Maria
Rosa Borràs: in memoriam
El último día del pasado mes de agosto fue también el último de la
vida de nuestra querida amiga y compañera Maria Rosa Borràs,
vinculada desde muy joven a la izquierda social de este país, y a la
que tantos de nosotros, lectores, hemos tenido ocasión de encontrar
en numerosas iniciativas emancipatorias. Para las gentes de la
redacción de mientras tanto, Maria Rosa ha sido un
punto de referencia central en las tareas editoriales y de
concepción y elaboración de esta revista. En realidad ha sido mucho
más que eso. Por tal razón queremos compartir nuestra pena con
vosotros, aun a sabiendas de que todo lo que se diga sobre Maria
Rosa resultará pobre e insuficiente para describir a una mujer de
personalidad muy compleja y ejemplar, a una inteligente y
voluntariosa militante roja.
Maria Rosa Borràs fue probablemente la primera persona en apreciar
el magisterio de Manuel Sacristán, profesor suyo de filosofía cuando
ella cursaba bachillerato. Sacristán, en cuya amistad permaneció
toda la vida, no fue la única influencia protocomunista en su
formación —en la época de referencia el filósofo aún no se había
acercado al partido—: María Rosa tuvo también como profesora
particular de griego a Ascensión Sanz de Arellano, una militante
comunista, miembro del Comité Central del Psuc en los años cuarenta.
No puede extrañar por eso que Maria Rosa Borràs fuera la primera
mujer que entrara a formar parte de la organización universitaria,
naturalmente clandestina, del Psuc. Pronto se unieron a ella otras
mujeres: Juliana Joaniquet, Nisa Torrent, Pilar Fibla, Carme Miró,
Elisa Vallès y un cada vez más largo etcétera.
María Rosa fue protagonista involuntaria de una de las primeras
detenciones en el seno de la organización universitaria comunista
barcelonesa. La pillaron repartiendo octavillas para la Jornada
Nacional de Protesta convocada por el PCE junto con un compañero.
Soportó torturas y palizas que le dejaron importantes secuelas,
alguna de las cuales tendría que soportar toda su vida; pero logró
lo más importante para un comunista: no hablar, no darle a la
policía la ocasión de detener a otros. Vino después una prudente
etapa de exilio en la República Democrática Alemana. María Rosa
aprovechó el tiempo para profundizar en los estudios de filosofía
que han constituido su especialidad, y también para el aprendizaje
de lenguas, en particular la alemana y la inglesa, gracias a lo cual
podría sobrevivir como traductora a su regreso a Barcelona.
Ese
regreso, mediados los años sesenta, comportó la renovación de su
militancia política; lo que antes era actividad de unos pocos,
escasísimos, había pasado a ser, gracias al esfuerzo de esos pocos,
actividad de una pequeña multitud. En ella María Rosa revelaba,
justamente, la atención y el respeto por las cosas pequeñas y
modestas necesarias: por ejemplo, la atención por las reglas que
buscaban la seguridad en la práctica política ilegal. Enseñaba y
transmitía los principios de la actividad política clandestina. En
esas tareas desplegaba, por otra parte, un sentido del humor
particularmente inventivo, más bien negro, que se situaba en las
antípodas del sectarismo que todo grupo cerrado suele segregar. Un
humor contenido, nada exhibicionista, discreto: ese humor y esa
discreción la caracterizarían siempre. Las pequeñas cosas, a poco
que se repare en ellas, no lo son tanto. No era pequeña cosa, por
otra parte, que en el “paro forzoso” que supone para una madre criar
y llevar adelante a una hija —lo que es todo lo contrario que el
“paro”— encontrara tiempo no sólo para militar sino también para un
solvente trabajo como traductora; o que, militando, entre tantas
urgencias, buscara crear un grupo de estudios de filosofía para
militantes. Para María Rosa Borràs la reflexión era uno de los
puntos de apoyo de la creatividad política.
Las
responsabilidades de María Rosa en el Psuc fueron varias, ligadas a
la responsabilidad —por elección— de una célula de “intelectuales” y
a diversas “comisiones” de trabajo. Como partícipe de una de ellas,
la “comisión de unidad”, representó al Psuc ante otras fuerzas
políticas y agrupamientos sociales y tomó parte activa en la
constitución de la Comissió Coordinadora de Forces Polítiques de
Catalunya, el primer organismo político unitario de la oposición
antifranquista.
Pero
si esta representación del Psuc se enmarca en lo que podríamos
llamar “política por arriba”, la iniciativa de María Rosa estaba
puesta sobre todo en la “política por abajo”: a ella, y al pequeño
grupo de mujeres comunistas encabezado por Giulia Adinolfi, se debe
la iniciativa de impulsar el Moviment Democràtic de Dones,
seguramente la primera iniciativa feminista del comunismo en nuestra
cultura.
Con
la recuperación de las libertades políticas Mª Rosa pudo finalmente
obtener una cátedra de filosofía de instituto y dedicarse a la
elaboración de una tesis doctoral sobre la filosofía moral de Kant,
su filósofo favorito. Su paso por la enseñanza la llevó a la
dirección de un IEM y luego a tareas de inspección, desesperantes
para ella dada la cobertura política que los gobiernos de la derecha
catalana daban a los centros religiosos incumplidores. De esa época
datan numerosas publicaciones sobre materias educativas.
La
crisis del movimiento comunista fue vivida por María Rosa Borràs sin
desnortarse, sabiendo atenerse a lo esencial de su impulso moral y
social. En la redacción de mientras tanto la suya era una voz
central. Sus colaboraciones en esta revista y en mientras tanto
electrónico la muestran tal como era: austera, precisa,
inteligente, con un punto de vista moral y político siempre
inobjetable.
María Rosa Borràs y su compañero, Antoni Montserrat, figuraron entre
los refundadores del Psuc, del Psuc-viu, de cuya secretaría
política formaron parte, y donde María Rosa se inventó de nuevo una
militancia comunista renovada hasta que una cruel enfermedad la puso
fuera de juego. Continuó el diálogo con otros en un blog que
puede encontrarse en internet y que constituye también, bien leído,
un excelente retrato suyo.
Compartimos el dolor de su compañero Antoni, que estuvo siempre a su
lado a lo largo de una dolorosa y cruel enfermedad, tras casi
cuarenta años de convivencia; de su hija Esther, que ha heredado, o
más bien compartido, tantos rasgos del carácter y de la idealidad de
su madre; de su nieto Raül, todavía demasiado pequeño para entender
que ha tenido una grandísima abuela. Estamos de duelo. La echamos de
menos y nunca podremos olvidarla.
La redacción
Paro masivo y atonía
política
Albert Recio
I
El
paro
sigue su escalada rampante. Hace sólo dos años asistía a un debate
sobre perspectiva social auspiciado por el Ayuntamiento de mi
ciudad. Los técnicos que enmarcaban el debate empezaron por
presentar los hechos estilizados y el primero de ellos es que
habíamos alcanzado el pleno empleo. Hace menos tiempo en otro debate
de presuntos expertos en mercado laboral y migraciones, una persona
con gran prestigio social en la predicción económica insistía en la
necesidad de priorizar las políticas de empleo orientadas a la
contratación de inmigrantes para garantizar la continuidad del
crecimiento. En ambas ocasiones no fui el único en cuestionar esta
visión optimista, aunque quienes lo hicimos éramos conscientes de
actuar a contracorriente. Se trataba en todo caso de debates sin
relevancia social, pero indicativos de hasta qué punto las élites
intelectuales habían interiorizado un discurso incapaz de presentir
el peligro de un terremoto. Aún en un momento donde ya se podían
percibir los primeros síntomas del fin de ciclo. Y cuando para mucha
gente empezaba a ser evidente que una economía tan dependiente de la
construcción como la española tenía todos los números para entrar en
una recesión grave.
Los
errores
de previsión han sido generales. En buena parte producto de un tipo
de análisis estadístico que tiende más a extrapolar el pasado que a
detectar las señales de cambio, que olvida el análisis detallado de
los procesos productivos y que se limita a estudiar unas pocas
variables, a menudo poco informativas. A las limitaciones del
análisis técnico hay que sumar además la lectura de los políticos,
siempre orientados al optimismo cuando están en el poder y a la
crítica en la oposición. La lentitud en reconocer la crisis por
parte del Gobierno se entiende por esta combinación de falta de
lectura realista y tendencia a eludir las malas noticias.
II
Como
ya comenté en una nota anterior, la crisis actual es el resultado de
factores diversos, algunos de los cuales son específicos de la
economía española y apuntan a una situación potencialmente más grave
que la de otras economías con mayores posibilidades de respuesta. Y
frente a esta situación comprometida, el Gobierno sigue considerando
que estamos ante un mero ajuste temporal con fecha de caducidad.
Sería bueno que alguien revisara lo que ocurrió en periodos
anteriores (en las décadas de los setenta o de los ochenta) y tomara
nota que también entonces se iban fijando plazos cortos de
recuperación que se iban incumpliendo paulatinamente. Lo de la
“corta recesión” del 92-95 no vale mucho porque la situación es
distinta: ni ahora se puede devaluar la peseta como se hizo entonces
(para mejorar la balanza de pagos) ni es pensable que se inicie un
ciclo rápido de inversión inmobiliaria.
A mi
entender,
en el caso español se da la combinación de una fase recesiva general
con los problemas específicos de la estructura económica española,
de su posicionamiento en la estructura económica mundial, en el
marco del tipo de empresas que controlan el poder económico. Siempre
es atrevido jugar a agoreros. La realidad económica es tan compleja
que siempre existen más posibilidades de evolución que las que somos
capaces de advertir a simple vista. Pero o las alternativas están
tan encubiertas que aún no se perciben o, como estimo más realista,
podemos esperar otro largo período de desempleo masivo, de graves
situaciones sociales, de incertidumbre y pesimismo.
III
La
respuesta
del Gobierno es pobre. No podía ser de otro modo dada su mediocridad
y la pobreza de análisis que predomina en sus asesores. En su
descargo hay que decir (aunque ellos han colaborado también a esto)
que el Gobierno carece de los instrumentos básicos que en otras
ocasiones constituyen respuestas a las crisis: tipo de cambio,
política monetaria e incluso buena parte de la política
presupuestaria están fuera de su margen de actuación. Pero en su
respuesta ni cuestiona la importancia de estas limitaciones ni
ofrece un planteamiento de una mínima coherencia, a menos que se
considere como tal la sumisión a los imperativos de la ortodoxia
económica dominante o la respuesta a los grupos de presión.
El
programa
de
medidas que se ha ido perfilando más bien parece un intento de decir
que se están haciendo muchas cosas que de situar en serio los
problemas de fondo.
Se
combinan
medidas de sostenimiento de las demandas, para que la actividad
económica no decaiga en los sectores económicos dominantes
(construcción y automóvil), con políticas depresivas que más bien
frenarán la creación de empleo: especialmente los anunciados
recortes del presupuesto corriente o la reducción en un 70% de la
oferta pública de empleo. Cuando todo el mundo era keynesiano, y
predominaba algo más de sentido común, se daba por hecho que la
expansión del empleo y el gasto público era un medio para mantener
el empleo y propiciar la recuperación económica. Ahora hemos vuelto
a los viejos tiempos del escolasticismo liberal que convierte el
déficit público en pecado y al empleo público en sospechoso.
La
parte
pomposa es la de las reformas estructurales. Pero nadie puede
esperar de ello otra cosa que más de lo mismo. Empezando por la
eliminación del impuesto del Patrimonio (un impuesto modestamente
recaudatorio pero útil para controlar la riqueza de la gente
adinerada), una verdadera insensatez e injusticia social. En un país
donde algunos se han hecho ricos con operaciones patrimoniales es
una grosería hablar de austeridad cuando se les perdonan impuestos.
Una auténtica demolición de la imposición al capital iniciada por
las Comunidades autónomas con eliminación paulatina de los impuestos
de sucesiones y donaciones y culminada ahora por el Gobierno. Y aún
tienen la caradura de presentarse como socialdemócratas.
El
resto
es lo de siempre, reformas orientadas a promover el mercado, la
competencia. Sin antes hacer una evaluación seria de lo ocurrido con
las sucesivas reformas liberales (la de los alquileres, el sector
eléctrico, la telefonía,…). Prometían los beneficios de la
competencia perfecta de los libros de texto y han mostrado la
verdadera lógica del capitalismo real: competencia oligopólica entre
unos pocos, desigualdades y generación de costes sociales diversos.
Nadie parece capaz entre el Gobierno y sus asesores de hacer el
finiquito real de la experiencia neoliberal. Y cuando ésta ha
fracasado en muchos aspectos sólo saben seguir en la misma
dirección, quizás esperando que al final la flauta suene por
casualidad y la pseudoutopía del mercado perfecto aparezca por
alguna parte.
Son
en
muchos
casos reformas inocuas, o que aunque puedan estar bien orientadas
—como podría ser el caso de un replanteamiento serio de la formación
profesional— sólo tendrán efectos a largo plazo. Pero quizás es sólo
la primera andanada. Hay un segundo frente que puede resultar más
peligroso y que sin duda va a confirmarse si el desempleo masivo se
consolida: el de la reforma laboral y de la seguridad social, y la
moderación salarial. Un clásico que nunca desaparece. Animado por la
voracidad empresarial y por la ideología de señoritos de los
asesores áulicos. CCOO y UGT ya han dicho que nones, que está claro
que venimos de un largo período de moderación salarial y de
desregulación y que no están dispuestos a tragar otra vez. Pero uno
tiene dudas de la firmeza de estas posiciones si la situación
empeora, las presiones desde el poder y sus corifeos se refuerzan y
proliferan las llamadas a la responsabilidad. El hecho de que entre
los parados se vayan a encontrar muchos extranjeros añade otro
aspecto preocupante a la situación, por cuanto facilitará la
penetración social de los discursos de criminalización de los
desempleados.
La
incapacidad
del Gobierno de explicar la crisis y adoptar una alternativa seria
abre un espacio de influencia al Partido Popular inimaginable hace
unos meses. Le basta con denunciar la inutilidad del gobierno y
confiar en que el desánimo acabe por provocar un giro radical. No es
que tengan ninguna alternativa seria. Las propuestas de recortes
fiscales y desregulaciones diversas, y las apelaciones al mercado,
que son lo único que aporta la derecha, no son ninguna alternativa
seria. Más bien agravarían la situación. De hecho el anterior
mandado de los populares ayudó a consolidar el modelo económico de
éxito fugaz que ahora parece finiquitado. Pero una cosa es la
calidad del producto y otra el éxito de marketing que puede
alcanzarse con una propaganda machacona lanzada en un momento
adecuado. La historia de los últimos cien años está llena de éxitos
de este tipo.
IV
La
ausencia
de alternativas no está sólo en el poder. El neoliberalismo campa de
tropiezo en tropiezo, de coste social en coste social sin que tenga
que confrontarse con ninguna propuesta de calado. No es que falten
voces críticas, pero éstas están dispersas y carecen de altavoces
adecuados. Y en muchos casos resultan contradictorias entre sí.
Hay
razones
diversas que explican esta ausencia, ligadas a los cambios sociales
y políticos que han conducido a la jibarización (por ser optimistas)
de la izquierda anticapitalista y del reformismo fuerte.
En
primer
lugar está la propia cuestión de la construcción intelectual. El
discurso económico dominante se sustenta en la producción académica
y de los centros privados de opinión. Estos últimos están fuera de
la influencia de la izquierda. Pero donde se ha perdido realmente la
batalla ha sido en el espacio académico, donde la ortodoxia
económica neoclásica ha alcanzado una hegemonía innegable y donde
los análisis alternativos se presentan como residuos fragmentados de
gente inadaptada o incapaz. No hay una verdadera fuerza alternativa
de suficiente envergadura (no solo en nuestro país, marginal por lo
que se refiere a la producción de ideas) que genere un mínimo de
desafío intelectual y produzca argumentos que lleguen a convertirse
en ideas fuerza para los movimientos sociales.
No
es sólo
un problema de marginación. También está la perplejidad sobre qué
alternativas perseguir. En el pasado las respuestas eran fáciles.
Las críticas al capitalismo acababan concentrándose en su
incapacidad de generar un nivel adecuado de crecimiento económico.
La izquierda reformista keynesiana y la izquierda radical
planificadora tenían en común propuestas de intervención pública
orientadas a provocar un mayor aumento de la producción, el empleo
y, se suponía, el bienestar. Y a menudo eran propuestas traducibles
a escala de un solo país. Hoy esta visión unitaria de las
alternativas está en crisis. Y las pocas propuestas de izquierda
aparecen diferenciadas por su propia percepción de hacia donde
transitar.
Se
puede,
por ejemplo, propugnar que frente a la crisis actual hay que volver
a desarrollar políticas públicas expansivas, pero en este caso surge
el problema de cuál es el nivel en el que deben adoptarse. Ante la
incapacidad de articular una respuesta global —al menos a escala de
la Unión Europea— las alternativas de relanzamiento de la actividad
acaban rebajando su nivel de crítica. Un buen ejemplo lo constituye
en nuestro país la propuesta de Comisiones Obreras. El sindicato ha
denunciado desde hace tiempo las contradicciones del modelo
económico español (hay varios números de su revista teórica
Gaceta Sindical dedicados a esta cuestión). Pero ante la
necesidad de ofrecer una alternativa nacional, su propuesta se
centra en propugnar un crecimiento basado en actividades de mayor
valor añadido, en mayor desarrollo tecnológico, de capital humano e
infraestructuras. De hecho una propuesta productivista fuerte que ha
llevado incluso a alguno de sus dirigentes a defender la energía
nuclear como parte de esta alternativa. Es una apuesta relativamente
coherente en cuanto al eje desarrollo productivo, pero de difícil
puesta en práctica —no está claro quiénes van a ser los actores de
este cambio de modelo— y de más que discutibles efectos sociales. No
sólo porque elude discutir en serio la cuestión de la crisis
ecológica. También por su más que cuestionable apuesta social: la
defensa del “valor añadido” y el “capital humano” se traduce en un
modelo social que conduce a la hegemonía de los controladores del
sistema “tecno-científico”, que minusvalora la aportación social de
muchas actividades básicas y que puede reforzar las tendencias a la
diferenciación social y las desigualdades.
Una
respuesta
sería la de plantear una alternativa que tuviera en cuenta y
avanzara respuestas a la crisis ecológica y al mismo tiempo se
orientara hacia un modelo social más igualitario e inclusivo. Que
por ejemplo contemplara una articulación adecuada de las esferas de
trabajo mercantil y no mercantil en la línea defendida por las
economistas y sociólogas feministas. Pero a nadie extraña que tal
alternativa requiere importantes cambios institucionales difíciles
de aplicar a corto plazo. Hay entre este pensamiento alternativo
muchas propuestas parciales importantes. Pero se carece de una
elaboración que conecte dichas propuestas, les dé una dimensión
social y las convierta en ideas fuerza para disputar a la derecha
su hegemonía cultural. Y posiblemente exige también, al menos a
corto plazo, un diálogo con las propuestas situadas en el campo de
la respuesta productivista tradicional, que tiene a su favor el
argumento de que hay que evitar los terribles costes sociales que
genera el desempleo masivo. Quizás en la defensa común de derechos
sociales y políticas de protección a las víctimas del nuevo desastre
social empecemos a encontrar vías de trabajo común y de elaboración
de propuestas que nos permitan salir del espacio marginal en el que
llevamos demasiado tiempo recluidos.
Tratando
de sintetizar: No hay alternativas porque han fallado los procesos
de elaboración y las propuestas posibles apuntan hacia horizontes
contradictorios: reforzar el productivismo o avanzar hacia una
sociedad ecológicamente responsable. La crisis de la izquierda
política es a la vez un producto y un catalizador de esta situación
de perplejidad y desconcierto de las alternativas al neoliberalismo.
Y por ello todos los esfuerzos que se hagan por desarrollar visiones
compartidas, propuestas unitarias, instituciones sociales en el
plano de la elaboración intelectual, los movimientos sociales y las
representaciones políticas van a ser esenciales para salir de estos
espacios fragmentarios en los que hemos sido aislados. El grado de
crisis social al que estamos confrontados debería comprometernos a
trabajar para conseguir al menos que el monótono y antisocial
discurso económico dominante tuviera que hacer frente a un rival de
altura como merece la situación.
Nuevas
aventuras de la directiva Bolkestein
José
A. Estévez Araújo
El
día 15 de agosto, el Consejo de Ministros presidido por José Luis
Rodríguez Zapatero adoptó un programa de medidas para hacer frente a
la crisis económica. Una de ellas consistía en acelerar la
transposición de la directiva europea de servicios. Es decir, en
incorporar lo más rápidamente posible al ordenamiento español las
disposiciones contenidas en esa norma europea.
La
“directiva de servicios” (como la han denominado los medios de
comunicación españoles) o, para ser más precisos, la directiva
2006/123 relativa a los servicios en el mercado interior no es otra
sino nuestra vieja conocida la “directiva Bolkestein”, llamada así
por el apellido del Comisario europeo que la promovió inicialmente.
Habíamos
dejado el relato de las andanzas de esta norma en febrero de 2006:
después de una intensa campaña de movilizaciones, el Parlamento
Europeo, en una votación celebrada el día 16 de ese mes, había
introducido una serie de enmiendas a la propuesta inicial de la
Comisión. Para entender mejor lo que ha ocurrido desde entonces es
necesario recordar cuál era el sentido de “la directiva Bolkestein”
y por qué suscitó tanta oposición:
Desde
mediados de los años ochenta, la Unión Europea está embarcada en la
tarea de la creación de un mercado único dentro de sus fronteras. Se
trata de construir un espacio económico homogéneo para que las
empresas puedan operar a nivel europeo. Para ello, es necesario que
esas empresas no tengan que ajustarse a normativas distintas para
producir y distribuir bienes y servicios en el territorio de los
diferentes estados de la UE.
El
mercado
europeo está ya muy unificado en materia de bienes. Por ello, la
mayor parte de los productos fabricados en un país de la UE pueden
comercializarse sin restricciones en cualquier otro estado de la
Unión. Sin embargo, no existe un mercado único de servicios a nivel
europeo (aunque, dicho sea de paso, la distinción entre bienes y
servicios ha perdido buena parte de su sentido en la llamada
“sociedad de la información”). Una de las vías para conseguir la
unificación del mercado es la armonización normativa. Consiste en la
elaboración de directivas que establezcan unos criterios de
regulación común para todos los Estados. Eso puede tener como
resultado un incremento de las exigencias para las empresas, como
ocurrió en materia medioambiental. En ese terreno, los países más
estrictos en cuestiones de protección del medio ambiente exigieron
que las directivas en esta materia establecieran unos estándares
medios bastante exigentes para todos los estados de la UE (la
eficacia de las directivas resultantes es ya otro cantar).
Otro
de
los mecanismos para conseguir el objetivo de que las empresas
europeas no tengan que adaptarse a diversas normativas es el llamado
“principio del país de origen”. De acuerdo con este principio, la
empresa se regirá por las normas del país donde tenga su sede
oficial y los estados en que desarrolle su actividad deberán
respetar esa normativa. El proyecto de la directiva Bolkestein optó
decididamente por el principio del país de origen: éste quedó
explícitamente establecido en el artículo 16 del proyecto.
Ese
artículo
y el mecanismo que establecía fue uno de los objetivos centrales de
las movilizaciones contra el proyecto de directiva, que culminaron
en las grandes manifestaciones de febrero de 2006 en Estrasburgo,
sede del Parlamento Europeo. El principio del país de origen abría
claramente las puertas al “dumping social” por parte de las empresas
de servicios. Incentivaría que esas empresas establecieran sus sedes
en los países menos exigentes en materia social o fiscal. Así, una
empresa de servicios alemana podía crear una filial en Polonia y
ofrecer servicios en Alemania con trabajadores, salarios y
fiscalidad polaca.
¿Cómo
ha
quedado esta cuestión en el texto de la directiva aprobada
finalmente el 12 de diciembre de 2006?
Como
ya
se ha señalado, el Parlamento Europeo votó el proyecto de directiva
en febrero de 2006 en primera lectura. En el periodo que va de
mediados de 2004 (cuando se da cuenta al Parlamento de dicho
proyecto), y febrero de 2006 (cuando tiene lugar la votación), los
socialdemócratas negociaron un acuerdo con los cristianodemócratas
y los liberales para introducir una serie de enmiendas a la
directiva. Tras la votación, los partidos socialdemócratas y los
medios de comunicación ofrecieron la versión de que se había
conseguido suprimir el principio del país de origen. También lo hizo
así la Confederación Europea de Sindicatos y bastantes dirigentes
sindicales de los diferentes estados de la UE. Por no señalar a
nadie demasiado cercano, el responsable de
Relaciones Internacionales de la CGTP, el sindicato mayoritario
portugués, declaró textualmente: “el principio del país de origen
fue derrotado”. De ese modo, se creó la apariencia de que se
habían alcanzado los objetivos principales de la lucha, lo que tuvo
un efecto desmovilizador.
Lo
que
se ocultó en esta versión de los hechos es que una enmienda del
grupo Izquierda Unitaria Europea, que planteaba prohibir
expresamente la aplicación del principio de país de origen, fue
rechazada por el Parlamento. Si se quería eliminar el principio del
país de origen, ¿por qué se votó en contra de una propuesta que lo
excluía de forma explícita?
Después
de la votación parlamentaria en primera lectura, el texto se
transmitió al Consejo (integrado por los representantes de los
gobiernos) que adoptó una resolución (una “posición común” en
lenguaje técnico) en la que aceptaba algunas enmiendas del
Parlamento y rechazaba o matizaba otras. El Parlamento se plegó
totalmente a los planteamientos del Consejo (aunque hubiera podido
oponerse) y votó a favor de la “posición común” en noviembre de
2006. Renunció así a mantener sus enmiendas (con lo que el proyecto
hubiera tenido que ir a un Comité de Conciliación) o a rechazar la
propuesta, con lo que la directiva no se hubiera aprobado.
Una
de las
enmiendas que el Consejo aceptó fue la supresión de la referencia al
principio del país de origen. De ese modo, este principio no se
reconoce explícitamente en el texto. Si embargo, se mantiene de
manera implícita. No hay más que ver las restricciones que se
imponen a los estados a la hora de regular la actividad de empresas
de servicios extranjeras en el nuevo artículo 16 titulado ahora
“libre prestación de servicios”.
Con
ser
la cuestión del principio del país de origen muy importante, hay
otra que tiene igual o mayor trascendencia y a la que quizá no se ha
prestado la suficiente atención. Se trata de que la directiva lleva
a cabo una desregulación radical de la actividad de prestación de
servicios. Una vez que se trasponga, los poderes públicos de todos
los niveles verán enormemente restringida su capacidad de
reglamentar esta materia. Por poner un ejemplo cercano, con el texto
de la directiva en la mano (especialmente el artículo 14) será
prácticamente imposible que la Generalitat catalana pueda mantener
con éxito su pretensión de regular los horarios comerciales. Eso
significará un triunfo de las grandes superficies, con las
consecuencias sociales, urbanísticas, laborales y culturales que
tiene un modelo de comercio basado en hipermercados abiertos a todas
horas siete días a la semana y a los que sólo se puede llegar en
automóvil privado.
Frente
a
ese panorama sólo cabe tener la esperanza de que las fuerzas
políticas y sindicales honestas y responsables aprovechen los
diferentes hitos del proceso de trasposición de la directiva para
reabrir el debate e informar con claridad a la opinión pública
acerca de las consecuencias reales que acarreará su implantación.
Sería necesario que con ocasión de la apertura del proceso se
reactivaran, a nivel estatal, las movilizaciones contra la
directiva. Pues las razones que llevaron a las protestas del año
2006 no han cambiado en nada que sea realmente sustancial.
La biblioteca de Babel
Laurentino Vélez-Pelligrini
Minorías sexuales y sociología de la diferencia. Gays, lesbianas y
transexuales ante el debate indentitario
Montesinos, Barcelona, 2008, 434 págs.
Erudita,
informada, pluridisciplinar y militante obra sobre minorías sexuales
inserta en las corrientes post-estructuralistas y
desconstruccionistas del género. Vélez-Pelligrini aporta
numerosas ideas para el desmantelamiento teorético y práctico del
heteronormativismo (entendido como un orden cultural y simbólico que
jerarquiza las relaciones personales desde un punto de vista
misógino, homófobo, lesbófobo y transfóbico) y denuncia la
influencia del mismo en el nuevo discurso “respetabilista” adoptado
ante la opinión pública por las propias minorías sexuales. Una
lectura útil no sólo para éstas sino para todo aquél interesado en
el análisis crítico de las políticas de igualdad de género.
[AGM]
Àngels Carabí y Josep
María Armengol (eds.)
La
masculinidad a debate
Icaria,
Barcelona, 2008, 206 págs.
El
prolífico
grupo de investigación “Construyendo nuevas masculinidades”,
dirigido por la investigadora de la UB Àngels Carabí, lleva unos
años dando a conocer las aproximaciones científicas más relevantes a
nivel internacional en torno a la comprensión de la “masculinidad”,
en tanto que construcción social basilar en la jerarquía de género.
El
presente
libro, compuesto por entrevistas y artículos, se puede ver como una
continuación de Nuevas masculinidades (también coeditado por
Carabí en Icaria, 2000) y es complementario al reciente
Masculinitats per al segle XXI editado por J. M. Armengol
(Ayuntamiento de Barcelona, 2007). Recoge aportaciones al análisis
de la masculinidad desde la sociología (M. Kimmel), la psicología
(L. Segal), la antropología (D. Gilmore), la teoría fílmica (K.
Gabbard) y la literaria (D. Leverenz), los estudios queer (C.
Dinshaw) y de raza (D. L. Eng), la religión (L. G. Jones) y la
biología evolucionista feminista (P.A. Gowaty). Su ámbito de interés
es, pues, la abundante literatura anglosajona que en disciplinas muy
diversas capitaliza la muy necesaria investigación sobre el universo
moral y social de los varones.
[Antonio Giménez Merino]
Devedeando, que es gerundio
Tomás Gutiérrez Alea
La muerte de un
burócrata (1966)
Impulso-Fnac, 2008
Tomás
Gutiérrez Alea, “Titón” (1928-1996), fue una de esas raras
excepciones en el ámbito artístico e intelectual cubano que supo
conjugar un apoyo a los fundamentos de la revolución con una actitud
crítica desde la izquierda hacia algunas de sus facetas, de tal modo
que se permitió hurgar desde dentro en las contradicciones y
flaquezas del proceso revolucionario sin caer por ello en la
tentación, al contrario que tantos otros, de ceder a los cantos de
sirena del exilio (y eso ni siquiera en los peores momentos, a
principios de los años noventa, cuando todo parecía indicar la
muerte por inanición del régimen).
De
Gutiérrez
Alea, considerado el director cubano más brillante de todos los
tiempos, se han editado ya en dvd buena parte de sus películas,
desde Fresa y chocolate (1992) y Guantanamera (1995),
las últimas que dirigió y las que le permitieron darse a conocer al
gran público, hasta su primera obra importante, Historias de la
revolución (1960), un tributo en clave neorrealista al proceso
revolucionario que echó a Batista de patitas a la calle.
Precisamente ahí empezó a descollar Gutiérrez Alea, que hasta
entonces sólo podía presumir de haber realizado estudios teóricos en
Roma y filmado unos pocos documentales y cortos en una Cuba sometida
a la censura batistiana, y que en cuestión de un año, una vez
derrocado el anterior régimen, participó muy activamente en la
creación del Instituto Cubano del Arte y la Industria
Cinematográfica (ICAIC) y alumbró esas Historias de la revolución
sin apenas experiencia profesional previa ni medios técnicos
adecuados.
El
primer
exabrupto contra el nuevo contexto llegaría sobre todo con La
muerte de un burócrata (1966), cuando algunas cosas empezaban a
torcerse, pero en los cinco años anteriores Alea ya había dado
muestras de su malestar con ciertos aspectos: había dirigido, por
ejemplo, Las doce sillas (1962, también editada por Impulso-Fnac),
una tragicomedia en que el convulso proceso revolucionario del
momento desempeña más bien el papel de telón de fondo, y aun antes,
en 1961, se había puesto al frente de un equipo de camarógrafos para
codirigir Muerte al invasor, un documento excepcional sobre
el episodio de playa Girón, pero ya en esos primeros años de la
década de los sesenta mantuvo sus primeras desavenencias, constantes
durante toda su carrera, con algunos de sus colegas (en especial con
Alfredo Guevara, director del ICAIC), a los que criticó por
desentenderse de la práctica cinematográfica y dedicarse en
exclusiva a tareas administrativas y a fomentar desde las
instituciones un cine esquemático y propagandístico. Frente a ese
cine de “agencia publicitaria”, como lo tachaba él, Gutiérrez Alea
propugnaba uno que, entroncando con la tradición marxista en el
campo de las artes (el distanciamiento brechtiano, el método
dialéctico), tuviera por objetivo motivar e inquietar al espectador,
hacerlo reflexionar, y no someterlo, en cambio, a exhortaciones
moralizantes.
Aunque
los mejores ejemplos prácticos de esta línea llegarían más adelante
(sobre todo con la que es sin duda su obra maestra, Memorias del
subdesarrollo, de 1968, editada ahora junto con la reseñada
aquí), Gutiérrez Alea ofreció la primera muestra de esa
independencia crítica con La muerte de un burócrata, que para
el director supuso toda una catarsis tras haber sufrido un viacrucis
personal con los aparatos del estado y haber acumulado mucha ira
como consecuencia de ello. En efecto, la obra es inmisericordemente
explícita empezando ya por el título y los títulos de crédito, y en
ella se recurre al absurdo y al humor negro (la influencia de Luis
Buñuel y de clásicos como Buster Keaton se deja sentir en muchos
momentos de la película) para narrar las peripecias de una viuda y
su sobrino en su sencillo afán de enterrar al tío y que la esposa
del difunto pueda beneficiarse de la pensión que le corresponde
(todo ello, por cierto, basado en un hecho verídico). Pero La
muerte de un burócrata no es sólo una incisiva sátira sobre los
exasperantes entresijos de la burocracia, sino que también carga con
mordacidad contra otras de las dinámicas perniciosas que se estaban
instalando en la sociedad cubana de la época, desde la permanencia
de actitudes pequeño-burguesas hasta la obcecación por las consignas
grandilocuentes (el gag sobre la versión a la cubana del “realismo
socialista” no tiene desperdicio).
Tras
su estreno, la película tuvo un gran éxito de público y crítica,
pero, como ya habrá quedado claro a estas alturas, Gutiérrez Alea se
convertiría en adelante en un artista de difícil digestión para los
sectores más oficialistas del régimen, y en otras fases de su
carrera seguiría mostrando su independencia de criterios, ya fuera
de forma más lírica y ambivalente (como en Memorias del
subdesarrollo, aunque en ésta cobra mayor protagonismo la
crítica al intelectual aburguesado incapaz de comprender la mutación
histórica y social que le rodea y de sentir empatía hacia ella) o de
forma más explícita (como en las mencionadas Fresa y chocolate
y Guantanamera, en este último caso retomando el tema de la
crítica a los absurdos de la burocracia). Desde las instancias
oficiales hubo quienes vieron en todo ello, en el contexto de una
Cuba sometida a bloqueo, una actitud inaceptable, por lo que, sin
llegar a ser sometido a censura, tuvo bastantes dificultades para
llevar a la práctica algunos de sus proyectos y durante los años
setenta, después de que el apoyo cubano a la invasión de
Checoslovaquia en 1968 marcara un endurecimiento ideológico del
régimen, sólo pudo rodar dos películas históricas (Una pelea
cubana contra los demonios y La última cena). A quien
quiera profundizar en el tema, le remito a Tomás Gutiérrez Alea,
de José Antonio Evora (Cátedra, 1996), que no deja de ser un refrito
de entrevistas con el director y de fragmentos de sus escritos
teóricos.