NÓMADAS - REVISTA CRÍTICA
DE CIENCIAS SOCIALES Y JURÍDICAS 13-2006/1 | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730 |
La
construcción social del concepto moderno de trabajo |
José Fco. Durán Vázquez >>> CV |
El surgimiento
de una nueva mentalidad con respecto al trabajo fue el resultado de un proceso
histórico que se inició en el Occidente Europeo en el siglo
XVII, en medio de las transformaciones socio-políticas que dieron
origen al mundo moderno. Esta nueva mentalidad significó un cambio
de perspectiva de la actitud que los hombres mantenían con respecto
al mundo. En efecto, con anterioridad a este momento las actividades productivas
tenían una escasa consideración. Quienes se dedicaban a estas
tareas lo hacían motivados por la necesidad de atender a los imperativos
de la vida, ocupando las posiciones inferiores de la sociedad. Eran otras
actividades, por el contrario, las que conferían notoriedad y distinción
a los que en ellas participaban, actividades todas ellas cuyo común
denominador era su distanciamiento con respecto a las ocupaciones laborales,
abiertamente despreciadas por las distintas élites sociales. Estas
afirmaciones pueden considerarse válidas para todas las sociedades
preindustriales. En todas ellas la esfera de lo productivo permaneció
como un ámbito residual, buena muestra
de lo cual era la inexistencia de un término específico para
aludir a esta parte de la realidad. Ni en la Antigüedad[1]
ni durante la Edad Media[2]
se utilizó alguna vez el concepto trabajo para referirlo a un singular
campo de la experiencia humana. Tampoco se desarrolló en las sociedades
preindustriales una mentalidad específicamente económica orientada
a la producción permanente de riqueza, en relación con la
cual el trabajo fuese considerado un valor fundamental. La producción
nunca superó en estas sociedades el nivel
de lo concreto. Su función principal era abastecer de objetos útiles
al conjunto de la sociedad, objetos que atendían a diversos aspectos
de la vida humana, desde los más relacionados con su conservación,
hasta los que servían a distintos fines sancionados socialmente[3].
En este contexto las ocupaciones laborales aparecían diversificadas
en una multiplicidad de oficios concretos de carácter privado, que
en nada contribuían a otorgar prestigio a quienes los desempeñaban.
¿Cuáles
fueron, entonces, las circunstancias sociales que propiciaron la inversión tan radical de este pensamiento
con respecto al trabajo?
1-EL CONTEXTO
SOCIAL DE LA NUEVA MENTALIDAD LABORAL
La emergencia
de una nueva actitud con respecto al mundo del trabajo fue el producto de
un proceso social que durante cuatro centurias produjo importantes transformaciones
sociales, que dieron origen a lo que se ha denominado la Modernidad.
La Modernidad
se inauguró en Europa en el siglo XVI, momento a partir del cual
se produjeron una serie de acontecimientos de diferente índole que
alteraron gradualmente la estructura y la mentalidad de estas sociedades.
Estos acontecimientos fueron: el ascenso progresivo de la burguesía,
el Estado Moderno, la Reforma Protestante, la Nueva Ciencia y la filosofía
cartesiana. Todos estos hechos acabaron convergiendo en una misma dirección,
invirtiendo radicalmente la superioridad, hasta ese momento admitida, entre la vida contemplativa y la vida activa.
La consecuencia de dicha inversión fue un cambio del punto de vista
antropológico, cambio en virtud del cual los hombres comenzarán
a ser estimados por los esfuerzos realizados para transformar la naturaleza
en su propio beneficio y en el del conjunto de la sociedad.
Uno de los
eventos que marcó de modo principal el inicio de un nuevo periodo
histórico en el Occidente Europeo fue la emergencia del Estado, forma
de organización política que había estado prácticamente
ausente durante más de diez siglos en el territorio anteriormente
ocupado por el Imperio Romano de Occidente. Entre finales del Siglo XV y
comienzos del XVI se van consolidando en Francia, Inglaterra y España
distintas monarquías que se colocarán a la cabeza de los nuevos
Estados. La aparición del Estado fue un hecho de primera magnitud,
ya que sin su presencia difícilmente se podrían haber desarrollado
las actividades económicas que estarán en la base de lo que
más tarde será la mentalidad capitalista. “Antes de ser económica-
ha señalado Pierre Clastres- la alienación es política,
el poder es anterior al trabajo, lo económico es una derivación
de lo político”[4].
En efecto, los Estados nacientes tendrán que asegurar su hegemonía
sobre el territorio que controlan mediante un aparato militar y administrativo
en continuo expansión, que requerirá para su mantenimiento
de una cantidad creciente de recursos fiscales, cuya recaudación exigirá
a su vez la contratación de nuevo personal al servicio del Estado.
Tal como había afirmado Schumpeter[5],
los impuestos han ayudado simultáneamente a construir y a expandir
el Estado Moderno. La necesidad de nuevos recursos, que por otra parte era
cada vez mayor a causa de las numerosas luchas competitivas en las que se
veían inmersos dichos Estados, empujó a las monarquías
absolutas a solicitar préstamos a las familias burguesas más
acaudaladas a cambio de numerosas ventajas económicas y fiscales.
Fue así como comenzó a fraguarse una relación de interdependencia
entre los Estados Absolutos y las nacientes burguesías. Éstas
proporcionaban a aquellos los préstamos monetarios necesarios para
reducir los déficit fiscales y sufragar
los gastos que generaban las constantes guerras internacionales. Por su
parte, el Estado facilitó, mediante el control de la violencia dentro
del territorio y la acuñación de moneda, las actividades económicas
de la burguesía[6].
Este equilibrio se mantuvo con numerosos vaivenes políticos, hasta
que se quebró en medio de los sucesos revolucionarios que afectaron,
primero a Inglaterra (Revolución de 1688) y más tarde a Francia
(Revolución de 1789). La oposición creciente entre los intereses
del Estado Absoluto y los de la burguesía se resolvió finalmente
en favor de ésta última, que construirá un Estado Nacional
que tendrá como una de sus principales funciones garantizar e impulsar
la economía de mercado.
A través
del proceso que hasta aquí hemos descrito las actividades productivas
irán adquiriendo una mayor importancia, primero por ser un instrumento
imprescindible para el engrandecimiento del Estado, y más tarde por
su contribución al desarrollo de la economía de mercado.
No obstante,
la importancia que fue adquiriendo el trabajo en el conjunto de las actividades
humanas no se debió únicamente a las circunstancias señaladas
anteriormente. Las mentalidades, el modo como los hombres perciben el mundo,
no se deriva inmediatamente de sus intereses materiales. Aunque estos intereses
intervengan objetivamente en las acciones humanas, dichas acciones son,
tal como ha sostenido Max Weber[7],
necesariamente comprensivas. En otras palabras, traducen aquellos intereses
en una serie de representaciones que guían y legitiman la conducta
humana. Desde este punto de vista, la nueva actitud con relación
al trabajo que comenzó a fraguarse en la Época Moderna, no
sólo estuvo relacionada con los procesos objetivos indicados anteriormente,
sino que también fue el producto de un cambio de mentalidad que se
enraíza en una serie de acontecimientos que acabaron por forjar el
mundo moderno.
Los más
importantes de estos acontecimientos fueron: la Reforma Protestante, la
Nueva Ciencia y la Filosofía Racionalista y Empirista. Todos ellos
actuaron en un mismo sentido al distanciar al hombre del mundo que compartía
con sus semejantes, en virtud de un deseo permanente de transformar por
medio de su esfuerzo ese mismo mundo, e incrementar así la riqueza
material a disposición de la especie humana[8].
Fue así como los hombres comenzaron a ser estimados por sus respectivas
conductas laborales, esto es, por los esfuerzos que realizaban para alcanzar
mayores cotas de esa riqueza y, por tanto, de felicidad humana.
Por lo que
se refiere al Protestantismo, el alejamiento
con respecto al mundo estuvo motivado por las incertidumbres que en el creyente
generaba la doctrina de la predestinación[9]. Para
salir de esta duda asfixiante, y obtener por este camino algún indicio
de su posible salvación, los fieles se entregaron a sus actividades
cotidianas con una conducta planificada, racional y austera. La riqueza
pasaba de este modo a ser contemplada como algo moralmente lícito,
siempre y cuando fuese el resultado de una actitud austera que huyese de
toda tentación jactanciosa, en cuyo caso, por el contrario, más
que aceptada, la riqueza debía de ser perseguida y fomentada. Por
esta vía fue como los hombres se entregaron a
la transformación de la naturaleza, en nombre de un proyecto que
implicaba “una vida racional en este mundo”,
aunque su destino no fuese paradójicamente ni “de este
mundo” ni “para este
mundo”[10]. En
otras palabras, los seres humanos se volcaron en la transformación
de un mundo con el que mantenían una relación esencialmente
instrumental.
Cuando
esta actitud se desprendió de su contenido religioso, y la vida del
ser humano en la tierra cobró sentido por sí misma, emergió
una nueva moral que perseguirá un mayor bienestar y felicidad para
el hombre mediante el incremento de la producción y, por tanto, de
la riqueza. Riqueza que todavía conservará una dimensión
concreta, mientras esté relacionada con la cantidad de objetos necesarios
para aumentar la comodidad y el bienestar del género humano sobre
la tierra. Pero que irá adquiriendo paulatinamente un carácter
más abstracto con el desarrollo del proceso de industrialización
capitalista. Carácter del que participará también el
trabajo, considerado el motor fundamental de dicho proceso.
La Ciencia Moderna y el
pensamiento cartesiano influyeron
también de modo determinante en la nueva actitud que el hombre adoptará
con respecto a la naturaleza y a su propia especie, pues cuestionaron la
verdad como algo revelado y relacionado con la experiencia sensorial de los
sujetos, para sustituirla por otro tipo de verdad basada en la experimentación.
La verdad ya no estaba ahora en el mundo donde actuaban los hombres, sino
que se convertía en un hecho objetivo que podía demostrarse
mediante la deducción lógico-matemática y la experimentación[11]. Experimentación
cuyo último sentido radicaba en procurar el mayor número de
utilidades a los seres humanos. Este cambio de orientación con respecto
al mundo aparece claramente expuesto en la obra de Bacon:
“El verdadero fin y la función
de la ciencia- escribe- no está en discursos plausibles, divertidos,
memorables o llenos de efectos, o en supuestos argumentos evidentes, sino
en el obrar y trabajar, y en el descubrimiento de datos hasta ahora desconocidos
para un mejor equipamiento y ayuda en la vida”[12]
En suma,
el protestantismo, la nueva ciencia y la filosofía cartesiana propiciaron,
cada uno a su manera, un cambio en la mentalidad del hombre moderno, que
se distanció del mundo que compartía con sus congéneres
para entregarse, por medio de una conducta racional y austera, a su transformación
material en su propio beneficio.
Esta
nueva orientación coincidió con el progreso gradual de un nuevo
grupo social, la burguesía, que hizo de las actividades mercantiles
y financieras, es decir, de actividades basadas en el hacer más que
en el actuar, el principal criterio para valorar a los seres humanos.
Con el
paso del tiempo todas las circunstancias mencionadas anteriormente concurrieron
para convertir el trabajo en la principal de las actividades públicas.
En los
próximos epígrafes tendremos ocasión de observar como
se fue desarrollando, en el contexto del proceso descrito anteriormente,
una corriente de pensamiento que acabará por conformar la visión
que las sociedades modernas tienen del mundo del trabajo.
2-El DESARROLLO DEL DISCURSO LABORAL DE LA MODERNIDAD:
HOBBES Y LOCKE, MERCANTILISMO Y FISIOCRACIA
A partir del
siglo XVII emergió en Europa, en el ámbito de las importantes
transformaciones que han dado lugar al mundo moderno, un nuevo tipo de pensamiento,
que en un periodo de tres centurias extraerá el trabajo de la oscuridad
de la esfera privada para proyectarlo al primer plano del espacio público.
La primera
etapa de este proceso la recorrieron Hobbes y Locke. La novedad
de sus planteamientos está relacionada con una concepción
de la riqueza vinculada a la acción transformadora
que el ser humano ejerce sobre la naturaleza. En opinión de Hobbes
(1588-1679), “la abundancia depende meramente del trabajo y la industria
de los hombres (con el favor de Dios)”[13].
Locke (1632-1704), por su parte, dará un paso más en esta misma
dirección, y considerará que el trabajo, al ser la actividad
que confiere valor a la mayor parte de los objetos de la naturaleza, debe
estar en el origen de la propiedad:
“Cualquier cosa que (el hombre)
saca del estado en que la naturaleza la produjo y la dejó, y la modifica
con su labor y añade a ella algo que es de sí misma, es, por
consiguiente, propiedad suya. Pues al sacarla del estado común en
el que la naturaleza la había puesto, agrega a ella algo con su trabajo,
y ello hace que no tengan ya derecho a ella los demás hombres. Porque
este trabajo, al ser indudablemente propiedad del trabajador, da como resultado
el que ningún hombre, excepto él, tenga derecho a lo que había
sido añadido a la cosa en cuestión”[14]
Al vincular
el trabajo con la riqueza y la propiedad, Locke introdujo un punto de vista
hasta entonces desconocido. En efecto, para el pensamiento anterior la riqueza
se originaba fundamentalmente en la naturaleza, sin que le hombre interviniese
de modo decisivo en su multiplicación. Sin embargo, desde la perspectiva
lockeana es el ser humano quien tiene la capacidad de transformar los bienes
naturales en riquezas, mediante “el trabajo de su cuerpo y la labor de sus
manos”. Se abría así la posibilidad para que las actividades
laborales fuesen perdiendo gradualmente los signos de vileza que las sociedades
premodernas le habían atribuido.
De todos modos,
tanto el pensamiento de Hobbes como el de Locke aún continuaban lastrados
por concepciones propias de una sociedad agraria, como era la de la Inglaterra
del siglo XVII. En efecto, si bien concedían al trabajo humano una
importancia sin precedentes en la creación de la riqueza, este proceso
creativo todavía estaba sujeto a los límites que marcaba la
propia naturaleza. Desde esta perspectiva, las producciones humanas nada
serían sin la colaboración de la “madre naturaleza”[15],
que “Dios ha dado a los hombres en común”[16].
Sin esa intervención, sin la presencia de un espacio natural en el
que Dios ha puesto al hombre para que “sacara de él lo que más
le conviniera para su vida”[17],
ninguna riqueza jamás se podría haber producido. El trabajo
humano había despertado del letargo al
que lo había condenado el pensamiento medieval y antiguo, pero aún
no se había enseñoreado del mundo. Para que este hecho se
produjese todavía quedaba un largo camino por recorrer, aquél
por el que transitaron las sociedades Europeo-Occidentales desde los albores
de la modernidad.
El Mercantilismo
representó una de las principales etapas de este camino. Desde los
presupuestos mercantilistas el trabajo se convirtió también
en materia de interés y de reflexión pública, por entenderse
que era una de las principales fuentes generadoras de riqueza. Riqueza que
se equiparó en la teoría mercantilista al concepto de valor-utilidad,
de ascendencia escolástica[18].
Con arreglo a este principio el valor de un objeto, su utilidad, estará
en función de las necesidades humanas que satisface. Tal como sostiene
el napolitano Antonio Genovesi (1712-1769), uno de los autores mercantilistas
más importantes, “las necesidades son el origen del valor de todas
las cosas y el precio de éstas es el poder que tiene de satisfacer
nuestras necesidades”[19].
El trabajo
adquirirá, en el contexto de esta argumentación, un papel
de primer orden, al ser la actividad que suministra a la nación los
objetos imprescindibles para cubrir todas sus necesidades, mejorando de
este modo el bienestar de su población, e incrementando por esta
vía la riqueza de la República. Las actividades laborales que
contribuyan más eficazmente a la producción de estos objetos
gozarán, por tanto, de la estima pública; lo contrario sucederá
con aquellas otras que nada aportan en este sentido. A partir de este criterio,
se establecerá una importante diferenciación entre el trabajo
productivo, destinado a la generación de valores de uso, y aquel otro
improductivo que resulta estéril desde esta perspectiva.
En razón
de este hecho, tendrá que ser aumentado el número de los que
con provecho se dedican a alguna de las distintas ocupaciones productivas,
y, por el contrario, reducida la cantidad de los que invierten su tiempo
en tareas improductivas. Así lo aconseja:
“El principio fundamental de
donde dimanan todas las reglas generales y particulares de una buena economía
(...) pues es claro que las riquezas de un país se hallan siempre
en razón directa de la suma de las labores; y así, cuando el
número de los que no producen es pequeño...crecerán
las rentas en proporción, pero si el número de los que sacan
y no ponen es grande...menguarán las rentas así públicas
como privadas (...) debe sentarse por máxima general, que las comodidades,
las riquezas, y la felicidad del Estado (están) en que todos con igualdad
se apliquen, (mientras que) la miseria, la infelicidad y la pobreza (residen)
en la inactividad, en la poltronería y en la ociosidad”[20]
El trabajo,
siempre que sea productivo, esto es, que atienda a las necesidades materiales
de los miembros de la república, deberá ser, por consiguiente,
estimulado y alentado, puesto que de él depende toda la riqueza presente
y futura. Por demás, este estímulo no es en absoluto contrario
a los preceptos divinos, pues:
“Dios quiere que trabajemos
y nos lo dice por la revelación y por la naturaleza. Comerás
el pan con el sudor de tu rostro, NOS DICE POR LOS PROFETAS. LA TIERRA NADA
TE PRODUCIRÁ SIN FATIGA, nos dice por la naturaleza. Si la piedad,
pues, se opone a estas leyes, ¿será bien entendida?”[21]
Por este motivo,
porque “anima al hombre al trabajo”, la religión debe figurar entre
las ocupaciones productivas[22].
Productivas son también todas las actividades que contribuyen a satisfacer
las necesidades de la población, bien sea de modo indirecto, creando
una actitud favorable al trabajo, o directamente, mediante la extracción
y la transformación de los objetos procedentes de la naturaleza.
Entre estas últimas, las más importantes son las artes “primitivas”, es decir,
las actividades agropecuarias y pesqueras, que son las que de modo principal
procuran el sustento a todos los hombres, erigiéndose por ello en
“el fundamento de todos los Estados”[23].
La agricultura merece en este sentido una especial consideración,
porque “acostumbra a los hombres al placer de la sociedad, los hace más
tratables, más activos, más laboriosos, y es la base de un
imperio civil estable y permanente”[24].
Después
de las actividades agropecuarias, las más importantes son las artes secundarias, en particular
la metalurgia y el comercio. La primera, porque perfecciona los recursos
provenientes de la naturaleza haciéndolos más útiles,
incrementando de este modo las “comodidades y riquezas del Estado”. El comercio
porque:
“ocupa y mantiene una infinidad
de familias a expensas de los extranjeros sin cargar al Estado...dando salida
a lo superfluo y sobrante de la nación, estimula y aviva a los artífices
y a los artesanos que, hallando despacho de sus manufacturas, se aplican
con tesón para comprar lo que les falta”[25]
Por debajo
de estas ocupaciones estarían aquellas que, aun no siendo directamente
productivas, garantizarían, sin embargo, el buen funcionamiento de
las que sí lo son. Este sería el caso del gobierno, la milicia,
la educación, e incluso, tal como habíamos señalado
anteriormente, de la religión. El gobierno, promoviendo leyes económicas
y vigilando que “no haya en el cuerpo civil persona que no sirva para algo
como esté hábil para ello”[26];
la milicia[27],
protegiendo los intereses nacionales frente a los extranjeros; la educación,
“instruyendo a los hombres en sus oficios”[28],
y la religión “animando a los hombres al trabajo”[29].
Todas estas actividades encontrarán así su verdadero sentido
en servir del modo más eficaz a las distintas necesidades humanas.
Siendo éste el criterio principal para construir una sociedad bien
ordenada. Dedúcese de esto, por tanto, que no debe de haber “en el
cuerpo civil persona que no sirva para algo como esté hábil
para ello”[30].
Precepto por el que deben velar los poderes públicos: “la máxima
del mínimo posible de los ociosos, es digna de mirarse por los que
gobiernan con la mayor atención”[31].
El trabajo se convertirá de este modo, desde la óptica del
discurso mercantilista, no sólo en una obligación moral que
el gobierno debe promover a toda costa, sino también en el medio principal
para el progreso de los individuos en el seno de la sociedad: “todo hombre,
familia, o estado, que se ingenia y aplica, puede llegar a ser lo mismo que ha sido otro hombre, otro familia, u
otro estado”[32].
El esfuerzo laboral, en otro tiempo identificado con las penalidades que
los hombres tenían que padecer para procurarse su sustento, se ha
transformado ahora en “la escala de los honores”[33]
No obstante,
el trabajo al que se refiere el Mercantilismo aún no ha traspasado
el umbral de las utilidades concretas, cuyo objetivo último sería
hacer más fácil y agradable la vida del ser humano sobre la
tierra. La investigación mercantilista se orientará, pues,
a averiguar como las personas que integran las distintas ocupaciones productivas
pueden “contribuir al adelantamiento de las artes, al aumento de las riquezas,
y, por consiguiente, a su común felicidad”[34].
Desde esta perspectiva, se clasificarán los diferentes oficios atendiendo
a las distintas necesidades humanas que satisfacen; es decir: “Unas que
son de pura naturaleza, otras de comodidad y muchas de regalo y delicadeza”[35].
Este será también el principal criterio para valorar los objetos
producidos con el trabajo humano. “Infiérese de aquí que las
necesidades son el origen del valor de todas las cosas y el precio de éstas
es el poder que tienen de satisfacer
nuestras necesidades”[36].
Por consiguiente, el precio de cualquier mercancía, su valor, estará
en relación directa con la capacidad que tiene para atender de forma
eficaz al mayor número de las necesidades humanas. Dicho de otro
modo, “nace de la estimación y común opinión que (el
pueblo) tiene de las cosas y de los signos que circulan”[37].
Por encima de esta opinión, ninguna “ley puede subir o bajar los
precios de las cosas sin violentar la naturaleza de las mismas”[38].
En suma, en el contexto del discurso mercantilista
el precio es un concepto social que se forma a partir de las necesidades
y las inclinaciones de los miembros de una determinada colectividad.
En este, como
en algunos otros aspectos, el Mercantilismo se reveló como una mentalidad
todavía preindustrial, ajena por completo a cualquier noción
abstracta de riqueza vinculada a una inexistente economía de mercado.
De acuerdo con esta forma de pensar, la riqueza estaba constituida por aquel
conjunto de bienes que engrandecían el Estado elevando el bienestar
y el grado de felicidad de su población. En otras palabras, dicha
riqueza se expresaba en términos sociales y políticos antes
que económicos. Si el trabajo era tan importante, si merecía
tal grado de consideración, era porque hacía a la monarquía
más fuerte y poderosa[39]
y a sus súbditos más prósperos y dichosos. No obstante,
aun mereciendo tan alta estima, todavía se entendía que la
actividad laboral no podría crear ninguna riqueza sin la presencia
de la naturaleza.
Pese a todos
estos elementos tradicionales, el Mercantilismo supuso una etapa decisiva
en el encumbramiento del trabajo. Al hacer de esta actividad uno de los
principales instrumentos para la generación de riqueza, elevó
enormemente su consideración hasta convertirla en uno de los principales
criterios para estructurar y ordenar el conjunto de la sociedad.
Fueron los
Fisiócratas quienes,
sin embargo, superaron algunos de los conceptos más premodernos de
la teoría mercantilista en el contexto de un pensamiento que se pretenderá
más cientificista.
El movimiento
fisiocrático surgió en Francia a mediados del siglo XVIII,
de la mano de una serie de autores especialmente preocupados por investigar
las causas que originaban la riqueza de las naciones. El principal representante
de esta escuela, el que puede ser considerado como su verdadero fundador,
fue François Quesnay, que en su obra principal, “le tableau économique”, publicada
en 1758, expuso los principios esenciales de esta doctrina.
Entre estos
principios el más importante, el que aporta sus particulares señas
de identidad a esta corriente de pensamiento, es el de la productividad
exclusiva de la agricultura. De acuerdo con él, los fisiócratas
sostuvieron que la tierra era la fuente primera y única de todas
cuantas riquezas existían en la nación, ya que de ella provenían
los recursos necesarios para el sustento del conjunto de sus habitantes.
La razón de este hecho radica en que esta actividad es la única
capaz de producir más recursos de los que consume (producto neto). Las demás
ocupaciones serían, sin embargo, esencialmente improductivas por la
razón contraria. En palabras de Quesnay:
“Los trabajos de la industria
producen las obras adecuadas a las necesidades y comodidades de la vida;
pero estas obras no son riquezas para aquellos que las fabrican, más
que en la medida en que sean pagadas por aquellos que las compran; hace falta
en consecuencia, que aquellos que las compran tengan riquezas para pagarlas,
y estas riquezas no pueden venir más que de los beneficios o rentas
que producen los bienes-fondo (de la tierra). Por lo tanto, no hay más
que los productos de los bienes-fondo que sean las riquezas primitivas,
siempre renacientes, con las que los hombres pagan todas las cosas que compran”[40]
Todo el proceso
de creación y circulación de las riquezas[41]
depende, por consiguiente, de la agricultura. Dicho con mayor precisión,
las riquezas se generan dentro del sistema de la circulación capitalista,
pero la fuente originaria de todo este sistema, aquella de la que emanan
todas las riquezas, está en la tierra. Es ella la que produce los
excedentes necesarios para las restantes actividades sociales; excedentes
que, una vez reinvertidos en la agricultura, producirán de nuevo otras
riquezas. Por este motivo, por ser la única ocupación productiva,
los fisiócratas fueron partidarios de una política económica
que, además de reducir los impuestos agrícolas, “favoreciese
los gastos productivos y el comercio de los productos de la tierra”[42].
Ahora bien,
¿qué lugar ocupa el trabajo humano en una teoría como
esta que concede tanta importancia a la agricultura? Si toda la riqueza
tiene su origen en la tierra es porque es la naturaleza, y no los hombres,
la que tiene capacidad productiva[43].
Desde este punto de vista, pueden ser productivos los que invierten en la
agricultura, aunque no trabajen en ella, y, por el contrario, improductivos
los que sí trabajan, pero en otras actividades que nada tienen que
ver con la tierra. En el primer caso estarían, por ejemplo, los rentistas,
y en el segundo los comerciantes. Entonces, ¿por qué merece
ser señalado el pensamiento fisiocrático dentro del proceso
en el que se configuró el concepto moderno de trabajo? En un principio
pareciera que su aportación fuese poco importante, por tratarse de
un pensamiento que valora la tierra por encima del trabajo. Pero sólo
en un principio. Al crear una teoría de la circulación de
las riquezas que respondía a leyes positivas y objetivas[44],
los fisiócratas pusieron las bases para la construcción de
la moderna ciencia económica, en cuyo ámbito el trabajo aparecerá
como un factor de producción de primera importancia. Aun así,
esta doctrina seguía conteniendo numerosos elementos tradicionales.
Tradicional era todavía asignar a la agricultura la exclusiva capacidad
para crear todas las riquezas, siendo la naturaleza, y no el hombre, la
que fijaba los límites más allá de los cuales se hacía
imposible seguir expandiendo el proceso productivo. Tradicional era también
el considerar que el fin de todas cuantas riquezas se producían no
estaba en alimentar el proceso mismo que las había creado, sino en
atender a las numerosas necesidades que contribuían al bienestar
y a la felicidad del género humano. A esta finalidad debían
responder, precisamente, todas las leyes morales que “en lugar de perderse
en las abstracciones de la metafísica (...) hablan a los hombres
de su alimento, de vestido, de habitación; de su vida, de su familia,
de sus necesidades, de sus placeres”[45].
En definitiva, el proceso de creación de riqueza permanece aún
adscrito al ámbito de lo concreto, tanto si lo contemplamos desde
la perspectiva de la oferta como si lo hacemos desde el de la demanda, por
lo que su multiplicación se detendría en cuanto las fuentes
que lo abastecen se agotasen, o resultasen satisfechas las necesidades de
los sujetos que las demandan.
La doctrina
fisiocrática presenta, por todo lo dicho hasta aquí, un carácter
ambiguo. Aunque se exprese en un lenguaje que prefigura en muchos aspectos
el pensamiento económico moderno, el contexto en el que se desarrolla
es todavía premoderno. En efecto, los miembros de esta escuela actuaron
movidos por el deseo de solventar la crisis fiscal de la Monarquía,
sin por ello poner en tela de juicio el orden estamental sobre el que ésta
se asentaba[46].
Para ello propusieron una serie de remedios formulados en un economicismo
racionalista y empirista, que sin embargo estaban destinados a solventar
la crisis financiera del régimen estamental con el que los defensores
de esta doctrina se identificaban. Por decirlo en los términos de
Marx:
“La Fisiocracia es, de forma
directa, la disolución económico-política
de la propiedad feudal, pero por esto, de manera igualmente directa, la
transformación económico-política, la
reposición de la misma, con la sola diferencia de que su lenguaje
no es ya feudal sino económico”[47]
En este lenguaje los Fisiócratas construyeron
la que puede ser considerada como la primera teoría económica
moderna, cuyas potencialidades sólo pudieron ser exploradas por quienes
desarrollaron su pensamiento en contextos sociales que estaban transitando
hacia el industrialismo. Fueron precisamente estos autores, como a continuación
veremos, los que atribuyeron al trabajo humano una potencialidad creativa
hasta entonces desconocida.
3- TRABAJO
Y SOCIEDAD DE MERCADO. A. SMITH Y D. RICARDO: EL TRABAJO COMO ORIGEN Y REPRESENTACIÓN
DE LA RIQUEZA
Adam Smith
y David Ricardo desenvolvieron su pensamiento en un periodo comprendido
entre el siglo XVIII y el primer tercio del siglo XIX, cuando su país,
Inglaterra, comenzaba a industrializarse. Sus reflexiones se vertieron en
el momento preciso en que comenzaban a conformarse las modernas sociedades
de mercado, sociedades para las que la producción orientada hacia
el mercado se convertirá en el principal indicador de la riqueza.
El trabajo, al ser concebido como la actividad humana esencial sin la cual
no se produciría la regeneración continuada del flujo de dicha
riqueza, alcanzará en el contexto de este pensamiento el primer rango
en la escala de las ocupaciones humanas.
Fue A. Smith (1723-1790) quien primero
se aventuró a analizar el trabajo desde la perspectiva antes señalada.
En su conocida obra sobre el origen de la riqueza de las naciones[48]
consideró que era por medio de esta actividad como se producían
y se valoraban todas las riquezas. En su opinión, “el valor de cualquier
bien, para la persona que lo posee y que no piensa usarlo o consumirlo,
es igual a la cantidad de trabajo que puede adquirir o de que puede disponer
por mediación suya”[49].
Valor que únicamente se origina en el esfuerzo laboral que realizan
los seres humanos para producir aquellos bienes. Ahora bien, no todos los
trabajos tienen la misma capacidad de trasladar un determinado valor a los
bienes que producen. En concreto, sólo tienen esta facultad las ocupaciones
laborales que aumentan el precio de los bienes que fabrican, creando así
nuevos valores susceptibles de ser otra vez reinvertidos. Al primer tipo
de trabajo, “por el hecho de producir valor, se le llama productivo; al segundo,
improductivo”[50].
En otros términos, son improductivos los trabajos que no producen
valores de cambio y productivos los que sí lo hacen. Smith es partidario
de reducir al mínimo la cantidad de los que se ejercitan en los primeros,
y de aumentar, por el contrario, el número de los que se emplean
en los segundos[51].
En resumen,
en la teoría smithiana el trabajo aparece reificado por ser simultáneamente
la representación y el origen de la riqueza que se genera en el ámbito
de la economía de mercado. Desde el primer punto de vista, el trabajo
sería la medida universal que permitiría apreciar y comparar
el valor de las distintas mercancías, ya que “en toda época
y circunstancias es caro lo que resulta difícil de adquirir o cuesta
mucho trabajo obtener, y barato lo que se adquiere con más facilidad
y menos trabajo...”[52].
Desde el segundo punto de vista, únicamente por medio del trabajo
productivo se transfieren y se multiplican los valores de los distintos
objetos en la esfera de la circulación capitalista. En fin, a partir
de Smith el esfuerzo laboral, en otro tiempo considerado degradante y atroz
por las penalidades físicas que conllevaba, se convertirá
en la potencia humana esencial que transforma incesantemente unos bienes
en riquezas con el propósito de producir nuevas riquezas.
No obstante,
este doble carácter del factor trabajo, que lo convertía a
un tiempo en medida de cambio y fuente de valor, pronto se reveló
problemático. En efecto, si el trabajo funcionaba como medida universal
para estimar las distintas mercancías, ¿cómo podía
ser él mismo una mercancía? Esta paradoja la abordará
David Ricardo en el seno de su propia teoría económica.
El pensamiento
económico de David Ricardo (1772-1823) se detiene precisamente
en la citada paradoja, a la que tratará de dar respuesta. En su opinión,
Smith había utilizado un mismo concepto de trabajo, aunque referido
a realidades de distinta naturaleza. En efecto, no es lo mismo concebir
el trabajo como una actividad creadora de valor, que entenderlo como una
unidad de medida universal. Desde ambas perspectivas se está pensando
en cantidades de trabajo, aunque de un carácter bien diferente:
“La primera es en muchas circunstancias
una medida estable, que indica correctamente las variaciones de otras cosas;
la segunda está sujeta a las mismas fluctuaciones que las mercancías
que se comparan con ella”[53]
El error de
Smith había sido, según Ricardo, haber identificado valor
y riqueza, sin reparar en que “el valor difiere esencialmente de la riqueza,
pues aquél no depende de la abundancia, sino de la facultad o facilidad
de producción”[54].
Dicho de otro modo, lo que determina esencialmente el precio de una mercancía
es la cantidad de esfuerzo laboral humano que se requiere para producirla.
En este contexto se produce la separación definitiva, que en Smith
todavía no se había consumado, entre trabajo y valores de
uso. Efectivamente, la actividad laboral ya no es tan importante porque
provea a los seres humanos de los objetos útiles y necesarios para
la vida, sino fundamentalmente porque sólo mediante dicho esfuerzo
pueden ser apreciadas y valoradas las distintas mercancías. Por decirlo
en términos simmelianos, todo valor se originará a partir
de ahora en el sacrificio laboral[55].
Sólo mediante este sacrificio será posible vencer una necesidad
que acucia permanentemente al ser humano.
Ricardo resolvía
de este modo la contradicción smithiana: el trabajo no era en ningún
caso una mercancía, sino la actividad que confería valor a
todas las mercancías. Este carácter del trabajo, que lo convertía
en la potencia creativa por excelencia del ser humano, estaba inscrito en
la esfera de la economía de mercado, por lo que dicha potencia tenía
que estar continuamente activándose para la creación permanente
de nuevos valores.
La obra de
Ricardo representó uno de los hitos más señalados en
el encumbramiento de la actividad laboral, considerada a partir de ahora
como una de las manifestaciones más importantes de la creatividad
humana, creatividad que habría de ser liberada para superar todos
los obstáculos relacionados con el origen social. A dicha actividad
se asociarán, por tanto, las nuevas reivindicaciones de igualdad y
libertad que emergieron con los movimientos revolucionarios de finales del
siglo XVIII y el XIX.
4-EL PENSAMIENTO
REVOLUCIONARIO FRANCÉS. SIEYÈS: TRABAJO Y CIUDADANÍA
En el verano
de 1789, en los prolegómenos de la Revolución Francesa, el
abate Emmanuel Sieyès escribió un famoso opúsculo
titulado Qu’est-ce que le Tiers Etat?, en él
desarrollaba una teoría de la representación política
articulada en torno a los miembros del Tercer Estado, sobre los que, en
su opinión, debían recaer la totalidad de los derechos políticos,
pues eran ellos los que con sus trabajos más contribuían al
sostenimiento y enriquecimiento de la nación en su conjunto. La nobleza,
compuesta por aquellos individuos que a causa de sus distintos privilegios
heredados se situaban al margen de esta comunidad de productores, tendría
que estar excluida de la nueva nación así constituida. Es
como “una nación dentro de otra nación”[56],
un cuerpo extraño al que sólo cabe integrar o extirpar.
Frente a aquel
entramado de corporaciones con sus distintos privilegios, propias del Antiguo
Régimen, se afirmará ahora la existencia de un único
cuerpo político, en el que todos sus asociados, iguales por naturaleza,
trabajarán en común bajo unas mismas leyes que son fruto de
la voluntad de todos sus miembros. Esta unidad política, la nación
así constituida, es, en síntesis, “Un cuerpo de asociados
que vive bajo una ley común”[57].
Cuerpo del que serán suprimidas todas las diferencias que no procedan
de la principal actividad que lo articula, esto es, el trabajo que todos
sus miembros realizan en favor de la colectividad en su conjunto. Las posiciones
sociales serán, en fin, en el seno de esta nueva comunidad política
“la recompensa de los talentos y los servicios reconocidos”[58].
El trabajo
se conformó así, en el contexto del pensamiento de Sieyès,
como la actividad configuradora por antonomasia de
la ciudadanía, aquella ocupación a la que irán asociados
la mayoría de los derechos políticos.
Este discurso
tendrá enormes repercusiones en el futuro, ya que será esgrimido
por los distintos movimientos de trabajadores como bandera de entrada en
el espacio público. Ya durante la Revolución Francesa se hizo
evidente su influencia entre los Sans Culotte. No obstante, serán
los movimientos socialistas los que extraerán las máximas consecuencias
de esta ideología, al reivindicar, en calidad de trabajadores, aquellos
derechos que la Revolución Francesa había consagrado como inherentes
a todos los individuos. Para los socialistas, en efecto, el trabajo se había
convertido en la actividad conformadora de la humanidad y de la propia sociedad,
por lo que entendieron que la igualdad, la libertad y la solidaridad sólo
podrían realizarse plenamente en una sociedad de trabajadores.
5-EL PENSAMIENTO
SOCIALISTA. EL TRABAJO, CONFORMADOR DE LA HUMANIDAD Y DE LA SOCIEDAD
Habitualmente
se acostumbra a distinguir entre un pensamiento socialista anterior a Marx
y el marxista propiamente dicho, en función del carácter más
utópico[59]
e idealista del primero frente al pretendido cientifismo del segundo. No
obstante, esta diferencia se revela como menos importante si la consideramos
desde la perspectiva del tema que aquí nos ocupa, la configuración
de la idea moderna de trabajo. En efecto, tanto Marx como los Socialistas
Utópicos coincidieron al estimar que el trabajo era la actividad
por medio de la cual se autoproducía el hombre y la misma sociedad.
Desde ambos puntos de vista, se creerá que las causas de la injusticia
y de la opresión tienen su origen en la existencia de sociedades
profundamente desigualitarias, en las que un pequeño grupo de propietarios
permanecen ociosos imponiendo su ley a una masa de trabajadores que nada
poseen sino es su propia fuerza de trabajo. Una situación que el
socialista utópico Fourier describirá como “lo contrario a
la justicia y a la razón”[60].
Su superación sólo tendrá lugar cuando los hombres puedan
producir sus medios de vida de una forma igualitaria y libre a través
del acto que los define esencialmente, el trabajo. “Todo lo que poseemos,
todo lo que sabemos- escribe Proudhon- proviene del trabajo; toda ciencia,
todo arte, lo mismo que toda riqueza son debidos al trabajo”[61].
“La vida productiva es- en lenguaje marxista- la vida genérica. Es
la vida que crea vida”[62].
Alrededor
de esta actividad deberá, pues, construirse la nueva sociedad que
propugnan todos estos autores. Sociedad que no será más que
el producto de la acción laboral coordinada de unos hombres que pretenden
de este modo superar el estadio de miseria material y espiritual en el que
se encuentran. “La sociedad-escribe Proudhon- debe ser considerada como un
gigante de mil brazos que ejerce todos los oficios y produce simultáneamente
toda la riqueza”[63].
En ella se podrá “elevar la inteligencia del trabajador a las más
altas fórmulas de abstracción y de síntesis”[64].
En conclusión, el trabajo es “la fuerza plástica de la sociedad”[65].
“Construir la sociedad equivale a organizar el trabajo”[66].
En este orden
social articulado en torno a la acción laboral, podrán realizarse
por fin todos aquellos principios que la Revolución Francesa había
enunciado como simples abstracciones vacías, carentes de sentido
para los que sólo disponían del trabajo de su cuerpo y la
labor de sus manos. La desigualdad que había presidido la mayoría
de las sociedades históricas, será ahora sustituida por la
igualdad básica entre individuos pertenecientes a una misma comunidad
de productores, individuos que coordinan conjuntamente sus esfuerzos al servicio
de un mismo fin colectivista, incrementar la riqueza de la sociedad y con
ella el bienestar de todos sus miembros. La asociación así
constituida se opondrá, por tanto, a “los derechos de sangre e incluso
a cualquier tipo de privilegio”[67]
que no emane de la realidad humana esencial de la producción y el
trabajo. Si alguna distinción en este contexto social fuese admisible,
será la que proceda del trabajo, hecho básico que origina y
articula la verdadera sociedad. En efecto, “en una cooperación donde
todos aportan capacidad y participación...no existe otra desigualdad
que las de las capacidades y la de los esfuerzos”[68].
Al no haber ya ninguna desigualdad basada en el nacimiento, los individuos
podrán atender a sus necesidades y desarrollarse personalmente en
el seno de sus respectivas ocupaciones laborales con arreglo a sus potencialidades
naturales. En este hecho radicará “la verdadera libertad”, esto es,
“en el poder dado a cada uno de ejercer completamente todas sus facultades
y de satisfacer plenamente todas sus necesidades”[69].
En estas circunstancias, desaparecerá todo motivo
de desencuentro entre el individuo y la sociedad, toda vez que ésta
aparece como la condición necesaria e imprescindible para el pleno
desarrollo de aquél. Dicho de otro modo, en el nuevo orden societal
“cada individuo, no siguiendo más que su interés personal,
servirá constantemente a los intereses de la masa”[70].
La solidaridad brotará entonces del núcleo mismo de la colectividad
de productores, a la que todos sus miembros se sienten igualmente vinculados
por una misma comunidad de intereses. Por decirlo al modo de Saint-Simon:
“es por la multiplicidad de intereses y de trabajos diversos cuando la fraternidad
de los hombres puede convertirse en un objeto de practica”[71].
Esta solidaridad fraterna no es el fruto, pues, de ningún principio
moral que se eleve por encima de la sociedad y al cual todos sus miembros
se adhieran con una fe trascendente. Muy al contrario, nace de las acciones
laborales coordinadas que los individuos emprenden para vencer su estado
de necesidad material, dando así lugar a la nueva sociedad, medio
a través del cual los seres humanos convierten aquella situación
de necesidad en otra de abundancia y de desarrollo personal. Esta comunidad
es, por consiguiente, la única base posible de todo orden moral, por
ser el ámbito en el que los individuos vinculan sus respectivos progresos
a los de la colectividad. La justicia que aquí impere ya no apelará,
pues, a valores trascendentes que se impongan por encima de la asociación
de productores, sino a otros inmanentes cuyo sentido emane de la lógica
que anima a la colectividad en su conjunto. En concreto, se enuncia que “la
renta de cada uno debe ser igual a su producto”[72],
“la recompensa debe ser igual a la pena”[73].
Cada individuo obtendrá, por ello, “un grado de importancia y de
beneficios proporcionales a su capacidad y a
su esfuerzo”[74].
Ahora bien, para los que, por su menor capacidad, menos puedan contribuir
a esta obra común fraternal en el que se habrá erigido la
futura sociedad socialista, esta máxima moral quedará corregida
por aquella otra que establece: “de cada cual según sus capacidades,
a cada cual según sus necesidades”[75].
Cuando este
estadio por fin se haya alcanzado, la sociedad se estructurará de
una forma justa, esto es, libre, igualitaria y solidaria. Se habrá
producido entonces la plena identificación entre los individuos y
la sociedad, toda vez que ésta se habrá convertido en el medio
más adecuado para la plena satisfacción de las necesidades
y para el más completo desarrollo de las capacidades de aquellos.
En este contexto de perfecta armonía entre los individuos y la colectividad,
se logrará la completa integración social. Se podrá
prescindir entonces de cualquier forma de gobierno. La sociedad no necesitará
ya ser gobernada, sino simplemente administrada[76].
“A la centralización gubernativa sucederá por lo tanto la
solidaridad convencional; a las diversas constituciones de poderes públicos
la organización de las fuerzas económicas”[77].
En este contexto las funciones políticas se disolverán en
meras cuestiones de orden técnico, destinadas a lograr una mayor
eficiencia en la organización del trabajo y la producción,
principales actividades públicas en torno a las cuales se organiza
la nueva asociación de laborantes. Cuando esta realidad se haya por
fin consumado, la sociedad será autogestionada más que gobernada,
al haber ya desaparecido todas las estructuras políticas intermedias
que mantenía a unos hombres presos de la voluntad de otros. Los individuos
no tendrán entonces que obedecer más que a su propia voluntad,
una voluntad que los vincula a la comunidad de la cual depende su subsistencia
física y espiritual.
En resumen,
el pensamiento socialista y marxista hizo del trabajo la actividad configuradora
de la humanidad, aquel acto por medio del cual brotaba la verdadera sociedad,
aquella en la que todos los hombres producirían, a través
de una acción laboral coordinada, sus medios de vida de una forma
libre, igualitaria y solidaria. Para muchos de estos autores el orden socio-político
ideal será, en fin, una especie de república del trabajo organizado
y soberano[78],
en la que todos sus miembros atenderían de una forma autónoma
y solidaria a todas sus necesidades sin descuidar por ello el desarrollo
de sus capacidades.
Con este discurso
tanto el Socialismo como el Marxismo querían dar respuesta a la situación
social creada por la Revolución Industrial. Su lenguaje, aunque adquirió
por este motivo un tono reivindicativo y revolucionario, se vinculaba directamente
con la tradición Ilustrada, con la que compartían el mismo
deseo de organizar la sociedad a partir de la sola fuerza del trabajo productivo.
No obstante, mientras que los pertenecientes a aquella tradición
representaban a los propietarios, los Socialistas y Marx actuaban en nombre
de los que no tenían más propiedad que su propia fuerza de
trabajo. El triunfo del Liberalismo a lo largo del siglo XIX en muchos países
del viejo continente, situó frente a frente a los integrantes de ambas
corrientes de pensamiento; los liberales, legitimando una comunidad presidida
por la iniciativa individual orientada hacia un mercado creador de valor;
los Socialistas, reclamando la transformación revolucionaria de esta
sociedad y sus sustitución por otra vertebrada, no ya por el mercado,
sino por el trabajo colectivo y solidario de todos sus miembros. En las
postrimerías del siglo XIX ambos modelos de sociedad se fueron aproximando
gradualmente, cuando los Liberales comprendieron que el mercado por sí
mismo no sólo era incapaz de organizar la sociedad, sino que acabaría
provocando grandes desordenes sociales y, a la postre, la quiebra del orden
que ellos mismos habían instaurado[79].
Y los socialistas optaron por posiciones más reformistas que renunciaban
a la transformación revolucionaria de la sociedad en favor de un
cambio democrático progresivo y pacífico. El Socialismo democrático
y el Liberalismo acabarán así convergiendo, desde sus respectivas
posiciones ideológicas, hacia un modelo de sociedad articulada en
torno al mercado, en la que se conferirá al trabajo una serie de derechos
que lo convertirán en la base de la moderna ciudadanía.
En este contexto
social se desarrollará la obra de Émile Durkheim, que recogerá
las principales aportaciones del Liberalismo y del Socialismo para integrarlas
dentro de una sociología que legitimará la estructura social
de las modernas sociedades de mercado, sociedades en las que el trabajo
emergerá como la principal actividad, aquella en la que se apoyará
todo el orden social de las citadas colectividades.
6-LA SÍNTESIS
ENTRE LIBERALISMO Y SOCIALISMO. É. DURKHEIM: TRABAJO Y SOLIDARIDAD
SOCIAL
La obra de
Durkheim se desarrolla en un momento histórico en el que son claramente
perceptibles las consecuencias del industrialismo. Su sociología
nace en buena medida como un intento de dar respuesta a dichos problemas
sociales, sin renunciar para ello a las aportaciones del Liberalismo y del
Socialismo. A mayor abundamiento, Durkheim se planteó la necesidad
de resolver la crisis social generada por la Revolución Industrial
incorporando los valores del Socialismo y del Liberalismo a las estructuras
de las sociedades de mercado, unas sociedades para las que la producción
y el trabajo eran las actividades de las que dependía todo su funcionamiento.
Para ello
el sociólogo francés rechazó tanto las propuestas del
socialismo más revolucionario, cuyo ideario pasaba por la transformación
radical del orden del mercado, como las del liberalismo del Laissez faire, que
se había mostrado incapaz de estabilizar la sociedad por la sola
acción del mercado y sin apenas intervención del Estado. Durkheim,
por el contrario, integró los postulados fundamentales de ambas corrientes
ideológicas, el igualitarismo socialista y el individualismo liberal,
para construir una sociología que integraba estos principios en el
ámbito del orden laboral y productivista de las sociedades de mercado.
Visto desde otro punto de vista, trató de armonizar los valores que
desde la Revolución Francesa se habían identificado con la
Modernidad, con aquellos otros pertenecientes al universo social productivista
que había emergido con la Revolución Industrial.
Desde
la perspectiva durkheimiana, el desorden social que padecían las
sociedades modernas no era una consecuencia directa del desarrollo del sistema
industrial: “¿Por qué tendrían nuestras sociedades-
escribía- necesariamente que ser incapaces de conseguir una relativa
armonía con el sistema económico?” [80] No era,
pues, el crecimiento económico por sí mismo el responsable
de la crisis social que afectaba a dichas sociedades, sino la falta de correspondencia
entre este crecimiento económico y el conjunto de normas morales
que toda colectividad necesita para mantenerse integrada. Sin la presencia
de estas normas morales, es decir, de una serie de valores ampliamente admitidos
que vinculen voluntariamente a los individuos a la colectividad, el orden social “no será
aceptado más que por obligación y hasta el día en que
se produzca un esperado desquite”[81]. Se hacía, por tanto,
necesario dotar a las modernas colectividades de una serie de principios
en consonancia con su primera actividad, la producción, y con la
ocupación que la hace posible, el trabajo. Se necesitaba, en definitiva,
una reorganización de la sociedad, una verdadera reforma social fundamentada
en los postulados de la nueva ciencia de la sociedad que Durkheim pretendía
instaurar. Una ciencia que, en consecuencia, renunciaba a toda tentación
especulativa para no centrarse más que “en la realidad observable”[82], es decir, en la sociedad
tal como aparece configurada en el presente, o, para ser más precisos,
en el, hasta ese momento, último estadio de su proceso de desarrollo.
En suma, la tarea que Durkheim se impondrá será el de reordenar
la sociedad “siguiendo las líneas
dinámicas que informan a la misma realidad”[83],
es decir, teniendo en cuenta las distintas etapas que la han ido conformando,
con el propósito de averiguar que tipo de organización social
más convenía al momento presente.
Este será
precisamente el objetivo de su tesis doctoral, La división del trabajo
social. Su punto de partida será
considerar que las sociedades modernas estaban en crisis porque su estructura
social, basada en la división del trabajo, ya no se correspondía
con un entramado de normas morales pertenecientes a periodos anteriores
de su estadio evolutivo. Se trataría, por lo tanto, de salvar esta
distancia construyendo un conjunto de normas morales más adecuadas
al modo de organización de las citadas colectividades, con el fin
de que éstas vuelvan a estar más cohesionadas e integradas.
De acuerdo
con Durkheim, las sociedades modernas habrían progresado desde un
periodo, que se correspondería con las comunidades tradicionales,
en el que el trabajo estaba escasamente dividido, a otro, propio de las sociedades
modernas, en donde esta división sería mucho más importante.
En cada una de estas etapas históricas la estructura de las distintas
sociedades estaría en relación con un conjunto de normas morales
que las mantendrían integradas.
Las sociedades
tradicionales, en las que las funciones son muy generales sin que exista
apenas ningún tipo de especialización, presentan una estructura
social conformada por una serie de segmentos muy semejantes y afines que
generan sentimientos y creencias de la misma naturaleza que vinculan fuertemente
a sus miembros (solidaridad mecánica). A este
tipo social se opondrían las colectividades modernas con una importante
división del trabajo, división que requiere una amplia especialización
de funciones y, por consiguiente, reglamentaciones, normas y valores que
cohesionen la nueva realidad social así constituida. En este contexto
el grado de interdependencia existente entre los individuos que realizan
las distintas funciones sociales, debe ser proporcional al desarrollo que
pueden lograr estos mismos individuos en su particular desempeño.
La solidaridad, el lazo que une a los individuos a la colectividad, que en
este caso es conceptualizada por Durkheim de orgánica, es aquí
diferente. En efecto, en estas sociedades:
“...de una parte, depende cada
uno tanto más estrechamente de la sociedad cuanto más dividido
está el trabajo, y, por otra parte, la actividad de cada uno es tanto
más personal cuanto está más especializada”[84]
Ahora bien,
lo que Durkheim observa en las sociedades modernas es que la principal actividad
que las articula, el trabajo, no produce la deseada solidaridad, ya que sus miembros no se sienten motivados para ejercerlo.
“Para que la división del trabajo produzca la solidaridad- escribe-
no basta...que cada uno tenga su tarea; es preciso, además, que esta
tarea le convenga”[85].
No obstante, lejos de experimentar satisfacción alguna en el desempeño
de dichas tareas, “para la mayor parte de los hombres es esta una virtud
insoportable” que los lleva a anhelar “la ociosidad de los tiempos primitivos”[86].
En estas condiciones, ante la falta de correspondencia entre una estructura
social basada en la división del trabajo y unos sentimientos morales
que rechazan la principal actividad en la que esta realidad se fundamenta,
las sociedades modernas se ven abocadas a una crisis sin freno que pudiera
precipitar el desorden y, finalmente, su desintegración definitiva.
Se hacía
imprescindible, pues, resolver esta situación de acuerdo con los
presupuestos epistemológicos de la nueva ciencia social. Era preciso
construir una reglamentación moral en consonancia con los fines de
la sociedad industrial y con los valores proclamados por la Modernidad. Se
requería, en fin, una obra social en la que estos valores encontrasen
respuesta en las ocupaciones laborales, actividad sobre la cual se erigía
todo el orden social de estas comunidades. Para que así fuese, estas
funciones tenían que aparecer como el lugar privilegiado en el que
los individuos pudiesen desarrollar todas sus capacidades en cooperación
igualitaria con sus semejantes. Este hecho:
“supone, no sólo que
los individuos no son relegados por la fuerza a funciones determinadas,
sino, además, que ningún obstáculo, de cualquier naturaleza
que sea, les impida ocupar en los cuadros sociales el lugar que está
en relación con sus facultades naturales”[87]
En suma, para
que la libertad y la igualdad adquieran sentido en las sociedades modernas,
las funciones laborales tendrán que estar en relación con
las capacidades y los talentos de quienes las desempeñan. Por decirlo
en los términos de Durkheim, cuando “las desigualdades sociales expresen
exactamente las desigualdades naturales”[88].
En síntesis, lo que constituye la esencia de la libertad y de la
igualdad en una sociedad moderna “es la subordinación de las fuerzas
exteriores a las fuerzas sociales”[89],
subordinación que:
“tiende
a borrar, a despojar de toda sanción social, las desigualdades físicas,
materiales, que dependan del azar del nacimiento, de la condición
familiar, para dejar en pié sólo las desigualdades de mérito”[90]
Esta libertad
y esta igualdad impedirían, en definitiva, que ninguna circunstancia
extraña a la capacidad demostrada en el ejercicio profesional obstaculice
el progreso de los individuos en la sociedad.
Cuando este
estadio se alcance desaparecerá cualquier atisbo de conflicto entre
los individuos y la colectividad, toda vez que ésta emergerá
como el único espacio posible en el que aquellos podrán desarrollarse
en condiciones de igualdad con sus semejantes. La sociedad se consagrará
de este modo como un ámbito de relaciones armónicas y solidarias
de la que emanará toda la vida moral: “Haced que se desvanezca toda
la vida social- escribe Durkheim contundentemente- y la vida moral se desvanecerá
al mismo tiempo, careciendo ya de objeto a que unirse”[91].
Nada existe, pues, más allá de la sociedad; de ella procede
todo el significado de la vida colectiva. No obstante, es esta una realidad
que no se impone de forma irracional y coactiva sobre los que a ella pertenecen:
“No hace depender nuestra actividad
de fines que no nos tocan directamente; no hace de nosotros los servidores
de poderes ideales y de naturaleza distinta a la nuestra...Sólo nos
pide ser afectuosos con nuestros semejantes y ser justos, cumplir bien nuestra
misión, trabajar en forma que cada uno sea llamado a la función
que mejor pueda llenar, y reciba el justo precio a sus esfuerzos”[92]
De este modo
Durkheim daba cumplimiento a todo un programa social, cuyo propósito
era resolver la crisis que afectaba a la sociedad industrial. Su proyecto
pasaba por integrar los principios que la Modernidad había consagrado
como parte fundamental de su ideario socio-político, en el orden
productivo de las sociedades de mercado. En este contexto hizo del trabajo,
actividad principal para el funcionamiento de dicho orden, la base misma
de la sociedad, el elemento a partir del cual ésta se estructuraba
de forma legítima con arreglo a los valores que la Modernidad había
sancionado. Precisamente por eso, por haber concebido un proyecto socio-político
amparado en los presupuestos epistemológicos de la nueva ciencia
sociológica en el que los valores inherentes a la Modernidad, es
decir, la libertad, la igualdad y la solidaridad, encontraban acomodo en
el espacio productivo de la sociedad industrial, la obra de Durkheim recibió
el apoyo institucional de la Tercera República Francesa. Por todo
ello el éxito de su obra corrió en parte paralelo al de dicho
programa político, un programa que también se proponía
armonizar el proyecto socio-político de la Modernidad con el de las
sociedades de mercado[93].
CONCLUSIÓN: SOCIEDAD
DEL TRABAJO Y MODERNIDAD
Ahora bien,
si algo caracteriza en la actualidad a estas sociedades es la falta de trabajo
y el incremento de la precariedad laboral. “Nos enfrentamos- había
escrito Hannah Arendt a mediados del siglo XX- con la perspectiva de una
sociedad de trabajadores sin trabajo”[94].
Si la actividad que estructura y cohesiona de forma legítima a las
sociedades modernas se hace cada vez más insegura e inestable para
un número cada vez mayor de sus miembros, ¿no se erosionará
aquel conjunto de representaciones que el pensamiento moderno había
asociado a la esfera del trabajo, y, por tanto, la legitimidad del orden
social que en ellas se apoyaba? ¿Encuentran en esta realidad sentido algunos de los nuevos discursos que en la actualidad
están emergiendo en la esfera del trabajo? Estas preguntas, que cierran
el presente artículo, pretenden sugerir nuevas respuestas que nos
acerquen un poco más a la comprensión de las sociedades tardo-modernas.
BIBLIOGRAFÍA
Arendt, H: La
condición humana. Paidós. Barcelona. 1998
Cicerón: Los oficios. Espasa Calpe. Madrid. 1959
De la création
de l’ordre dans l’humanité ou Principes d’organisation politique. En: Œuvres
(Vol V) Ed. Slatkine. Genève. París. 1982
Díez, Fernando: Utilidad, deseo, virtud. La formación de la idea
moderna de trabajo. Península. Barcelona. 2001
Droz, J: (dir) Historia general del Socialismo (Vol I). Destino. Barcelona.
1976
Durkheim, E: El
Socialismo. Editora Nacional. Madrid. 1982
Durkheim, É: La división del trabajo social. Akal. Madrid. 1995
Durkheim, É: La educación moral. Morata. Madrid. 2002
Durkheim, E: Lecciones
de sociología. Schapire. Buenos Aires. 1966
Elías, N: El proceso de civilización. FCE. Madrid. 1993
Elías, N: La sociedad cortesana. FCE. Madrid. 1993
Finley, M.I: La
economía de la Antigüedad. FCE. Madrid. 1974.
Fourier, Ch: El
nuevo mundo industrial y societario. FCE. México. 1989
Genovesi, A: Lecciones
de comercio, o bien de economía civil (Vol III). Editado por
la viuda de Ibarra, hijos y compañía. Madrid. 1786
González Amuchástegui,
J: Louis Blanc y los orígenes del socialismo democrático.
SXXI. Madrid. 1989
Hirschman,
A.O: Las pasiones y los intereses. FCE. México. 1978;
op cit: p 130
Hobbes, Th: Leviatán.
Editora Nacional. Madrid. 1980
Le Goff, J: La
civilización del Occidente medieval. Juventud. Barcelona. 1969
Le Goff, J: Tiempo,
trabajo y cultura en el occidente medieval. Taurus. Madrid. 1983
Locke, J: Segundo
Tratado sobre el Gobierno Civil. Alianza Editorial. Madrid. 1990
Lukes, S: Émile
Durkheim. Su vida y su obra. SXXI. Madrid. 1984
Marx, K: Contribución
a la crítica de la economía política. Comunicación.
Madrid. 1976
Marx, K: Critica
al Programa de Gotha. Intergraf. Guadalajara. México. 1971
Marx, K: El Capital.
FCE. Madrid. 1999
Marx, K: La ideología
alemana. Universidad de Valencia. 1994
Marx, K: Manifiesto
del Partido Comunista. En: K. Marx y F. Engels: Obras escogidas. Progreso.
Moscú. 1981
Marx, K: Manuscritos
de economía y filosofía. Alianza Editorial. Madrid. 2001
Meek, R.L: La
Fisiocracia. Ariel. Barcelona. 1975
Moya, C: Señas
del Leviatán. Estado Nacional y sociedad industrial: España
1936-1980. Alianza Editorial. Madrid. 1984
Moya, C: Sociólogos
y sociología. SXXI. Madrid. 1970
Naredo, J.M: La
economía en evolución. SXXI. Madrid. 1987
Polanyi, K: La
gran transformación. La Piqueta. Madrid. 1997
Proudhon, P.J: De la justice dans la Révolution et dans l’Eglise. En:
Œuvres complètes (Vol III) Ed. Slatkine. Genève.
París. 1982
Proudhon, P-J: De la création de l’ordre dans l’humanité ou Principes
d’organisation politique. En: Œuvres complètes
(Vol. V) Ed. Slatkine. Genève. París. 1982
Proudhon, P-J: Filosofía del Progreso. Librería de Alfonso Duráan.
Madrid. 1868
Proudhon, P-J: Le droit du travail et le droit de
proprieté. En: Œuvres Complètes (Vol X) Ed. Slatkine. Genève-París.
1982
Proudhon, P-J: Oeuvres Choisies. Gallimard. París. 1967
Proudhon, P-J: Sistema de contradicciones económicas o filosofía
de la miseria. Jucar. Madrid. 1974
Quesnay; F: Le
Tableau Économique y otros estudios económicos. Revista
de trabajo. Madrid. 1974
Ricardo, D: Principios
de economía política y tributación. Aguilar. Madrid.
1959
Saint-Simon, C.H: « De la organización social ». En: Vico Monteoliva
y Rubio Carracedo, J: Escritos sobre educación. Universidad de
Málaga. 1985
Saint-Simon, C.H: Catéchisme des industriels. En: Œuvres de
Saint-Simon (Vol IV) Anthropos. Genève. 1977
Saint-Simon, C.H: El sistema industrial. Edicones de la Revista de Trabajo. Madrid.
1975
Saint-Simon, C.H: Introduction aux travaux scientifiques du XIX siècle.
En: Oeuvres de Saint-Simon (Vol VI) Anthropos. Genève.
1977
Saint-Simon, C.H: L’industrie. En: Œuvres Œuvres de Saint-Simon (Tomo I) Anthropos. Genève. 1977
Saint-Simon, C.H: L’organisateur. En: Œuvres de Saint-Simon (Tomo
I). Anthropos. Genève. 1977
Saint-Simon, C.H: Nouveau Christianisme. En: Œuvres de Saint-Simon
(Vol III) Anthropos. Genève. 1977
Saint-Simon, C.H: Sur la querelle des abeilles et des frelons. En: Oeuvres de Saint-Simon (Vol II) Anthropos. Genève.
1977
Schumpeter, J: Capitalismo, Socialismo y Democracia. Folio. Barcelona. 1996
Sieyès, E: ¿Qué es el Tercer Estado? Alianza editorial. Madrid.
1989
Simmel, G: Filosofía
del dinero. Instituto de Estudios Políticos. Madrid. 1977
Smith, A:
Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza
de las naciones. FCE. México. 1997
Vernant, J.P: Mito y pensamiento en la Grecia Antigua. Ariel. Barcelona.
1985
Vernat, J.P: Travail
et esclavage en Grece Ancienne. Complexe. París. 1985
Veyne, P (dir) Histoire de la vie privée (Vol I). Éditions du
Seuil. París. 1985
Weber, M: Ensayos
sobre sociología de la religión (Vol I) Taurus. Madrid. 1998
Weber, M: Economía
y sociedad. FCE. Madrid. 1993
Weulersse, G: Le mouvement physiocratique en France (2 tomos). Mouton. Holanda.
1968
[1] Para el mundo del trabajo en la Antigüedad se puede
consultar: Finley, M.I: La economía de la Antigüedad.
FCE. Madrid. 1974. Vernant, J.P: Mito y pensamiento en la Grecia
Antigua. Ariel. Barcelona. 1985. Vernat,
J.P: Travail et esclavage en Grece Ancienne. Complexe. París. 1985. Arendt, H: La condición
humana. Paidós. Barcelona. 1998. Veyne, P (dir) Histoire de la vie privée
(Vol I). Éditions du Seuil. París.
1985. Cicerón: Los oficios. Espasa Calpe. Madrid.
1959
[2] Acerca de la mentalidad con respecto al trabajo en la Edad
Media ver: Le Goff, J: Tiempo, trabajo y cultura en el occidente
medieval. Taurus. Madrid. 1983. Le Goff, J: La civilización
del Occidente medieval. Juventud. Barcelona. 1969
[3] Los más importantes estudiosos de las sociedades
preindustriales están de acuerdo con respecto a estas afirmaciones.
Ver: Polanyi, K: La gran transformación. La Piqueta.
Madrid. 1997, op cit: pp 88-89 y ss. Vernant, J.P: Mito y pensamiento...op cit: pp 274-75. Le
Goff, J: Tiempo, trabajo y cultura en el Occidente medieval.
[4] Citado en: Moya, C: Señas del Leviatán.
Estado Nacional y sociedad industrial: España 1936-1980. Alianza
Editorial. Madrid. 1984; op cit: p 171
[5] Schumpeter, J: Capitalismo, Socialismo y Democracia.
Folio. Barcelona. 1996
[6] Elías, N: El proceso de civilización.
FCE. Madrid. 1993; op cit: p 394
[7] Weber, M: Ensayos sobre sociología de
la religión (Vol I) Taurus. Madrid. 1998
[8] Arendt, H: La condición humana. Paidós.
Barcelona. 1998; op cit: p 277 y ss
[9] Esta es la conocida tesis de M. Weber. Ver: Weber, M: “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”.
En: M. Weber: Ensayos sobre sociología de la Religión
(Vol I); op cit: pp 78 y ss
[10]
Weber, M: “La ética protestante...” op
cit: p 162 (las cursivas pertenecen a la obra citada)
[11]
Arendt, H: La condición humana; op cit:
pp 296 y ss
[12] Citado en: Horkheimer, M y Adorno, T.W: Dialéctica
de la Ilustración. Círculo de lectores. Madrid. 2002;
op cit: p 51
[13] Hobbes, Th: Leviatán. Editora Nacional.
Madrid. 1980; op cit: pp 331-332
[14] Locke, J: Segundo Tratado sobre el Gobierno
Civil. Alianza Editorial. Madrid. 1990; op cit: pp 69
y ss
[15] Hobbes, Th: Leviatán; op cit: p 331
[16] Locke, J: Segundo Tratado...op
cit: p 61
[17] Ibid
[18] Díez, Fernando: Utilidad, deseo, virtud.
La formación de la idea moderna de trabajo. Península.
Barcelona. 2001; op cit: p 28
[19] Genovesi, A: Lecciones de comercio, o bien de
economía civil (Vol III). Editado por la viuda de Ibarra, hijos
y compañía. Madrid. 1786; op cit: p 8, part.
II, cap I (las cursivas pertenecen al texto)
[20] Genovesi, A: Lecciones...op
cit: pp 180 y ss (Tomo I, Parte I, cap. XII).
[21] Ibid; op cit: pp 195-96 (tomo I, parte I, cap XIII). (Las mayúsculas proceden del texto original). Max
Weber ha mostrado como el ethos religioso protestante se transformó
con el tiempo en una actitud más secularizada. En efecto, aunque la
religión sigue sirviendo de apoyatura moral para justificar la dedicación
al trabajo, el fin de esta actividad se ha desplazado gradualmente desde
el ámbito de lo trascendente al mundo inmanente de los seres humanos
y sus propias necesidades materiales.
[22] Ibid, op cit: p 170 (tomo I, parte
I, cap XI)
[23] Ibid; op cit: p 125 (Tomo I, Parte
I, Cap IX)
[24] Ibid, op cit: p 101 (Tomo I, Parte
I, Cap VIII). En este aspecto los Mercantilistas
son herederos de toda una tradición de pensamiento para la que la
agricultura gozaba de una especial consideración, ya que de ella provenían
todas las materias necesarias para la vida que los hombres podían
extraer mediante la puesta en labor de la tierra. La agricultura era en este
sentido sinónimo de independencia para quien poseyese un pedazo de
tierra del que obtener su sustento. El Mercantilismo, que se desarrolló
en sociedades fundamentalmente agrarias, consideró a la agricultura
como la principal fuente de estabilidad, ya que suministraba la mayoría
de los recursos sin los cuales no podrían operar el resto de las
ocupaciones productivas.
[25] Genovesi, A: Lecciones...op
cit: p 103 (Tomo I, Part I, Cap VII). Si el comercio tiene importancia
en la creación de riqueza dentro de la teoría mercantilista
es en la medida en que compra barato las materias de las que no dispone el
país para venderlas después más caras. Dicho de otro
modo, el comercio es una actividad productiva generadora de riqueza, siempre
y cuando no destruya los recursos naturales, fuente primera de todas cuantas
riquezas posee el Estado.
[26] Ibid; op cit: p 197 (Tomo I, Parte
I, Cap XIII)
[27] Ibid; op cit: p 170 y ss (Tomo I, Parte I, Cap XI)
[28] Ibid; op cit: p 95 (Tomo I, Parte
I, Cap VI)
[29] Ibid, op cit: p 170 (tomo I, parte I, cap XI
[30] Ibid; op cit: p 197 (Tomo I, Parte
I, Cap XIII)
[31] Ibid; op cit: p 191 (Tomo I, Parte
I, Cap IV)
[32] Genovesi, A: Lecciones...op
cit: pp 63-64 (Tomo I, Parte I, Cap IV)
[33] Ibid; op cit: 63-63 (Tomo I, Parte I, Cap IV)
[34] Ibid; op cit: p 56 (Tomo I, Parte
I, Cap IV)
[35] Ibid; op cit: pp 8-9 (Tomo III, Parte
II, Cap I)
[36] Ibid; op cit: p 8 (Tomo III, Parte II, Cap I). Las cursivas proceden del texto
[37] Ibid; op cit: pp 19 (Tomo III, Parte
II, Cap I)
[38] Ibid
[39] La riqueza que se obtenía mediante el trabajo estaba
destinada, desde esta perspectiva, a proveer al Monarca de los recursos
militares y económicos necesarios para sostener las distintas luchas
competitivas en las que estaban inmersos los Estados Absolutos. En este
sentido el Mercantilismo recibió el amparo y la protección
de las distintos Monarcas Absolutos
[40] Citado en: Naredo, J.M: La economía en
evolución. SXXI. Madrid. 1987; op cit: p 111
[41] Los fisiócratas diferenciaron los bienes, que tienen
sólo valor de uso, de las riquezas, que pueden ser cambiadas en el
mercado generando un determinado valor (valeur vénale en la terminología
fisiocrática). En palabras de Quesnay: “El aire que respiramos, el
agua que sacamos del río, y todos los demás bienes o riquezas
sobreabundantes y comunes a todos los hombres, no son comercializables:
son bienes y no son riquezas” (citado en: Weulersse, G: Le mouvement
physiocratique en France (tomo II) Mouton. Holanda. 1968; op cit: p 143)
[42] Quesnay; F: Le Tableau Économique y otros
estudios económicos. Revista de trabajo. Madrid. 1974; op cit: p 67
[43] El concepto fisiocracia hace precisamente alusión
al gobierno de la naturaleza sobre el hombre
[44] La teoría fisiocrática se basó en los
métodos racionales y empíricos. Desde su punto de vista, todo
conocimiento debe basarse en los datos proporcionados por los sentidos y
en la reglas del cálculo matemático. De este modo los fisiócratas
construyeron una teoría de la circulación de las riquezas
que pretendieron elevar a la categoría de ley natural. Ver: Weulersse, G: Le mouvement physiocratique...op cit: pp 120 y ss (Tomo II, Cap III)
[45] Citado en: Weulersse, G: Le mouvemente Physiocratique
en France; op cit: p 108 (Tomo II, Cap III). No obstante,
el hecho de considerar a los bienes materiales como elementos fundamentales
para el bienestar y la felicidad de los seres humanos sobre la tierra, forma
parte ya de una moral secularizada, y, por tanto, moderna, cada vez menos
necesitada de principios religiosos para justificarse.
[46] Meek, R.L: La Fisiocracia. Ariel. Barcelona. 1975;
op cit: p 263
[47] Marx, K: Manuscritos de economía y filosofía. Alianza Editorial. Madrid. 2001; op cit: p 133 (Las cursivas son del autor)
[48] Smith, A: Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones. FCE. México. 1997
[49] Smith, A: Investigación...op cit: p 31
[50] Ibid; op cit: p 299
[51] Ibid; op cit: pp 300 y ss
[52] Ibid; op cit: pp 33 y ss
[53] Ricardo, D: Principios de economía política y tributación. Aguilar. Madrid. 1959; op cit: pp 3 y ss
[54] Ibid; op cit: pp 219-220
[55] Simmel, G: Filosofía del dinero. Instituto de Estudios Políticos. Madrid. 1977, op cit: p 53
[56] Sieyès, E: ¿Qué es el Tercer Estado? Alianza editorial. Madrid. 1989; op cit: p 96
[57] Ibid; op cit: p 90
[58] Sieyès, E: ¿Qué es...?; op cit: p 88
[59] Como se sabe fue Engels quien calificó por primera vez de utópicos a los socialistas de la primera mitad del siglo XIX, en el contexto de un artículo publicado en 1880 titulado: “Socialismo: utópico y científico”. Desde su punto de vista, eran utópicos aquellos pensadores que confiaban en que la sociedad podía ser transformada únicamente a través de las evidencias y certezas proporcionadas por la razón humana.
[60] Citado en: Droz, J: (dir) Historia general del Socialismo (Vol I). Destino. Barcelona. 1976; op cit: p 353
[61] Proudhon, J: Oeuvres Choisies. Gallimard.
París. 1967 ; op cit: p 245
[62] Marx, K: Manuscritos de economía y filosofía. Alianza Editorial. Madrid. 20001; op cit: p 112
[63] Proudhon, J: Oeuvres...op
cit: p 99
[64] Ibid: De la création de l’ordre dans
l’humanité ou Principes d’organisation politique. En: Œuvres complètes (Vol. V) Ed. Slatkine. Genève.
París. 1982 ; op cit: p 340
[65] Ibid: Oeuvres choisies; op
cit: p 245
[66] Ibid; op cit: p 98
[67] Cita de Saint-Simon en: Durkheim, E: El Socialismo. Editora Nacional. Madrid. 1982; op cit: p 224
[68] Saint-Simon, C.H: L’organisateur. En:
Œuvres (Tomo I). Anthropos. Genève. 1977; op cit: p 148. Algunos autores, como Marx o Louis Blanc, consideraron,
sin embargo, que las capacidades laborales no podían determinar por
sí mismas las recompensas, puesto que aquellas formaban parte de
una serie de “privilegios naturales” que harían injustas estas recompensas.
A partir de este hecho, ambos pensadores sentaron la conocida máxima,
“De cada cual, según sus capacidades; a cada cual según sus
necesidades”. Frase que Marx hizo famosa en su Critica al Programa
de Gotha. Intergraf. Guadalajara. México. 1971; op
cit: p 24, pero que, en realidad, ya estableciera L. Blanc. Ver: González
Amuchástegui, J: Louis Blanc y los orígenes del
socialismo democrático. SXXI. Madrid. 1989; op cit:
p 223
[69] Louis Blanc. Citado en: González Amuchástegui, J: Louis Blanc...op cit: p 289
[70] Fourier, Ch: El nuevo mundo industrial y societario. FCE. México. 1989; op cit: p 85
[71] Saint-Simon, C.H: L’industrie. En: Oeuvres (Tomo I); op cit: p 50
[72] Proudhon, P.J: De la justice dans la Révolution
et dans l’Eglise. En: Œuvres complètes (Vol III);
op cit: pp 129
[73] Ibid: De la création de l’ordre dans l’humanité ou Principes
d’organisation politique. En: Œuvres (Vol V) ;
op cit: p 413
[74] Saint-Simon, C.H: L’organisateur. En:
Oeuvres (Tomo II); op cit: p 151
[75] Marx, K: Crítica del Programa de Gotha; op cit: p 24
[76] Saint-Simon, C.H: L’organisateur; op cit: pp 156 y ss
[77] Proudhon, P.J: Filosofía del progreso. Librería de Alfonso Durán. Madrid. 1868; op cit: p 68
[78] Esta era, por ejemplo, la propuesta de Louis Blanc. Ver: González Amuchástegui, J: Louis Blanc y los orígenes...op cit: p 241
[79] A.O, Hirschman: Las pasiones y los intereses. FCE. México. 1978; op cit: p 130
[80] Citado en: S. Lukes: É. Durkheim. Su vida y su obra. SXXI. Madrid. 1984; op cit: p 534
[81] Durkheim, E: Lecciones de sociología.
Schapire. Buenos Aires. 1966; op cit: p 16
[82] Ibid: La educación moral. Morata. Madrid. 2002; op cit: p 110
[83] Citado en: Prólogo de R. Ramos Torre a É. Durkheim: El socialismo; op cit: p 41
[84] Durkheim, É: La división del trabajo social. Akal. Madrid. 1995; op cit: p 154
[85] Ibid; op cit: p 440
[86] Ibid; op cit: pp 280-81
[87] Ibid; op cit: pp 442-43
[88] Ibid; op cit: p 443
[89] Ibid; op cit: p 453
[90] Ibid: Lecciones de sociología. Miño y Dávila. Buenos Aires. 2003; op cit: p 280
[91] Ibid: La división del trabajo...op cit: p 468
[92] Ibid; op cit: p 478
[93] Ver: Prólogo de R. Ramos Torre a: É. Durkheim: El socialismo; op cit: pp 11 y ss. También: C. Moya: Sociólogos y sociología. SXXI. Madrid. 1970; op cit: pp 81 y ss
[94] Arendt, H: La condición Humana. Paidós. Barcelona. 1998; op cit: p 17