y buscan
trabajo para vivir. Buena de parte del proletariado, tal como es ahora,
son emigrantes. Son emigrantes que vienen con cierta inocencia, pero
tambi�n con una visi�n optimista frente al trabajo, y es una visi�n
moral de nos enriquece.
�El personaje
de Tit� parece incorporar esta mirada inocente, que al mismo tiempo
tiene un cartel de �Palestino libre� en su casa.
�La secuencia que
pasa en el cuarto de ba�o, y que acaba con la circuncisi�n, es la �nica
que transcurre fuera de la f�brica de pal�s. El resto de la pel�cula
pasa en el recinto de la f�brica, en el patio, en el taller, etc�tera.
La secuencia de la circuncisi�n, en realidad, la rod� en mi casa. El
cartel, por tanto, es m�o. Me pareci� mal quitarlo, y as� se qued� all�.
Efectivamente el personaje de Tit� representa aquel tipo de inocencia,
un emigrante que es �rabe pero no musulm�n. Alguien en estado bruto, un
novato, dir�amos. Pero, adem�s, es un personaje que tiene un coraz�n muy
grande, que va adelante con sus ilusiones. Es un personaje que, en el
fondo, no pertenece a la f�brica de pal�s. Quiere convertirse al Islam,
como en otro tiempo se habr�a convertido a otra religi�n. En el siglo
XVIII, durante la revoluci�n industrial, los amos �es decir, los
empresarios� acapararon los aparatos religiosos de la iglesia cat�lica y
reformada, para tener un control sobre las creencias de sus
trabajadores. Eran unos amos paternalistas, que ayudaron a crear
iglesias, hospitales, orfanatos y dem�s, pero al mismo tiempo segu�an
siendo amos, dispuestos a defender sus f�bricas costase lo que costase.
Ahora este control religioso ha cambiado, por lo menos en Europa y, m�s
concretamente, de Francia. Ya no se trata del catolicismo sino del
Islam. Ahora, si se quiere mantener un control sobre las creencias de
los trabajadores, hay que construir mezquitas, no iglesias.
�En tu
pel�cula parece no haber nada innecesario.
�En cierto modo,
s�. Por ejemplo, los aviones, que es una referente en toda la pel�cula.
Es cierto que este tipo de secuencias pertenecen en realidad a un
espacio diferente de los pal�s. Es el espacio a�reo, surcado
constantemente por aviones. Esto tiene evidentemente un significado,
porque como todo el mundo sabe los aviones son tambi�n un arma de
guerra.
� �C�mo
planteaste el tema de la pel�cula?
�El origen de la
pel�cula empez� cuando descubrimos aquella f�brica de pal�s. Al mismo
tiempo, es una f�brica como hay muchas en la periferia de las grandes
ciudades, junto a las autopistas y las principales carreteras. Cuando lo
vi tuve clara la pel�cula. Lo m�s dif�cil era el rodaje. Lo primero que
hicimos fue ganarnos la confianza de los trabajadores, que son algunos
de los que se ven en la pel�cula. Para ello, empezamos a rodar en
picado, desde el cielo. Hac�amos grandes panor�micas del lugar,
distantes, desde lo alto. Y, de pronto, descendimos hasta el coraz�n de
los trabajadores, hasta los problemas que baten en el coraz�n de todos
ellos. Y tambi�n llegamos al coraz�n de la propia pel�cula, al
conflicto. Porque, en definitiva, siempre hay dominadoras y dominados,
opresores y oprimidos. Mi posici�n es �sta y, viendo la pel�cula, es
f�cil entender hacia donde van mis preferencias.
�Una de las cosas
que sorprende es que t� interpretes el papel de Mao, es decir, el papel
del patr�n de la empresa�
��Claro! �Yo soy
el productor! �Qui�n mejor iba a hacer de empresario? (Se r�e.) En
realidad, no hemos fundado todav�a una empresa de producci�n, una
productora. Pero estamos en ello. En realidad, el papel del empresario
era un papel dif�cil, y despu�s de buscar un actor, decid� hacerlo yo.
�En tu
pel�cula no han ninguna mujer.
��Pero en la
f�brica de pal�s tampoco! Hay que tener en cuenta que es un trabajo muy
duro y cansado. Es muy raro encontrar mujeres que hagan este tipo de
trabajo. Las mujeres, normalmente, no lo resistir�an. Por tanto, en la
realidad no hab�a mujeres. Podr�amos haber puesto una secretar�a, una
mujer de la limpieza, o incluso una prostituta, con un coraz�n enorme,
que est� en la carretera y que comprende lo que les pasa a los
trabajadores. Podr�amos haber pensado en ello, pero no lo hicimos. Nos
pareci� que era introducir un elemento diversivo, y preferimos no
hacerlo. Al fin y al cabo, rod�bamos algo muy concreto: la lucha de
clases. Decidimos que la mujer ser�a el tema de mi pr�xima pel�cula.
Pero, bueno, siempre podemos suponer que ese roedor enorme que
encuentran en el garaje es de sexo femenino. (Se r�e.) A partir de ese
roedor podemos pensar ciertamente en un s�mbolo. La Jutia conga fue
importada a finales del siglo XVIII desde Am�rica, por el valor de sus
pieles. Pero algunas lograron escapar, se instalaron en el campo y se
multiplicaron. Hoy est�n por todas partes. Y hay qui�n habla ya de
exterminarlos. A m� me parece que podr�a establecerse un paralelismo con
la situaci�n de los emigrantes. Los trabajadores de �frica han sido
�importados� hacia aqu� para realizar los trabajos m�s duros y sucios.
�El final es
muy impactante.
�Los montones de
pal�s sirven para hacer muchas cosas. Sirven tambi�n para hacer
barricadas. Y esto es precisamente lo que hacen al final. Una barricada
iluminada lateralmente, que puede sugerir muchas cosas. A m�, por
ejemplo, me recuerda unos grandes boques de pisos para trabajadores, que
vi en mi infancia �en un barrio llamado Le Bosquet, cerca de Clichy,
donde crec�� que vistos de lejos daban la misma impresi�n que esa
ret�cula de la barricada, iluminada por una luz que deja entrever que
m�s all� hay esperanza: en cada piso, hab�a una lucecita, y parec�a que
en cada apartamento anidaba alguna ilusi�n. En el final creo que es muy
importante el papel de la m�sica, que me gusta mucho como ha quedado. El
autor de la partitura es
Sylvain Rifflet.
Para la �ltima secuencia ha compuesto una especie de suite para saxof�n
y pal�s, en la que suena el saxo y se oye el ruido de los pal�s, y crea
una sensaci�n muy fuerte en el espectador cuando la pel�cula ha
terminado. La barricada, adem�s, no es un final tradicional. Es un final
abierto : no est� escrito quien va a ganar. Es un proceso. La lucha
continua, pero no est� escrito jam�s qui�n va a ser el vencedor.
�Quisiera
hablar del tema del Islam, que es un tema colateral en tu pel�cula. En
el Islam hay tambi�n un Islam pol�tico.
�Hay un respeto
enorme al tratar el Islam. Creo que no existe ninguna pel�cula que trate
a la religi�n con tanta consideraci�n. Por ejemplo, la oraci�n en la
mezquita. Empieza con el llamamiento a la oraci�n, aunque despu�s cada
uno ore a su modo. Vemos como al acabar se dan las manos en se�al de
amistad, aunque inmediatamente empiece la discusi�n abierta sobre qui�n
ha de ser el Im�n. Por lo dem�s, esto sucedi� con la muerte del Profeta.
A�n no estaba enterrado Mahoma, cuando empezaron las discusiones sobre
qui�n hab�a de ser el sucesor. Entonces, la mayor�a de los creyentes,
establecieron que deb�a ser alguien elegido por la asamblea de
creyentes. Pero esto era entre la asamblea de creyentes, no entre la
asamblea de ciudadanos. Pero entonces hubo gente que intent� plantear el
sistema de elecci�n democr�tico tambi�n a nivel pol�tico, pero esto
termin� cada vez en un ba�o de sangre. Tribus enteras, perdidas en la
confluencia del Tigris y el Eufrates, que fueron exterminadas. Volviendo
a la pel�cula, podr�amos seguir abundando en este respeto que afecta
todo lo que trata del Islam. En cualquier caso, no existe ninguna fatwa
contra m�.
��C�mo ha
reaccionado el p�blico musulm�n hacia tu pel�cula?
�No lo s�. Pero
creo que ha quedado impresionado por ese profundo respeto, que no es
algo habitual. Quiz�s me repito, pero es la primera vez que se oye en el
cine un llamamiento a la oraci�n hecho con tanto respecto. Qui�n dice
esto, dice tambi�n el darse las manos en se�al de hermandad, de comuni�n
entre todos. Lo que viene despu�s no es algo propio del Islam: es la
historia de la humanidad, es la lucha de clases. Es la resistencia a
cualquier forma de dominaci�n. Quiz� los creyentes musulmanes discrepen
del resto de la pel�cula, pero en cambio estoy convencido de que
respetan esta secuencia en la mezquita. La mezquita es un lugar de
oraci�n, pero tambi�n es un refugio. Y eso es importante. Entre dos
corrientes de pensamiento, el Islam oficial y el fundamentalismo
isl�mico, hay la posibilidad de que nazca un nuevo pensamiento. Entre
estas dos posiciones, hay que generar espacios, y es en este intervalo
que puede aparecer una l�nea a seguir. En cualquier caso, no somos
nosotros, los cineastas, quienes hemos de producir una soluci�n pol�tica
o religiosa. Nosotros s�lo podemos hacer abrir caminos para la utop�a
po�tica.
Vae
victis! �ay de los vencidos!
Antonio Madrid
La
justicia de los
vencedores suele ser terrible.
La
historia mundial y, de
forma especial, la historia europea quedaron marcadas por la experiencia
de la segunda Guerra Mundial. La enormidad de la confrontaci�n, los
millones de muertes, la destrucci�n, el sufrimiento y la demostraci�n
del horror absoluto extendido por el nazismo, siguen ocupando un lugar
destacado en la construcci�n de la memoria colectiva occidental.
En la
construcci�n de
esta memoria colectiva, se ha prestado una atenci�n marginal a que le
sucedi� a la poblaci�n alemana durante la postguerra. Autores como G.
Grass o W. G. Sebald explicaron parcialmente la tragedia humana que
vivi� la poblaci�n civil a manos de las tropas y gobiernos aliados. En
El tambor de hojalata, Grass hace referencia a lo que para la
poblaci�n alemana supuso la llegada del ej�rcito rojo. Por su parte, W.
G. Sebald, en Sobre la historia natural de la destrucci�n explic�
c�mo ciudades enteras quedaron arrasadas por los bombardeos aliados,
incluso una vez la derrota de Alemania era evidente.
�Qu�
le sucedi� a la
poblaci�n alemana y a la poblaci�n de origen alem�n en la fase final de
la segunda guerra mundial y durante la postguerra? Giles Macdonogh
aborda esta cuesti�n en Despu�s del Reich. Crimen y castigo en la
posguerra alemana, (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2010, 975 p�gs.).
Los ejes de este texto son b�sicamente dos: la constataci�n de lo
sucedido y el an�lisis de c�mo se justific� el sufrimiento que se impuso
a los vencidos por parte de los aliados. La historia de la liberaci�n
aliada es tambi�n la historia de la venganza sobre la poblaci�n civil,
la historia de las violaciones sistem�ticas y masivas, de las matanzas,
del robo y del pillaje, del saqueo organizado, de la denigraci�n, de la
inhumanidad, de la hambruna mantenida como castigo, de los traslados
forzados de millones de personas. La historia de esta etapa habla de la
prolongaci�n de la barbarie, pero tambi�n de la permisi�n de la misma.
Se trata de una parte de la historia europea poco conocida, inc�moda de
reconstruir (tambi�n para los alemanes), que habla de los castigos
impuestos a la poblaci�n civil alemana, de los cr�menes cometidos por
los aliados.
Lo
que se narra en el
libro no son simplemente los desastres naturales de la guerra o, dicho
en t�rminos contempor�neos, sus �da�os colaterales�. Lo que se explica
es mucho m�s que esto, es c�mo aplicaron su justicia los vencedores. Se
trat�, en buena medida, de una venganza, del ejercicio del derecho de
conquista que impuso castigos colectivos a una poblaci�n a la que se
consider� colectivamente culpable. La informaci�n recogida es tan
detallada que identifica ciudades, prisiones, campos de concentraci�n
reconvertidos en campos de prisioneros o particularidades territoriales
(como la tremenda violencia desatada en Checoslovaquia).
Conocer estos hechos,
documentarlos y guardar memoria de ellos es importante para romper el
silencio animado por la verg�enza de unos y por la arbitrariedad de
otros sobre esta parte de la historia europea. En todo caso, los
silencios no son fruto de la casualidad. Como bien sabemos por la
experiencia espa�ola, la reconstrucci�n de la memoria hist�rica altera
las verdades establecidas, remueve los silencios pol�ticos, obliga a
enfrentarse como lo que hemos sido y somos. Esta tarea de documentaci�n
y explicaci�n tambi�n es importante para evidenciar la hipocres�a con la
que en no pocas ocasiones se han silenciado, cuando no justificado, las
atrocidades cometidas sobre la poblaci�n alemana.
�Qu� memoria guardar?
La respuesta honesta es: recordar lo que realmente sucedi�, evitar hasta
donde sea posible los enmascaramientos de lo que sucedi�, reconocer el
sufrimiento ajeno de igual modo que se reconoce el propio. Lo vivido
durante la postguerra alemana plantea una cuesti�n determinante: �Qu�
progreso moral hab�a en contestar a un mal con otro mal? �Merec�an
compasi�n los ni�os alemanes o las decenas de miles de mujeres que
fueron sistem�ticamente violadas? �Pod�an justificarse los cr�menes
cometidos por los aliados a partir de los cr�menes cometidos por el
r�gimen nazi?
Macdonogh
concluye su texto con una
advertencia acerca de c�mo se ha construido la memoria oficial:
�Alemania occidental no tard� en recomponerse; crecieron edificios como
setas para sustituir a los destruidos en la guerra. Una inmensa fealdad
sustituy� a las ruinas. Si se les permitiese, podr�an acabar olvidando
la sangre que hab�an derramado y se centrar�an en el nacimiento de una
nueva Alemania que hab�an regado con la suya�. Se trata de un doble
horror del que hay que guardar memoria: del horror creado por el nazismo
y tambi�n del castigo al que qued� sometida la poblaci�n alemana.