Cuaderno
de crisis 1
Albert Recio
La
crisis del auto
Los
piratas toman rehenes para conseguir rescates. Saben que pagaremos
para salvar vidas. La mafia calabresa ha generado un buen negocio
con este método. La industria automovilística hace tiempo que
práctica una táctica similar. No toma rehenes. Amenaza con despidos
masivos y con cerrar las plantas del país, lo que generaría un
efecto en cadena en la industria proveedora. Cada vez que
Volkswagen, Ford, Opel, Renault, Peugeot o Nissan han amenazado con
un cierre han conseguido buena tajada: lo que empieza con la
movilización sindical y la de los políticos de la Comunidad autónoma
afectada casi siempre acaba con ayudas públicas y concesiones
sindicales. La amenaza de recorte masivo de Nissan y el anunciado
cierre temporal de todo el sector en diciembre constituyen una nueva
versión, más sublime, de las viejas peripecias experimentadas en
Seat, Volkswagen Navarra o Ford Almusafes. Por fin, han obligado al
Gobierno a anunciar un generoso programa de ayuda integral al sector
en forma de 800 millones de euros.
La
justificación es siempre la misma: salvar a un sector estratégico
que se encuentra en el núcleo de nuestra actividad industrial. En
los últimos tiempos se ha añadido la coartada ambiental. Ésta ha
sido la justificación de los planes Renove —subvenciones por la
compra de vehículos más modernos y contaminantes— y del nuevo plan
que apuesta por el vehículo eléctrico como modelo de “transporte
sostenible”. Pero estas justificaciones no deben esconder otras
realidades. Hasta ahora —y previsiblemente también ocurrirá con el
nuevo plan—, una gran parte de la subvención se dirige a la
promoción del consumo. Esto va en interés de las grandes firmas
automovilísticas y del sector de concesionarios, pero dudosamente
mejora la posición de la industria local, debido a que prácticamente
el 80% de vehículos que se venden en España son de importación. La
razón no es otra que la extrema especialización impuesta por las
grandes multinacionales a las plantas españolas: la mayoría sólo
producen vehículos pequeños que se exportan al mercado. Promover la
compra de coches nuevos tiene poco impacto sobre la demanda local y
posiblemente deteriora aún más la balanza comercial española.
Las
constructoras se alborozaran con las ayudas prometidas a la
reducción de costes —presumiblemente bonificaciones a la Seguridad
Social— y con las subvenciones a la innovación tecnológica, pero
esto es dudoso que tenga efectos espectaculares a nivel local. Como
hace tiempo que se sabe, la mayor parte de subvenciones laborales
son “peso muerto”: las empresas no generan más empleo por recibir
subvenciones, simplemente abaratan costes. Y la decisión de irse o
quedarse es independiente de las mismas. De hecho, la mayor
destrucción de empleo en el sector se ha producido en aquellos
segmentos de la industria auxiliar (especialmente el cableado
eléctrico) que por la ubicación geográfica de las plantas (en
provincias de baja densidad industrial y escasa organización
sindical) gozaban de salarios bajos y elevadas subvenciones. En el
contexto actual no hay ninguna garantía de que las subvenciones
tecnológicas se empleen allí donde se conceden. Posiblemente tampoco
la hay de que se usen para un fin útil, a la vista de las dudas que
genera la viabilidad del coche eléctrico. La historia industrial
reciente está llena de aventuras en las que el primer objetivo de
las grandes empresas no es la bondad del cambio técnico per se
sino la del toma el dinero y corre, como ya puede
visualizarse en el caso de los biocombustibles. En el caso español
todo ello es mucho más preocupante por el hecho de que la industria
está completamente en manos de grandes multinacionales foráneas para
las que el país es una mera parte del tablero de juego, y como todo
jugador conoce a menudo el sacrificio de una ficha es visto como
parte de la estrategia ganadora.
Falta
por ver además en qué se concretará el plan integral en materia
laboral. La industria del automóvil ha sido pionera en innovaciones
organizativas múltiples: uso sistemático de los EREs temporales como
forma de abaratar costes, flexibilidad horaria en forma de turnos,
trabajo en fin de semana o vacaciones, empleo temporal,
subcontratación interna (lo más llamativo de la “crisis” de Nissan
es el despido de 300 trabajadores de una filial de la constructora
Acciona que montaban motores en la planta de Zona Franca) y externa.
En la industria auxiliar las cosas son aún peores, puesto que los
grandes ensambladores de vehículos han ejercido una enorme presión
de costes sobre la industria laboral que ha ido adoptando a su vez
sus formas particulares de flexibilidad. A las ya citadas debemos
añadir un mayor recurso al empleo temporal y a ETTs, así como la
enorme fragmentación de la negociación colectiva: a menudo en cada
planta de una misma empresa rige un convenio colectivo diferente, un
buen mecanismo de discriminación salarial encubierta. Las peores
condiciones se encuentran en las plantas de los parques industriales
vecinos a las grandes plantas (donde se ensamblan partes del
proceso, como puertas o asientos) y en el sector de montajes
electrónicos (aunque ya ha emigrado en gran parte al Este de Europa
o a Marruecos). Podemos esperar más de lo mismo. Ya hay, por
ejemplo, una ofensiva en la cuestión del absentismo, bajas por
enfermedad que a menudo son el resultado de las condiciones de
stress y a las lesiones que generan los duros trabajos del
sector. Sin cambiar las relaciones de poder dentro del sector, ni su
lógica productiva, las políticas de subvenciones y las concesiones
laborales seguirán siendo las dos variantes de un mismo diseño
político.
La
pregunta
sin duda relevante es por qué hay que seguir “apostando” por un
sector que a su voracidad fiscal y su rapiña laboral suma el hecho
de ser uno de los principales causantes de los problemas ecológicos.
Algo visible sólo considerando su aportación al calentamiento
global, pero a lo que hay que sumar todos los efectos indirectos de
su ciclo productivo (producción y consumo de materiales, generación
de residuos), el impacto espacial y medioambiental del modelo
territorial al que está asociado su uso y los efectos dañinos de los
accidentes de tráfico. La crisis ambiental exige un cambio radical
de modelo de movilidad y éste debería ser el momento para impulsar
otro tipo de reconversión industrial. La que sin duda generaría el
cambio a un modelo de transporte colectivo que también exigiría el
desarrollo de un amplio abanico de actividades y que posiblemente
permitiría una adaptación relativamente sencilla de parte de la
industria auxiliar. Si ello no se plantea no es sólo por la
habilidad del club de los fabricantes en plantear sus demandas. Es
también el producto del enorme poder simbólico que ha alcanzado el
automóvil y la industria automotriz en nuestra sociedad. Algo que
prueba el mismo hecho de que el caso emblemático de la crisis que se
percibe en mi ciudad sea Nissan, cuando la destrucción masiva de
empleo está teniendo lugar en la construcción (o incluso en el
textil).
Es
lógica la respuesta de los trabajadores del sector. Defiendes su
modo de vida y temen que la crisis de sus empresas les aboque al
paro o a un empleo aún más precario. Debemos apoyar su resitencia,
pero no ser rehenes de los intereses de sus patrones. Unos intereses
que ni siquiera garantizan empleo a largo plazo. Por ello es tan
urgente contar con planes de reconversión de un sector
hiperdesarrollado que contemplen alternativas productivas y
garantías sociales a las víctimas del secuestro. Estos miles de
personas a quienes sólo les ofrece una alternativa: “o más coches o
miseria”.
La
crisis crediticia
La
música que más suena es que la crisis es sólo el producto de los
tejemanejes de unos pocos banqueros codiciosos. Nada que ver con
todo el modelo neoliberal. No tenemos un cáncer, solo un tumor
benigno.
Una
de las variantes de esta historia, al menos en España, es que todo
el problema nace de la restricción crediticia. Como todas las
historias, hay en ello parte de verdad. Es posible que los banqueros
sean cautos en la concesión de créditos y estén aplicando sus fondos
en salvar sus propios activos. Si ésta fuera la única causa de la
crisis —la negativa de los bancos a conceder créditos a causa de su
propia paranoia— parece bastante lógico que las alternativas
responsables deberían basarse bien en la concesión directa de
crédito a las empresas productivas por parte de instituciones
públicas, bien en una intervención directa del sistema financiero
para que llevara a cabo su cometido. No parece sin embargo que
nadie, al menos nadie con altavoces públicos, propugne estas líneas
de intervención.
Pero
es posible que en el colapso actual intervengan otros factores. Al
menos se me ocurren dos. El primero es que son las propias empresas
las que no utilizan todo el crédito a su disposición. Básicamente
porque sus perspectivas de negocio son tan inciertas que no están
dispuestas a correr riesgos tomando créditos que no podrán pagar. A
favor de esta posibilidad está el hecho de que actualmente la
mayoría de créditos (incluidos muchos créditos hipotecarios) tienen
la forma de “líneas de crédito”: el tomador puede disponer de dinero
hasta el límite de la línea (por ejemplo 150.000 €), es él quien
decide qué parte de la línea utiliza. Del mismo modo que quien tiene
una tarjeta de crédito puede pagar compras con ella hasta el tope
concedido. En este caso el bloqueo empresarial no es crediticio, es
de demanda, y reanimar la economía —incluida la creación de empleo—
pasa por aumentar el gasto público.
La
segunda posibilidad, también bastante plausible, es que la negativa
de los bancos a conceder créditos sea debida al grado de
endeudamiento de sus clientes. En muchos países el crecimiento
reciente se ha sostenido en el endeudamiento. Esto es lo que ha
permitido contabilizar salarios a la baja. O lo que ha favorecido
expansiones empresariales a velocidad de crucero. Por tanto, sin
reducir el nivel de endeudamiento no hay nuevos créditos. Reducirlo
pasa precisamente por un cambio en la estructura de reparto de la
riqueza en formas diversas, lo cual exige una profunda revisión del
modelo social que hemos tenido hasta ahora.
La
línea principal de “salvar” al sistema financiero se está revelando
inadecuada porque no soluciona ninguna de las tres posibilidades. Ni
garantiza un saneamiento rápido del sistema financiero y una vuelta
al crédito fácil. Más bien está ahondando lo que ya parece un pozo
sin fondo, como ha puesto de manifiesto el plan de salvamento del
Citigrup. No genera demanda real, ni reduce el endeudamiento que
está en la base de la crisis. Ni supone una salida convencional a la
crisis orientada a recuperar el crecimiento económico. Ni, mucho
menos, permite ningún avance en la crisis social y ambiental a la
que el neoliberalismo ha abocado a la sociedad.
Que
la paguen los ricos
Éste
es el grito de guerra de la izquierda radical. Justificada por el
enorme volumen de dinero que el sector público está abocando a los
grandes grupos privados. Y frente a las nuevas amenazas que se
ciernen sobre los derechos sociales. Como respuesta intuitiva es
comprensible, sitúa el conflicto de clases y denota a los
responsables. Pero más allá de una primera respuesta, uno tiene
dudas de que esto sea lo mejor que podemos proponer.
En
primer
lugar porque una crisis económica no es sólo el coste de un banquete
que alguien tiene que pagar. Es un complejo proceso económico que se
demora en el tiempo, que genera respuestas en cadena que son las que
generan los mayores estragos sociales. Y para paliarlas, evitarlas o
revertirlas es menos importante decidir quién paga que cuáles son
los mecanismos de respuesta que nos pueden llevar en otra
dirección.
En
segundo
lugar porque en un contexto de predominio cultural tan fuerte de la
derecha, para la mayoría de las víctimas correr con el coste de la
crisis es inevitable. Las ayudas a la banca, por ejemplo, son
fácilmente aceptables por una sociedad habituada a tener cuentas
bancarias y temerosa de la bancarrota. La ayuda a los constructores
de automóviles se acepta por miedo a la pérdida del empleo... En
ausencia de perspectivas distintas los planteamientos sencillos son
fácilmente reconvertibles en clave populista. La inacción política o
el apoyo electoral a aventureros derechistas han coexistido a menudo
con el éxito del chiste fácil y la lectura radical. Tengo en mi
entorno a suficiente juventud de clase obrera que combina la condena
verbal extrema con la inacción socio-política más absoluta como para
temer que ésa sea una posibilidad más que real.
En
tercer
lugar porque en la situación actual hay que combinar la
clarificación política con la necesidad de construir un amplio
bloque social que empiece a plantear respuestas en planos diversos.
No parece que ello sea posible si nos limitamos a la
autocontemplación con la letra gruesa y no nos afinamos en construir
respuestas y alianzas. A corto plazo me parece impensable que una
respuesta radical sea capaz de aglutinar más allá del puñado de
autoconvencidos de siempre.
La
movilización
y la denuncia son irrenunciables. Debemos acostumbrarnos a
participar en múltiples iniciativas, aun a veces contradictorias,
que sirvan para generar una oleada de respuestas y demandas. Pero
para ir más allá se requiere contar con propuestas y líneas de
acción intermedia. Con respuesta a medio y largo plazo que construya
un modelo social diferente, en el plano social y en el ambiental. (Y
en este sentido también resulta inaceptable la focalización de la
crisis en el trabajador masculino de la empresa industrial, una
pintura que deja fuera a otro tipo de empleados: a las mujeres que
llevan tiempo exigiendo una nueva forma de organizar la vida, a los
ecologistas que nos recuerdan cada día que este modelo conduce a un
desastre planetario...). Con propuestas de acción orientadas ya a
minimizar daños y a proteger efectivamente a las víctimas, con
análisis que permita entender la lógica de intereses y mecanismos
que nos han llevado a la situación actual. Y para ello se requiere
algo más de reflexión y algo menos de sectarismo del que uno percibe
en respuestas con las que inicialmente simpatiza.
La impunidad del
franquismo
Xavier Domènech
El
Juez
Garzón tiene la rara virtud de ponerse en el ojo del huracán de los
principales traumas históricos, para ser jaleado o vilipendiado
hasta la saciedad, según los gustos. Si le mueve la sed de justicia
histórica o bien las ansias para convertirse él mismo en parte de
ella, es algo que nos importa poco aquí. Lo cierto es que con esa
rara habilidad, sin concluir los procesos que inicia, pone en
evidencia las contradicciones más lacerantes de nuestros dirigentes
políticos. Fue así en el caso Pinochet, que al llegar a su tierra
resucitó después de meses mostrándose como el hombre senil que no
era, y lo es ahora con su intento de apertura de un juicio
relacionado con las desapariciones en el contexto de crímenes de
lesa humanidad perpetrados por el franquismo de 1936 a 1951.
Esta
puede ser una decisión valiente sin duda. Sólo dos elementos del
intrincado y prolijo auto de Garzón que abrió este proceso,
rápidamente cerrado, llaman la atención. Por un lado su cierre
cronológico, por el otro el cierre en aquello que se quiere
investigar finalmente. En el primer sentido Garzón opta por limitar
su investigación hasta 1951. El argumento para este cierre parece
claro, pero no lo es. Garzón situaría el fin de la represión de la
posguerra en la finalización de la persecución de la guerrilla
antifranquista. Cabe decir que esta represión, la específica contra
la guerrilla, no acabó en esta fecha, como cabe decir también que en
1963 Julián Grimau fue aún “ajusticiado” por delitos cometidos en la
Guerra Civil. En el mismo camino, es difícil entender por qué la
represión franquista en la guerra y la posguerra merece ser juzgada
y no así la posterior, lo que llevaría la investigación hasta, como
mínimo, 1977 (con los últimos fusilados por el franquismo o
asesinatos que, como los de los obreros de Vitoria, no fueron una
excepción en nuestra laureada transición) y al banquillo no sólo a
los dirigentes de los que Garzón pidió su certificado de defunción,
sino a algunos que aún están vivos entre nosotros. Pero este cierre
cronológico se hace claro cuando, después de un largo recorrido
argumentativo que da vueltas a todo el modelo de impunidad represiva
de la dictadura, se observa claramente lo que se quiere investigar y
juzgar: la desaparición forzada de personas. Y es en este punto
donde empiezan los problemas.
Los
argumentos jurídicos que se han desarrollado, no siempre de todas
formas, para poder abrir causas a la represión franquista son
profundamente deudores no de una reflexión propia, sino de
reflexiones prestadas. En este caso el intento de acabar con la
impunidad del franquismo ha bebido demasiado directamente de esos
mismos intentos en el caso Argentino, mimetizando dos modelos de
impunidad y crímenes contra la humanidad que no son homologables.
Eso deviene claro cuando en el auto se afirma que la cifra de
víctimas de las desapariciones es de 114.000 personas (en realidad
las personas afectadas por la represión en este período son muchas
más, pero aún quedan provincias enteras por investigar), cuando en
realidad éstas no “desaparecieron”, sin conocimiento de qué había
sido de ellas, sino que fueron fusiladas. La ventaja de este atajo
es evidente: al no haber muerte certificada el delito no prescribe;
pero esto, siendo cierto que en la represión española también hubo
desaparecidos, no afronta el aspecto central de la impunidad
franquista. Algo parecido se puede decir con la denuncia sobre los
niños “robados” a las familias republicanas. El hecho es que en
España, a diferencia de la experiencia de los niños robados en
Argentina, esa operación se hizo plenamente dentro de la legalidad
franquista. En realidad, el ataque global al modelo de represión
franquista sólo se puede hacer desde dos ámbitos: desde la anulación
de los juicios franquistas o bien desde la derogación —y argumentos
jurídicos de peso se han aportado para ella— de la ley de amnistía
de 1977.
Contra
la anulación de los juicios se ha apelado siempre desde nuestros
gobernantes democráticos a que este proceso conllevaría la
inseguridad jurídica. Curioso es este argumento que nos tendría que
llevar a pensar que el franquismo fue un régimen de seguridad
jurídica. De hecho lo que se teme, y nunca se menciona, no es tanto
la inseguridad jurídica, sino que esa anulación abra el melón de
unas reparaciones (durante los años cuarenta la Ley de
Responsabilidades Políticas sancionó uno de los principales procesos
de transferencia de rentas y propiedades que ha vivido España desde
la desamortización del siglo XIX) que dejarían las indemnizaciones
actuales previstas por la Ley de la Memoria Histórica en calderilla.
En este marco las consecuencias que habría tenido la investigación
abierta por Garzón no habrían acabado con la impunidad del
franquismo en nuestro presente, pero, ciertamente, habrían producido
una aceleración del proceso de obertura de fosas y habrían dejado al
descubierto la necesidad de afrontar realmente un pasado. No era
poco, pero ni eso se ha conseguido. La reacción de la judicatura y
del poder político en este caso ha dejado bien claro cuáles son los
límites del proceso de recuperación de la memoria histórica que
nuestros poderes fácticos no están dispuestos a atravesar.
Zapatero
en Afganistán
Juan-Ramón Capella
Es
de temer que Obama quiera compensar la retirada de Iraq cediendo a
las presiones ultras que piden un mayor “compromiso” en Afganistán
de Norteamérica y sus aliados de la Otan. Ese mayor “compromiso”
vendría sugerido por el fracaso de la política de guerra seguida
hasta ahora. La resistencia afgana, al que la prensa denomina
talibán cuando ni siquiera sabemos si es talibán, pastún o la pura y
simple resistencia contra el invasor extranjero que dura ya treinta
años, es fuerte. Los bombardeos norteamericanos causan sobre todo
víctimas civiles. El gobierno títere de Karzai está completamente
aislado. La situación es tal que soldados norteamericanos con
consciencia empiezan a desertar, como hicieron en Vietnam, aunque su
número es aún muy pequeño. Las tropas españolas, por su parte, se
encierran en su base, a la que no dejan entrar a refugiarse a
civiles afganos que lo piden para no atraer ataques de los
resistentes.
Hay
teóricos de la “gobernancia”, como Francesc Vendrell, inspiradores
de la opinión políticamente correcta en España, que tratan de
justificar la presencia militar española en Afganistán con dos
argumentos: que eso es necesario para nuestra seguridad, por
una parte, y que es lo mejor para los propios afganos. El segundo
argumento es, característicamente, un argumento colonialista,
paternalista, que avergüenza, pues viene a significar que es la Otan
y no las poblaciones, la gente afgana, quien tiene la última palabra
en la determinación de lo que les conviene a los afganos.
En
cuanto
al primer argumento, el de nuestra seguridad, casa muy mal
con la experiencia que se tiene de lo que es el terrorismo
fundamentalista islámico en los países ricos. Quienes atacaron los
trenes de Madrid o atentaron en Londes no procedían de ningún
“santuario” afgano o pakistaní, sino que eran grupos más bien
aleatorios de personas fanáticas que viven en la emigración. La
presencia de tropas españolas en Afganistán no puede conseguir otra
cosa que excitar en esos grupos los deseos de venganza.
No es
de recibo que el presidente Zapatero y la ministra Chacón sigan
enviando mensajes de condolencia a las víctimas españolas de esta
política de envío de tropas para servir de coartada a la brutal
presencia norteamericana. Mensajes para los que incluso parece haber
alguna falsilla preparada de antemano y que van acompañados de
condecoraciones a título póstumo. Todo eso es vergonzoso. Sería
mejor que dijeran la verdad a los familiares de los muertos y a los
heridos: habéis sido sacrificados a nuestra política, y los que
mandamos os estamos muy agradecidos.
No
debemos
permitir que se refieran a los muertos en nuestro nombre. Para
nosotros, los muertos españoles en Afganistán son víctimas. Como lo
son las de las bombas norteamericanas. Un mínimo de decencia
política debería hacer volver a esas tropas a casa. Y un mínimo de
compromiso con la paz debe ser exigido también a nuestros
conciudadanos.
La
otra austeridad necesaria
Joaquín Dodero Curtani
Nuestros
políticos se disponen a conjurar
—sobre
un andamiaje basado en la economía académica no es posible alcanzar
mucho más—
los efectos derivados de la crisis económica mediante la adopción de
“Planes de austeridad” para las administraciones públicas españolas
(interiorizando de esta forma la dicotomía público/privado del
discurso político liberal, que reclama una austeridad para las
administraciones públicas que no exige para asuntos como el de las
retribuciones de los altos directivos de la grandes empresas y del
sector financiero, uno de los factores coadyuvantes de algunas
crisis empresariales recientes).
Consultado
el significado de “austeridad”, mi Diccionario me indica que “es la
cualidad de austero”, es decir, lo que “aplicado a personas y a sus
costumbres, significa reducido a lo necesario y apartado de los
superfluo y agradable. Sobrio”, lo cual nos advierte de que tras la
fuerte carga simbólica del vocablo se esconden valores vinculados a
intereses de clase contrapuestos, y que asociado al asunto de los
Planes que nos ocupan, como se verá, responde únicamente a la
lógica de los intereses de nuestra clase dominante.
Ante
la pregunta de si puede predicarse como de austera una publicitada
medida consistente en la congelación de las retribuciones de
nuestros políticos
—es
decir, de las retribuciones que percibe José Bono, Presidente de las
Cortes (13.686 € mensuales); las de los Diputados y Senadores (entre
3.996 y 4.996 € mensuales); las del Presidente Montilla (169.446 €
anuales); las de sus Consejeros (127.337 € anuales); las del
Presidente del Parlamento de Catalunya (152.954 € anuales); las de
los Diputados del Parlamento catalán (una media de 60.000-70.000 €
anuales); o las del Presidente del Gobierno español (98.000 €
anuales)—
no encontraremos una respuesta unívoca.
Si
comparamos sus retribuciones con las de los Altos ejecutivos de la
“prestigiada” y al parecer “virtuosa” Banca española o de cualquier
gran empresa nacional o transnacional, resultan austeras y, por
tanto, deberemos admitir que una medida de congelación de las mismas
es, por extensión, también austera.
Se
llegará
a una conclusión de signo contrario si se establece la referencia
comparativa con el salario medio bruto mensual español SMBE
(2.316 € mensuales); el salario mínimo interprofesional español
SMI (516€ mensuales); el importe mensual de la prestación
contributiva por desempleo (de 482,44 € a un máximo de
1.356,86 € mensuales); el umbral de ingresos para acceder a
diferentes ayudas sociales conocido como Indicador Público de
Renta de Efectos Múltiples IPREM (516, 90 € mensuales ); el
ingreso de los perceptores de la Renta mínima de inserción
(75% del IPREM); los del Subsidio de paro (80% del IPREM); o
los ingresos de los perceptores de pensiones no contributivas
(de 328,44 a 492,55 € mensuales).
Así
a
don
José Bono puede pensar que la medida de congelación de sus
retribuciones es austera y ejemplar, pero a un parado o a una
perceptora de una pensión de viudedad puede parecerle una de tantas
ocurrencias propias de los miembros de las “clases ociosas”.
Otro
de
los campos de actuación escogidos por los planes de austeridad es el
empleo público. El presidente Rodríguez Zapatero ha anunciado la
congelación del 70% de la oferta pública de empleo prevista para
2009, reintroduciendo la Tasa de Reposición de plantillas impuesta
durante el Gobierno Aznar
—que
permitía cubrir solo uno de cada cuatro plazas vacantes—
fijándola este vez en el 30% de las vacantes producidas. El Gobierno
de Cataluña no le va a la zaga, al establecer la congelación de
las plantillas de la Generalitat en el texto articulado del
Proyecto de ley de Presupuestos 2009, prohibiendo a su vez la
cobertura de las plazas vacantes por jubilación.
Con
la
aplicación de esta medidas sobre el empleo público se profundizará
la pendiente de degradación en la que están sumidos muchos servicio
públicos de las Administraciones, lo que repercutirá directamente
sobre la calidad y cantidad de servicios públicos que percibirán las
clases subalternas, sus principales usuarios, abonando a la vez un
campo propicio a las privatizaciones y “externalizaciones” (una
buena parte de ellas tiene por objeto los servicios sociales).
Las
empresas
llamadas “de prestación de servicios integrales” serán, una vez más,
las beneficiarias directas de esta clase de medidas de austeridad
presupuestaria. Al focalizar los esfuerzos de contención del gasto
público sobre el Capítulo I del Presupuesto (Gastos de personal), se
fomentará una vez más la contratación indirecta de personal mediante
ese tipo de empresas (al realizarse las contratas con cargo al gasto
corriente del Capítulo II del presupuesto). Una reciente Resolución
de la Inspección de trabajo y seguridad social de Barcelona ilustra
claramente la situación: “la Generalitat ha resuelto sus
problemas de déficit de plantilla recurriendo, no al trabajo de
funcionarios públicos o a la contratación de interinos o personal
laboral, sino a una empresa prestadora amparándose para no hacerlo,
y así burlar la legalidad vigente, en una "contrata" de prestación
de servicios que es un mero papelito legal para encubrir una
realidad muy diferente”.
Con
estas
medidas de congelación se mantendrá intacta la gran bolsa de
precariedad existente en las Administraciones Públicas (la tasa
media de precariedad alcanza el 24%), donde la Generalitat ocupa
un puesto sobresaliente (el 35% de su plantilla). Por ejemplo, los
34.746 interinos, 6.841 contratados laborales temporales y 21.636
personas contratadas como personal interino de substitución o de
refuerzo en la Generalitat verán prolongada, un año más, su agónica
situación, con el riesgo asociado de la pérdida de su empleo, tal
como ha venido sucediendo con la aplicación del Acuerdo de “Medidas
de austeridad presupuestaria” acordado el pasado 15 de julio por el
Presidente Montilla, que prohibía la cobertura de plazas vacantes o
la prórroga de los interinajes de refuerzo o substitución (una
buena parte de ellos realizados en fraude de ley, como ha podido
comprobar quien escribe estas listas, sindicalista de base de la
administración).
Los
“planes
de austeridad” anunciados reproducen las características
(precariedad, prestamismo laboral, prácticas de dumping social)
asociadas al modelo de producción y de relaciones laborales propios
del patrón de crecimiento económico impuesto por nuestra clase
dominante, que nuestros políticos, en sus discursos, reconocen
agotado y en crisis, y cuyas consecuencias dicen querer atajar y/o
corregir con las medidas de austeridad anunciadas. Tal es la
paradoja que conllevan las medidas de austeridad.
Por
tanto,
se impone la necesidad de que los sindicatos de clase mayoritarios
procedan a reclamar con urgencia “otro tipo de medidas austeridad”
que protejan a la clases subalternas frente a la crisis económica y
que asuman valores sociales diferentes.
Por
ejemplo,
en el caso catalán, una primera y ejemplarizante medida de
austeridad podría consistir en proponer la reducción a un cuarta
parte del denominado “Personal eventual de la Generalitat”
—la
“cohorte de 249 miembros” de los Altos cargos dedicados al
Protocolo, Prensa y Asesoramiento, en cuyo grupo destaca el séquito
de 62 asesores del Presidente—
cuyo coste previsto para el ejercicio 2009 es de 15.276.607,7
€, equivalentes a 2.541.813.648 de las antiguas pesetas,
dedicando el consiguiente ahorro a la contratación directa de
personal por la Administración para hacer efectivo el derecho a un
asistente personal que otorga la Ley de Dependencia a las personas
que tengan reconocido un alto grado dependencia, y que no puede
atenderse por falta de recursos económicos.
El Gramsci del
Arzobispo
Juan-Ramón Capella
Sabido
es que Ratzinger ha puesto en pie de guerra a las iglesias de la
Unión Europea para que se contrapongan al laicismo. Conocemos las
tomas de posición de sujetos como Rouco o Cañizares en este sentido.
Pero ahora nos encontramos con una insidia singular lanzada por el
arzobispo Luigi de Magistris, un jubilado de la curia vaticana,
según el cual Antonio Gramsci murió cristianamente con todos los
sacramentos. De Magistris es sardo, o sea, paisano de Gramsci, y al
parecer se le ha ocurrido una buena idea para atacar la raíz del
pensamiento socialista italiano.
Según
él, las monjitas de la clínica donde murió Gramsci, en la clínica
Quisisana de Roma le llevaban a petición del preso enfermo una
imagen del Niño Jesús. Dice también que Antonio Gramsci conservó
siempre una estampita de Santa Teresita del Niño Jesús procedente de
casa de sus padres.
Esto
último incluso me lo podría creer: yo conservo recordatorios de mi
primera comunión, pero eso no significa que siga comulgando con el
“Pan de los Ángeles”. Lo del Niño Jesús también se podría entender
en un preso gravemente enfermo que precisaba cuidados de las
monjas-enfermeras, seguramente mejores que las que en España, casi
al mismo tiempo, arrebataban sus hijos a las presas diciéndoles
—piadosamente, se entiende— que habían nacido muertos. Y no cabe
duda de que seguramente considerarían una buena obra extremaunciar a
un moribundo atormentándolo o no con la exigencia de su
consentimiento.
Con
todo, no hay documento alguno de Antonio Gramsci ni de su entorno
que dé signo o indicio de un regreso “a la fe de su infancia”. Todo
lo contrario: su pensamiento sigue vivo hoy, y nos ayuda. Lo que
tenemos, más bien, son todos los signos, indicios y demás muestras
claras de que para el episcopado católico todo vale. Si se
puede oponer al aborto, recomendar la abstinencia sexual como medio
para combatir el sida, condenar el uso de preservativos o las
relaciones no heterosexuales, ¿qué mal puede ver en una mentirijilla
que, como la existencia de los ángeles, no se puede desmentir de
modo irrefutable?
Siembra
cizaña —debe pensar el Arzobispo—, que algo queda.
Izquierda Unida
nombra a la Virgen del Rosario “alcaldesa perpetua” de Teba (Málaga)
Comité Ejecutivo de la Federación Internacional de Ateos (FIdA)
08/10/2008
La
noticia de que la corporación municipal de Teba (Málaga) —encabezada
por Juan Anaya, de Izquierda Unida Los Verdes-Convocatoria por
Andalucía (IULV-CA) — nombró el pasado sábado a la Virgen del
Rosario alcaldesa perpetua, en un acto celebrado en la iglesia
parroquial de la Santa Cruz, nos ha causado, verdaderamente, no poco
estupor.
Desconfiamos
todavía de su veracidad, al ser la prensa clerical la única que
hasta el momento ha pregonado la buena nueva (Ecclesia Digital,
06.10.08). Tampoco hemos podido contactar hoy con ningún responsable
del Ayuntamiento, por lo cual nos arriesgamos con la emisión de este
comunicado a ser víctimas de un bulo propiciado por los medios
católicos. En cualquier caso, sea cierta o no la designación, no
sería la primera vez que la “izquierda” —o lo que como tal se
define— se cubre de gloria bendita nombrando funcionarios
municipales a Cristos y vírgenes, inclinándose ante aromáticas
reliquias o liderando procesiones, con peineta, mantilla y cirio
incluido. Recuérdese, si no, el Cristo Nazareno de Rota, nombrado el
pasado agosto “Señor de la Villa” gracias al apoyo de los concejales
del PSOE. O las genuflexiones del alcalde “social-bonista” de Toledo
al recibir oficialmente los restos momificados de san Ildefonso. O
la premeditada ausencia de los socialistas —para no quedar mal ante
el devoto público— en el pleno que en Morón de la Frontera (Cádiz)
elevó a la María Auxiliadora a la categoría de honoraria alcaldesa.
Nombramiento que, por cierto, no evitó el terremoto de intensidad
4,4 que sacudió a la localidad apenas hace cuatro días. Ironías de
la naturaleza…
Estas
figuras de la retórica nacional-católica, que amenazan, como claves
de otro seísmo, la escasa consistencia de un Estado tan poco laico
como el nuestro y tan sujeto a la parafernalia de lo rancio-kitch,
evidencian por un lado la victoria propagandística de la Conferencia
Episcopal, en pie de guerra desde hace ya un año, y, por otro, la
asombrosa incapacidad de buena parte de la progresía política para
comprender las bases más simples de la tradición democrática
europea. La separación entre las iglesias y el Estado es un
fundamento tan necesario para la convivencia como el sufragio
universal, la igualdad de todos ante la ley o la libertad de
expresión. Cuando falla alguna de estas premisas, todo se tambalea.
Y —en serio— no hay Cristo que se salve en esas circunstancias.
¿Por
qué
la izquierda ha olvidado su herencia materialista? ¿Cómo ha sido
posible que el milenarismo de raíces cristiano-evangélicas haya
pasado a representar, en la mentalidad colectiva, un sustituto de la
izquierda, históricamente atea? Se acepta la crisis del marxismo
oficial como animal de compañía, claro. Pero, ¿acaso no tenemos
pruebas, todos los días y uno tras otro, de la salvaje ofensiva
emprendida por los radicalismos religiosos en busca de la ocupación
totalitaria del espacio público? Las beatas decisiones de estos
grupos municipales, aparentemente empeñados en la igualdad social,
nos hacen retroceder, a todos, al tiempo de los multitudinarios
Congresos Eucarísticos, de la censura eclesiástica, del imprimatur,
del Syllabus de Pío nono y de las cruzadas contra el ateísmo, la
inmoralidad y el diabólico comunismo. Franco, Franco, Franco…
Tiempo, en realidad, no tan lejano, a juzgar por las declaraciones
de Ratzinger en la apertura del XII festival de los obispos que se
inauguró ayer en Roma.
Y
hoy,
otra vez, los funcionarios de la izquierda andaluza derrochan
imaginación y se superan a sí mismos, renegando de lo que antaño era
un símbolo de su identidad —el racionalismo práctico— y cayendo en
los brazos de la superstición mariana, de la devoción popular —esa
sin cuyos votos, ellos lo saben, carecerían de despacho y
secretaria— y del descrédito político.
Urge
un replanteamiento de la izquierda. Urge una aplicación correcta de
las leyes fundamentales que establecen una separación clara entre lo
público y lo privado. Urge un compromiso por el laicismo, real,
objetivo, sin matices ni adjetivos, como desean los teocons y el
clero aliado.
Por
el
momento, esperaremos a que se compruebe la realidad de la payasada
consistorial de Teba. Y, si se da por cierta, exigiremos a la
Dirección Federal de IU y a sus responsables en Andalucía una acción
correctiva, y clamaremos, de nuevo, a la Federación Española de
Municipios y Provincias para que aplique las medidas necesarias, si
es que las hay. Mientras tanto, no queda sino rogar para que la
deriva medievalista de algunos ayuntamientos no acabe siendo norma
general, aceptada en razón del folklore, del santoral y de la pía
inspiración del beaterío popular y del Obispo correspondiente.
¿España, un Estado laico? Y un cuerno.
Las dos Gomorras
Ha
salido una edición económica de Gomorra, el extraordinario
libro de Roberto Saviano sobre la Camorra napolitana y, en realidad,
sobre algo más importante: la sustitución del Estado por la Camorra
en funciones esenciales de cualquier sistema social. Compren el
libro y léanlo con atención, sin dejar que lo bien escrito que está
les haga ir más rápido de lo conveniente. Cuando lo hayan acabado
serán un libro más sabios y un disgusto más viejos. Después, vean la
película del mismo título de M. Garrone hecha a partir del libro y
se llevarán dos sorpresas mayúsculas. Primera: quien no haya leído
el libro difícilmente podrá entender (y mucho menos calibrar su
alcance) episodios como, por poner un solo ejemplo, el de una
extraña subasta de patrones de costura, que en el libro se traduce
nada menos que en la denuncia de la articulación con el poder
mafioso del ciclo completo de la producción, financiación y
diversificación en distintos mercados de toda la industria de la
moda y el made in Italy, Segunda sorpresa: en la película no
verá ni a un policía ni a un periodista ni a un político, mientras
que en el libro su presencia es la clave de muchas cosas. Caben más
objeciones, igualmente graves: en la película no hay rastro de la
abundante reflexión de Saviano sobre los cambios del papel de las
mujeres en la Camorra; la conexión de narcotráfico y tráfico de
armas se simplifica en extremo, etc. En fin: nadie se va a atrever a
decir que Gomorra es una película fallida y hasta muy
cuestionable porque Saviano está viviendo una situación intolerable.
Pero eso no debiera cegarnos. Lo dicho: lean el libro.
[M.M.]
Los eslabones del mal
he
entrado en el imperio corrosivo
y sin límites de la injusticia
León Felipe
La
cuestión humana
(La question humaine, 2007) de Nicolas Klotz quizás diste de
ser una película memorable
—puesto
que tiene algunas
secuencias
vanas e inútiles, que recuerdan trabajos fallidos del realizador—,
pero tiene el valor incuestionable de plantear con claridad algunas
cuestiones éticas absolutamente centrales (y molestas) de nuestro
tiempo. El encargo de un alto cargo de una empresa petroquímica
transnacional de ver el estado de salud mental de su presidente en
Francia, lleva a Simon, el psicólogo de la empresa adscrito al
departamento de recursos humanos, a enfrentarse al pasado y al
presente del ejercicio del poder. Y no, por cierto, al ejercicio
abstracto de este poder, sino a sus materializaciones más concretas
y actuales.
Para
alguien que no haya leído nada sobre esta película, a medida que
avanza el metraje va abriéndose paso una sospecha inquietante: que
por detrás de ese encargo anida algo más (y, sobre todo, algo más
terrible que la lucha por el poder en el seno de una multinacional).
Esta sospecha va prendiendo poco a poco: las delaciones
extraoficiales que acompañan los expedientes oficiales, la canción
que asume que “los buenos aceptan la maldad” (como la pesada carga
que hay que llevar), etcétera. Son sólo indicios, pero estamos
entrando en el centro del discurso, que cubre la segunda parte de la
película.
Siendo
una empresa alemana, los tres personajes a que se enfrenta Simon en
su indagación tienen en su pasado remoto, cuando eran niños todavía,
el pasado nazi. Pero es un pasado que funciona más bien como un
espejo del presente: condenado por una parte, pero absolutamente
vigente por la otra. Como cualquier película en la que lo que
importa consiste sobre todo en lo que se dice (lo que se dice
en términos cinematográficos), La cuestión humana se
desentiende finalmente de la historia. En parte, porque es la
nuestra, y la del protagonista.
El
viaje
de celuloide conduce hasta Ariel Neuman (Lou Castel, con su cara
inocente de niño, a pesar de su edad) y sobre todo hacia lo que
dice. Es en sus palabras (y en el final en negro y su siniestra
evocación) donde se abre la clave de la película, donde todo
adquiere sentido. Porque lo único que ésta pretende someter a
discusión es mostrar que lo horroroso que acomuna el nazismo con el
liberalismo económico es, en realidad, el dolor atroz que causa en
sus víctimas: son los eslabones del mal, que a veces terminan con la
muerte. También, por supuesto, los que causan el aséptico
departamento de derechos humanos de las empresas.
[Josep Torrell]
La biblioteca de Babel
Vasili
Grossman
Todo
fluye
Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, ISBN 978-84-8109-766-5
Éste
es el último libro, una novela-ensayo, del autor de Vida y
destino, y su traducción castellana (de Marta Rebón) una
excelente noticia. Aunque el estilo literario de Grossman delata al
gran periodista que fue, para bien y para mal, su trasfondo tiene
una densidad que difícilmente pueden alcanzar los escritores
light preferidos por la gran industria editorial y recomendados
por los enchufados de universidad que suelen ejercer de críticos en
los media de los grupos empresariales correspondientes.
Todo fluye facilita hacerse una idea bastante precisa de las
causas de la apatía política en que cayeron las poblaciones de la
antigua Unión Soviética y el tipo de mentalidad que fomentó la
versión burocrática de aquella falsedad bautizada como “socialismo
en un solo país” y que acabó en nacionalismo granruso. La
criminalidad del gobierno staliniano y la complicidad con él de
tantas gentes corrientes, agentes embaucados suyos y a la vez
víctimas, aparecen dibujadas con una precisión que causa horror, en
especial las grandes hambrunas causadas por la colectivización
forzosa del trabajo campesino, de una parte, y de otra el infierno
represivo de aquel poder despótico. Grossmann es de los que hubieran
podido decir con verdad aquello de nada humano me es ajeno.
La lectura de Todo fluye ensombrece el espíritu hasta el
punto de obligar al lector a interrumpir la lectura para recuperar
el ánimo. Su libro manifiesta una verdad sublevante y un horror
indecibles.
[J.R.C.]
Henning Mankell
El chino
Tusquets, Barcelona, 2008
A
los
aficionados a la novela negra seguidores de Mankell les complacerá
este nuevo libro suyo. El autor parece seguir ahora las huellas de
John Le Carré, y urde una interesante trama en la que salen a
colación cuestiones nada despreciables para los lectores de la
izquierda social: desde una visión muy certera de la construcción de
los ferrocarriles intercontinentales norteamericanos en el siglo XIX
a las encrucijadas de las políticas desarrollistas de la China
contemporánea. No faltan reflexiones de Mao Zedong que obligan a
pensar.
[J.R.C.]
Manuel
Fernández-Montesinos
Lo que en
nosotros vive
Tusquets, Barcelona, 2008
El
autor de
esta autobiografía es hijo del alcalde de Granada asesinado por los
franquistas y sobrino carnal de Federico García Lorca. Las ciento y
pico primeras páginas del libro tienen gran interés por describir el
ambiente familiar del que ha sido amputado Federico y el exilio
familiar a Norteamérica, harto el padre del poeta de “este jodío
país”. También tiene interés por relatar aspectos de la vida de
los exiliados intelectuales republicanos en los Estados Unidos. Más
adelante la capacidad de la narración para interesar al lector se
diluye bastante, al ser el Fernández-Montesinos adulto un
representante bastante característico de la cultura del Psoe de
Felipe González, partido por el que fue varias cositas.
[J.R.C.]
Joan Margarit
Misteriosament
feliç
Proa, Barcelona, 2008
Los
lectores de poesía de habla catalana o que pueden acceder a ella
podemos tener unos instantes de dicha. El nuevo y duro libro de Joan
Margarit es, una vez más, un artefacto para encontrarnos con
nosotros mismos. No te lo pierdas, lector, lectora.
[J.R.C.]
Manfred Linz,
Jorge Riechmann (ed.) y Joaquim Sempere
Vivir (bien)
con menos. Sobre suficiencia y sostenibilidad
Barcelona, Icaria, 2007
VV.AA. (Jorge
Riechmann, coord.)
¿En qué
estamos fallando? Cambio social para ecologizar el mundo
Barcelona, Icaria, 2008
Tres
son
los caminos que se han de recorrer para la indispensable
reconstrucción ecológica de nuestras sociedades: eficiencia,
coherencia y suficiencia. Tras veinte años de debate sobre la
sostenibilidad, la ecoeficiencia, esto es, la mejora de la
productividad de los recursos naturales
—o,
más simplemente, “hacer más con menos”—
se ha convertido hoy en el camino más transitado, pese a que nos
hallemos aún muy lejos de haber alcanzado sus potenciales resultados
(como los previstos, por ejemplo, en la propuesta “factor 4”
establecida en un comentado informe al Club de Roma). La eficiencia,
de hecho, cubre a menudo todo el significado que se otorga a la
sostenibilidad. Así, por ejemplo, en los discursos sobre el asunto
de la Unión Europea. El problema de ello es lo que se conoce como
“efecto rebote”, o sea, que el ahorro logrado inicialmente en
materias primas y energía, queda desperdiciado por el consumo
cuantitativamente mayor provocado por tal mejora (¿Qué cambio se
produce si fabricamos coches que disminuyan a la mitad sus efectos
contaminantes cuando la producción de éstos aumenta el doble?).
La
segunda vía, la llamada coherencia (que es lo que Jorge
Riechmann denomina “biomímesis”), también ha empezado a ser acogida,
aunque tímida y tardíamente, en la vulgata empresarial y
gubernamental de la sostenibilidad. Se trata, dicho de forma
escueta, de desarrollar tecnologías más compatibles con la
Naturaleza, tales como la energía solar, los biocombustibles, etc.
El problema de esta estrategia es no sólo que resulta practicable
únicamente en pequeñas escalas, sino que, tomada en exclusiva,
tampoco sirve para alcanzar el fin deseado ya que no hay
intervención en la naturaleza que se halle absolutamente libre de
impactos.
Por
estas razones, el libro Vivir (bien) con menos, (que reúne
textos de M. Linz, J. Riechmann y J. Sempere) propone reflexionar
con buen tino sobre el tercero de los caminos, la suficiencia, que
ni que decir tiene es el que menos entusiasmos genera en nuestras
sociedades consumistas. La suficiencia o austeridad viene a ser el
inoportuno personaje que de pronto se presenta, sin estar invitado,
a la boda que algunas celestinas bien retribuidas pretenden
concertar entre el capitalismo y medio ambiente. Pero, mal que pese
a algunos, pocas dudas caben: un sistema económico expansivo y una
cultura permanentemente insatisfecha resultan absolutamente
disfuncionales para la sostenibilidad del medio donde de forma
inevitable se desenvuelven. O dicho más claramente: capitalismo y
consumismo se hallan en la base de la crisis socioecológica mundial.
Y hay que escoger: o bien organizamos la producción, el trabajo y el
consumo de otra manera (en base a la mesura y la suficiencia y no de
acuerdo al “siempre más”) o continuamos adentrándonos en la selva de
la barbarie ecosocial.
Pero,
¿por qué estamos eligiendo lo peor? ¿Cómo y por qué la dinámica
expansiva capitalista no cosecha mayores resistencias aun cuando
suponga una grave amenaza para la misma supervivencia de la
humanidad?, ¿Sobre qué rasgos antropológicos, culturales, sociales,
institucionales, históricos… descansan estas dinámicas ecocidas?
Desde distintas perspectivas, los trabajos que recopila el otro
libro que aquí presentamos, de título no menos elocuente, ¿En qué
estamos fallando?, tratan de responder a estas cuestiones. Su
interés no requiere, pues, demasiada justificación. No podemos
paralizarnos frente a este panorama a menudo tan desolador: hay que
seguir pensando, hemos de continuar actuando. Y estos dos libros son
una valiosa contribución para ello. En ambos casos, el ya conocido
buen hacer de Jorge Riechmann (a quién se le ha de agradecer una vez
más poder acceder a estas discusiones originadas en ámbitos más
restringidos) y el prestigio de los autores que le acompañan son una
inmejorable garantía del provecho que se puede obtener al recorrer
estas páginas. Y su lectura, en efecto, no defrauda.
[Xavier Pedrol]