NÓMADAS - REVISTA CRÍTICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURÍDICAS
13-2006/1 | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730
La construcción social del concepto moderno de trabajo
José Fco. Durán Vázquez
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El surgimiento de una nueva mentalidad con respecto al trabajo fue el resultado de un proceso histórico que se inició en el Occidente Europeo en el siglo XVII, en medio de las transformaciones socio-políticas que dieron origen al mundo moderno. Esta nueva mentalidad significó un cambio de perspectiva de la actitud que los hombres mantenían con respecto al mundo. En efecto, con anterioridad a este momento las actividades productivas tenían una escasa consideración. Quienes se dedicaban a estas tareas lo hacían motivados por la necesidad de atender a los imperativos de la vida, ocupando las posiciones inferiores de la sociedad. Eran otras actividades, por el contrario, las que conferían notoriedad y distinción a los que en ellas participaban, actividades todas ellas cuyo común denominador era su distanciamiento con respecto a las ocupaciones laborales, abiertamente despreciadas por las distintas élites sociales. Estas afirmaciones pueden considerarse válidas para todas las sociedades preindustriales. En todas ellas la esfera de lo productivo permaneció como un ámbito residual, buena muestra de lo cual era la inexistencia de un término específico para aludir a esta parte de la realidad. Ni en la Antigüedad[1] ni durante la Edad Media[2] se utilizó alguna vez el concepto trabajo para referirlo a un singular campo de la experiencia humana. Tampoco se desarrolló en las sociedades preindustriales una mentalidad específicamente económica orientada a la producción permanente de riqueza, en relación con la cual el trabajo fuese considerado un valor fundamental. La producción nunca superó en estas sociedades el  nivel de lo concreto. Su función principal era abastecer de objetos útiles al conjunto de la sociedad, objetos que atendían a diversos aspectos de la vida humana, desde los más relacionados con su conservación, hasta los que servían a distintos fines sancionados socialmente[3]. En este contexto las ocupaciones laborales aparecían diversificadas en una multiplicidad de oficios concretos de carácter privado, que en nada contribuían a otorgar prestigio a quienes los desempeñaban.

¿Cuáles fueron, entonces, las circunstancias sociales que propiciaron la  inversión tan radical de este pensamiento con respecto al trabajo?

 

1-EL CONTEXTO SOCIAL DE LA NUEVA MENTALIDAD LABORAL

La emergencia de una nueva actitud con respecto al mundo del trabajo fue el producto de un proceso social que durante cuatro centurias produjo importantes transformaciones sociales, que dieron origen a lo que se ha denominado la Modernidad.

La Modernidad se inauguró en Europa en el siglo XVI, momento a partir del cual se produjeron una serie de acontecimientos de diferente índole que alteraron gradualmente la estructura y la mentalidad de estas sociedades. Estos acontecimientos fueron: el ascenso progresivo de la burguesía, el Estado Moderno, la Reforma Protestante, la Nueva Ciencia y la filosofía cartesiana. Todos estos hechos acabaron convergiendo en una misma dirección, invirtiendo radicalmente la superioridad, hasta ese momento admitida, entre la vida contemplativa y la vida activa. La consecuencia de dicha inversión fue un cambio del punto de vista antropológico, cambio en virtud del cual los hombres comenzarán a ser estimados por los esfuerzos realizados para transformar la naturaleza en su propio beneficio y en el del conjunto de la sociedad.

Uno de los eventos que marcó de modo principal el inicio de un nuevo periodo histórico en el Occidente Europeo fue la emergencia del Estado, forma de organización política que había estado prácticamente ausente durante más de diez siglos en el territorio anteriormente ocupado por el Imperio Romano de Occidente. Entre finales del Siglo XV y comienzos del XVI se van consolidando en Francia, Inglaterra y España distintas monarquías que se colocarán a la cabeza de los nuevos Estados. La aparición del Estado fue un hecho de primera magnitud, ya que sin su presencia difícilmente se podrían haber desarrollado las actividades económicas que estarán en la base de lo que más tarde será la mentalidad capitalista. “Antes de ser económica- ha señalado Pierre Clastres- la alienación es política, el poder es anterior al trabajo, lo económico es una derivación de lo político”[4]. En efecto, los Estados nacientes tendrán que asegurar su hegemonía sobre el territorio que controlan mediante un aparato militar y administrativo en continuo expansión, que requerirá para su mantenimiento de una cantidad creciente de recursos fiscales, cuya recaudación exigirá a su vez la contratación de nuevo personal al servicio del Estado. Tal como había afirmado Schumpeter[5], los impuestos han ayudado simultáneamente a construir y a expandir el Estado Moderno. La necesidad de nuevos recursos, que por otra parte era cada vez mayor a causa de las numerosas luchas competitivas en las que se veían inmersos dichos Estados, empujó a las monarquías absolutas a solicitar préstamos a las familias burguesas más acaudaladas a cambio de numerosas ventajas económicas y fiscales. Fue así como comenzó a fraguarse una relación de interdependencia entre los Estados Absolutos y las nacientes burguesías. Éstas proporcionaban a aquellos los préstamos monetarios necesarios para reducir los déficit fiscales y sufragar los gastos que generaban las constantes guerras internacionales. Por su parte, el Estado facilitó, mediante el control de la violencia dentro del territorio y la acuñación de moneda, las actividades económicas de la burguesía[6]. Este equilibrio se mantuvo con numerosos vaivenes políticos, hasta que se quebró en medio de los sucesos revolucionarios que afectaron, primero a Inglaterra (Revolución de 1688) y más tarde a Francia (Revolución de 1789). La oposición creciente entre los intereses del Estado Absoluto y los de la burguesía se resolvió finalmente en favor de ésta última, que construirá un Estado Nacional que tendrá como una de sus principales funciones garantizar e impulsar la economía de mercado.

A través del proceso que hasta aquí hemos descrito las actividades productivas irán adquiriendo una mayor importancia, primero por ser un instrumento imprescindible para el engrandecimiento del Estado, y más tarde por su contribución al desarrollo de la economía de mercado.

No obstante, la importancia que fue adquiriendo el trabajo en el conjunto de las actividades humanas no se debió únicamente a las circunstancias señaladas anteriormente. Las mentalidades, el modo como los hombres perciben el mundo, no se deriva inmediatamente de sus intereses materiales. Aunque estos intereses intervengan objetivamente en las acciones humanas, dichas acciones son, tal como ha sostenido Max Weber[7], necesariamente comprensivas. En otras palabras, traducen aquellos intereses en una serie de representaciones que guían y legitiman la conducta humana. Desde este punto de vista, la nueva actitud con relación al trabajo que comenzó a fraguarse en la Época Moderna, no sólo estuvo relacionada con los procesos objetivos indicados anteriormente, sino que también fue el producto de un cambio de mentalidad que se enraíza en una serie de acontecimientos que acabaron por forjar el mundo moderno.

Los más importantes de estos acontecimientos fueron: la Reforma Protestante, la Nueva Ciencia y la Filosofía Racionalista y Empirista. Todos ellos actuaron en un mismo sentido al distanciar al hombre del mundo que compartía con sus semejantes, en virtud de un deseo permanente de transformar por medio de su esfuerzo ese mismo mundo, e incrementar así la riqueza material a disposición de la especie humana[8]. Fue así como los hombres comenzaron a ser estimados por sus respectivas conductas laborales, esto es, por los esfuerzos que realizaban para alcanzar mayores cotas de esa riqueza y, por tanto, de felicidad humana.

Por lo que se refiere al Protestantismo, el alejamiento con respecto al mundo estuvo motivado por las incertidumbres que en el creyente generaba la doctrina de la predestinación[9]. Para salir de esta duda asfixiante, y obtener por este camino algún indicio de su posible salvación, los fieles se entregaron a sus actividades cotidianas con una conducta planificada, racional y austera. La riqueza pasaba de este modo a ser contemplada como algo moralmente lícito, siempre y cuando fuese el resultado de una actitud austera que huyese de toda tentación jactanciosa, en cuyo caso, por el contrario, más que aceptada, la riqueza debía de ser perseguida y fomentada. Por esta vía fue como los hombres se entregaron  a la transformación de la naturaleza, en nombre de un proyecto que implicaba “una vida racional en este mundo”, aunque su destino no fuese paradójicamente ni “de este mundo” ni “para este mundo”[10]. En otras palabras, los seres humanos se volcaron en la transformación de un mundo con el que mantenían una relación esencialmente instrumental.

Cuando esta actitud se desprendió de su contenido religioso, y la vida del ser humano en la tierra cobró sentido por sí misma, emergió una nueva moral que perseguirá un mayor bienestar y felicidad para el hombre mediante el incremento de la producción y, por tanto, de la riqueza. Riqueza que todavía conservará una dimensión concreta, mientras esté relacionada con la cantidad de objetos necesarios para aumentar la comodidad y el bienestar del género humano sobre la tierra. Pero que irá adquiriendo paulatinamente un carácter más abstracto con el desarrollo del proceso de industrialización capitalista. Carácter del que participará también el trabajo, considerado el motor fundamental de dicho proceso.

La Ciencia Moderna y el pensamiento cartesiano influyeron también de modo determinante en la nueva actitud que el hombre adoptará con respecto a la naturaleza y a su propia especie, pues cuestionaron la verdad como algo revelado y relacionado con la experiencia sensorial de los sujetos, para sustituirla por otro tipo de verdad basada en la experimentación. La verdad ya no estaba ahora en el mundo donde actuaban los hombres, sino que se convertía en un hecho objetivo que podía demostrarse mediante la deducción lógico-matemática y la experimentación[11]. Experimentación cuyo último sentido radicaba en procurar el mayor número de utilidades a los seres humanos. Este cambio de orientación con respecto al mundo aparece claramente expuesto en la obra de Bacon:

“El verdadero fin y la función de la ciencia- escribe- no está en discursos plausibles, divertidos, memorables o llenos de efectos, o en supuestos argumentos evidentes, sino en el obrar y trabajar, y en el descubrimiento de datos hasta ahora desconocidos para un mejor equipamiento y ayuda en la vida”[12]

 

En suma, el protestantismo, la nueva ciencia y la filosofía cartesiana propiciaron, cada uno a su manera, un cambio en la mentalidad del hombre moderno, que se distanció del mundo que compartía con sus congéneres para entregarse, por medio de una conducta racional y austera, a su transformación material en su propio beneficio.

Esta nueva orientación coincidió con el progreso gradual de un nuevo grupo social, la burguesía, que hizo de las actividades mercantiles y financieras, es decir, de actividades basadas en el hacer más que en el actuar, el principal criterio para valorar a los seres humanos.

Con el paso del tiempo todas las circunstancias mencionadas anteriormente concurrieron para convertir el trabajo en la principal de las actividades públicas.

En los próximos epígrafes tendremos ocasión de observar como se fue desarrollando, en el contexto del proceso descrito anteriormente, una corriente de pensamiento que acabará por conformar la visión que las sociedades modernas tienen del mundo del trabajo.

 

  2-El DESARROLLO DEL DISCURSO LABORAL DE LA MODERNIDAD: HOBBES Y LOCKE, MERCANTILISMO Y FISIOCRACIA

A partir del siglo XVII emergió en Europa, en el ámbito de las importantes transformaciones que han dado lugar al mundo moderno, un nuevo tipo de pensamiento, que en un periodo de tres centurias extraerá el trabajo de la oscuridad de la esfera privada para proyectarlo al primer plano del espacio público.

La primera etapa de este proceso la recorrieron Hobbes y Locke. La novedad de sus planteamientos está relacionada con una concepción de la riqueza  vinculada a la acción transformadora que el ser humano ejerce sobre la naturaleza. En opinión de Hobbes (1588-1679), “la abundancia depende meramente del trabajo y la industria de los hombres (con el favor de Dios)”[13]. Locke (1632-1704), por su parte, dará un paso más en esta misma dirección, y considerará que el trabajo, al ser la actividad que confiere valor a la mayor parte de los objetos de la naturaleza, debe estar en el origen de la propiedad:

“Cualquier cosa que (el hombre) saca del estado en que la naturaleza la produjo y la dejó, y la modifica con su labor y añade a ella algo que es de sí misma, es, por consiguiente, propiedad suya. Pues al sacarla del estado común en el que la naturaleza la había puesto, agrega a ella algo con su trabajo, y ello hace que no tengan ya derecho a ella los demás hombres. Porque este trabajo, al ser indudablemente propiedad del trabajador, da como resultado el que ningún hombre, excepto él, tenga derecho a lo que había sido añadido a la cosa en cuestión”[14]

Al vincular el trabajo con la riqueza y la propiedad, Locke introdujo un punto de vista hasta entonces desconocido. En efecto, para el pensamiento anterior la riqueza se originaba fundamentalmente en la naturaleza, sin que le hombre interviniese de modo decisivo en su multiplicación. Sin embargo, desde la perspectiva lockeana es el ser humano quien tiene la capacidad de transformar los bienes naturales en riquezas, mediante “el trabajo de su cuerpo y la labor de sus manos”. Se abría así la posibilidad para que las actividades laborales fuesen perdiendo gradualmente los signos de vileza que las sociedades premodernas le habían atribuido.

De todos modos, tanto el pensamiento de Hobbes como el de Locke aún continuaban lastrados por concepciones propias de una sociedad agraria, como era la de la Inglaterra del siglo XVII. En efecto, si bien concedían al trabajo humano una importancia sin precedentes en la creación de la riqueza, este proceso creativo todavía estaba sujeto a los límites que marcaba la propia naturaleza. Desde esta perspectiva, las producciones humanas nada serían sin la colaboración de la “madre naturaleza”[15], que “Dios ha dado a los hombres en común”[16]. Sin esa intervención, sin la presencia de un espacio natural en el que Dios ha puesto al hombre para que “sacara de él lo que más le conviniera para su vida”[17], ninguna riqueza jamás se podría haber producido. El trabajo humano había  despertado del letargo al que lo había condenado el pensamiento medieval y antiguo, pero aún no se había enseñoreado del mundo. Para que este hecho se produjese todavía quedaba un largo camino por recorrer, aquél por el que transitaron las sociedades Europeo-Occidentales desde los albores de la modernidad.

El Mercantilismo representó una de las principales etapas de este camino. Desde los presupuestos mercantilistas el trabajo se convirtió también en materia de interés y de reflexión pública, por entenderse que era una de las principales fuentes generadoras de riqueza. Riqueza que se equiparó en la teoría mercantilista al concepto de valor-utilidad, de ascendencia escolástica[18]. Con arreglo a este principio el valor de un objeto, su utilidad, estará en función de las necesidades humanas que satisface. Tal como sostiene el napolitano Antonio Genovesi (1712-1769), uno de los autores mercantilistas más importantes, “las necesidades son el origen del valor de todas las cosas y el precio de éstas es el poder que tiene de satisfacer nuestras necesidades[19].

El trabajo adquirirá, en el contexto de esta argumentación, un papel de primer orden, al ser la actividad que suministra a la nación los objetos imprescindibles para cubrir todas sus necesidades, mejorando de este modo el bienestar de su población, e incrementando por esta vía la riqueza de la República. Las actividades laborales que contribuyan más eficazmente a la producción de estos objetos gozarán, por tanto, de la estima pública; lo contrario sucederá con aquellas otras que nada aportan en este sentido. A partir de este criterio, se establecerá una importante diferenciación entre el trabajo productivo, destinado a la generación de valores de uso, y aquel otro improductivo que resulta estéril desde esta perspectiva.

En razón de este hecho, tendrá que ser aumentado el número de los que con provecho se dedican a alguna de las distintas ocupaciones productivas, y, por el contrario, reducida la cantidad de los que invierten su tiempo en tareas improductivas. Así lo aconseja:

“El principio fundamental de donde dimanan todas las reglas generales y particulares de una buena economía (...) pues es claro que las riquezas de un país se hallan siempre en razón directa de la suma de las labores; y así, cuando el número de los que no producen es pequeño...crecerán las rentas en proporción, pero si el número de los que sacan y no ponen es grande...menguarán las rentas así públicas como privadas (...) debe sentarse por máxima general, que las comodidades, las riquezas, y la felicidad del Estado (están) en que todos con igualdad se apliquen, (mientras que) la miseria, la infelicidad y la pobreza (residen) en la inactividad, en la poltronería y en la ociosidad”[20]

El trabajo, siempre que sea productivo, esto es, que atienda a las necesidades materiales de los miembros de la república, deberá ser, por consiguiente, estimulado y alentado, puesto que de él depende toda la riqueza presente y futura. Por demás, este estímulo no es en absoluto contrario a los preceptos divinos, pues:

“Dios quiere que trabajemos y nos lo dice por la revelación y por la naturaleza. Comerás el pan con el sudor de tu rostro, NOS DICE POR LOS PROFETAS. LA TIERRA NADA TE PRODUCIRÁ SIN FATIGA, nos dice por la naturaleza. Si la piedad, pues, se opone a estas leyes, ¿será bien entendida?”[21]

Por este motivo, porque “anima al hombre al trabajo”, la religión debe figurar entre las ocupaciones productivas[22]. Productivas son también todas las actividades que contribuyen a satisfacer las necesidades de la población, bien sea de modo indirecto, creando una actitud favorable al trabajo, o directamente, mediante la extracción y la transformación de los objetos procedentes de la naturaleza. Entre estas últimas, las más importantes son las artes “primitivas”, es decir, las actividades agropecuarias y pesqueras, que son las que de modo principal procuran el sustento a todos los hombres, erigiéndose por ello en “el fundamento de todos los Estados”[23]. La agricultura merece en este sentido una especial consideración, porque “acostumbra a los hombres al placer de la sociedad, los hace más tratables, más activos, más laboriosos, y es la base de un imperio civil estable y permanente”[24].

Después de las actividades agropecuarias, las más importantes son las artes secundarias, en particular la metalurgia y el comercio. La primera, porque perfecciona los recursos provenientes de la naturaleza haciéndolos más útiles, incrementando de este modo las “comodidades y riquezas del Estado”. El comercio porque:

“ocupa y mantiene una infinidad de familias a expensas de los extranjeros sin cargar al Estado...dando salida a lo superfluo y sobrante de la nación, estimula y aviva a los artífices y a los artesanos que, hallando despacho de sus manufacturas, se aplican con tesón para comprar lo que les falta”[25]

Por debajo de estas ocupaciones estarían aquellas que, aun no siendo directamente productivas, garantizarían, sin embargo, el buen funcionamiento de las que sí lo son. Este sería el caso del gobierno, la milicia, la educación, e incluso, tal como habíamos señalado anteriormente, de la religión. El gobierno, promoviendo leyes económicas y vigilando que “no haya en el cuerpo civil persona que no sirva para algo como esté hábil para ello”[26]; la milicia[27], protegiendo los intereses nacionales frente a los extranjeros; la educación, “instruyendo a los hombres en sus oficios”[28], y la religión “animando a los hombres al trabajo”[29]. Todas estas actividades encontrarán así su verdadero sentido en servir del modo más eficaz a las distintas necesidades humanas. Siendo éste el criterio principal para construir una sociedad bien ordenada. Dedúcese de esto, por tanto, que no debe de haber “en el cuerpo civil persona que no sirva para algo como esté hábil para ello”[30]. Precepto por el que deben velar los poderes públicos: “la máxima del mínimo posible de los ociosos, es digna de mirarse por los que gobiernan con la mayor atención”[31]. El trabajo se convertirá de este modo, desde la óptica del discurso mercantilista, no sólo en una obligación moral que el gobierno debe promover a toda costa, sino también en el medio principal para el progreso de los individuos en el seno de la sociedad: “todo hombre, familia, o estado, que se ingenia y aplica, puede llegar a ser  lo mismo que ha sido otro hombre, otro familia, u otro estado”[32]. El esfuerzo laboral, en otro tiempo identificado con las penalidades que los hombres tenían que padecer para procurarse su sustento, se ha transformado ahora en “la escala de los honores”[33]

No obstante, el trabajo al que se refiere el Mercantilismo aún no ha traspasado el umbral de las utilidades concretas, cuyo objetivo último sería hacer más fácil y agradable la vida del ser humano sobre la tierra. La investigación mercantilista se orientará, pues, a averiguar como las personas que integran las distintas ocupaciones productivas pueden “contribuir al adelantamiento de las artes, al aumento de las riquezas, y, por consiguiente, a su común felicidad”[34]. Desde esta perspectiva, se clasificarán los diferentes oficios atendiendo a las distintas necesidades humanas que satisfacen; es decir: “Unas que son de pura naturaleza, otras de comodidad y muchas de regalo y delicadeza”[35]. Este será también el principal criterio para valorar los objetos producidos con el trabajo humano. “Infiérese de aquí que las necesidades son el origen del valor de todas las cosas y el precio de éstas es el poder que tienen de satisfacer nuestras necesidades[36]. Por consiguiente, el precio de cualquier mercancía, su valor, estará en relación directa con la capacidad que tiene para atender de forma eficaz al mayor número de las necesidades humanas. Dicho de otro modo, “nace de la estimación y común opinión que (el pueblo) tiene de las cosas y de los signos que circulan”[37]. Por encima de esta opinión, ninguna “ley puede subir o bajar los precios de las cosas sin violentar la naturaleza de las mismas”[38]. En suma,  en el contexto del discurso mercantilista el precio es un concepto social que se forma a partir de las necesidades y las inclinaciones de los miembros de una determinada colectividad.

En este, como en algunos otros aspectos, el Mercantilismo se reveló como una mentalidad todavía preindustrial, ajena por completo a cualquier noción abstracta de riqueza vinculada a una inexistente economía de mercado. De acuerdo con esta forma de pensar, la riqueza estaba constituida por aquel conjunto de bienes que engrandecían el Estado elevando el bienestar y el grado de felicidad de su población. En otras palabras, dicha riqueza se expresaba en términos sociales y políticos antes que económicos. Si el trabajo era tan importante, si merecía tal grado de consideración, era porque hacía a la monarquía más fuerte y poderosa[39] y a sus súbditos más prósperos y dichosos. No obstante, aun mereciendo tan alta estima, todavía se entendía que la actividad laboral no podría crear ninguna riqueza sin la presencia de la naturaleza.

Pese a todos estos elementos tradicionales, el Mercantilismo supuso una etapa decisiva en el encumbramiento del trabajo. Al hacer de esta actividad uno de los principales instrumentos para la generación de riqueza, elevó enormemente su consideración hasta convertirla en uno de los principales criterios para estructurar y ordenar el conjunto de la sociedad.

Fueron los Fisiócratas quienes, sin embargo, superaron algunos de los conceptos más premodernos de la teoría mercantilista en el contexto de un pensamiento que se pretenderá más cientificista.

El movimiento fisiocrático surgió en Francia a mediados del siglo XVIII, de la mano de una serie de autores especialmente preocupados por investigar las causas que originaban la riqueza de las naciones. El principal representante de esta escuela, el que puede ser considerado como su verdadero fundador, fue François Quesnay, que en su obra principal, “le tableau économique”, publicada en 1758, expuso los principios esenciales de esta doctrina.

Entre estos principios el más importante, el que aporta sus particulares señas de identidad a esta corriente de pensamiento, es el de la productividad exclusiva de la agricultura. De acuerdo con él, los fisiócratas sostuvieron que la tierra era la fuente primera y única de todas cuantas riquezas existían en la nación, ya que de ella provenían los recursos necesarios para el sustento del conjunto de sus habitantes. La razón de este hecho radica en que esta actividad es la única capaz de producir más recursos de los que consume (producto neto). Las demás ocupaciones serían, sin embargo, esencialmente improductivas por la razón contraria. En palabras de Quesnay:

“Los trabajos de la industria producen las obras adecuadas a las necesidades y comodidades de la vida; pero estas obras no son riquezas para aquellos que las fabrican, más que en la medida en que sean pagadas por aquellos que las compran; hace falta en consecuencia, que aquellos que las compran tengan riquezas para pagarlas, y estas riquezas no pueden venir más que de los beneficios o rentas que producen los bienes-fondo (de la tierra). Por lo tanto, no hay más que los productos de los bienes-fondo que sean las riquezas primitivas, siempre renacientes, con las que los hombres pagan todas las cosas que compran”[40]

Todo el proceso de creación y circulación de las riquezas[41] depende, por consiguiente, de la agricultura. Dicho con mayor precisión, las riquezas se generan dentro del sistema de la circulación capitalista, pero la fuente originaria de todo este sistema, aquella de la que emanan todas las riquezas, está en la tierra. Es ella la que produce los excedentes necesarios para las restantes actividades sociales; excedentes que, una vez reinvertidos en la agricultura, producirán de nuevo otras riquezas. Por este motivo, por ser la única ocupación productiva, los fisiócratas fueron partidarios de una política económica que, además de reducir los impuestos agrícolas, “favoreciese los gastos productivos y el comercio de los productos de la tierra”[42].

Ahora bien, ¿qué lugar ocupa el trabajo humano en una teoría como esta que concede tanta importancia a la agricultura? Si toda la riqueza tiene su origen en la tierra es porque es la naturaleza, y no los hombres, la que tiene capacidad productiva[43]. Desde este punto de vista, pueden ser productivos los que invierten en la agricultura, aunque no trabajen en ella, y, por el contrario, improductivos los que sí trabajan, pero en otras actividades que nada tienen que ver con la tierra. En el primer caso estarían, por ejemplo, los rentistas, y en el segundo los comerciantes. Entonces, ¿por qué merece ser señalado el pensamiento fisiocrático dentro del proceso en el que se configuró el concepto moderno de trabajo? En un principio pareciera que su aportación fuese poco importante, por tratarse de un pensamiento que valora la tierra por encima del trabajo. Pero sólo en un principio. Al crear una teoría de la circulación de las riquezas que respondía a leyes positivas y objetivas[44], los fisiócratas pusieron las bases para la construcción de la moderna ciencia económica, en cuyo ámbito el trabajo aparecerá como un factor de producción de primera importancia. Aun así, esta doctrina seguía conteniendo numerosos elementos tradicionales. Tradicional era todavía asignar a la agricultura la exclusiva capacidad para crear todas las riquezas, siendo la naturaleza, y no el hombre, la que fijaba los límites más allá de los cuales se hacía imposible seguir expandiendo el proceso productivo. Tradicional era también el considerar que el fin de todas cuantas riquezas se producían no estaba en alimentar el proceso mismo que las había creado, sino en atender a las numerosas necesidades que contribuían al bienestar y a la felicidad del género humano. A esta finalidad debían responder, precisamente, todas las leyes morales que “en lugar de perderse en las abstracciones de la metafísica (...) hablan a los hombres de su alimento, de vestido, de habitación; de su vida, de su familia, de sus necesidades, de sus placeres”[45]. En definitiva, el proceso de creación de riqueza permanece aún adscrito al ámbito de lo concreto, tanto si lo contemplamos desde la perspectiva de la oferta como si lo hacemos desde el de la demanda, por lo que su multiplicación se detendría en cuanto las fuentes que lo abastecen se agotasen, o resultasen satisfechas las necesidades de los sujetos que las demandan.

La doctrina fisiocrática presenta, por todo lo dicho hasta aquí, un carácter ambiguo. Aunque se exprese en un lenguaje que prefigura en muchos aspectos el pensamiento económico moderno, el contexto en el que se desarrolla es todavía premoderno. En efecto, los miembros de esta escuela actuaron movidos por el deseo de solventar la crisis fiscal de la Monarquía, sin por ello poner en tela de juicio el orden estamental sobre el que ésta se asentaba[46]. Para ello propusieron una serie de remedios formulados en un economicismo racionalista y empirista, que sin embargo estaban destinados a solventar la crisis financiera del régimen estamental con el que los defensores de esta doctrina se identificaban. Por decirlo en los términos de Marx:

“La Fisiocracia es, de forma directa, la disolución económico-política de la propiedad feudal, pero por esto, de manera igualmente directa, la transformación económico-política, la reposición de la misma, con la sola diferencia de que su lenguaje no es ya feudal sino económico”[47]

 En este lenguaje los Fisiócratas construyeron la que puede ser considerada como la primera teoría económica moderna, cuyas potencialidades sólo pudieron ser exploradas por quienes desarrollaron su pensamiento en contextos sociales que estaban transitando hacia el industrialismo. Fueron precisamente estos autores, como a continuación veremos, los que atribuyeron al trabajo humano una potencialidad creativa hasta entonces desconocida.

 

3- TRABAJO Y SOCIEDAD DE MERCADO. A. SMITH Y D. RICARDO: EL TRABAJO COMO ORIGEN Y REPRESENTACIÓN DE LA RIQUEZA

 

Adam Smith y David Ricardo desenvolvieron su pensamiento en un periodo comprendido entre el siglo XVIII y el primer tercio del siglo XIX, cuando su país, Inglaterra, comenzaba a industrializarse. Sus reflexiones se vertieron en el momento preciso en que comenzaban a conformarse las modernas sociedades de mercado, sociedades para las que la producción orientada hacia el mercado se convertirá en el principal indicador de la riqueza. El trabajo, al ser concebido como la actividad humana esencial sin la cual no se produciría la regeneración continuada del flujo de dicha riqueza, alcanzará en el contexto de este pensamiento el primer rango en la escala de las ocupaciones humanas.

Fue A. Smith (1723-1790) quien primero se aventuró a analizar el trabajo desde la perspectiva antes señalada. En su conocida obra sobre el origen de la riqueza de las naciones[48] consideró que era por medio de esta actividad como se producían y se valoraban todas las riquezas. En su opinión, “el valor de cualquier bien, para la persona que lo posee y que no piensa usarlo o consumirlo, es igual a la cantidad de trabajo que puede adquirir o de que puede disponer por mediación suya”[49]. Valor que únicamente se origina en el esfuerzo laboral que realizan los seres humanos para producir aquellos bienes. Ahora bien, no todos los trabajos tienen la misma capacidad de trasladar un determinado valor a los bienes que producen. En concreto, sólo tienen esta facultad las ocupaciones laborales que aumentan el precio de los bienes que fabrican, creando así nuevos valores susceptibles de ser otra vez reinvertidos. Al primer tipo de trabajo, “por el hecho de producir valor, se le llama productivo; al segundo, improductivo”[50]. En otros términos, son improductivos los trabajos que no producen valores de cambio y productivos los que sí lo hacen. Smith es partidario de reducir al mínimo la cantidad de los que se ejercitan en los primeros, y de aumentar, por el contrario, el número de los que se emplean en los segundos[51].

En resumen, en la teoría smithiana el trabajo aparece reificado por ser simultáneamente la representación y el origen de la riqueza que se genera en el ámbito de la economía de mercado. Desde el primer punto de vista, el trabajo sería la medida universal que permitiría apreciar y comparar el valor de las distintas mercancías, ya que “en toda época y circunstancias es caro lo que resulta difícil de adquirir o cuesta mucho trabajo obtener, y barato lo que se adquiere con más facilidad y menos trabajo...”[52]. Desde el segundo punto de vista, únicamente por medio del trabajo productivo se transfieren y se multiplican los valores de los distintos objetos en la esfera de la circulación capitalista. En fin, a partir de Smith el esfuerzo laboral, en otro tiempo considerado degradante y atroz por las penalidades físicas que conllevaba, se convertirá en la potencia humana esencial que transforma incesantemente unos bienes en riquezas con el propósito de producir nuevas riquezas.

No obstante, este doble carácter del factor trabajo, que lo convertía a un tiempo en medida de cambio y fuente de valor, pronto se reveló problemático. En efecto, si el trabajo funcionaba como medida universal para estimar las distintas mercancías, ¿cómo podía ser él mismo una mercancía? Esta paradoja la abordará David Ricardo en el seno de su propia teoría económica.

El pensamiento económico de David Ricardo (1772-1823) se detiene precisamente en la citada paradoja, a la que tratará de dar respuesta. En su opinión, Smith había utilizado un mismo concepto de trabajo, aunque referido a realidades de distinta naturaleza. En efecto, no es lo mismo concebir el trabajo como una actividad creadora de valor, que entenderlo como una unidad de medida universal. Desde ambas perspectivas se está pensando en cantidades de trabajo, aunque de un carácter bien diferente:

“La primera es en muchas circunstancias una medida estable, que indica correctamente las variaciones de otras cosas; la segunda está sujeta a las mismas fluctuaciones que las mercancías que se comparan con ella”[53]

El error de Smith había sido, según Ricardo, haber identificado valor y riqueza, sin reparar en que “el valor difiere esencialmente de la riqueza, pues aquél no depende de la abundancia, sino de la facultad o facilidad de producción”[54]. Dicho de otro modo, lo que determina esencialmente el precio de una mercancía es la cantidad de esfuerzo laboral humano que se requiere para producirla. En este contexto se produce la separación definitiva, que en Smith todavía no se había consumado, entre trabajo y valores de uso. Efectivamente, la actividad laboral ya no es tan importante porque provea a los seres humanos de los objetos útiles y necesarios para la vida, sino fundamentalmente porque sólo mediante dicho esfuerzo pueden ser apreciadas y valoradas las distintas mercancías. Por decirlo en términos simmelianos, todo valor se originará a partir de ahora en el sacrificio laboral[55]. Sólo mediante este sacrificio será posible vencer una necesidad que acucia permanentemente al ser humano. 

Ricardo resolvía de este modo la contradicción smithiana: el trabajo no era en ningún caso una mercancía, sino la actividad que confería valor a todas las mercancías. Este carácter del trabajo, que lo convertía en la potencia creativa por excelencia del ser humano, estaba inscrito en la esfera de la economía de mercado, por lo que dicha potencia tenía que estar continuamente activándose para la creación permanente de nuevos valores.

La obra de Ricardo representó uno de los hitos más señalados en el encumbramiento de la actividad laboral, considerada a partir de ahora como una de las manifestaciones más importantes de la creatividad humana, creatividad que habría de ser liberada para superar todos los obstáculos relacionados con el origen social. A dicha actividad se asociarán, por tanto, las nuevas reivindicaciones de igualdad y libertad que emergieron con los movimientos revolucionarios de finales del siglo XVIII y el XIX.

 

4-EL PENSAMIENTO REVOLUCIONARIO FRANCÉS. SIEYÈS: TRABAJO Y CIUDADANÍA

En el verano de 1789, en los prolegómenos de la Revolución Francesa, el abate Emmanuel Sieyès escribió un famoso opúsculo titulado Qu’est-ce que le Tiers Etat?, en él desarrollaba una teoría de la representación política articulada en torno a los miembros del Tercer Estado, sobre los que, en su opinión, debían recaer la totalidad de los derechos políticos, pues eran ellos los que con sus trabajos más contribuían al sostenimiento y enriquecimiento de la nación en su conjunto. La nobleza, compuesta por aquellos individuos que a causa de sus distintos privilegios heredados se situaban al margen de esta comunidad de productores, tendría que estar excluida de la nueva nación así constituida. Es como “una nación dentro de otra nación”[56], un cuerpo extraño al que sólo cabe integrar o extirpar.

Frente a aquel entramado de corporaciones con sus distintos privilegios, propias del Antiguo Régimen, se afirmará ahora la existencia de un único cuerpo político, en el que todos sus asociados, iguales por naturaleza, trabajarán en común bajo unas mismas leyes que son fruto de la voluntad de todos sus miembros. Esta unidad política, la nación así constituida, es, en síntesis, “Un cuerpo de asociados que vive bajo una ley común”[57]. Cuerpo del que serán suprimidas todas las diferencias que no procedan de la principal actividad que lo articula, esto es, el trabajo que todos sus miembros realizan en favor de la colectividad en su conjunto. Las posiciones sociales serán, en fin, en el seno de esta nueva comunidad política “la recompensa de los talentos y los servicios reconocidos”[58].

El trabajo se conformó así, en el contexto del pensamiento de Sieyès, como la actividad configuradora por antonomasia  de la ciudadanía, aquella ocupación a la que irán asociados la mayoría de los derechos políticos.

Este discurso tendrá enormes repercusiones en el futuro, ya que será esgrimido por los distintos movimientos de trabajadores como bandera de entrada en el espacio público. Ya durante la Revolución Francesa se hizo evidente su influencia entre los Sans Culotte. No obstante, serán los movimientos socialistas los que extraerán las máximas consecuencias de esta ideología, al reivindicar, en calidad de trabajadores, aquellos derechos que la Revolución Francesa había consagrado como inherentes a todos los individuos. Para los socialistas, en efecto, el trabajo se había convertido en la actividad conformadora de la humanidad y de la propia sociedad, por lo que entendieron que la igualdad, la libertad y la solidaridad sólo podrían realizarse plenamente en una sociedad de trabajadores.

 

5-EL PENSAMIENTO SOCIALISTA. EL TRABAJO, CONFORMADOR DE LA HUMANIDAD Y DE LA SOCIEDAD

Habitualmente se acostumbra a distinguir entre un pensamiento socialista anterior a Marx y el marxista propiamente dicho, en función del carácter más utópico[59] e idealista del primero frente al pretendido cientifismo del segundo. No obstante, esta diferencia se revela como menos importante si la consideramos desde la perspectiva del tema que aquí nos ocupa, la configuración de la idea moderna de trabajo. En efecto, tanto Marx como los Socialistas Utópicos coincidieron al estimar que el trabajo era la actividad por medio de la cual se autoproducía el hombre y la misma sociedad. Desde ambos puntos de vista, se creerá que las causas de la injusticia y de la opresión tienen su origen en la existencia de sociedades profundamente desigualitarias, en las que un pequeño grupo de propietarios permanecen ociosos imponiendo su ley a una masa de trabajadores que nada poseen sino es su propia fuerza de trabajo. Una situación que el socialista utópico Fourier describirá como “lo contrario a la justicia y a la razón”[60]. Su superación sólo tendrá lugar cuando los hombres puedan producir sus medios de vida de una forma igualitaria y libre a través del acto que los define esencialmente, el trabajo. “Todo lo que poseemos, todo lo que sabemos- escribe Proudhon- proviene del trabajo; toda ciencia, todo arte, lo mismo que toda riqueza son debidos al trabajo”[61]. “La vida productiva es- en lenguaje marxista- la vida genérica. Es la vida que crea vida”[62].

Alrededor de esta actividad deberá, pues, construirse la nueva sociedad que propugnan todos estos autores. Sociedad que no será más que el producto de la acción laboral coordinada de unos hombres que pretenden de este modo superar el estadio de miseria material y espiritual en el que se encuentran. “La sociedad-escribe Proudhon- debe ser considerada como un gigante de mil brazos que ejerce todos los oficios y produce simultáneamente toda la riqueza”[63]. En ella se podrá “elevar la inteligencia del trabajador a las más altas fórmulas de abstracción y de síntesis”[64]. En conclusión, el trabajo es “la fuerza plástica de la sociedad”[65]. “Construir la sociedad equivale a organizar el trabajo”[66].

En este orden social articulado en torno a la acción laboral, podrán realizarse por fin todos aquellos principios que la Revolución Francesa había enunciado como simples abstracciones vacías, carentes de sentido para los que sólo disponían del trabajo de su cuerpo y la labor de sus manos. La desigualdad que había presidido la mayoría de las sociedades históricas, será ahora sustituida por la igualdad básica entre individuos pertenecientes a una misma comunidad de productores, individuos que coordinan conjuntamente sus esfuerzos al servicio de un mismo fin colectivista, incrementar la riqueza de la sociedad y con ella el bienestar de todos sus miembros. La asociación así constituida se opondrá, por tanto, a “los derechos de sangre e incluso a cualquier tipo de privilegio”[67] que no emane de la realidad humana esencial de la producción y el trabajo. Si alguna distinción en este contexto social fuese admisible, será la que proceda del trabajo, hecho básico que origina y articula la verdadera sociedad. En efecto, “en una cooperación donde todos aportan capacidad y participación...no existe otra desigualdad que las de las capacidades y la de los esfuerzos”[68]. Al no haber ya ninguna desigualdad basada en el nacimiento, los individuos podrán atender a sus necesidades y desarrollarse personalmente en el seno de sus respectivas ocupaciones laborales con arreglo a sus potencialidades naturales. En este hecho radicará “la verdadera libertad”, esto es, “en el poder dado a cada uno de ejercer completamente todas sus facultades y de satisfacer plenamente todas sus necesidades”[69].

 En estas circunstancias, desaparecerá todo motivo de desencuentro entre el individuo y la sociedad, toda vez que ésta aparece como la condición necesaria e imprescindible para el pleno desarrollo de aquél. Dicho de otro modo, en el nuevo orden societal “cada individuo, no siguiendo más que su interés personal, servirá constantemente a los intereses de la masa”[70]. La solidaridad brotará entonces del núcleo mismo de la colectividad de productores, a la que todos sus miembros se sienten igualmente vinculados por una misma comunidad de intereses. Por decirlo al modo de Saint-Simon: “es por la multiplicidad de intereses y de trabajos diversos cuando la fraternidad de los hombres puede convertirse en un objeto de practica”[71]. Esta solidaridad fraterna no es el fruto, pues, de ningún principio moral que se eleve por encima de la sociedad y al cual todos sus miembros se adhieran con una fe trascendente. Muy al contrario, nace de las acciones laborales coordinadas que los individuos emprenden para vencer su estado de necesidad material, dando así lugar a la nueva sociedad, medio a través del cual los seres humanos convierten aquella situación de necesidad en otra de abundancia y de desarrollo personal. Esta comunidad es, por consiguiente, la única base posible de todo orden moral, por ser el ámbito en el que los individuos vinculan sus respectivos progresos a los de la colectividad. La justicia que aquí impere ya no apelará, pues, a valores trascendentes que se impongan por encima de la asociación de productores, sino a otros inmanentes cuyo sentido emane de la lógica que anima a la colectividad en su conjunto. En concreto, se enuncia que “la renta de cada uno debe ser igual a su producto”[72], “la recompensa debe ser igual a la pena”[73]. Cada individuo obtendrá, por ello, “un grado de importancia y de beneficios proporcionales a su capacidad  y a su esfuerzo”[74]. Ahora bien, para los que, por su menor capacidad, menos puedan contribuir a esta obra común fraternal en el que se habrá erigido la futura sociedad socialista, esta máxima moral quedará corregida por aquella otra que establece: “de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”[75].

Cuando este estadio por fin se haya alcanzado, la sociedad se estructurará de una forma justa, esto es, libre, igualitaria y solidaria. Se habrá producido entonces la plena identificación entre los individuos y la sociedad, toda vez que ésta se habrá convertido en el medio más adecuado para la plena satisfacción de las necesidades y para el más completo desarrollo de las capacidades de aquellos. En este contexto de perfecta armonía entre los individuos y la colectividad, se logrará la completa integración social. Se podrá prescindir entonces de cualquier forma de gobierno. La sociedad no necesitará ya ser gobernada, sino simplemente administrada[76]. “A la centralización gubernativa sucederá por lo tanto la solidaridad convencional; a las diversas constituciones de poderes públicos la organización de las fuerzas económicas”[77]. En este contexto las funciones políticas se disolverán en meras cuestiones de orden técnico, destinadas a lograr una mayor eficiencia en la organización del trabajo y la producción, principales actividades públicas en torno a las cuales se organiza la nueva asociación de laborantes. Cuando esta realidad se haya por fin consumado, la sociedad será autogestionada más que gobernada, al haber ya desaparecido todas las estructuras políticas intermedias que mantenía a unos hombres presos de la voluntad de otros. Los individuos no tendrán entonces que obedecer más que a su propia voluntad, una voluntad que los vincula a la comunidad de la cual depende su subsistencia física y espiritual.

En resumen, el pensamiento socialista y marxista hizo del trabajo la actividad configuradora de la humanidad, aquel acto por medio del cual brotaba la verdadera sociedad, aquella en la que todos los hombres producirían, a través de una acción laboral coordinada, sus medios de vida de una forma libre, igualitaria y solidaria. Para muchos de estos autores el orden socio-político ideal será, en fin, una especie de república del trabajo organizado y soberano[78], en la que todos sus miembros atenderían de una forma autónoma y solidaria a todas sus necesidades sin descuidar por ello el desarrollo de sus capacidades. 

Con este discurso tanto el Socialismo como el Marxismo querían dar respuesta a la situación social creada por la Revolución Industrial. Su lenguaje, aunque adquirió por este motivo un tono reivindicativo y revolucionario, se vinculaba directamente con la tradición Ilustrada, con la que compartían el mismo deseo de organizar la sociedad a partir de la sola fuerza del trabajo productivo. No obstante, mientras que los pertenecientes a aquella tradición representaban a los propietarios, los Socialistas y Marx actuaban en nombre de los que no tenían más propiedad que su propia fuerza de trabajo. El triunfo del Liberalismo a lo largo del siglo XIX en muchos países del viejo continente, situó frente a frente a los integrantes de ambas corrientes de pensamiento; los liberales, legitimando una comunidad presidida por la iniciativa individual orientada hacia un mercado creador de valor; los Socialistas, reclamando la transformación revolucionaria de esta sociedad y sus sustitución por otra vertebrada, no ya por el mercado, sino por el trabajo colectivo y solidario de todos sus miembros. En las postrimerías del siglo XIX ambos modelos de sociedad se fueron aproximando gradualmente, cuando los Liberales comprendieron que el mercado por sí mismo no sólo era incapaz de organizar la sociedad, sino que acabaría provocando grandes desordenes sociales y, a la postre, la quiebra del orden que ellos mismos habían instaurado[79]. Y los socialistas optaron por posiciones más reformistas que renunciaban a la transformación revolucionaria de la sociedad en favor de un cambio democrático progresivo y pacífico. El Socialismo democrático y el Liberalismo acabarán así convergiendo, desde sus respectivas posiciones ideológicas, hacia un modelo de sociedad articulada en torno al mercado, en la que se conferirá al trabajo una serie de derechos que lo convertirán en la base de la moderna ciudadanía.

En este contexto social se desarrollará la obra de Émile Durkheim, que recogerá las principales aportaciones del Liberalismo y del Socialismo para integrarlas dentro de una sociología que legitimará la estructura social de las modernas sociedades de mercado, sociedades en las que el trabajo emergerá como la principal actividad, aquella en la que se apoyará todo el orden social de las citadas colectividades.

 

 

6-LA SÍNTESIS ENTRE LIBERALISMO Y SOCIALISMO. É. DURKHEIM: TRABAJO Y SOLIDARIDAD SOCIAL

 

La obra de Durkheim se desarrolla en un momento histórico en el que son claramente perceptibles las consecuencias del industrialismo. Su sociología nace en buena medida como un intento de dar respuesta a dichos problemas sociales, sin renunciar para ello a las aportaciones del Liberalismo y del Socialismo. A mayor abundamiento, Durkheim se planteó la necesidad de resolver la crisis social generada por la Revolución Industrial incorporando los valores del Socialismo y del Liberalismo a las estructuras de las sociedades de mercado, unas sociedades para las que la producción y el trabajo eran las actividades de las que dependía todo su funcionamiento.

Para ello el sociólogo francés rechazó tanto las propuestas del socialismo más revolucionario, cuyo ideario pasaba por la transformación radical del orden del mercado, como las del liberalismo del Laissez faire, que se había mostrado incapaz de estabilizar la sociedad por la sola acción del mercado y sin apenas intervención del Estado. Durkheim, por el contrario, integró los postulados fundamentales de ambas corrientes ideológicas, el igualitarismo socialista y el individualismo liberal, para construir una sociología que integraba estos principios en el ámbito del orden laboral y productivista de las sociedades de mercado. Visto desde otro punto de vista, trató de armonizar los valores que desde la Revolución Francesa se habían identificado con la Modernidad, con aquellos otros pertenecientes al universo social productivista que había emergido con la Revolución Industrial.

Desde la perspectiva durkheimiana, el desorden social que padecían las sociedades modernas no era una consecuencia directa del desarrollo del sistema industrial: “¿Por qué tendrían nuestras sociedades- escribía- necesariamente que ser incapaces de conseguir una relativa armonía con el sistema económico?” [80] No era, pues, el crecimiento económico por sí mismo el responsable de la crisis social que afectaba a dichas sociedades, sino la falta de correspondencia entre este crecimiento económico y el conjunto de normas morales que toda colectividad necesita para mantenerse integrada. Sin la presencia de estas normas morales, es decir, de una serie de valores ampliamente admitidos que vinculen voluntariamente a los individuos a la colectividad, el orden social “no será aceptado más que por obligación y hasta el día en que se produzca un esperado desquite”[81]. Se hacía, por tanto, necesario dotar a las modernas colectividades de una serie de principios en consonancia con su primera actividad, la producción, y con la ocupación que la hace posible, el trabajo. Se necesitaba, en definitiva, una reorganización de la sociedad, una verdadera reforma social fundamentada en los postulados de la nueva ciencia de la sociedad que Durkheim pretendía instaurar. Una ciencia que, en consecuencia, renunciaba a toda tentación especulativa para no centrarse más que “en la realidad observable”[82], es decir, en la sociedad tal como aparece configurada en el presente, o, para ser más precisos, en el, hasta ese momento, último estadio de su proceso de desarrollo. En suma, la tarea que Durkheim se impondrá será el de reordenar la sociedad “siguiendo las líneas dinámicas que informan a la misma realidad”[83], es decir, teniendo en cuenta las distintas etapas que la han ido conformando, con el propósito de averiguar que tipo de organización social más convenía al momento presente.

Este será precisamente el objetivo de su tesis doctoral, La división del trabajo social. Su punto de partida será considerar que las sociedades modernas estaban en crisis porque su estructura social, basada en la división del trabajo, ya no se correspondía con un entramado de normas morales pertenecientes a periodos anteriores de su estadio evolutivo. Se trataría, por lo tanto, de salvar esta distancia construyendo un conjunto de normas morales más adecuadas al modo de organización de las citadas colectividades, con el fin de que éstas vuelvan a estar más cohesionadas e integradas.

De acuerdo con Durkheim, las sociedades modernas habrían progresado desde un periodo, que se correspondería con las comunidades tradicionales, en el que el trabajo estaba escasamente dividido, a otro, propio de las sociedades modernas, en donde esta división sería mucho más importante. En cada una de estas etapas históricas la estructura de las distintas sociedades estaría en relación con un conjunto de normas morales que las mantendrían integradas.

Las sociedades tradicionales, en las que las funciones son muy generales sin que exista apenas ningún tipo de especialización, presentan una estructura social conformada por una serie de segmentos muy semejantes y afines que generan sentimientos y creencias de la misma naturaleza que vinculan fuertemente a sus miembros (solidaridad mecánica). A este tipo social se opondrían las colectividades modernas con una importante división del trabajo, división que requiere una amplia especialización de funciones y, por consiguiente, reglamentaciones, normas y valores que cohesionen la nueva realidad social así constituida. En este contexto el grado de interdependencia existente entre los individuos que realizan las distintas funciones sociales, debe ser proporcional al desarrollo que pueden lograr estos mismos individuos en su particular desempeño. La solidaridad, el lazo que une a los individuos a la colectividad, que en este caso es conceptualizada por Durkheim de orgánica, es aquí diferente. En efecto, en estas sociedades:

“...de una parte, depende cada uno tanto más estrechamente de la sociedad cuanto más dividido está el trabajo, y, por otra parte, la actividad de cada uno es tanto más personal cuanto está más especializada”[84]

Ahora bien, lo que Durkheim observa en las sociedades modernas es que la principal actividad que las articula, el trabajo, no produce la deseada solidaridad,  ya que sus miembros no se sienten motivados para ejercerlo. “Para que la división del trabajo produzca la solidaridad- escribe- no basta...que cada uno tenga su tarea; es preciso, además, que esta tarea le convenga”[85]. No obstante, lejos de experimentar satisfacción alguna en el desempeño de dichas tareas, “para la mayor parte de los hombres es esta una virtud insoportable” que los lleva a anhelar “la ociosidad de los tiempos primitivos”[86]. En estas condiciones, ante la falta de correspondencia entre una estructura social basada en la división del trabajo y unos sentimientos morales que rechazan la principal actividad en la que esta realidad se fundamenta, las sociedades modernas se ven abocadas a una crisis sin freno que pudiera precipitar el desorden y, finalmente, su desintegración definitiva.

Se hacía imprescindible, pues, resolver esta situación de acuerdo con los presupuestos epistemológicos de la nueva ciencia social. Era preciso construir una reglamentación moral en consonancia con los fines de la sociedad industrial y con los valores proclamados por la Modernidad. Se requería, en fin, una obra social en la que estos valores encontrasen respuesta en las ocupaciones laborales, actividad sobre la cual se erigía todo el orden social de estas comunidades. Para que así fuese, estas funciones tenían que aparecer como el lugar privilegiado en el que los individuos pudiesen desarrollar todas sus capacidades en cooperación igualitaria con sus semejantes. Este hecho:

“supone, no sólo que los individuos no son relegados por la fuerza a funciones determinadas, sino, además, que ningún obstáculo, de cualquier naturaleza que sea, les impida ocupar en los cuadros sociales el lugar que está en relación con sus facultades naturales”[87]

En suma, para que la libertad y la igualdad adquieran sentido en las sociedades modernas, las funciones laborales tendrán que estar en relación con las capacidades y los talentos de quienes las desempeñan. Por decirlo en los términos de Durkheim, cuando “las desigualdades sociales expresen exactamente las desigualdades naturales”[88]. En síntesis, lo que constituye la esencia de la libertad y de la igualdad en una sociedad moderna “es la subordinación de las fuerzas exteriores a las fuerzas sociales”[89], subordinación que:

 “tiende a borrar, a despojar de toda sanción social, las desigualdades físicas, materiales, que dependan del azar del nacimiento, de la condición familiar, para dejar en pié sólo las desigualdades de mérito”[90]

Esta libertad y esta igualdad impedirían, en definitiva, que ninguna circunstancia extraña a la capacidad demostrada en el ejercicio profesional obstaculice el progreso de los individuos en la sociedad.

Cuando este estadio se alcance desaparecerá cualquier atisbo de conflicto entre los individuos y la colectividad, toda vez que ésta emergerá como el único espacio posible en el que aquellos podrán desarrollarse en condiciones de igualdad con sus semejantes. La sociedad se consagrará de este modo como un ámbito de relaciones armónicas y solidarias de la que emanará toda la vida moral: “Haced que se desvanezca toda la vida social- escribe Durkheim contundentemente- y la vida moral se desvanecerá al mismo tiempo, careciendo ya de objeto a que unirse”[91]. Nada existe, pues, más allá de la sociedad; de ella procede todo el significado de la vida colectiva. No obstante, es esta una realidad que no se impone de forma irracional y coactiva sobre los que a ella pertenecen:

“No hace depender nuestra actividad de fines que no nos tocan directamente; no hace de nosotros los servidores de poderes ideales y de naturaleza distinta a la nuestra...Sólo nos pide ser afectuosos con nuestros semejantes y ser justos, cumplir bien nuestra misión, trabajar en forma que cada uno sea llamado a la función que mejor pueda llenar, y reciba el justo precio a sus esfuerzos”[92]

De este modo Durkheim daba cumplimiento a todo un programa social, cuyo propósito era resolver la crisis que afectaba a la sociedad industrial. Su proyecto pasaba por integrar los principios que la Modernidad había consagrado como parte fundamental de su ideario socio-político, en el orden productivo de las sociedades de mercado. En este contexto hizo del trabajo, actividad principal para el funcionamiento de dicho orden, la base misma de la sociedad, el elemento a partir del cual ésta se estructuraba de forma legítima con arreglo a los valores que la Modernidad había sancionado. Precisamente por eso, por haber concebido un proyecto socio-político amparado en los presupuestos epistemológicos de la nueva ciencia sociológica en el que los valores inherentes a la Modernidad, es decir, la libertad, la igualdad y la solidaridad, encontraban acomodo en el espacio productivo de la sociedad industrial, la obra de Durkheim recibió el apoyo institucional de la Tercera República Francesa. Por todo ello el éxito de su obra corrió en parte paralelo al de dicho programa político, un programa que también se proponía armonizar el proyecto socio-político de la Modernidad con el de las sociedades de mercado[93].

             

CONCLUSIÓN: SOCIEDAD DEL TRABAJO Y MODERNIDAD

 

El pensamiento de Durkheim supuso la culminación de un discurso que durante tres décadas había hecho del trabajo el centro de todas las actividades públicas. La legitimidad de las actuales sociedades de mercado ha dependido en buena medida de la asunción de este discurso. En efecto, las imágenes que del progreso, la igualdad, la libertad o la justicia social se han hecho estas sociedades no serían comprensibles desvinculadas del trabajo, actividad que de modo principal las vertebra a todas ellas. Visto desde otro punto de vista, la legitimidad del orden social de las modernas sociedades industriales puede verse más o menos erosionado en función de si los individuos perciben que sus posiciones sociales se corresponden más o menos con sus capacidades y méritos laborales. El mundo del trabajo se ha erigido, pues, en el seno de estas sociedades como un escenario privilegiado en el que los individuos aspiran a ver realizados todos los valores que la Modernidad había anunciado.

Ahora bien, si algo caracteriza en la actualidad a estas sociedades es la falta de trabajo y el incremento de la precariedad laboral. “Nos enfrentamos- había escrito Hannah Arendt a mediados del siglo XX- con la perspectiva de una sociedad de trabajadores sin trabajo”[94]. Si la actividad que estructura y cohesiona de forma legítima a las sociedades modernas se hace cada vez más insegura e inestable para un número cada vez mayor de sus miembros, ¿no se erosionará aquel conjunto de representaciones que el pensamiento moderno había asociado a la esfera del trabajo, y, por tanto, la legitimidad del orden social que en ellas se apoyaba? ¿Encuentran en esta realidad sentido algunos de los nuevos discursos que en la actualidad están emergiendo en la esfera del trabajo? Estas preguntas, que cierran el presente artículo, pretenden sugerir nuevas respuestas que nos acerquen un poco más a la comprensión de las sociedades tardo-modernas.

 

  

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NOTAS:

[1] Para el mundo del trabajo en la Antigüedad se puede consultar: Finley, M.I: La economía de la Antigüedad. FCE. Madrid. 1974. Vernant, J.P: Mito y pensamiento en la Grecia Antigua. Ariel. Barcelona. 1985. Vernat, J.P: Travail et esclavage en Grece Ancienne. Complexe. París. 1985. Arendt, H: La condición humana. Paidós. Barcelona. 1998. Veyne, P (dir) Histoire de la vie privée (Vol I). Éditions du Seuil. París. 1985. Cicerón: Los oficios. Espasa Calpe. Madrid. 1959

[2] Acerca de la mentalidad con respecto al trabajo en la Edad Media ver: Le Goff, J: Tiempo, trabajo y cultura en el occidente medieval. Taurus. Madrid. 1983. Le Goff, J: La civilización del Occidente medieval. Juventud. Barcelona. 1969

[3] Los más importantes estudiosos de las sociedades preindustriales están de acuerdo con respecto a estas afirmaciones. Ver: Polanyi, K: La gran transformación. La Piqueta. Madrid. 1997, op cit: pp 88-89 y ss. Vernant, J.P: Mito y pensamiento...op cit: pp 274-75. Le Goff, J: Tiempo, trabajo y cultura en el Occidente medieval.

[4] Citado en: Moya, C: Señas del Leviatán. Estado Nacional y sociedad industrial: España 1936-1980. Alianza Editorial. Madrid. 1984; op cit: p 171

[5] Schumpeter, J: Capitalismo, Socialismo y Democracia. Folio. Barcelona. 1996

[6] Elías, N: El proceso de civilización. FCE. Madrid. 1993; op cit: p 394

[7] Weber, M: Ensayos sobre sociología de la religión (Vol I) Taurus. Madrid. 1998

[8] Arendt, H: La condición humana. Paidós. Barcelona. 1998; op cit: p 277 y ss

[9] Esta es la conocida tesis de M. Weber. Ver: Weber, M: “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”. En: M. Weber: Ensayos sobre sociología de la Religión (Vol I); op cit: pp 78 y ss

[10] Weber, M: “La ética protestante...” op cit: p 162 (las cursivas pertenecen a la obra citada)

[11] Arendt, H: La condición humana; op cit: pp 296 y ss

[12] Citado en: Horkheimer, M y Adorno, T.W: Dialéctica de la Ilustración. Círculo de lectores. Madrid. 2002; op cit: p 51

[13] Hobbes, Th: Leviatán. Editora Nacional. Madrid. 1980; op cit: pp 331-332

[14] Locke, J: Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil. Alianza Editorial. Madrid. 1990; op cit: pp 69 y ss

[15] Hobbes, Th: Leviatán; op cit: p 331

[16] Locke, J: Segundo Tratado...op cit: p 61

[17] Ibid

[18] Díez, Fernando: Utilidad, deseo, virtud. La formación de la idea moderna de trabajo. Península. Barcelona. 2001; op cit: p 28

[19] Genovesi, A: Lecciones de comercio, o bien de economía civil (Vol III). Editado por la viuda de Ibarra, hijos y compañía. Madrid. 1786; op cit: p 8, part. II, cap I (las cursivas pertenecen al texto)

[20] Genovesi, A: Lecciones...op cit: pp 180 y ss (Tomo I, Parte I, cap. XII).  

[21] Ibid; op cit: pp 195-96 (tomo I, parte I, cap XIII). (Las mayúsculas proceden del texto original). Max Weber ha mostrado como el ethos religioso protestante se transformó con el tiempo en una actitud más secularizada. En efecto, aunque la religión sigue sirviendo de apoyatura moral para justificar la dedicación al trabajo, el fin de esta actividad se ha desplazado gradualmente desde el ámbito de lo trascendente al mundo inmanente de los seres humanos y sus propias necesidades materiales.   

[22] Ibid, op cit: p 170 (tomo I, parte I, cap XI)

[23] Ibid; op cit: p 125 (Tomo I, Parte I, Cap IX)

[24] Ibid, op cit: p 101 (Tomo I, Parte I, Cap VIII). En este aspecto los Mercantilistas son herederos de toda una tradición de pensamiento para la que la agricultura gozaba de una especial consideración, ya que de ella provenían todas las materias necesarias para la vida que los hombres podían extraer mediante la puesta en labor de la tierra. La agricultura era en este sentido sinónimo de independencia para quien poseyese un pedazo de tierra del que obtener su sustento. El Mercantilismo, que se desarrolló en sociedades fundamentalmente agrarias, consideró a la agricultura como la principal fuente de estabilidad, ya que suministraba la mayoría de los recursos sin los cuales no podrían operar el resto de las ocupaciones productivas.

[25] Genovesi, A: Lecciones...op cit: p 103 (Tomo I, Part I, Cap VII). Si el comercio tiene importancia en la creación de riqueza dentro de la teoría mercantilista es en la medida en que compra barato las materias de las que no dispone el país para venderlas después más caras. Dicho de otro modo, el comercio es una actividad productiva generadora de riqueza, siempre y cuando no destruya los recursos naturales, fuente primera de todas cuantas riquezas posee el Estado.

[26] Ibid; op cit: p 197 (Tomo I, Parte I, Cap XIII)

[27] Ibid; op cit: p 170 y ss (Tomo I, Parte I, Cap XI)

[28] Ibid; op cit: p 95 (Tomo I, Parte I, Cap VI)

[29] Ibid, op cit: p 170 (tomo I, parte I, cap XI

[30] Ibid; op cit: p 197 (Tomo I, Parte I, Cap XIII)

[31] Ibid; op cit: p 191 (Tomo I, Parte I, Cap IV)

[32] Genovesi, A: Lecciones...op cit: pp 63-64 (Tomo I, Parte I, Cap IV)

[33] Ibid; op cit: 63-63 (Tomo I, Parte I, Cap IV)

[34] Ibid; op cit: p 56 (Tomo I, Parte I, Cap IV)

[35] Ibid; op cit: pp 8-9 (Tomo III, Parte II, Cap I)

[36] Ibid; op cit: p 8 (Tomo III, Parte II, Cap I). Las cursivas proceden del texto

[37] Ibid; op cit: pp 19 (Tomo III, Parte II, Cap I)

[38] Ibid

[39] La riqueza que se obtenía mediante el trabajo estaba destinada, desde esta perspectiva, a proveer al Monarca de los recursos militares y económicos necesarios para sostener las distintas luchas competitivas en las que estaban inmersos los Estados Absolutos. En este sentido el Mercantilismo recibió el amparo y la protección de las distintos Monarcas Absolutos

 

 

[40] Citado en: Naredo, J.M: La economía en evolución. SXXI. Madrid. 1987; op cit: p 111

[41] Los fisiócratas diferenciaron los bienes, que tienen sólo valor de uso, de las riquezas, que pueden ser cambiadas en el mercado generando un determinado valor (valeur vénale en la terminología fisiocrática). En palabras de Quesnay: “El aire que respiramos, el agua que sacamos del río, y todos los demás bienes o riquezas sobreabundantes y comunes a todos los hombres, no son comercializables: son bienes y no son riquezas” (citado en: Weulersse, G: Le mouvement physiocratique en France (tomo II) Mouton. Holanda. 1968; op cit: p 143)

[42] Quesnay; F: Le Tableau Économique y otros estudios económicos. Revista de trabajo. Madrid. 1974; op cit: p 67

[43] El concepto fisiocracia hace precisamente alusión al gobierno de la naturaleza sobre el hombre

[44] La teoría fisiocrática se basó en los métodos racionales y empíricos. Desde su punto de vista, todo conocimiento debe basarse en los datos proporcionados por los sentidos y en la reglas del cálculo matemático. De este modo los fisiócratas construyeron una teoría de la circulación de las riquezas que pretendieron elevar a la categoría de ley natural. Ver: Weulersse, G: Le mouvement physiocratique...op cit: pp 120 y ss (Tomo II, Cap III)

[45] Citado en: Weulersse, G: Le mouvemente Physiocratique en France; op cit: p 108 (Tomo II, Cap III). No obstante, el hecho de considerar a los bienes materiales como elementos fundamentales para el bienestar y la felicidad de los seres humanos sobre la tierra, forma parte ya de una moral secularizada, y, por tanto, moderna, cada vez menos necesitada de principios religiosos para justificarse.

[46] Meek, R.L: La Fisiocracia. Ariel. Barcelona. 1975; op cit: p 263

[47] Marx, K: Manuscritos de economía y filosofía. Alianza Editorial. Madrid. 2001; op cit: p 133 (Las cursivas son del autor)

[48] Smith, A: Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones. FCE. México. 1997

[49] Smith, A: Investigación...op cit: p 31

[50] Ibid; op cit: p 299

[51] Ibid; op cit: pp 300 y ss

[52] Ibid; op cit: pp 33 y ss

[53] Ricardo, D: Principios de economía política y tributación. Aguilar. Madrid. 1959; op cit: pp 3 y ss

[54] Ibid; op cit: pp 219-220

[55] Simmel, G: Filosofía del dinero. Instituto de Estudios Políticos. Madrid. 1977, op cit: p 53

[56] Sieyès, E: ¿Qué es el Tercer Estado? Alianza editorial. Madrid. 1989; op cit:  p 96

[57] Ibid; op cit: p 90

[58] Sieyès, E: ¿Qué es...?; op cit: p 88

[59] Como se sabe fue Engels quien calificó por primera vez de utópicos a los socialistas de la primera mitad del siglo XIX, en el contexto de un artículo publicado en 1880 titulado: “Socialismo: utópico y científico”. Desde su punto de vista, eran utópicos aquellos pensadores que confiaban en que la sociedad podía ser transformada únicamente a través de las evidencias y certezas proporcionadas por la razón humana.

[60] Citado en: Droz, J: (dir) Historia general del Socialismo (Vol I). Destino. Barcelona. 1976; op cit: p 353

[61] Proudhon, J: Oeuvres Choisies. Gallimard. París. 1967 ; op cit: p 245

[62] Marx, K: Manuscritos de economía y filosofía. Alianza Editorial. Madrid. 20001; op cit: p 112

[63] Proudhon, J: Oeuvres...op cit: p 99

[64] Ibid: De la création de l’ordre dans l’humanité ou Principes d’organisation politique. En: Œuvres complètes (Vol. V) Ed. Slatkine. Genève. París. 1982 ; op cit: p 340

[65] Ibid: Oeuvres choisies; op cit: p 245

[66] Ibid; op cit: p 98

[67] Cita de Saint-Simon en: Durkheim, E: El Socialismo. Editora Nacional. Madrid. 1982; op cit: p 224

[68] Saint-Simon, C.H: L’organisateur. En: Œuvres (Tomo I). Anthropos. Genève. 1977; op cit: p 148. Algunos autores, como Marx o Louis Blanc, consideraron, sin embargo, que las capacidades laborales no podían determinar por sí mismas las recompensas, puesto que aquellas formaban parte de una serie de “privilegios naturales” que harían injustas estas recompensas. A partir de este hecho, ambos pensadores sentaron la conocida máxima, “De cada cual, según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades”. Frase que Marx hizo famosa en su Critica al Programa de Gotha. Intergraf. Guadalajara. México. 1971; op cit: p 24, pero que, en realidad, ya estableciera L. Blanc. Ver: González Amuchástegui, J: Louis Blanc y los orígenes del socialismo democrático. SXXI. Madrid. 1989; op cit: p 223

[69] Louis Blanc. Citado en: González Amuchástegui, J: Louis Blanc...op cit: p 289

[70] Fourier, Ch: El nuevo mundo industrial y societario. FCE. México. 1989; op cit: p 85

[71] Saint-Simon, C.H: L’industrie. En: Oeuvres (Tomo I); op cit: p 50

[72] Proudhon, P.J: De la justice dans la Révolution et dans l’Eglise. En: Œuvres complètes (Vol III); op cit: pp 129  

[73] Ibid: De la création de l’ordre dans l’humanité ou Principes d’organisation politique. En: Œuvres (Vol V) ; op cit: p 413

[74] Saint-Simon, C.H: L’organisateur. En: Oeuvres (Tomo II); op cit: p 151

[75] Marx, K: Crítica del Programa de Gotha; op cit: p 24

[76] Saint-Simon, C.H: L’organisateur; op cit: pp 156 y ss

[77] Proudhon, P.J: Filosofía del progreso. Librería de Alfonso Durán. Madrid. 1868; op cit: p 68

[78] Esta era, por ejemplo, la propuesta de Louis Blanc. Ver: González Amuchástegui, J: Louis Blanc y los orígenes...op cit: p 241

[79] A.O, Hirschman: Las pasiones y los intereses. FCE. México. 1978; op cit: p 130

[80] Citado en: S. Lukes: É. Durkheim. Su vida y su obra. SXXI. Madrid. 1984; op cit: p 534 

[81] Durkheim, E: Lecciones de sociología. Schapire. Buenos Aires. 1966; op cit: p 16

[82] Ibid: La educación moral. Morata. Madrid. 2002; op cit: p 110

[83] Citado en: Prólogo de R. Ramos Torre a É. Durkheim: El socialismo; op cit: p 41

[84] Durkheim, É: La división del trabajo social. Akal. Madrid. 1995; op cit: p 154

[85] Ibid; op cit: p 440

[86] Ibid; op cit: pp 280-81

[87] Ibid; op cit: pp 442-43

[88] Ibid; op cit: p 443

[89] Ibid; op cit: p 453

[90] Ibid: Lecciones de sociología. Miño y Dávila. Buenos Aires. 2003; op cit: p 280

[91] Ibid: La división del trabajo...op cit: p 468

[92] Ibid; op cit: p 478

[93] Ver: Prólogo de R. Ramos Torre a: É. Durkheim: El socialismo; op cit: pp 11 y ss. También: C. Moya: Sociólogos y sociología. SXXI. Madrid. 1970; op cit: pp 81 y ss

[94] Arendt, H: La condición Humana. Paidós. Barcelona. 1998; op cit: p 17


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