NOMADAS.4 | REVISTA CRITICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURIDICAS | ISSN 1578-6730

La idea de Europa:
La responsabilidad de los intelectuales
[Román Reyes]

El enemigo exterior es (parte de) nosotros mismos, proyectados;
Nuestra propia maldad proscrita.
La única defensa contra un peligro interno consiste en hacerlo un peligro externo.
Entonces podemos combatirlo ... puesto que hemos conseguido engañarnos
Y ya no lo vemos en nosotros
 

[NORMAN O. BROWN]


Que sigamos hablando de Europa pactando definiciones provisionales y consensuando los correspondientes programas de compromiso y actuación político-económicos, medio siglo después del Congreso de La Haya (1948) y de los estatutos y tratados inmediatos que lo desarrollan, nos obliga a aceptar una evidencia teórico-práctica: la imposibilidad formal de los científicos sociales (más orgánicos que críticos) para fijar un corpus teórico que legitime un concepto y el término que lo objetive, así como el valor histórico que le corresponda (de qué se está hablando y para qué/quién) respetando su origen y la voluntad de desarrollo que el uso de un lenguaje conlleva. Es decir, cómo formular correctamente la pregunta para que existan esperanzas de respuestas plausibles: qué idea de Europa, al servicio de qué intereses (religiosos, político-culturales y socio-económicos) y cuáles deban ser los gestores (instituciones y personas) así como el cupo de éstas y sus correspondientes pesos específicos o ponderado nivel de representatividad y gestión transnacional.

En el caso que nos ocupa pudiera invocarse la unidad de origen (fuentes confluyentes del pensamiento europeo), si bien no tanto para garantizar la unidad de destino cuanto la voluntad de definición de espacios generosos y solidarios de correspondencia, gestionados con la misma complicidad (principio de subsidiaridad). Y, en efecto, a Europa se le descubre a partir del Renacimiento como algo pre-existente, no como los europeos dicen haber descubierto América El Movimiento que surge en Europa como reacción al diseño estratégico-militar y económico (y sus catastróficas consecuencia en el siglo XX, bajo formas de nazismo, fascismo y totalitarismos) reivindica el protagonismo que desde los griegos tenían los ciudadanos europeos, por el simple hecho de serlo.

Descubrir es poner nombres a las cosas hasta entonces ocultas (para que, a continuación, sean lo que deben y no aspiren a ser lo que cada cual quiera) o adecuar un sistema extraño de nominación (trasfondo cultural y antropológico de una lengua que se impone) a un sistema igualmente extraño de visión o organización con su específico trasfondo cultural y antropológico (lo que, desde Feuerbach/Marx, llamamos cosmovisión o Weltanschauung).

Afirmarse pues, a partir de un concepto estable y de una definición de modelos de equilibrio (nuevamente económico-políticos y socio-culturales) es una necesidad paralela a la toma de conciencia de esa pertenencia a un colectivo de pueblos (diversos y en posiciones dispares de explotación y gestión de recursos) que comparten historia e intereses y que, en consecuencia, obliga a una recurrente re-destribución de recursos y cargas. No sólo entre los pueblos (naciones y/o regiones europeas) sino también y especialmente entre los diferentes sectores de la sociedad. Se impone, pues, re-adaptar los modelos de Estados concurrentes (excesivamente centralizados y a menudo reacios a admitir y proteger la diversidad de sus gentes) a un modelo optimizable de Estado transnacional (Federación/Confederación de Estados Europeos, en su caso). Y esto (obviamente) supone superar la comprensible (si bien difícilmente justificable) dependencia (en el sentido que entraña la religiosidad de iniciados o adeptos) de textos de obligada recurrencia, que hemos convenido en llamar Constituciones.

Pero re-definir los textos obliga a re-escribirlos. Como también sería obligado entonces la re-interpretación de la literatura que han ido generando (en la vida política, cultural y jurídico-administrativa). Procede, por tanto, ir re-definiendo primero el talante profesional óptimo (exigible a los miembros de cada uno de los complejos cuerpos normalizadores del Estado) que pasa necesariamente por una previa regeneración moral de actores (servidores públicos) y de administrados (usuarios de información y consumidores de productos homologados).

Para ello se impone definir qué deba entenderse por bien público europeo a proteger (y quienes son los titulares naturales o eventuales usuarios de esos bienes) y cuál la cuota privada de responsabilidad que a cada ciudadano corresponda. Una Europa así necesita olvidar endémicas visiones deformadas (no-democráticas) de cuál deba ser ese espacio de convivencia plural y neutralizar comportamientos insolidarios de relevantes gestores de intereses pretendidamente comunes.

La pérdida de identidad consiste en que a uno le roben el espacio que le soporta y en el que se le permite moverse. Y le obliguen a emigrar. Si la emigración es interior, no por ello, es menos trágica: Sus señas de identidad, su nombre y en definitiva, el arraigo patrio queda en entredicho. Por eso los intereses son siempre locales. Porque hablamos no de un metafísico ser humano en/con sus determinaciones y del conjunto al que se le adscribe (la humanidad), sino de hombres/ciudadanos reales en su medio natural e histórico adaptado a sus necesidades. La dignidad humana no siempre se ha entendido como dignidad de todos y cada uno de los seres humanos. En Auschwitz o en Hiroshima, por ejemplo, se constataron los efectos de este trágico equívoco.

Hablar de intereses transnacionales es una ficción, aunque útil a aquellos guardianes de los intereses de las minorías económica y socialmente fuertes. Un interés transnacional no es (no debería ser) otra cosa que la estrategia de las fuerzas locales para pactar los límites no sólo al desarrollo pretendidamente competitivo, sino a su vez, para garantizar la integridad de lo propio. Es decir, que no se altere el equilibrio ecológico, socio-político y cultural de referencia.

Probablemente habría que hablar por ello, antes que de una Europa de los Pueblos, de una Europa de las Naciones (o, tal vez, de las Nacionalidades). No de una Europa de los Estados, que dicen converger en la defensa de intereses comunes que paradójicamente no comparten (ni son los de) la mayoría de los miembros de las respectivas comunidades y a quienes, sin embargo, se exige legitimación democrática y solidaridad en/para la (re)construcción europea.

Se sigue, en consecuencia, recurriendo (reactivando la supuestamente superada Declaración Schuman de 1950) a políticas de defensa transnacional para justificar políticas de guerra (aunque ya no formalmente frías), acuerdos que, en la práctica, directa o indirectamente benefician a los (por definición insolidarios) capitales transnacionales, que continúan su particular tráfico tras instituciones aparentemente tan democráticas como un Euroejército, una Europolicía y, en consecuencia, un Eurobanco.

Las fronteras a defender y proteger se difuminan. No son cierres naturales, política y culturalmente re-definidos, los que señalen el límite de lo propio. A lo propio se le reconocerá a partir de ahora en función de una lengua y, mucho más explícito aún, en función del uso (acreditado) que de esa lengua se haga. El Mediterráneo o el Canal de Panamá no son precisamente sólo accidentes geográficos.

Si se trata ahora de recabar la complicidad de los ciudadanos para conseguir una Unidad Política Europa, socialmente cohesionada, no está claro que la Unión Económica y Monetaria de Maastricht ayude a superar las desigualdades entre los países o sectores afectados. Parece que se impone otro tipo de coordinación en materia de políticas de economía para que la convergencia sea real. El que de facto se permita la especulación y corrupción con la libertad de movimientos libres de capital no permite precisamente un desarrollo económico, social y ecológicamente sostenible.

El neoliberalismo no es otra cosa que un eufemismo: se trata de una forma más sofisticada de intervención del gran capital en su propio beneficio. Por mucho que se invoque un fenómeno cada vez más generalizado, la globalización económica, que termina globalizando la totalidad de la vida cotidiana de los ciudadanos. Sólo que la iniciativa es de los países globalizadores, políticas que se ven obligados a incorporar a las suyas los países globalizados/globalizables. El pensamiento único se convierte así no en el resultado de un proceso crítico de constitución de un lenguaje y de una práctica más acorde con los tiempos. Sino que, bajo la apariencia de democrático (pretendidamente plural y solidario) se justifica con ello y se legitiman intereses de minorías económicamente fuertes y socialmente influyentes.

Somos conscientes de que, como afirma Finkielkraut, el hombre moderno ya no es vernáculo, sino planetario, (y que) su entorno inmediato ya no es local sino digital ... (que, efectivamente) era geográfico e histórico, (y) ahora es angélico, ajeno como los ángeles a las penalidades de la vida en la tierra. Pero un diagnóstico como éste exige el inmediato diseño y aplicación de las correspondientes terapias que pasa, a nuestro entender, por no hipotecar el singular arraigo de los pueblos en beneficio de un interés más general y común, ineludible (al parecer) exigencia de nuestra época.

Conviene, sin embargo, estar alerta para que, en virtud de esa misma dignidad que tanto invocamos, las comunidades de bienes lo sean en la medida que deje de expoliarse el patrimonio de los pueblos del Sur, bajo formas neocolonialistas de generosas ayudas al desarrollo e intervenciones humanitarias. Entender Europa como el espacio adecuado para un cambio indispensable hacia un nuevo modelo de desarrollo y cooperación abre, por tanto, el debate sobre la recuperación y regeneración de los bienes y recursos colectivos y públicos.

Los intelectuales habrán de cuestionarse la naturaleza de su oficio y decidir sobre el qué y el para quién de sus productos: habrán de plantearse simple y llanamente su compromiso social y su ineludible responsabilidad por los textos que ponen en mercado así como por aquellos otros que no se atreven a escribir o publicar. Mientras que los modernos descubridores de la idea de Europa (los teóricos y sus escuelas) han de defenderse de los tradicionales ladrones de conciencias tanto como de los raptores y traficantes de imaginarios, los modernos defensores de la realidad de Europa (los políticos y sus correspondientes grupos, las organizaciones sociales y sindicales y el movimiento ciudadano) luchan contra un fantasma ahora trágicamente real: la intolerancia e insolidaridad institucional (sofisticadamente traspolada al ciudadano), de la que hacen prepotente gala determinados gestores de lo público, frente al progresivo deterioro de los valores tradicionales de la sociedad europea, reconvertidos en democráticos bajo la forma de pluralidad y ecuanimidad, tolerancia y espíritu crítico.


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