Cuaderno
de
crisis/ 11
Albert Recio
TANGENTÓPOLIS HISPANIA S.A.
I
La
vida
económica y política española cada vez se parece más a la italiana. Hace
tres décadas Italia era una referencia en ambos planos: los distritos
industriales italianos aparecían como un modelo productivo a seguir y la
izquierda era un referente claro para muchas de nuestras elaboraciones
locales. Después Italia embarrancó. Con años de semi-estancamiento
económico, con la autodisolución de la izquierda, con el ascenso del
neopopulismo berlusconiano. Tangentópolis, la emersión de la corrupción
endémica que puso fin a la era Craxi, constituyó un momento central de
esta crisis. Lejos de propiciar una regeneración social y política,
dicha crisis favoreció el ascenso de Berlusconi, un empresario que había
conseguido despegar (primero en la promoción inmobiliaria y después en
los medios de comunicación) gracias al amparo y los favores de Craxi, el
político que mejor representaba el tipo de gestión que dio lugar al
proceso judicial conocido como Tangentópolis.
En
los últimos
años, el Gobierno español sacaba pecho. Ahora era España quien aspiraba
a ser el “tigre mediterráneo”. El PIB per capita español llegó a superar
al PIB italiano. Y nuestro país ejercía una cierta fascinación para
muchos italianos progresistas. Hoy las cosas vuelven a ponerse en su
sitio. La crisis económica ha vuelto a cebarse en España, mostrando que
nuestro crecimiento tenía píes de barro (o de cemento y especulación). Y
la corrupción, que siempre fue endémica, aparece de nuevo como una
cuestión de primera página periodística y afecta al núcleo central de
casi todo el arco parlamentario. De la cadena de escándalos locales
hemos pasado a los casos “Gürtel”, un cáncer que corroe el núcleo
central del Partido Popular, “Millet” (donde Convergència i Unió, una
coalición que siempre bordeó el escándalo, sale malparada) y “Pretoria”,
que afecta a la vez a parte del núcleo del PSC (el mayor aportador de
votos a los gobiernos socialistas) y a Convergència. A parte de la unión
por el fútbol, en poco tiempo se ha producido una preocupante
convergencia en los planos económico y político.
II
Podemos achacar la extensión de la corrupción a factores culturales y
estructuras sociales comunes. Algo hay de cierto en todo ello: el mundo
mediterráneo ha tenido un desarrollo propio en lo económico y lo
político, empezando por el prologando proceso histórico de las
dictaduras fascistas y siguiendo por un modelo diferente de
industrialización con fuerte presencia de estructuras familiares, cuya
influencia no sólo se refleja en el modelo de cuidados, sino en el
sistema de
relaciones sociales y, posiblemente, en la importancia de las redes de
informalidad. Cada sociedad tiene su propia historia, su modelo
institucional y ello explica que casi ningún país sea igual a otro (de
la misma forma que tampoco hay dos personas idénticas). Pero quedarse
solo en la foto fija tampoco ayuda ni a entender los procesos ni a
avanzar los cambios. Puede conducir a una sensación de impotencia y
fatalismo como la que ahora parece dominar en nuestras sociedades.
En
el resurgir de la corrupción también hay,
a mi modo de ver, aspectos coyunturales, procesos más dinámicos que se
entroncan y combinan con las estructurantes históricas y que permiten
completar la explicación del fenómeno y generar un diagnóstico más
certero. Los aspectos de coyuntura tienen que ver con los procesos que
denominamos globalización y neoliberalismo. Fenómenos que han situado a
las economías del Sur de Europa en una posición de mayor fragilidad y
que han abierto nuevos espacios (o reforzado los existentes) al fenómeno
de la corrupción, una sola de las variantes del más extendido delito
económico tan prolífico en las últimas décadas.
III
La
globalización afecta de forma diversa a territorios con estructuras
productivas diferentes. La producción a escala mundial genera ganadores
y perdedores tanto en aspectos de clase social como territoriales. Unos
espacios, unas empresas, tienen mayor capacidad de adaptación que otras
al nuevo contexto. En la producción industrial las ventajas adoptan
varias formas: las plantas que producen con grandes economías de escala
y pueden abastecer un mercado amplio, los productores de bienes
sofisticados que pueden beneficiarse de nichos de mercado particulares y
los productores con salarios muy bajos que pueden ampliar su demanda de
bienes de poco valor. Los países del Sur de Europa están mal
posicionados en las “ventajas” del primer tipo (economías de escala) y
del tercero (muy bajos salarios). Gran parte de las deslocalizaciones y
pérdidas de mercados se han producido por ese doble proceso: migraciones
empresariales a países de bajos salarios y cierre de plantas productivas
de pequeñas dimensiones (que en muchos casos han trasladado producción a
otras plantas de la Unión Europea). En el caso español se ha contado con
el agravante de que en un gran número de casos las plantas productivas
eran
propiedad
de multinacionales extranjeras (instaladas en décadas anteriores o que
compraron empresas locales en la década de los 1980s) cuyas decisiones
tienen un mínimo anclaje en nuestro país. La “segunda” ventaja es más
transitable (y en parte explica el buen funcionamiento de algunas
regiones como la Emilia italiana y quizás también de algunos segmentos
de la industria vasca), pero requiere un importante esfuerzo
tecnológico, organizativo, de formación profesional, de especialización
en el tipo de producto adecuado, etc., que sólo se consigue en el largo
plazo y exige desarrollar un marco institucional y empresarial
coherente. Hay además otro factor que complica el panorama: la moneda
única europea apreciada respecto al dólar aumenta aún más las presiones
de los productores de bajos salarios sobre la industria local y
dificulta sus respuestas: una apreciación del Euro de, pongamos, un 10%,
se traduce automáticamente en un encarecimiento de las exportaciones en
el mismo porcentaje (y abarata las importaciones).
Ante la ausencia de políticas de respuesta bien definidas, y ante un
empresariado en muchos caso avezado a la vieja tradición de bajos costes
laborales y fiscales, la respuesta de estas economías, especialmente la
española, ha sido la de buscar campos de especialización en los que se
pudiera continuar la historia de ganar dinero fácilmente. En el caso
español, el turismo y la construcción han sido la principal respuesta,
especialmente tras la crisis de 1991-19944. Y esta particular
especialización productiva lleva en su modus operandi enormes
posibilidades de corrupción. Porque la forma más rápida de enriquecerse
es mediante el
aumento
el espacio construido por metro cuadrado de suelo comprado. Y esta es
una posibilidad que depende crucialmente de las decisiones políticas a
nivel local. La corrupción inmobiliaria es una forma de funcionamiento
“normal” de un mercado, a menos que este se haya organizado de tal forma
que impida, o minimice, sus efectos. Por ejemplo, mediante la
calificación de suelo como bien público y la puesta del mismo en manos
de los promotores sin posibilidad de alterar a posteriori el volumen
edificable. Sin perder de vista desde luego la promoción pública
directa.
IV
El
neoliberalismo ha ampliado asimismo
otro
espacio para la corrupción. Aunque la retórica oficial (y en muchos
casos el discurso asumido por sectores de la izquierda) se ha centrado
en glorificar al mercado como espacio de organización económica, en
realidad muchos de los espacios de mayor crecimiento han tenido lugar en
el campo mixto de lo público-privado. Con diferencias nacionales, en
casi todos los países se han producido privatizaciones y
externalizaciones de actividades públicas sin que los estados hayan
reducido sustancialmente su peso en la economía. El cambio ha sido más
bien el paso de la provisión pública directa hacia la provisión pública
por intermediarios privados. Con ello el mercado significativo para las
empresas que operan en estos campos no son los usuarios finales de sus
servicios sino los organismos públicos que los contratan. No se compite
para ganar clientes sino para obtener una contrata. Y ya se sabe que en
cualquier competencia siempre está el tramposo y por tanto el problema
de las comisiones y los sobornos se convierte en un peligro importante.
Un problema tradicionalmente presente en mercados como el del gasto
militar (ahí están los casos recientes de Haliburton o BAE Systems en el
mundo anglosajón) y que ahora ha multiplicado por diez su área de
influencia.
“Mercados” que además se desarrollan sobre bienes y servicios no
estandarizados y donde por tanto existen buenas posibilidades de fijar
precios abultados: cada obra pública es diferente del resto, es difícil
determinar detalladamente la valoración de cada servicio público
especializado, etc. No es casual que el campo de los “eventos” haya sido
un buen coladero de comisiones, ya que muchos de estos actos
particulares permitan un camuflaje de sobrecostes más
difícil
de realizar en servicios más estandarizados.
La
propia transformación organizativa del sector público bajo la pretendida
necesidad de flexibilidad ha propiciado la aparición de organismos de
estatus jurídico diverso que han añadido opacidad al control público y
han permitido generar sumideros de recursos
económicos
en beneficio de particulares y de la financiación de los grandes
partidos.
V
Los
aspectos estructurales no lo explican todo. Los comportamientos
individuales cuentan y estos no sólo están
influidos
por los incentivos (como dogmáticamente explica la secta económica
dominante), cuentan también las percepciones, las influencias
culturales, las convicciones éticas... Y también en este sentido la
ideología neoliberal ha sido un elemento crucial en pérdida de elementos
de control sobre las conductas delictivas. Una ideología que defiende la
búsqueda de enriquecimiento personal como único elemento de organización
social tiene todo los puntos para convertirse en coartada de todo tipo
de abusos. Al fin y al cabo los políticos corruptos no son más que
aprendices de esos directivos bancarios que convierten sin rubor parte
de las ayudas públicas recibidas en bonus autoconcedidos, o que
practican toda suerte de políticas antisindicales, o que generan graves
problemas ambientales con el argumento de perseguir la rentabilidad de
la inversión, o de los accionistas enriquecidos que cortan alegremente
el cupón sin preocuparse del comportamiento social de sus empresas.
No
se puede consolidar un comportamiento moral solidario allí donde
predomina la ideología del “cuanto mayor tajada sacas
mejor”, ni se puede pedir racionalidad allí donde se predica que lo
mismo vale un esquema de Ponzi que una actividad productiva real.
La
misma corrupción política es en parte el resultado de un modelo en que
el ciudadano y el militante han sido rebajados a la categoría de
clientes o fans. Un espacio donde el marketing ha
sustituido
a la verdadera acción política. Y donde incluso militantes de buena fe
pueden ser atraídos a prácticas corruptas con la coartada moral de que
no lo hacen en beneficio propio sino para satisfacer las insaciables
necesidades financieras de su partido.
VI
Estamos ante una situación realmente
peligrosa.
E Italia vuelve a ser un espejo en el que mirarse y reflexionar. Allí la
crisis de Tangentópolis lejos de traducirse en una regeneración de la
política abrió el paso al berlusconismo y la crisis de la izquierda. En
una sociedad con tanta incultura política como la española, con un tan
claro predominio de medios de propaganda más que de comunicación, con
una malla tan debilitada de instituciones intermedias, el fantasma del
populismo está a la vuelta de la esquina. No hace falta que alcance una
elevada movilización, le puede bastar para imponerse el complemento de
la apatía política de muchas personas desencantadas. Y detrás del
populismo está la combinación de demagogia, autoritarismo y corrupción
que puede convertirse en endémica.
Es
hora de levantar un movimiento social que genere otro discurso y otra
política. Difícilmente procederá de los partidos, la mayoría inmersos
en su propio autismo y sus inercias. Incluso el conglomerado Izquierda
Unida-Iniciativa Verds, el único que no ha sucumbido a la atracción
fatal del mercado corrupto, está demasiado inmerso en sus propias
dinámicas (la defensa de las esencias y el burocratismo de unos, o la
pelea fratricida y un cálculo político a menudo más pendiente de
alianzas institucionales que de otra cosa) como para pensar que esté en
condiciones de liderar una propuesta de cambio. Hay que partir del
supuesto de
que dependemos de nuestras propias fuerzas, las de todas aquellas
personas que aspiramos a que la acción política sea fundamentalmente
defensa de los intereses públicos, las de quienes consideramos que el
enriquecimiento no es la razón fundamental de nuestra vida social, las
de los que aspiramos a una democracia realmente participativa,
deliberativa e inclusiva, las de quienes exigimos que se controlen los
desmanes que unos pocos realizan a costa de la mayoría.
Es
hora de que esta legión de activistas y personas de buena ve hagan oír
su voz, generen una presión sobre quienes
aspiran
a ser representantes y exijan cambios, pues la movilización social
también influye en los comportamientos individuales (por eso el
individualismo anómico es tan funcional al neoliberalismo) y la creación
de actitudes morales no es ajena a la forma en que somos vistos,
criticados, valorados por nuestro entorno. Las transformaciones suelen
surgir cuando la realidad social las hace inevitables.
Hay
que ser capaces de superar
sectarismos
y buscar un espacio común que permita cuanto menos introducir algunos
elementos de regeneración social. Y mi modesta sugerencia es que éstos
no sólo tienen que pasar por exigencias de moralidad pública
(insoslayables), de reformas en la esfera política (trasparencia,
limitaciones al gasto electoral, financiación de partidos....), sino
también por cambios en la esfera económica. Tanto en el funcionamiento
del sector público como en la orientación de la actividad productiva.
Porque mi hipótesis de partida es que el mismo modelo que nos ha
conducido a la crisis y la incertidumbre actuales está en la base de la
epidemia de corrupción que se hará endémica… si seguimos prefiriendo ser
críticos de sillón antes que modestos activistas por el cambio social.
Working
poor, working rich
José A. Estévez Araújo
Una
comedia norteamericana reciente
cuenta
la historia de un chico y una chica blancos que comparten piso y que,
aunque trabajan ambos, no logran pagar las facturas. Deciden, entonces,
hacer una película “porno” para conseguir el dinero que les hace falta.
La
película en sí no tiene mucho interés.
Ni
siquiera es demasiado graciosa. Pero sí refleja un fenómeno al que es
necesario prestar atención. Se trata de lo que los sociólogos han venido
en denominar los “working poor”, una expresión que podríamos traducir
como “trabajadores pero pobres”. Los working poor ponen de manifiesto
que hoy en día tener trabajo no es condición suficiente para escapar de
la pobreza. Un salario, incluso en los países del Norte, puede ser
insuficiente para satisfacer las necesidades básicas de una persona (y
no digamos ya de una familia).
Dos
informes recientes se han referido
al
fenómeno de los working poor. El primero es de la OCDE y se titula
“Growing unequal” (crecimiento desigual). Fue publicado a finales del
año pasado. El otro es el “Informe de la Inclusión social en España” y
acaba de aparecer editado por Caixa Catalunya.
El
estudio de la OCDE señala que los últimos cinco años han visto crecer la
desigualdad y la pobreza en dos tercios de los países de la
organización. Ha aumentado la diferencia entre los ingresos que perciben
los más ricos y los que reciben quienes peor están. Eso ha determinado
un aumento de la pobreza, que es concebida por la OCDE como una
magnitud
relativa. Son pobres aquellos que ganan menos de la mitad del ingreso
medio de un país.
Pero la pobreza relativa coincide la mayoría de las veces con la
absoluta. Se traduce en malas condiciones de vivienda, en dificultades
de acceso a los servicios de salud, y, como en el caso de
los
jóvenes de la película, en imposibilidad de pagar las facturas.
La
media de la pobreza así entendida en la OCDE es de un 10% de la
población. Algunos países las superan
ampliamente:
el 17% de los estadounidenses son pobres según los criterios de la
organización. En España estamos en el 15%, aunque el informe sobre la
inclusión social eleva esa cifra al 20% de la población de nuestro país.
¿Quiénes son esos pobres? Los más ancianos (los mayores de 75 años)
siguen teniendo mucho riesgo de caer en la pobreza. También las mujeres
separadas con hijos. Pero tanto en uno
como
en el otro informe aparece un nuevo grupo de riesgo. Se trata de los
jóvenes de 18 a 25 años. Una de las causas de que ahora ser joven
conlleve el peligro de ser pobre son los bajos salarios que percibe este
sector de la población. Ser “mileurista” ya no da para pagar las
facturas. Especialmente en España donde el precio del alojamiento se ha
disparado como consecuencia de la especulación inmobiliaria. Menos mal
que aquí funciona el “colchón” familiar. El informe español calcula que
si los jóvenes que viven con sus padres tuvieran que independizarse,
cuatro de cada diez personas de ese segmento de edad caería bajo el
nivel de la pobreza.
El
fenómeno de los woking poor explica por qué no hay garantía de que menos
paro signifique automáticamente menos gente pobre. Estados Unidos y
(sorprendentemente) Japón son ejemplos de ello. Ambos tienen altos
índices de empleo pero una pobreza por
encima
de la media de la OCDE. En España pasa algo similar. Según el Informe
sobre la inclusión, el incremento del empleo fruto de la última ola de
crecimiento económico no modificó el índice de pobreza. Éste se mantuvo
en torno al 20% a pesar de la disminución del paro.
Hay
dos causas que explican el
fenómeno
de los working poor: por un lado está la precarización laboral que ha
acompañado al proceso de globalización neoliberal. Por otro, el
desmantelamiento de los mecanismos redistributivos. De hecho, los países
de la OCDE donde son menores las diferencias de ingresos y más bajos los
índices de pobreza son aquéllos con un sistema impositivo eficaz y un
buen nivel de prestaciones y servicios sociales. Eso es algo que ya
había señalado Albert Recio en el número anterior de este boletín. La
lectura del informe de la OCDE lo corrobora: Dinamarca y Suecia son los
países con menos desigualdad (y menos pobreza), porque la redistribución
por medio de las políticas públicas reduce la diferencia inicial de
ingresos en más un 40%.
En
el otro lado del espectro de los working poor están los working rich,
los “trabajadores, pero ricos”. Oliver Godechot ha dedicado su último
libro a analizar este fenómeno en el mundo de las finanzas. Se trata de
asalariados que perciben más de 1.000.000 de euros por año en Francia y
que en Estados Unidos pueden ganar una media de 30 o 40 millones de
dólares anuales. A pesar de ser personas que perciben
sus
principales ingresos en forma de salarios, pueden codearse con quienes
viven de los beneficios de sus capitales. Forman parte del club de los
ricos.
Los
abultados emolumentos de estas personas tienen en buena parte la forma
de primas o incentivos. Se
trata
de los famosos “bonus” de los que tanto se ha hablado últimamente.
Se
han formulado diversas hipótesis para intentar explicar el inmenso poder
negociador de estos asalariados de
oro.
¿Cómo consiguen que les paguen esas increíbles cantidades? Robert Reich,
ministro de trabajo de Clinton, lo explicó señalando que son portadores
de unas capacidades de las que las empresas no se pueden apropiar y que,
sin embargo, tienen una importancia estratégica para las mismas. Se
trata de personas con la perspicacia suficiente para identificar nuevos
problemas, o con la habilidad y pericia de utilizar tecnologías punteras
para solucionarlos. O bien, se trata de ejecutivos con la capacidad
negociadora necesaria para construir y mantener la estructura en red en
que se han convertido las grandes empresas. Godechot, por su parte,
atribuye ese poder negociador más bien al capital social que han ido
acumulando estos grupos a lo largo de sus años de trabajo en la
compañía. En parte ambas explicaciones se solapan. O bien son personas
que pueden decir: si me voy, me llevo mi red de contactos o mi cartera
de clientes a otra empresa. O bien, son personas que si se van, se
llevan su capacidad de innovación a otra parte. Sea cual sea la
explicación, el poder negociador de esa muy reducida élite de
asalariados es efectivamente muy grande. Todo lo contrario que el de la
inmensa mayoría de trabajadores, para quienes pueden encontrarse
sustitutos con facilidad en el mercado de trabajo nacional o extranjero.
El
fenómeno de los working poor pone de manifiesto la necesidad de que se
aseguren las condiciones para que todo el mundo pueda acceder a lo que
la Organización Internacional del Trabajo denomina un “trabajo decente”.
Es preciso reforzar el poder negociador de los trabajadores para
revertir el proceso de precarización. También es manifiesta la necesidad
de reinstaurar mecanismos redistributivos de carácter público.
Es
decir, hay que contar con sistemas impositivos eficaces y progresivos y
desarrollar políticas públicas con orientación social.
Pero para conseguir estos objetivos es necesario
adoptar
medidas de carácter global. Muchos estados no están en condiciones,
aunque quisieran, de implementar los medios precisos para alcanzar esos
fines.
Por
ello deberían instaurarse mecanismos internacionales que asegurasen la
eficacia de los derechos laborales. Los derechos de
los
trabajadores no pueden ser adecuadamente defendidos si se actúa
exclusivamente a nivel estatal. Habría, por ejemplo, que reforzar los
poderes de la OIT. Se le podrían atribuir facultades sancionadoras del
tipo de las que tiene la Organización Mundial del Comercio. En cuanto a
esta última, la OMC debería preocuparse de cómo se producen las
mercancías y no sólo de cómo se intercambian. Ello le llevaría a
introducir la lucha contra el “dumping social” como uno de sus
principales objetivos.
En
cuanto a los working rich, la limitación por arriba de los salarios,
poniendo un tope a lo que puede llegar a ganar una persona, quizá no
sería muy eficaz, pero resultaría ejemplar. Supondría empezar a poner en
cuestión el tabú del carácter ilimitado de la riqueza que una persona
puede adquirir o acumular. De todas formas, sería más importante
analizar el problema de la manera como son remunerados estos asalariados
de oro. Hasta ahora, esa cuestión se ha analizado exclusivamente en
relación con los beneficios para los accionistas y la empresa. Se ha
dicho que esas formas de remuneración incentivaban la adopción de
riesgos a corto plazo. Y que era necesario vincular los “bonus” a los
resultados de la empresa a medio y largo plazo. Ahora sería el momento
de indagar también el efecto que tienen esas formas de remuneración
sobre los demás trabajadores de la compañía. La obtención de resultados
a corto plazo puede ir vinculada a subidas de la cotización de las
acciones de las empresas. De eso se benefician tanto los inversores como
los ejecutivos que reciben parte de sus “bonus” en forma de “stock
options”. Pero todos hemos
sido testigos de que una forma de conseguir que las acciones de una
empresa suban es despedir a una parte de sus trabajadores. Los
mecanismos de remuneración de los working rich no sólo son peligrosos
para los accionistas o la empresa, sino también para los propios
trabajadores.
Por
último, pero no por ello menos importante, para que los estados
recuperen su capacidad redistributiva es necesario
reinstaurar
su poder fiscal. Eso implica adoptar medidas decididas y contundentes
contra los paraísos fiscales. También exige llevar a cabo una
homogeneización de la fiscalidad sobre el patrimonio y las rentas de
capital a nivel global. La Unión Europea podría ser un buen primer
escenario para ello. Por otro lado, la implantación de la Tasa Tobin
reduciría las operaciones especulativas y permitiría crear fondos
globales para fines sociales.
Después de haber ayudado a los bancos y de no haber obligado a los
working rich que los llevaron a la quiebra a devolver las primas que
cobraron por hacerlo, es más imperativo que nunca volver la vista hacia
los working poor. Todas las personas que cobran un salario
deberían
poder vivir de una forma que no atentase contra su dignidad. El “trabajo
decente” se ha convertido en una exigencia más imperiosa que nunca.
La
reforma sanitaria en EE.UU. Un futuro incierto.
Ana
Madrid y Ananda Plate
El
New York Times ha planteado a sus lectores: ¿es Obama socialista?
La propuesta de reforma sanitaria del presidente americano, entre otras
iniciativas, ha suscitado esta pregunta. Los puntos
clave
de su propuesta eran éstos: la universalidad de la cobertura sanitaria,
la rebaja de los precios en sanidad para impedir la bancarrota de las
familias, la portabilidad del seguro de manera que la persona
pueda conservar su seguro médico a precio razonable en caso de cambio o
pérdida de empleo (posibilidad que ahora no se contempla), una mayor
transparencia, prevención y promoción en el sistema sanitario y el
cumplimiento de unos mínimos en la atención médica, todo ello con el
requisito de sostenibilidad fiscal.
La
reforma es necesaria por muchas razones. En primer lugar, porque el
sistema sanitario estadounidense es el más ineficiente de los países
desarrollados, además del menos equitativo: 47 millones de personas sin
cobertura alguna y 116 millones con cobertura insuficiente. Actualmente,
el gasto sanitario (como porcentaje del PIB) de EE.UU. dobla al de
países como Alemania, Canadá, Francia y Gran Bretaña. Sin embargo, el
16% de la población estadounidense legal (con papeles) no tiene
seguro médico, lo que equivale a toda la población española. Además, los
inmigrantes ilegales u otras personas sin residencia legal en EE.UU.
simplemente no tienen cobertura sanitaria. Por otra parte, el 55% de los
asegurados lo están en régimen de empleados, lo que es especialmente
grave ya que la pérdida del empleo supone automáticamente la rescisión
del
contrato
con la aseguradora.
En
segundo lugar, el sistema sanitario estadounidense se enfrenta a un
problema de costes. Éstos son muy elevados para
familias,
empresas y Administración. El 18% de la renta familiar se dedica a
gastos de salud y se estima que en 2020 este porcentaje sea del 20%. Las
empresas soportan unos costes de seguro médico para sus empleados muy
superiores a los de cualquier economía desarrollada. La Ley Taft
Hartley Act, de 1947, estableció que los gastos sanitarios de los
empleados serían financiados por los empresarios. El hecho de que los
empresarios paguen y escojan el seguro médico de sus empleados es un
importantísimo instrumento de control sobre los trabajadores. A su vez,
la calidad de la cobertura médica depende en buena medida de la fuerza
de los sindicatos en las negociaciones colectivas.
En
lo referente a la sostenibilidad fiscal,
actualmente
el 17% del PIB estadounidense se dedica a gasto sanitario (en España, el
6’2%). Además, las predicciones apuntan que en el 2080 el 50% del PIB
estadounidense se dedicará a gasto sanitario, lo que haría tambalear aún
más su posición como primera economía mundial. Por si esto fuera poco,
los análisis dinámicos indican que el gasto y la desprotección sanitaria
crecen a la misma velocidad.
A
pesar de la evidente necesidad de cambiar el modelo sanitario, el
Plan Obama se enfrenta a una ola de críticas y rumores de fuerza
considerable. Una de las tácticas utilizadas por los sectores políticos
conservadores, la industria sanitaria y los medios de comunicación es el
fomento de la inseguridad y la desinformación para desprestigiar la
iniciativa y atemorizar a la población. Estos rumores mantienen que la
reforma supondría el cese de tratamientos oncológicos para ancianos, la
desaparición de la libertad de elegir un determinado tratamiento, la
subida de impuestos para financiar la atención gratuita de inmigrantes
irregulares, la creación de death pannels, en virtud de los
cuales el Gobierno podría decidir cuándo deja morir a un paciente y la
proliferación de médicos poco
neutrales
debido a que sus salarios son pagados por el Gobierno.
Los
lobbies sanitarios, cuyo poder político y mediático es enorme,
alcanzando magnitudes que en España serían consideradas
inconstitucionales, financian (dentro del marco legal) las campañas
electorales de demócratas y republicanos, con el único objetivo de ver
reflejados sus intereses en los votos del
Congreso.
No es de extrañar, por ejemplo, que el senador demócrata Max Baucus, que
además preside el Comité de Finanzas del Senado (cuyo criterio es
fundamental para aprobar normativas en materia de seguros) no haya
incluido en su propuesta una regulación restrictiva de las compañías de
seguros, si tenemos en cuenta que la industria sanitaria ha invertido
una cifra superior a 5 millones de dólares para que se abstenga de
hacerlo. Además del dinero invertido en incentivos, se han invertido
aproximadamente 300 millones de dólares para desprestigiar la iniciativa
de Obama, lo que ilustra la magnitud de los intereses en juego.
Las
políticas de EEUU se caracterizan por conceder mucha importancia a las
libertades individuales y las políticas sociales se han relacionado
históricamente con la intromisión del Gobierno en ellas, por lo que muy
pocas han sido aprobadas. Pero esta obsesión por la libertad individual
no nace sólo de la voluntad de los ciudadanos, sino que viene impuesta
en numerosas ocasiones por intereses económico-políticos. No deja de
sorprender a un europeo que la financiación de campañas electorales a
cambio de posteriores normativas favorables se defina no como corrupción
sino como práctica legalmente aceptada. Un sistema político en que el
mejor postor se impone a la mayoría dificulta enormemente la defensa de
los intereses de esa mayoría y privilegia las
políticas
recompensadas económicamente, es decir, las políticas que sean rentables
para los grupos de financiación.
Está por ver cuál es el resultado final de este proceso en el que
convergen intereses económicos y políticos de primera
magnitud.
Al fin y al cabo, la llamada reforma sanitaria estadounidense es
más bien una reforma de los seguros de salud que la generalización de un
sistema universal de salud al que ya se ha renunciado.
Los
premios “Príncipe de Asturias”
Juan-Ramón Capella
Un
año más ha tenido lugar la ceremonia de entrega de los premios “Príncipe
de Asturias”. Según el señor Lucas, locutor estrella de la radio y la
televisión públicas, se trata de “los premios más importantes del mundo
después del Nobel”. Tal vez sea así en magnitudes, pues están
generosamente dotados. Pero más que unas distinciones, otorgadas a
personas ya más que premiadas en todo el mundo, los “Príncipe de
Asturias” son un instrumento de exaltación y legitimación de la
institución monárquica española, de la corona. El erario público no sólo
sufraga los premios, con sus jurados y sus reuniones, sino que paga
sobre todo lo más importante: la ceremonia pública de la entrega,
jaleada por los medios públicos del Estado, en el teatro Campoamor de la
castigada ciudad de Oviedo: con su alfombra roja como en los Óscar,
con los viajes y alojamientos, banquetes y cocktails
correspondientes y, sobre todo, con la presencia del heredero de
la corona —y destacados miembros de la familia del jefe del estado—.
Pues lo que verdaderamente
importa
de estos premios es que les da nombre y los entrega el heredero de la
corona.
El
cual tuvo este año la ocurrencia supuestamente
progre de decir que “El desempleo hiere la dignidad del hombre”.
El
lector juzgará por sí mismo si estas palabras
son
verdad o merecen otro calificativo. Para el autor de estas líneas ningún
parado pierde un ápice de dignidad por serlo: quienes la pierden son las
instituciones públicas y privadas que son incapaces de regir el sistema
de relaciones económicas para que pueda trabajar todo el mundo. Los
indignos son quienes por buscar su lucro particular impiden que haya
trabajo para todos.
He
mencionado esta cuestión de manera incidental: por destacar lo que
ocurre en estas ceremonias que serán celebradas por la revista ¡Hola!
y por los demás media que sirven de soporte para la publicidad
bajo la pretensión, muy mal satisfecha, de informar. Y no
quisiera apartarme de la cuestión principal: el gasto público
publicitario de una
institución
monárquica que sigue necesitando legitimación.
Los
responsables de estas cosas saben bien que la tergiversación histórica
de la transición, que ha convertido al actual jefe del estado en
protagonista principal de un sistema de libertades —sin el cual no
hubiera podido afianzarse la institución de la corona—, no resulta
suficientemente convincente. Sobre todo dada la pésima calidad de
los derechos y libertades y del sistema político inaugurado: una
democracia de
voltio y medio. Por eso se recurre a cosas como las ceremonias
reales: y ésta, la de los premios “Príncipe de Asturias”, resulta
particularmente sangrante: en un Oviedo castigado primero por el general
Franco y luego por el coronel Aranda, capital de una región minera y
siderúrgica hoy medio desmantelada, pero que mantuvo durante décadas un
ejemplar espíritu de rebelión, con el que los trabajadores no se
resignaban a su suerte —una suerte que hoy les destina al paro o a la
prejubilación—; en unas Asturias donde tanta gente tiene un abuelo, o un
padre, o un tío represaliado sin que los culpables de una injusticia
feroz hayan dejado nunca de campar a sus anchas.
Por
eso no estaría de más sugerir, en la más
estricta
legalidad y sin abandonar jamás las prácticas pacíficas y democráticas,
que el año que viene la entrega de esos premios “Príncipe de Asturias”
concite una disidencia reivindicativa que exprese el desapego civil. Que
el color rojo no esté sólo en las alfombras, sino en los balcones, en
los pañuelos y en las solapas. Que en vez de “Asturias, patria querida”
se canten las estrofas de “En el pozo María Luisa”. También habrá de
estar presente el color negro. Porque este país sigue llevando luto. Que
acuda a Oviedo toda la cuenca minera, y también los siderúrgicos. Que
esa jornada sea una Jornada de la Memoria, un día de la España de verdad
democrática, completamente diferente de la otra, la que sólo dice serlo
porque le viene muy bien.
Así
que pasen treinta años.
Kira Muratova
y
Síndrome asténico
Josep Torrell
La
historia del cine es un asunto a la par divertido e irónico. A la vez
que miramos el pasado con severidad, en el presente pasamos
olímpicamente de las cuestiones que criticamos a los
historiadores
de ayer.
Por
ejemplo, la desatención al cine hecho por mujeres. O por ejemplo, el
olvido del cine ruso (después de la brevísima perestroika).
Cuando se unen ambos polos temáticos, se obtiene sencillamente un
descomunal desastre. A la marginación por mujeres se añade el silencio
que las rodea como rusas. Por esto, hace falta no sólo reivindicar a las
mujeres del cine soviético —y tengo para mí que no es un asunto que
afecte sólo a las mujeres— sino reivindicar también a las que todavía
intentan hacer un cine personal frente al cine de consumo.
Es
bastante sencillo trazar un mapa de las mujeres
en
la época soviética. Del período soviético suelen destacarse Esfir Schub
(1894-1956), Olga Preobragenskaia (1881-1971), Elizabeta Svilova
(1900-1975) —demasiado a menudo confundida con su compañero Dziga Vertov—,
Julia Sontseva (1901-1989), hasta llegar a Larisa Shepitko (1938-1979) y
su obra maestra Alas (1965). Más arriesgado resulta hacerlo para
la Rusia actual, porque sigue siendo muy raro que sus películas logren
atravesar nuestras fronteras.
De
las que siguen empeñadas en hacer
cine,
la primera sigue siendo Kira Muratova, cuyos inicios se remontan a los
años sesenta, es decir, al período soviético. Kira Muratova (nacida en
1934) es un símbolo en su país para los que quieren hacer un cine
distinto. Ha hecho unas catorce películas (alguna retirando su nombre de
los créditos), pero no es frecuente verlas todas juntas. Las dos
primeras fueron prohibidas en su momento, Breves encuentros
(1967) y Los largos adioses (1970), y su carrera sólo se
regularizó con la llegada al poder de Gorbachov y el inicio de la
perestroika.
Al
recordarlas, se acuerda uno de detalles, de escenas chocantes, de
homenajes, pero rara vez del guión completo (salvo, claro está,
Motivos chejovianos, 2002, porque se trata lisa y llanamente de una
boda). A veces se trata de un trampantojo, pero tan poderoso, que es
difícil seguir lo que viene luego, como en Síndrome asténico
(1989), la más famosa de sus obras. Huelga decirlo, en España nunca se
ha estrenado ninguna de sus películas. Muratova es, desgraciadamente, el
retrato de
una perfecta desconocida, que espera aún que alguien repare en su ya
larga ausencia.
Síndrome asténico
La
película cuenta, en blanco y negro, el trabajo
del
duelo de una mujer que ha perdido a su marido. Durante cuarenta minutos
asistimos a la exteriorización de su congoja, para que, de repente, todo
cambie. Cambia la emulsión de la película, que pasa a ser en color.
Sorprendidos, resulta que asistimos a una proyección cinematográfica, en
la que asiste un hombre, que ha quedado dormido. Y, en realidad, es este
hombre —que padece narcolepsia (el síndrome asténico del título)—, quien
protagonizará la historia. O, mejor dicho, el que tejerá, a través de la
gente que conoce en el instituto en el que trabaja (administrativos,
profesores y alumnos), el hilo conductor de una narración que es más
colectiva que meramente individual.
El
blanco y negro y el color marcan una
diferencia
clara entre la vida en la Unión Soviética y lo que estaba viniendo
después. Aunque no es el único caso de película dentro de la película.
Por ejemplo, los tres casos de vida familiar (del protagonista, de la
administrativa y de un hombre que sólo aparece en esa escena). Muratova
cuida más la completitud de estos elementos que su integración en el
ritmo de su película, lo que la hace a menudo difícil en su primera
visión.
El
comienzo de la parte en color es lisa y llanamente sorprendente y
magnífico. El público que acaba de ver la misma película que hemos visto
nosotros (nuestros dobles, por tanto) se levanta y se va airada ante una
película que no les ha gustado, pese al presentador que insiste que se
queden para asistir a un coloquio con la actriz. El único que se queda
es Nikolai, el protagonista, que está dormido. Primer dato de la
realidad: el creciente desinterés hacia el trabajo de los cineastas, que
son parte de la inteligencia (“Aleksei Guerman, Sokurov y Muratova”, le
hace decir Muratova al presentador, no sin una fuerte carga de ironía).
Pero es inútil: no queda nadie, salvo unos soldados, que van con su
capitán, que saludan y se van (pero, por suerte, han despertado al
protagonista). Algo importante se estaba rompiendo entre el público ruso
y los intelectuales críticos, algo que había constituido el núcleo duro
del
compromiso
de los literatos y artistas durante los dos últimos siglos.
No
es sólo el adiós al interés por el compromiso de los
intelectuales,
sino a algo que va a caracterizar a la nueva mayoría de los rusos: una
especie de narcolepsia colectiva, un dejar hacer entre sueños. La
secuencia del metro es estupenda y difícilmente igualable. Es la vuelta
a casa después del trabajo, y la mayoría de la gente está dormitando en
pié. El síndrome asténico es lo que define al ciudadano soviético en su
paso al capitalismo más salvaje. No quiere dejar pasar lo que viene,
pero al mismo tiempo no sabe (o no puede) hacer nada para impedirlo. La
enfermedad del sueño se apodera de todos (al mismo tiempo que el
capitalismo se expande). Las imágenes del metro son, treinta años más
tarde, llamativas porque alguien tuvo el acierto de rodarlas y dejar que
hablen por sí solas de un pueblo que está cansado (cuando está a punto
de cambiar de régimen económico).
Este cuidado por los detalles es común a todas las secuencias y, en
general, a toda la obra de Muratova, que así despliega su sentido en
múltiples aspectos. Por ejemplo, la ingeniosa dedicación a Tolstoi (el
escritor preferido de la directora), consistente en que tres ancianas
griten acompasadamente ante la cámara “leed a Tolstoi y así
comprenderéis alguna cosa”. O la secuencia de la perrera, con el trato
inhumano a los perros, que culmina con un cartel (la secuencia es muda):
“y después nos dirán que esto no tiene relación con nuestra discusión
entre el bien y el mal”. O el juego de miradas de una alumna
mirando
a otra alumna ensimismada. O alguien que rompe un cristal de una casa y
la cámara muestra a los miembros de la familia que ahí habita posando
—como en una fotografía—, sorprendidos por la insólita aparición de la
piedra.
En
otras películas, a un espectador occidental,
le sorprenden otros aspectos, al presentar como hechos cotidianos
algunas particularidades sorprendentes de la cultura de lo que fue la
sexta parte del mundo, como es el caso de Ciudadanos de segunda
(2001), película sobre los nuevos ricos (es decir, mafiosos) en Ucrania.
Por lo demás, lo que hace inconfundible su estilo es el cuidado de los
pequeñas cosas, que pasan fugazmente unos segundos ante la cámara,
ampliando la influencia de Serguei Paradjanov (que reconoce Muratova) en
un sentido nuevo.
Muratova juega también con los hilos que cosen la película dentro de la
película. La película en blanco y negro tiene la
seriedad de las primeras obras soviéticas de la autora (prohibidas),
mientras la parte en color hace gala del desparpajo y la soltura que han
caracterizado luego el cine de Muratova.
La biblioteca de
Babel
Gianni Vattimo
Ecce comu, Cómo
se llega a ser lo que se era
Paidós, Barcelona, 2009, 173 págs.
Este texto
tiene dos ingredientes: uno declarativo y otro de interpretación del
mundo actual. En lo declarativo, Vattimo se reconoce como un
catocomunista (católico + comunista). La parte católica, como la
comunista, la acaba anudando con su actividad caritativa de juventud. En
esta parte del libro, más que como un filósofo centrado en la
hermenéutica, aparecería como un filósofo que da prioridad a la
experiencia como instrumento de aprendizaje moral y político. También se
declara creyente en la Unión Europea, admirador de Castro, Chávez y
Morales y comunista reencontrado (esto significa el subtítulo del libro:
“Cómo se llega a ser lo que se era”). No es poco, ni poca la confusión,
para un pensador que se reconoce como nihilista.
En
la parte de
lectura
del mundo actual, Vattimo reproduce cosas que ya han sido repetidas por
muchísimos autores: crisis de la democracia formal, la deriva
burocratizante de los partidos políticos, la necesidad de recuperar la
acción política de las bases, la incidencia de los medios de
comunicación en la generación de conciencia política, la crítica a
Berlusconi… Nada que no se haya dicho ya repetidas veces.
El
libro tiene
poca
claridad conceptual en nociones básicas, abundan los lugares comunes y
no se aportan propuestas. Se anuncia más que lo que finalmente se
ofrece. Al final de la lectura, la conclusión es ésta: un buen tema
(cómo entender y practicar el comunismo hoy) que ha sido mal tratado.
[A.Madrid]
Gracia Trujillo Barbadillo
Deseo y
resistencia. Treinta años de movilización lesbiana en el Estado español
(1977-2007)
Egales, Madrid 2009
Silenciadas
incluso en las leyes pensadas contra las minorías sexuales, como lo
demuestra una tristemente famosa Ley de Peligrosidad Social en la que ni
siquiera son objeto de mención, las lesbianas han tenido que articular
por sí mismas un discurso político y una presencia social que paliase su
invisibilidad tanto frente al movimiento feminista como al movimiento
gay. Teórica queer de nutrida formación intelectual y académica
anglosajona, activista lesbiana desde el periodo de la post-movida
madrileña y cofundadora en los años 90 junto a otras como Fefa Vila,
Carmen Romero Bachiller o Beatriz Preciado del radical y transgresor
grupo de Lesbianas Sin Dudas (LSD), Gracia Trujillo nos brinda un
excelente ensayo en perspectiva sociohistórica sobre la evolución del
movimiento lesbiano español desde su nacimiento en los años de la
Transición. Las difíciles relaciones con el movimiento gay en los 70, la
imbricación en el feminismo y el progresivo distanciamiento respecto a
él, la experiencia del Sida y las políticas de coalición, el debate
sobre el género a raíz del impacto de la teoría queer, las
discusiones sobre la identidad, la toma de posición de las lesbianas
sobre el matrimonio homosexual y la Ley de Identidad de Género en
beneficio del colectivo transexual constituyen los diversos bloques
temáticos de este ensayo. El libro de Gracia Trujillo no es sólo una
crónica de la historia política del lesbianismo, sino una defensa de la
memoria colectiva de las minorías sexuales. Sobre todo, he ahí su
mérito, un eficaz antídoto contra el maligno virus asimilacionista
que parece en nuestros días invadir al cuerpo LGTB.
[Laurentino Vélez-Pelligrini]
PÁGINAS-AMIGAS
Centre de Treball
i Documentació (CTD)
http://www.cetede.org
Nómadas. Revista Crítica de
Ciencias Sociales y Jurídicas
http://www.ucm.es/info/nomadas
El Viejo Topo
http://www.elviejotopo.com
La Insignia-
http://www.lainsignia.org
Sin permiso
http://www.sinpermiso.info/
Revista
mientras tanto
Número 110-111
mientras
tanto
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Primavera-Verano 2009
110-111
NOTAS EDITORIALES La crisis para quien la trabaja [A.R.]
La prueba pericial
[J.L.G.]
Un tribunal constitucional plurinacional y elegido por
sufragio universal [J.A.E.]
Marx, Einsenstein, Kluge
[J.T.]
La Europa de la exclusión
[A.M.]
ARTÍCULOS Los designios neoliberales para la Universidad LA UNIVERSIDAD EN EL SIGLO XXI
Boaventura de Sousa Santos
LA CRISIS UNIVERSITARIA Y BOLONIA
Juan-Ramón Capella
LA EVALUACIÓN UNIVERSITARIA EN EL CONTEXTO DEL
PENSAMIENTO NEOLIBERAL Ángel Díaz Barriga
LA EVALUACIÓN UNIVERSITARIA ¿TOYOTISMO EN LA
UNIVERSIDAD? José A. Estévez
Otros artículos
OJEADA SOBRE LA CRISIS ENERGÉTICA
Alfons Barceló
LA ECONOMÍA POLÍTICA DEL CASTIGO
Elena Larrauri
LA CRISIS PALESTINA DESMONTANDO ALGUNOS MITOS
Javier Honorato
F. VIDARTE Y LOS ORÍGENES DE LA TEORÍA QUEER EN ESPAÑA
Laurentino Véllez-Pellegrini
Sobre cine UNA POÉTICA DEL CINE
Pere Portabella
UN TRABAJO CULTURAL EN EL CINE
Josep Torrell
CUESTIÓN DE PALABRAS
(nueva sección de poesía) Antonio Jiménez Millán
RESEÑA DE LA LOCURA MAOÍSTA AL DESENFRENO NEOLIBERAL
(Ramón Campderrich)
CITA
LA OBRA DE LOS PASAJES, (anotación N 9 a, 1) Walter Benjamin
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