NOMADAS.5 | REVISTA CRITICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURIDICAS | ISSN 1578-6730

La cultura: ¿modelo, formación, ejercicio?
[Christian Ruby] (*)

>>> FRANÇAIS
La tarea de la cultura El contenido de la cultura
¿Qué es un hombre cultivado? Los fines de la cultura
¿Cómo convertirse en un hombre cultivado? ¿Otra educación estética?

Un juicio moral estrecho no deja de condenar a la cultura contemporánea porque no genera más que lugares comunes. Echa en cara a las gemonías la ausencia de una verdadera cultura en nuestros contemporáneos. En boca de estos imprecadores, la lamentación y el resentimiento respecto a las prácticas y a las instituciones culturales pasan por sentimientos positivos. Con estos juicios, la teoría contemporánea de la cultura se enciera en la ideología regresiva de un "fin de la cultura", en una angustia de decadencia consagrada a defender un ideal de cultura en lo sucesivo ausente. Pero, cada uno lo constata, tal fin de partida es sin duda alguna interminable, los asuntos culturales perseveran y proliferan -y no necesariamente hacia mal- , incluso si muchos esperan un salvador. Pocos de entre estos "filisteos de la cultura" están dispuestos a reconocer que no juzgan el estado de la cultura de esta manera sino es erigiendo un monumento a "la" cultura, reconstruyendo un pasado mítico, al rasero del cual se permiten sostener: ¡antes era mejor! Este pasado mítico celebrado tan a menudo no tiene sin embargo otra realidad que la de una cultura modelo, articulada a una teoría de la transmisión (y no de la formación) según la cual lo que importa es transmitir contenidos, fijados de una vez por todas, a los que identificarse, fuera de esto todo cae en la insignificancia.

A fin de extraernos de esta atmósfera, hay que decirlo, pesada, conviene elaborar los medios de una toma de distancia con nuestro presente y sus discursos, y por consiguiente, de recurrir a estudios precisos susceptibles de aclarar a la vez las nostalgias más groseras y algunos proyectos que podríamos volver a poner de actualidad. Con este fin, quisiéramos proponer a continuación un análisis breve, desfasado, de una de las figuras históricas del hombre cultivado. La que fue elaborada, para la humanidad moderna, por Friedrich von Schiller (1759-1805), en las Cartas sobre la educación estética del hombre (1794) (1). Todavía hay que insistir en el hecho de que, si nos interesa, no es a título de referencia sagrada o patrimonual. Es más bien respecto a una de sus contradicciones. Si, según Schiller, la cultura (Bildung y Kultur) tiene una incidencia indirecta sobre las costumbres -en tanto que intermediaria, realiza la armonía interior del sujeto moderno cultivado, calmando sus violencias potenciales, después le procura la energia en dirección de la educación moral y de la libertad-, es porque tiene el estatus de una cultura formación. Pero su anclaje en una antropología específica y una cierta concepción del acaba por disolverla en una cultura modelo.

El trabajo de confrontación entre estas dos maneras de concebir la cultura constituye aquí el elemento clave del resurgimiento que deseamos organizar. Vamos por tanto a señalar esto: por una parte, los imprecadores juegan sobre esta contradicción de la modernidad (la cultura: modelo y/o fin). Por la otra, el choque entre una concepción de la cultura modelo y una concepción de la cultura formación deja un sitio para otra concepción de la cultura: una cultura ejercicio. Es así que vuelve a afirmarse, simultáneamente, esto: si se desenvuelven los lazos anudados por Schiller entre (su) antropología y (su teoría de la) cultura, depués entre cultura y política, se da sin duda los medios para redefinir completamente al hombre cultivado.

La tarea de la cultura

Quizás no sea inutil recordar, en primer lugar, qué lugar ocupa la cultura en este pensamiento y qué tarea tiene a su cargo(Die Aufgabe der Kultur, L. 13, 23). El Prólogo de su autor al drama del Campo de Wallenstein (1799) trata sin equívocos este punto de vista. Con motivo de la renovación de la sala de espectáculos de la ciudad de Weimar, Schiller precisa que la cuestión de la cultura sigue siendo central en su proyecto de educación estética del hombre (que apunta tanto a depurar el arte como a ennoblecer la existencia), suponiendo que se sea capaz de examinar los resortes tanto al nivel de la institución (el marco que dispone el espíritu), como al de los autores, de las obras y finalmente del público. Es gracias a la reunión de estos cuatro elementos cómo la cultura puede estremecer al espectador de la trilogía tanto en su naturaleza sensible como en su ser razonable. En resumen, la cultura educa.

Con las reservas de admitir una identificación de la cultura con la estética, vamos a volver, se entreve perfectamente, aquí, a la línea general de un proyecto en el cual la cultura define lo que tiene de más específicamente humano (la educación), y una obra (Geschäft) de las más audaces en las vías tan necesarias de apartarse de la naturaleza. Porque, en el fondo mismo del problema de la cultura, Schiller nos hace ver un abismo cavado por él mismo, y además, por toda la sistemática antropológica de su época, el florecimiento siempre posible de la naturaleza en cada ser humano, individualmente, cuando no se trata de una humanidad que podría no ser más que naturaleza (L. 6, 10, 26). La artimaña cultural circunscribe verdaderamente una existencia, individual o colectiva, que vive asediada por su opuesto (la naturaleza,, Die Tierheit, Die Leiter der Natur, L. 3).

Que se sea un individuo o una ciudad, finalmente, el problema sigue siendo idéntico, de parecida escala. La existencia individual no está dada, tiene que elaborarse a partir de un elemento, la naturaleza. Lo que requiere un esfuerzo de educación, la cultura; el esfuerzo de ponerse, gracias a cambios impuestos a la naturaleza, en harmonia consigo misma. La existencia no sabría encerrarse en cualquier satistacción natural inmediata. Debe operar la unificación (es el modo de la razón, la reconciliación, zusammenfallen, L. 4) del múltiplo (es el de la naturaleza, de su arbitrario, de su egoísmo). En este diseño, puede apoyarse en la cultura que le da los medios de reunir los opuestos (el uno y el múltiplo). Asimismo, en la ciudad (L. 4, es un paralelismo, retomado en L. 27), la constitución no tiene otro papel que el de determinar los medios de la armonía del cuerpo político dividido y realizar una totalidad organica. La cultura de Estado, es decir, la constitución, desenreda las combinaciones inapropiadas y despliega el acuerdo (Die Übereinstimmung, L. 4) que permite superar la división rigurosa de clases (Die Absonderung der Stände, L. 6). En suma, a pesar del cambio de escala, la búsqueda de la armonía, de la gracia y de la reconciliación, por la cultura, es la verdadera meta, puesto que ésta últimas suministran la flexibilidad necesaria al desarrollo de la moralidad y la libertad.

Que se pueda redactar toda una obra en torno a la cuestión de la unidad del sujeto humano gracias a la cultura (mit sich einig sein, L. 4), ésa es la originalidad de Schiller. Su idea preconcebida merece aún más atención. Porque, por ello, la educación procurada por la cultura no es un fin en si. Obra, en revancha, muy bien, sobre una problemática del hombre completo todavía por realizar. La cultura se limita a colocar al hombre en el umbral del infinito (de lo divino), es decir, en el umbral de la idea de su humanidad acabada (L. 11, 14, 21, 22). No es su efecto menor el de participar en la constitución del hombre del mundo (Der Gesellschafter, L. 10) o del ciudadano del mundo (autónomo), a partir de la mediación recíproca del hombre de las necesidades u hombre físico (Der physische Mensch, L. 3) et del hombre moral (der sittliche Mensch) y político. Pero no realiza por sí misma el infinito.

¿Qué es un hombre cultivado?

Concentrémonos entonces en esta cuestión tan delicada sobre el hombre cultivado (Der gebildete Mensch, L. 4) y el gusto cultivado (Der gebildete Geschmack, L. 10), es decir, sobre el sujeto unificado, en el corazón de la modernidad. Cualesquiera que sean los medios utilizados para la formación que corresponde, volveremos a ella, el hombre cultivado es un hombre activo con respecto a sí mismo. No espera nada de una trascendencia (cultura secular). Adquiere por sí mismo un carácter noble que le prepara a la moralidad y a la libertad. Si no es un hombre sublime, actor de la historia (en el sentido hegeliano), tiene de todas formas carácter, despliega el "buen tono" en el que se alian los sentidos y la razón, la inclinación y el dever. Es autónomo, en verdad, casi libre, si la libertad dependiera de la cultura.

Es aquí que las cosas toman un rumbo específico. La situación de la cultura arriesga de convertirse en un enigma si no se examina esta antropología que dicta o sostiene el papel. Nada menos sorprendente que el constatar, por lo demás, que esta antropología nos entrega una de las versiones posibles de las teorías de la unidad de la naturaleza humana o de la oposición naturaleza-cultura.

El hombre cultivado no se da más que al término de una educación en el curso de la cual las dos pulsiones (Der Trieb) opuestas, constituyentes de la naturaleza humana, son recíprocamente determinadas y reconciliadas: una, la pulsión de la necesidad perentoria (nécessité), de la necesidad (besoin), en su misma multiplicidad, y la otra, la pulsión racional unificante (Der künstliche Mensch). La primera dibuja en el hombre un carácter sentimental natural, violento, egoísta y, para no quedarse así, requiere una formación del sentimiento (Eine Aussbildung des Empfindungsvermögens, L. 8). La segunda lleva a éxitos racionales que corren siempre el riesgo de agotar la existencia, volviéndola uniforme, si no es suavizada. Y la una y la otra se obstaculizan, puesto que el hombre "salvaje" (ungebildet) nace de la hegemonía de los sentimientos sobre los principios (es el ejemplo del hombre de negocios, L. 6), mientras que el hombre "bárbaro" se manifiesta cuando los principios arrasan los sentimientos (es el caso del pensador abstracto).

Qué decir más del hombre cultivado, sino que es el individuo en el que la reconciliación de las pulsiones se ha llevado a cabo. Se convierte en sujeto. Y por supuesto, esta reconciliación no está dada de antemano. Nadie nace hombre cultivado o sujeto. Hay que desplegar esfuerzos intensos para convertirse. Apaciguar y refrenar las pulsiones en sí, es lo que el humano debe realizar, con el fin de convertirse en un hombre cultivado. Volverse "mayor", escribía ya Immanuel Kant (y las alusiones a Kant son constantes y asumidas en las Cartas), ennoblecer las pulsiones, escribe Schiller, en todos los casos, hay que actuarl, actuar sobre sí mismo. ¿Por qué no decir: aprender a "modelarse"? Es lo que justificaría la sugestión de Schiller: el hombre cultivado debe hacerse a sí mismo como obra de arte, puesto que se trabaja él mismo, convirtiéndose en sí mismo su propia materia, aprendiendo a determinarse (L. 4).

Sin embargo, si consideramos con mucha antención la figura prestada a este hombre cultivado, no podemos olvidar, repitámoslo, que esta formación no constituye más que una etapa en un curso más vasto. El ejercicio de cultura no es un fin en sí. Convierte al humano disponible para la moral y la política, porque el hombre cultivado no es aún ni el hombre moral ni el hombre político. De manera que la educación estética del hombre se coloca por encima de la educación física y sensible (estésica)* pero por debajo de la educación moral y política. Schiller es por algo contemporáneo de la Revolución Francesa, lo que le obliga, contra Kant, a recordar la función invariable, del hombre político, para quién la historia no es un espectáculo que se desarrolla delante suya para inspirarle un entusiasmo para el progreso moral de la humanidad, sino un campo de enfrentamiento enel cual conviene eventualmente intervenir para modificar el curso.

¿Cómo convertirse en un hombre cultivado?

Ningún otro problema, finalmente, que el de la educación (Ausbildung, L. 6), que el del camino que conduce de la arbitrariedad (Die Willkür) y la sequía a la delicadeza (Die Delikatesse) y a la generosidad (Die Gosszügigkheit, L. 10). Acabamos de ver que la naturaleza humana está compuesta de dos pulsiones, sus únicas fuerzas motrices esenciales, las cuales han sido, por lo demás, exploradas por Schiller, bajo títulos diversos y según problemáticas divergentes, en su teatro (Les Brigands, la trilogía Wallenstein, Guillaume Tell). Por la consciencia que toma de su constitución y de los efectos de sus fuerzas, el ser humano comprende que debe estar de acuerdo consigo mismo. ¿Y cómo proceder mejor si no es utilizando las disposiciones nativas y haciéndolas jugar las unas contra las otras?

No obstante, este problema de la educación está concebido en términos de elevación (sich erheben, L. 3, 4). Veamos, en primer lugar, en esta concepción una ventaja evidente: Schiller intenta por todos los medios de no caer en la antigua trampa de una tesis sacrificial (Die Aufopferung, L. 3, 4, 6), según la cula la educación del hombre se emparentaría exactamente con la corrección de una falta. La necesidad de apoyarse en la violencia pedagógica es el punto vulnerable de tal tesis (sacrificio, confesión pecado, coerción) También, Schiller prefiere otra, esbozada ya en la idea de ennoblecimiento (veredeln, L. 9) recíproco de pulsiones. En efecto, esta otra tesis sustituye una metafísica de la naturaleza a una metafísica de la falta, pero ofrece provisionalmente los medios para pensar concretamente la maduración humana, de la cual Schiller espera que eleve al carácter natural su arbitrariedad y al carácter racional su abstracción.

Dicho de otra manera, Schiller une su antropología y su perspectiva política gracias a esta educación-elevación promovida por la cultura, de la que resulta en primer lugar un sistema de distinción. Es, en efecto, que, observando las dos maneras de rehusar a ser un hombre cultivado, tanto el hombre salvaje (sensible, egoista, violento,ciego), como el hombre racional (lógico, abstracto), se consagra a la búsqueda de los medios de disolución de estas actitudes unilaterales. El hombre que es capaz de tanta violencia, el hombre que es capaz de tanta abstracción, se pierde, aunque fuera con placer, en una delectación vana. En medio de ellos, el hombre cultivado se consagrará pues a encontrar un acuerdo entre las dos pulsiones contrarias. En la incompatibilidad ordinaria, buscará la via de un tercer carácter.

Este carácer, estampado con el sello de la reconciliación de los antagonismos de pulsión de la naturaleza y de la pulsión de la razón (Dieser Antagonism der Kräfte ist das grosse Instrument der Kultur, L. 6, 7, 13) forja un espíritu del order mucho más elevado. El amor de la limitación recíproca, la pasión por la forma viva, atan a la cultura al ejercicio de la plasticidad, de las modulaciones morfológicas, y del equilibrio de las potencias en juego (L. 14) de los contrarios. En estos términos, la cultura no es fuerza sino forma, no engendra relaciones y requiere ejercicios constantes.

El contenido de la cultura

Sin duda no es temerario ver que el hombre cultivado, el hombre por consiguiente de la Bildung schilleriana, posee una idea de la humanidad. Schiller está profundamente penetrado del sentimiento de una armonía programada de la humanidad por poco que cada uno haga el esfuerzo de cultivarse.

Desde el interior de esta cultura, no excluye totalmente que se pueda hacer algo con las ciencias( éstas están todavía demasiado divididas, L. 6, 9), pero hace directamente los honores al bello arte (Die Schöne Kunst, L. 9), porque le ofrece los medios de profundizar esta cuestión de la plasticidad y del juego que forman el fondo de su tesis. La idea de suponer en el hombre un tercer poder, sin contenido, pero animado (lúdico, vivo, combinando el vínculo y la distancia), es de las que atestiguan la coherencia del propósito, puesto que la pareja naturaleza-cultura excluye cualquier suplemento. Por el contrario, Schiller da un ejemplo claro de las dificultades a los que se expone este pensamiento. Lo cierto es que la cultura consiste por tanto (Seine Kultur wird also darin bestehen, L. 13) en una doble serie de ejercicios de flexibilidad y de acuerdo, que deben hacer efectiva la limitación recíproca de las pulsiones, desarrollar las virtualidades humanas, la movilidad, la personalidad de cada uno, con vistas a la autonomía y a la libertad.

Schiller profesa en un primer momento el despliegue de una cultura estésica (2), de una physische Bildung (control de la violencia) y de una educación de los sentidos (del círculo de la vida sensible, L. 24), en que el mérito debe encontrarse en dar su justo lugar a la sensibilidad, esta facultad receptiva gracias a la cual podemos hacer del mundo un objeto para nosotros (y evitar perdernos en el mundo) y coger permanencia en el tiempo (L. 12, 23, 24). Se imponen ejercicios decisivos a la sensación, con el fin de darle medios, con el fin de impedirle caer en la impotencia de llevar a cabo metas. Se espera moderación y amplificación (L. 13), a la vez que una puesta en marcha de una fuerza activa determinada capaz de aprehender todas las cosas en el espacio y el tiempo (L. 19). Esta cultura estésica está circunscrita por algunos trazos: el dominio progresivo de las apariencias (hábitos), el gusto por el aseo (L. 26), seguidamente por los ensayos de presentarse a sí mismo, la interiorización de las reglas por armonía en los gestos y en las palabras, y la inclinación a la imitación artística. Está destinada a hacer sospechar progresivamente de que existe un ideal más elevado que la simple realidad inmediata.

En un segundo tiempo, retomando el problema exactamente en este punto de desarrollo de la pulsión artística, Schiller hace justicia a una composición diferente que da plenamente su sentido al título de su obra. Se trata de la cultura estética (2), de la que conviene precisar enseguida que no es inmediatamente identificable con la cultura artística (L. 27, sobre el gusto rudimentario). La cultura estética (Die schöne Kultur, L. 10) se corresponde con una educación progresiva de la imaginación y del juego que gobierna el acceso a la armonía propia. Esta Aesthetische Bildung (L. 8), o este gusto cultivado (L. 10, 27), tiene como tarea el abolir y conservar a la vez las determinaciones ya preparadas, es decir que tiene por tarea el forjar en el hombre esta disposición intermediaria entre las pulsiones, en la cual sensibilidad y razón siguen estando simultáneamente activas, pero por su limitación recíproca se abren sobre una determinabilidad real y activa. Resultan ser la "gracia de la palabra", la delicadeza y la generosidad en la conducta, la capacidad de ser agradable, la danza y la melodía (L. 10, 27).

Por supuesto, contribuyen a continuación a esta educación estética, a la formación de esta pulsión de juego, las obras de arte que pueden ahora entrar en escena. El hombre, confrontándose a las obras de arte, bajo la moda clásica del cara a cara, se convierte en activo, sin que sean suscitadas en él consideraciones morales o políticas. Es movilizado, y conmovido de alguna manera por el descubrimiento, con motivo del encuentro con la obra, del sentimiento de ser (un) humano (L. 15). Esta fase de la educación cultural es particularmente viva. Schiller la detalla extensamente en la Carta veintidos, trabajando en particular en la cuestión de los efectos de la obra sobre el espectador (ein so grosser Effekt, L. 10) : tensión y sosiego. Releyendo esta Carta, el lector reflexionará fácilmente sobre el vínculo entre la pulsión de juego y la plasticidad de la obra. El poder del arte, de la belleza, la fuerza de la forma, o la forma dada a la fuerza, contribuyen, según esta doctrina, a volver al espectador activo, desde el punto de vista estético.

He ahí pues en qué consiste la cultura, por lo que realiza en cada uno la "suprema plenitud de existencia" (L. 13), antes de abrir la via a la etapa siguiente: la educación moral y política (Der moralische Bildung, L. 10).

Los fines de la cultura

Esta educación schilleriana es pues una educación particular, incluso si no abandona trazos bastante clásicos. La reconstitución que acabamos de operar ha probado algunas veces de restituir las singularidades. Por tanto acabemos este recorrido, antes de insistir en algunos puntos críticos.

Toda la educación y la cultura se han concentrado en la actividad de realización de una armonía, en la puesta en forma (Die Bildung) de ésta. Pero en realidad hay dos realizaciones posibles, necesarias y sucesivas. Una realización individual, en la que la cultura se da por mediación entre la naturaleza y la moral (Der ethischen Mensch) o la política. Una realización colectiva, en la que la cultura se da como ejercicio esencial favoreciendo la realización de un Estado armonioso, en este caso estética.

En efecto, el primer fin de la cultura hay que considerarlo en toda su amplitud. La cultura preside a la génesis de un estado estético en cada individuo. Allí dónde las dos pulsiones antagonistas obstaculizan a la humanidad del hombre, cada una empujando sus límites más allá de su campo e invadiendo el dominio de la otra, la cultura se esfuerza a unirlas, a acordarlas, a habilitar consiguientemente una transición hacia la libertad. La cultura estética hace del hombre un ser humano, en estado de decidir libremente en lo que quiere convertirse (L. 20). Tratando de ser sí mismo por sí mismo, ejerciendo constantemente (jugando), el hombre adquiere la autonomia (Selbständigkeit, L. 13). Se unifica sin destruir lo que le da la naturaleza, no sacrifica nada, pero se eleva a la grandeza que manifiesta en él la idea de la humanidad. El fin de la cultura es pues, en primer lugar, un estado estético, la armonía y la unidad vivas, la totalidad armoniosa en sí.

El segundo fin de la cultura nos lleva hacia otro registro. Abre sobre la política. El hombre cultivado puede desde ahora soñar en realizar una ciudad sobre el modelo de una totalidad armoniosa, en proponer reconciliar (Zusammenfallen, L. 4) las potencias antagonistas de la ciudad. Con una palabra, si sabe hacerse legislador de sí, si ha tenido acceso al concepto de humanidad, puede pretender legislar para la cidad, y garantizarle un Estado duradero. Totalidad y perfección cambian de horizonte. Se trata ahora del mundo político (Der politischen Welt, L. 8), de la legislación del "todo de la colectividad" (L. 7), y de la realización de un todo orgánico, el Estado, realización en ausencia de la cual el Estado persiste mecánico, ajeno a los ciudadanos (L. 6).

El libro de las Cartas de Schiller acaba aquí. La sociedad política hace valer su derecho allá donde se acaba el proceso de cultura estética del ser humano, porque esto último es su condición (L. 4, 7). Ha elevado al individuo de la brutalidad hasta el orden del deber y de la libertad, lo ha unificado. Ha impuesto la reconciliación de las pulsiones de la naturaleza humana mediante la indroducción del juego en el hombre, previo al diseño del Estado. El hombre se ha convertido en sujeto de sí mismo. Lo estésico, lo estético y lo artístico pueden pues dejar sitio a la moral y a la política. La legislación interior deja sitio y funda la legislación exterior. Pero el reino nuevo de la política, del Estado, corresponde también a la realización de un edificio de encantamiento que cierra definitivamente el razonamiento schilleriano.

¿Otra educación estética?

Llevemos ahora un poco más lejos la cuestión. Sabemos lo que Schiller quiere enseñarnos. Sabemos que la cuestión de la cultura sigue siendo actual. Pero vemos tanto mejor la distancia que separa a estas dos edades culturales extremas. Tanto que las industrias culturales, la escuela y, en Francia, el ministerio de cultura, introducen elementos suplementarios en el debate dirigido a la cultura y la definición del hombre cultivado: la fragmentación, lo inacabado, la mezcla.

Permitanme pues para terminar el situar claramente los puntos sobre los cuales nos pertenece volver a insistir, sobre todo si deseamos redefinir para nuestra época la figura del hombre cultivado. Procediendo a esta última lectura, comprendermos tanto mejor que las discusiones sobre la cultura no tienen sentido si no se plantea la cuestión de qué es la cultura. Simultáneamente esto hace poner en cuestión las fronteras que separan lo que es considerado como cultura y lo que no es considerado así. Y esto obliga a volver a poner en movimiento un conjunto de nociones que permitan considerar la co-elaboración de un nuevo edificio cultural.

La perspectiva de Schiller nos ha amargamente servido para la reflexión. Pero no podemos mantener más los vínculos anudados por él entre su antropología y su teoría de la cultura, seguidamente entre esta teoría y su concepción del Estado. Porque su teoría de la naturaleza humana, releída después del despliegue de las ciencias sociales, no es ya convincente. Lleva a una oposición simplista (naturaleza = violencia = inhumano versus cultura = acuerdo = humano). Por otra parte tal es la concepción que se hace habitualmente del hombre, una teoría dualista de la naturaleza humana, que se pierde en distinciones que tienen una incumbencia social más que pedagógica. Por añadidura, la cultura no tiene ahí más que un papel mediador, mientras que el estilo de su política no deja de instalarsenos en una especie de fin de la historia : la cultura formación se disuelve así en la cultura modelo. Sobre este último plano, Schiller no ha podido decidirse a superar la contradicción moderna que pone en tensión una mirada procesual y la concepción de un absoluto.

De una cierta manera, esta primera constatación vuelve a afirmar que cualquier teoría de la cultura reposa sobre una antropología y que nuestras concepciones de la política están extensamente refrenadas por los modelos: civilizado-incivilizado, transmisión-separación, disolución-unidad o discordia-unidad.

Evidentemente, nosotros no subestimamos la aportación de Schiller (no más que la de tantos otros). Ha trabajado para transferir sobre la tierra el ideal que los antiguos pegaban al cielo (L. 8, 24). Su pareja naturaleza-cultura hace case omiso de la referencia a Dios. Pero esto no es sin llegar a la definición de un sujeto cultivado legislador de sí, sino único legislador, y limitado por un fin. Es por lo demás siguiendo esta perspectiva cómo se inspiran aún los sostenedores actuales de una teoría de lo sublime (o del símbolo heroico) en materia de formación y de cultura.

Sin embargo puede ser de otra manera. Primero, sabemos que existimos sobre la tierra, sin tensión hacia el cielo. Sabemos que no hay nada más que la tierra. Sabemos no menos que la pareja naturaleza-cultura no es pertinente, puesto que solo lo humano puede volverse inhumano. Es por lo tanto en la cultura dónde hay que buscar a la vez las fuentes de una superación (y no de una elevación) y las fuentes de la inhumanidad de lo humano.

Así resulta que la cultura estaría mejor definida si se quedara sistematicamente en características dinámicas. La cultura consiste en una formación de las mujeres y hombres para la capacidad a continuar de pie en cualquier circunstancia. Despliega reglas que multiplican el poder de su existencia. Favorece la atención a las obras humanas (todas las obras y todas las actividades), tanto en su proximidad como en su alternancia. La cultura es una tarea infinita, puesto que no tiene otro objeto que el de suscitar el entusiasmo por mundos que construir, esté este entusiasmo acompañado por la duda, pero, a ser posible, nunca por el resentimiento. Dicho de otra manera, en referencia a las obras, se dirá que la cultura, es cualquier obra, discurso o practica que interrogue las reglas establecidas, que ponga al sujeto a prueba de los otros par salir mejor de sí. La cultura es un ensayo perpetuo que pone perpetuamente en peligro las reglas a rehacer.

La cultura es por lo tanto ejercicio, ejercicio de sí, lanzado por los otros. Y el hombre cultivado, es aquél que sabe ponerse en búsqueda de la regla que tiene como eje central la necesidad de la vuelta a empezar. La cultura esboza permanentemente espacios de debate crítico, en el seno de los cuales se hace imposible hablar de la cultura rumiando pobremente las variantes mecánicas posibles (médias, modelos, etc). ¡Qué miseria la de estas filosofias que encierran la cultura en lugar de conducirla a los ejercicios gracias a los cuales nosotros reaprendemos sin cesar a liberarnos de nosotros mismos!


(*) Christian Ruby, Doctor en Filosofía. Profesor. Encargado de cursos en el servidor audiosup.net de la Universidad de Nanterre (Paris X). Encargado de curso en la antena parisina de la Universidad de Chicago. Miembro de la Asociación para el Desarrollo de la Historia cultural. Miembro del Comité de Redacción de Revistas (Raison Présente, Espaces-Temps et Les Cahiers de l’Education permanente (ACCS, Belgique).

Últimas publicaciones : L’Etat esthétique, Essai sur l’instrumentalisation de la culture et des arts, Bruxelles, Labor, 2000 ; L’Art public, Un art de vivre en ville, Bruxelles, La Lettre volée, 2001 ; Les Résistances à l’art contemporain, Bruxelles, Labor, Février 2002.

(1) La obra de Friedrich von Schiller que comentamos, es leída en y citada de la edición francesa bilingüe: Lettres sur l’éducation esthétique de l’homme, Paris, Aubier, 1992. Las remisiones se organizan de la siguiente manera: L seguido de una cifra indica el número de la Letra en cuestión. Los términos alemanes originales aparecen entre paréntesis para facilitar la localización en el texto.

(2) El autor entiende que lo estésico remite a la sensación y lo estético a la sensibilidad, distinción que se encuentra en Paul Valéry (NT)


Traducción: Milagros C. Carbonell
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