NÓMADAS - REVISTA CRÍTICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURÍDICAS
13-2006/1 | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730
Aura y Fetiche
Jprdi Carmona Hurtado
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 RESUMEN.- En este ensayo se escenifica una especie de pequeña historia dialéctica de la modernidad en torno a las nociones de aura y fetiche y otras relacionadas. Esta dialéctica posibilitaría una introducción a una génesis de lo que podría llamarse "el brillo moderno", que respondería al problema propio del sentido desde un punto de vista crítico, en un recorrido peculiar. Se llega entonces entre otras cosas a una tesis-concepto crítico de imagen, a la vez que se comienzan a elucidar de pasada algunos otros problemas adyacentes típicos de la producción y reproducción del capitalismo. El ensayo se detiene en el umbral de la posmodernidad, ofreciendo algunas pistas conceptuales de primera orientación a la misma. 

«―… Pero no es la cosa lo que quiero sino la idea de la cosa.
―Entonces, no es más que publicidad ―le recordé.»
Andy Warhol, Mi filosofía de A a B y de B a


Aura y fetiche son dos conceptos que reclaman en historia de la filosofía acotación: aura de la obra de arte y carácter fetiche de la mercancía. El primero, tal y como lo crea y delimita Benjamin en su célebre y brillante ensayo Das Kunstwerk im Zeitalter seiner technischen Reproduzierbarkeit responde a un problema teórico en un momento muy específico de la historia del arte, en particular en una historia técnica, momento que plantea inmediatamente problemas políticos, mientras que el segundo, acuñado por Marx en su gran obra Das Kapital, se sitúa en el marco de un análisis económico. Arte para el aura y fetiche para la economía, por tanto, siendo ambos pertenecientes a una tradición de pensamiento que podríamos llamar a falta de mejor término teoría crítica. Sin embargo, tanto uno como otro parecen en principio desbordar sus respectivos contextos de aparición: ¿No suena más bien aura a una categoría religiosa y fetiche a una noción de teoría del deseo, esto es, de psicoanálisis? Bien, el propósito de este ensayo es analizar las relaciones entre ambos conceptos en ciertas escenas de la modernidad y modernidad tardía, que en su complicada dialéctica que atraviesa campos como el de la estética, la política, las prácticas cultuales, la economía o la teoría del deseo dibujan un panorama problemático del que los tiempos se siguen alimentando.

La primera constatación del Capital es: «La riqueza de las sociedades en las cuales reina el modo de producción capitalista se anuncia como “una inmensa acumulación de mercancías”.»[1] Pero, ¿por qué la mercancía se anuncia, y no simplemente es? ¿Por qué necesita este suplemento? Esta pregunta concentra todo el cometido crítico de Marx en el Capital: mostrar el carácter ideológico de los análisis de la riqueza de los economistas políticos clásicos (Adam Smith, Ricardo), que no logran teorizar correctamente las relaciones de producción modernas (a las que Marx engloba bajo el nombre de capitalismo), y que por tanto permanecen completamente ciegos frente a lo específico de la economía en las sociedades que se rigen por este género de relaciones de producción.  Lo específico del capitalismo para Marx, sin embargo, no es la mercancía, ni el mercado como espacio propio de la mercancía, sino la producción de plus-valor. De esta producción de plus-valor provienen todas las desigualdades socioeconómicas que hacen del proletariado la clase anulada de la historia. Pero con todo, la categoría de mercancía persiste con una importancia mayor para el análisis, pues concentra, por decirlo de esta manera, en un primum datum fenoménico aparentemente banal las “argucias teológicas y sutilezas metafísicas” de la ideología capitalista.

Pero antes de pasar al análisis mismo del fetichismo, algunas indicaciones sobre el plus-valor. Las mercancías (así como el dinero) ya existen en la historia, pero es su conexión con la creación de plus-valor las que otorgan especificidad a las relaciones de producción modernas: la transformación de las mercancías y el dinero en capital.

Desde el punto de vista del dinero, para que una suma determinada (capital potencial) pueda transformarse en capital real, se necesita una relación social que le permita acrecentarse, convirtiéndose la suma determinada de dinero en una suma fluida, perdiendo su forma fija, aumentando. A diferencia de lo que Marx llama formas simples de producción mercantil, en el capitalismo hay una suma igual a x en un principio, y al final del proceso de producción la suma se transforma en x + ∆, correspondiendo la letra griega ∆ al aumento de capital. Pero con todo, se necesita otro factor para situarse plenamente en el capitalismo, que pertenece a la esfera del intercambio de mercancías. Pues, el capital no existe allí donde sólo se intercambian equivalentes, otra vez en la esfera de producción simple, sino en el intercambio de no-equivalentes. El lado ideológico y mistificador del capitalismo tal y como se describe desde la economía burguesa consiste en enmascarar una novedad cualitativa en las relaciones de producción con conceptos tomados de condiciones ya sobrepasadas. Así, Marx necesita introducir el concepto de capital para hacer notar esta diferencia, más allá del dinero y la mercancía. El intercambio en el seno del cual el dinero deviene capital no es en relación a las mercancías, sino a su contrario, a la fuerza de trabajo vivo. El trabajo es el único valor de uso contra el cual el dinero, capital virtual, puede intercambiarse dando como resultado una conservación y aumento del valor de cambio. Esto es precisamente el plus-valor, producido por el intercambio desigual entre dos valores no-equivalentes: el obrero vende al capitalista el valor de uso de su fuerza de trabajo, que producirá un valor de cambio muy superior al que recibe como salario.

Hay por tanto una doble desigualdad en el proceso de producción capitalista, en el intercambio mismo y en los valores que se intercambian. Bajo esta perspectiva podemos afirmar que, si bien la primera desigualdad se ha ido matizando en cierta medida con las progresivas concesiones burguesas al proletariado en las sociedades capitalistas avanzadas, la segunda desigualdad es estructural y por tanto condición de existencia del capitalismo mismo.

En cuanto a la mercancía, y una vez apuntados los ajustes a los que Marx somete a esta noción en su análisis general, en primer lugar debe establecerse su diferencia con la cosa. La cosa, tal como la entiende Marx, cosa natural, no tiene valor en sí: necesita del trabajo social (división del trabajo), que hace de mediador entre el hombre y la naturaleza, y un trabajo útil además, para convertirse en mercancía. Pero el problema y el misterio de la mercancía es su doble carácter, pues es cosa y mercancía a la vez: por un lado simple valor de uso, por otro producto social. Valor de uso y valor de cambio: estos son el lado físico y el lado metafísico de la mercancía. En el mercado, en las sociedades modernas capitalistas, este doble carácter se oculta, presentando una falsa abstracción del valor de la mercancía, como simple valor de cambio. Marx denuncia esta abstracción, así como todo carácter “natural” del valor, pues esconde todos los trabajos diversos y concretos que hay detrás. Hablar de dinero tampoco abstrae nada verdaderamente, pues es un equivalente más entre otros; también se podría hacer de cualquier otra mercancía (Marx pone el ejemplo de la tela) esa especie de equivalente universal. No hay valor primero, por tanto, ninguna mercancía ocupa una posición privilegiada frente a las otras, y por tanto no hay naturalidad, sino sólo socialidad. El producto de trabajo no es dinero (valor de cambio), sino un mixto (mercancía: valor de cambio y valor de uso). El dinero reenvía a otras mercancías, no es ningún término en el proceso de producción. Esta es la gran fuerza de los análisis de Marx: al introducir la historia y materializar la economía, denuncia las relaciones sociales ocultas en el capitalismo, que trata de hacer tabla rasa sobre todo rasgo cualitativo en la producción de las riquezas.

No es por tanto el mercado la instancia que debería regular el precio (y por consecuencia el valor) de la mercancía, una vez producida; sino que en el mismo proceso de producción ya se determina el valor, definido por dos variables: tiempo de trabajo y fuerza productiva, ambas producto del trabajo humano. Éste es el valor constante de la mercancía, ninguneado por la economía burguesa, que sólo presta atención al valor relativo, el que recibe una mercancía concreta cuando se compara a otras en el mercado, y que en realidad está regulado por el valor constante.

Si el trabajo produce el valor de uso, y de este modo la sociedad accede a la satisfacción de sus deseos y necesidades (en este punto Marx no establece distinción), en la economía capitalista el valor de uso está subordinado de manera constante al valor de cambio. Y así el valor concreto se subordina al abstracto, con el inconveniente de que el trabajador puede acceder o no a las mercancías que necesita o desea, pues no es la sociedad la que regula los precios (valor de cambio), sino el mecanismo Mercado. El capitalismo se describe como: «Una sociedad donde la forma mercancía se ha convertido en la forma general de los productos del trabajo, donde por consecuencia la relación de los hombres entre sí como productores y cambistas de mercancías es la relación social dominante.»[2] Este es el aspecto plenamente inhumano del capitalismo, que provoca que el marxismo no sólo sea una teoría económica: de la economía, a la historia, a la política, el marxismo proporciona del mismo modo una teoría de la praxis revolucionaria, emancipadora, pues todo análisis es crítico al situarse en contra del orden económico-político establecido. La posición correcta en este sentido dentro de la teoría crítica respecto de la mercancía será la que otorgue un contenido material y concreto a nociones como alienación en el propio Marx, o reificación en análisis posteriores (en Adorno y Horckheimer principalmente, también en Lukács), apartando el análisis de la temática de la conciencia[3].

El doble carácter de la mercancía la define como objeto propio del sistema capitalista, objeto que tiene, como hemos visto, un lado material y otro inmaterial. Esta extraña mixtura es la que provoca la fascinación que Marx llama fetichismo. El mercado bajo este punto de vista aparece como una especie de configuración metafísica realizada, en cada mercancía su carácter simple y natural (valor de uso), y su carácter social y sobrenatural (valor de cambio). La mercancía se sitúa en el centro de la vida social, circula en el mercado regulando las relaciones entre los hombres: éstos contemplan como encantados. Marx no acaba de definir muy claramente el fetichismo: utiliza símiles, lo asocia con caracteres religiosos sobre todo[4]. Pero tanto la mercancía como su carácter de fetiche no ocupan un lugar central en su reflexión. Es una idea que se indica, y respecto de la que habrá que esperar a desarrollos ulteriores para percibir toda su fuerza.

Si retomamos la primera frase del capítulo sobre la mercancía del Capital, esta vez en alemán: «Der Reichtum der Gesellschaften, in welchen kapitalistische Produktionsweise herrscht, erscheint als eine "ungeheure Warensammlung", die einzelne Ware als seine Elementarform  Si la riqueza en la versión francesa s'annonce (se dice a sí misma, se publicita, se canta, se autopresenta) como mercancía, en alemán el verbo utilizado es erscheinen. Este verbo remite a scheinen, que subraya el lado aparente, público, superficial del anunciarse de la riqueza. El anuncio es en la manera de brillo (igual que en el inglés shine), de fenómeno, de algo que reluce. Pero este brillo es al mismo tiempo la Elementarform de las sociedades en las que reina el modo de producción capitalista. ¿Cómo puede ser un mero (epi)fenómeno, un brillo, la forma elemental de toda una época? Aquí se concentra el carácter de fetiche de la mercancía, el tipo de fascinación que la caracteriza: por una parte hay la riqueza, los recursos propios de la sociedad, contables en forma de valor de uso, materiales, simples, cualitativos; por otra, la mercancía, esa especie de quimera, de cosa fantástica, que al mismo tiempo contiene y oculta el carácter cualitativo de la riqueza. No es de extrañar que, en este preciso instante, lo que no es material en el objeto capitalista, la idea de este mismo objeto (lo que podría ser considerado para los antiguos), sea considerado como ideología: de la idea pasamos en el capitalismo al mero brillo. Y si la idea se asocia con actitudes como la contemplación, actitud virtuosa, el brillo de la mercancía provoca en cambio fascinación, seducción, fetichismo. En el materialismo de Marx existe efectivamente un tránsito entre la idea (brillo) y la cosa (mercancía), pero es complejo y tortuoso: el fetiche.

 En el Manifiesto Comunista, dentro de ese célebre pasaje que es una especie de gran canto a la condición revolucionaria de la burguesía se puede leer lo siguiente:

 «Todas las relaciones sociales tradicionales y consolidadas, con su cortejo de creencias y de ideas admitidas y veneradas, quedan rotas: las que las reemplazan caducan antes de haber podido cristalizar. Todo lo que era sólido y estable es destruido; todo lo que era sagrado es profanado, y los hombres se ven forzados a considerar sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas con desilusión.» 

Como podemos ver, el brillo no cristaliza, nunca es algo sólido, no llega a adquirir carácter sustancial (reflejando en el mercado-espacio público la capacidad burguesa de "revolucionar incesantemente las relaciones de producción"): pasa de una mercancía a otra con la velocidad vertiginosa de la producción, que se refleja en el devenir de la moda. Más rápido de lo que el corazón de un hombre es capaz de soportar, tal como hace notar melancólicamente Baudelaire, poeta por excelencia de la modernidad y sus transformaciones: «la forme d'une ville change plus vite, hélas! que le coeur d'un mortel»[5].  Pero el brillo no pasa sin dejar mácula. Podemos considerar la mercancía y su fetichismo como el resto ruinoso del proceso de la maquinaria de producción capitalista, el hijo monstruoso: la mercancía procede, por una parte de la potencia propiamente capitalista, que la convierte en valor de cambio, y por otra, del resto de todo lo que este proceso destruye, transformado en brillo. Por tanto, en cada mercancía, aparte del doble carácter natural y sobrenatural, se da a la vez algo absolutamente nuevo y un resto de un vínculo antiguo. Lo nuevo puro sin ningún vínculo con lo anterior es puro nihilismo (frío, cuantitativo, inhumano, separado, des-ilusión): necesita el resto del viejo mundo como brillo, como suplemento, si bien ideológico[6], de sentido. Esta doble dialéctica afianza a la mercancía como objeto de culto de la sociedad moderna.

Es mérito exclusivo de Walter Benjamin haber sabido distinguir esta segunda dialéctica (viejo/nuevo) con absoluta claridad, si bien quedando en la antesala de su resolución. En parte, Benjamin ha entendido perfectamente el capitalismo materializado por ser uno de esos teóricos marxistas, común dentro de lo que podemos llamar pathos vanguardista, frecuente en el marxismo occidental, con una fascinación simúltanea de un rechazo crítico. Éste es el lado apocalíptico y diabólico de la crítica marxista, que tiene la virtud de penetrar con gran precisión en el análisis de las grandes tendencias históricas (por ejemplo, frente a los análisis del resto de la escuela de Frankfurt, más centrados en la filosofía de la conciencia y en una noción de Kultur claramente premoderna) y el riesgo de perder el punto de vista el crítico y bailar al ritmo fantástico marcado por la mercancía. El segundo resumen del Libro de los pasajes acaba así, dedicado a Blanqui:

 «El mundo dominado por sus fantasmagorías es [...] la modernidad. [...]Finalmente la novedad le aparece como el atributo de lo que pertenece al bando de la condenación eterna. [...] los castigos tienen la traza de última novedad en todo tiempo, de “penas eternas y siempre nuevas”. Los hombres del siglo XIX a los que Blanqui se dirige como a apariciones han salido de esta región.»[7]

La modernidad es el infierno, por tanto: fantasmagoría, penas eternas y siempre nuevas. Benjamin, mediante una escritura impresionista-expresionista, con el instrumento de la dialéctica en reposo, y con conceptos como el de fantasmagoría, esboza en El libro de los pasajes una filosofía material del siglo XIX que ya presenta el mundo (y la sociedad) como mercado, con sus tipos y escenarios característicos. También se da una atención especial que ya va a comenzar a ser común en el siglo XX al fetichismo de la mercancía, pero parece que Benjamin, que toma los análisis del fetichismo del joven Lukács y su Historia y conciencia de clase[8], confunde las nociones de fetichismo de Marx y de Freud, mezclándolas y alternándolas. El fetiche en Freud, al menos en la versión que ha tenido más difusión (también recogida por los surrealistas), se distingue del de Marx en que el suplemento de sentido (lo que hemos llamado brillo) no está en el objeto, sino en la mirada. Es un fetichismo subjetivo, podemos decir. Y es aquí donde hay verdaderamente suplemento, en un proceso deseante, mientras que en la mercancía según Marx hay resto, de un proceso social de trabajo. Pero si miramos más profundamente, nos damos cuenta que lo que Benjamin quiere expresar con fantasmagoría no es más que la instalación total de la mercancía, y por tanto el fetichismo es objetivo y subjetivo, global, total: es así como entiende la dialéctica materializada en la mercancía y su escenario, como imagen dialéctica con forma de ruina, configuración de lo que ha sido y del ahora. Benjamin en este sentido extrae las consecuencias lógicas de las afirmaciones más radicales y abarcadoras de Marx respecto del fetichismo de la mercancía[9]: «C’est seulement un rapport social déterminé des hommes entre eux qui revêt ici pour eux la forme fantastique d'un rapport des choses entre elles[10]

Pero es en El arte en la época de su reproductibilidad técnica el texto con el que se debe relacionar el fetichismo. Aquí el contexto parece en un primer momento lejano. El arte, a decir verdad, ocupa un lugar muy marginal en la teoría marxista: Marx no va más allá de cierta estética clásica, por una parte (en la forma de poética), y por otra de una pedagogía estética idealista (cercana a las Cartas sobre la educación estética del hombre, de Schiller). Sin embargo, hay toda una corriente, especialmente interesante en la teoría y práctica teórica marxista occidental, que ha considerado el arte como núcleo de la praxis revolucionaria. Ésta ha sido la vía de las vanguardias, que precisamente son vanguardias por ejercer un trabajo especializado en la forma de práctica artística y cultural que de alguna manera pretende haber resuelto el rompecabezas de la salida del capitalismo, preparando de esta manera para el resto de la sociedad (la retaguardia) el acontecimiento de la revolución.

Una rápida distinción de lo que podríamos llamar las diferentes disposiciones anímicas (Grund-Stimmung, en términos heideggerianos) fundamentales en el marxismo podrá ser de especial utilidad en este momento.

Por un lado, está la actitud descriptivo-profética. Ésta es la disposición que pretende deducir de un análisis científico y a este respecto  desinteresado el porvenir del capitalismo y el momento aproximado del advenimiento de la revolución. Por otro lado, dentro de una actitud que podríamos llamar crítica y únicamente negativa, habría una corriente dedicada por entero a denunciar los horrores de la economía capitalista y de las formas y prácticas políticas que suelen servirle (especialmente, el parlamentarismo democrático, con últimamente el componente mediático), sin esperar gran compensación por parte de la historia pero sin perder por ello la esperanza. En tercer lugar, tendríamos a la facción militante, que enfoca el problema de una manera eminentemente política, comunista por tanto, y que pretende precipitar militarmente el tiempo histórico previo a la revolución.[11] 

Es en este contexto donde se debe situar al arte de vanguardia. Pero antes, se exige aquí una última consideración acerca del pensamiento de Marx sobre el arte, en aquello que tiene de más específico, fuera de los lugares comunes ya señalados. Por una parte, Marx considera que la sociedad trabaja para satisfacer sus necesidades y deseos, sin marcar ninguna distinción importante entre unos y otros. Bajo este punto de vista, el arte sería un cierto tipo de trabajo (dentro de la división general) que atiende más a los deseos que a las necesidades. Pero, por otra parte, la única riqueza que se entiende plenamente como valor es aquélla producto de un trabajo útil. ¿Cómo se debe pensar esta ambivalencia? Aquí la noción de utilidad es difícil, y la de deseo permanecerá poco desarrollada hasta el psicoanálisis. Pues, a priori, la sociedad puede desear cualquier cosa (mercancía), y desde el momento en que se desee, el trabajo para producirla es útil. Consideramos que esta en principio falsa dialéctica entre deseo y utilidad será uno de los principales obstáculos de algunos marxismos para comprender efectivamente la economía, y en especial la economía libidinal, que anima el capitalismo.

Pero si consideramos el problema desde el punto de vista del fetichismo, la cosa comienza a aclararse un poco. Porque desde el momento en que la mercancía se instala en el centro de la vida social, y la sociedad sólo se relaciona por medio de ella(s)[12], ya no tiene demasiado sentido diferenciar entre deseo y utilidad. A esta última se la debe situar junto a la necesidad, como reducto sustancial, lado precapitalista, lado simple y natural de la mercancía. Pero lo interesante dentro del análisis del capitalismo es el otro lado, el cuerpo inmaterial de la mercancía, que es esencialmente inútil, si bien es su lado específicamente social. Éste es el lado propiamente fetiche, que por eso mismo, es inútil pero se desea, si bien el deseo ya no es el de la sociedad, sino el de la mercancía y su instancia reguladora, el mercado. El deseo de la sociedad es regido y regulado por el brillo de la mercancía, su anuncio, su idea, su publicidad.

La obra de arte es en el capitalismo la más sofisticada de las mercancías: es todo fetiche, podríamos decir, todo brillo. Siempre ha existido mercado del arte, sin duda, pero bajo el capitalismo su forma y funcionamiento adquiere un nuevo carácter, el de proporcionar un gran circuito libidinal al puro goce materializado: la mercancía artística. El arte de vanguardia, entonces, debe entenderse como una experimentación en el campo de la mercancía. Responde a la pregunta: ¿qué podemos hacer que no se pueda vender? ¿Cuál es la mercancía que acabará con el resto de mercancías, y por tanto, con el mercado? Es de esta manera que debe aparecer para la crítica marxista, más allá de reminiscencias con los movimientos románticos. El arte de vanguardia en cierto sentido repite el gesto romántico, pero en un campo de problemas completamente diferente. Por otra parte, lo sabemos muy bien: toda mercancía (artística y no artística: aquí la diferencia es insignificante) instalada en el mercado, anuncia: ¡cómprame, soy la especial, soy la única, soy la última, acabaré de colmar tus deseos! Pero el problema es que cada mercancía anuncia lo mismo. Es difícil de creer, aunque en la práctica se crea. El arte de vanguardia en cambio tiene algo de absolutista, tanto en la teoría (el anuncio, el brillo) como en la práctica (el hecho de comprar, el shopping, el consumo)[13]. Así se diferencia el pathos de la moda del pathos de la revolución. No se puede comprar, no se puede poner al lado de otras en las galerías y el museo, ni en la casa del burgués: su única función práctica es la de acabar con el mercado del arte. Y más profundamente, con la práctica artística misma como trabajo especializado, y en último término con la división del trabajo: la vanguardia anticiparía el advenimiento de la sociedad comunista, en la que el trabajador, según la célebre imagen, por la mañana labra la tierra, por la tarde pinta y por la noche redacta un breve ensayo.[14]

Entonces el arte de vanguardia es el trabajo directo sobre el fetiche, con el propósito de recuperarlo del mercado del arte capitalista. Pero, ¿cuál es el arte capitalista? Es el arte que refleja, nimba y canta los medios de producción que la burguesía revoluciona: es el arte de la transubstanciación de la técnica (simple valor de uso, lado natural de la mercancía) en fetiche. Por esto las grandes artes capitalistas son las artes industriales, mecánicas y decorativas: la fotografía, el cine, la moda, el diseño, más adelante la televisión. Es el arte en serie, el arte propio del capitalismo fordista, el arte por tanto en la época de su reproductibilidad técnica.

Pero Benjamin no sólo analiza cómo las nuevas técnicas se transforman en nuevo arte, sino también cómo las nuevas tecnologías afectan al arte previo. Pues entiende a la perfección que el problema de la teoría crítica no es sólo el de detectar los modos de producción, sino también y muy intensamente los de reproducción.   

No es sin embargo a primera vista la mercancía el objeto del ensayo de Benjamin, ni el que hemos definido como característico del arte de vanguardia su enfoque. La empresa de "La obra de arte..." es en cambio la de proponer una teoría del arte que de cuenta de las nuevas virtualidades reproductivas y difusivas que la nueva técnica le permite, y que no sea aprovechable por el fascismo (ajena por tanto a los términos trilladamente románticos con los que se suele publicitar el arte: genio, creatividad, inspiración...). Lo que hay en juego en los análisis de Benjamin es el proceso de estetización a que el fascismo somete a la política: frente a ello lo que se urge es una politización del arte. La politización del arte es el programa que alienta el ensayo, programa legado por Benjamin a la futura praxis marxista. Por tanto aquí el capitalismo es puesto entre paréntesis en cierta manera.

En primer lugar, hay en el texto la constatación de un hecho: con el cine y sobre todo la fotografía las condiciones de reproducción de la obra de arte han alcanzado un nivel de perfección incomparable a cualquiera conocido en otra época, tanto que afectan profundamente a la esencia misma de la obra de arte. En la reproducción algo se gana y algo se pierde en términos de valor de la obra de arte: gana en valor exhibitivo pero pierde en valor cultual. Éstos son los dos conceptos fundamentales que el ensayo desarrolla en lo que se refiere a teoría del arte. Ya a una primera ojeada salta a la vista la manera en que Benjamin transpone conceptos del Capital de Marx en sus análisis del arte: es el valor en primer lugar lo que define a las obras del arte. Valor (Wert) es un concepto extraordinariamente complejo, pluriforme, anfibológico, tal y como se desprende de los análisis de la mercancía. Pero en Benjamin la dificultad incluso crece. ¿Qué es el valor cultual?: «...el valor único de la auténtica obra artística se funda en el ritual en el que tuvo su primer y original valor útil.»[15] Aquí se subraya que se trata de la auténtica obra, no la reproducida. Y lo que tiene de más, el plus-valor de la obra original, que es lo que la define pero al mismo tiempo es su lado inmaterial, eso es lo que Benjamin llama el aura. La obra de arte de carácter aural se distingue por dos rasgos principales: en primer lugar, no es comprensible sino en el ámbito de la tradición en la que surge; en segundo lugar, su presencia es irrepetible. La reproducción trastorna estos dos caracteres, pues desvincula la obra del contexto de su tradición y le otorga una presencia masiva. La analogía en este punto es inmediata, y se dispara en una pluralidad de direcciones: tal y como es la mercancía respecto del producto de trabajo simple es la obra reproducida frente a la obra con aura; tal y como es el valor de uso frente al valor de cambio es el valor cultual en cuanto al valor exhibitivo. Incluso, Benjamin funda el valor de la obra auténtica (su único valor) en su utilidad. Pero la analogía también muestra sus limitaciones, pues Benjamin hace una distinción más que Marx: frente al fetichismo, que reúne, si copiamos el esquema benjaminiano, el valor exhibitivo y el cultual, permaneciendo ambos indiscernibles ideológicamente en la mercancía capitalista, Benjamin en su escrito distingue claramente ambos. La obra de arte, o tiene valor cultual, o lo tiene exhibitivo. El aura no es transmisible, conforma, como lo llama Benjamin, el aquí y ahora de la obra de arte.[16]  

La escritura de Benjamin es asombrosamente rica en intuiciones y en perspectivas que ofrecen una nueva faz de los problemas. En cuanto al aura de la obra de arte, es ilustrada con lo que llama aura natural, definida como la manifestación irrepetible de una lejanía[17]. Aquí encontramos, en manifestación, el mismo término que en el Capital respecto del carácter fetiche de la mercancía: Erscheinung. En el aura de la obra de arte, del mismo modo, se manifiesta como cierto brillo lo irrepetible de la escena originaria en que ésta se produjo, fundando el sentido para cierta comunidad que conforma la tradición en que la obra debe entenderse. No hay presencia actual sino manifestación de una presencia ya pasada, eternamente diferida e irrepetible. Por tanto, la obra de arte con aura, podemos verlo, remite a una cuestión de hermenéutica, con su abanico temático y procedimental habitual.

Pero los análisis de Benjamin no son meramente elegíacos; la máxima rimbaudiana “il faut être absolument moderne”, se sigue hasta el final, como en todo teórico verdaderamente interesante, si bien matizada por un “et marxiste”.

En primer término Benjamin oscila, en cuanto a las instancias deseantes, en cuanto a los decididores, podemos decir, entre el mercado y las masas. Esto es, entre el espacio capitalista y el fascista. «…Acercar espacial y humanamente las cosas es una aspiración de las masas actuales tan apasionada como su tendencia a superar la singularidad de cada dato acogiendo su reproducción.»[18]Y un poco más adelante: «Quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura, es la signatura de una percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto que incluso, por medio de la reproducción, le gana terreno a lo irrepetible.»[19]Benjamin piensa en dos tiempos: constata una serie de hechos y describe unos acontecimientos, y tras esto distingue de que manera podrían servir a intereses fascistas y de qué manera a intereses de carácter emancipatorio. Porque una vez que el arte pierde su aura: «En vez de su fundamentación en un ritual aparece su fundamentación en una praxis distinta, a saber en la política.»[20]entos romrquedepaual a plus-de-drcancrial de la mercanccomine

te punto de vista aparece como una especie de metaf Para Benjamin el arte es una cualidad que está entre el culto y la política, que por tanto no puede emanciparse de uno sin caer en el otro: es lo que pasa entre una instancia y la otra:

«A saber, en los tiempos primitivos, y a causa de la preponderancia absoluta de su valor cultual, fue en primera línea un instrumento de magia que sólo más tarde se reconoció en cierto modo como obra artística; y hoy la preponderancia absoluta de su valor exhibitivo hace de ella una hechura con funciones por entero nuevas entre las cuales la artística ―la que nos es consciente― se destaca como la que más tarde tal vez se reconozca en cuanto accesoria.»[21]

Aquí Benjamin añade una determinación a la configuración del arte: la obra es artística en su lado consciente, no inmediato. Esto es fácilmente comprensible si contraponemos, por ejemplo, la “magia” del cine hollywoodiense a la conciencia del carácter artificial de la representación que proporciona el teatro de Brecht. La magia mercantil del cine une, el arte debe separar, alejar.

Como vemos, el problema del valor cultual y del valor exhibitivo debe situarse en el ámbito de la recepción, de su capacidad para movilizar a las masas. Aquí el análisis de Benjamin se centra en el cine como representante de arte de puro valor exhibitivo, y tras unos comentarios sobre la reificación de lo humano en el actor y su representación ante el mecanismo cinematográfico, pasa a señalar «la legítima aspiración del hombre actual a ser reproducido.»[22] El cine es «el primer medio artístico que está en situación de mostrar cómo la materia colabora con el hombre. Es decir, que puede ser un excelente instrumento de discurso materialista.»[23] Pero el problema es, en el capitalismo la reproducción está copada por el star system, y en el fascismo por el dictador. Pero el potencial emancipatorio queda apuntado, tal como se hace patente efectivamente en el cine soviético, en que las masas son las reproducidas.

Tras esto Benjamin sigue con su descripción de las virtudes potenciales del nuevo arte, relacionándolas con una tendencia de vanguardia u otra. Por un lado: «Despojada de todo aparato, la realidad es en este caso sobremanera artificial, y en el país de la técnica la visión de la realidad inmediata se ha convertido en una flor imposible.»[24] Pero si bien la realidad aparece completamente mediatizada por la técnica, en el cine puede reconstruirse de diferentes maneras. El cine es arte y ciencia a la vez, Benjamin llega a darle el nombre de inconsciente óptico. Pues al ser un arte tan compenetrado con la técnica, la versión de la realidad, si bien artificial en cuanto a lo natural de la percepción humana, puede ser (si el montaje es justo) extraordinariamente adecuada con la percepción de la máquina, y por tanto, expresar cierta verdad histórica de la percepción. La última gran virtud que se señala en la obra de arte técnicamente reproducida es el cambio de actitud en la recepción de la masa respecto del arte moderno: «De retrógrada, frente a un Picasso por ejemplo, se transforma en progresiva, por ejemplo de cara a un Chaplin.»[25] Y un poco más adelante: «…cuando más disminuye la importancia social de un arte, tanto más se disocian en el público la actitud crítica y la fruitiva.»[26] Pues con las nuevas forma de arte, la división del trabajo especializado en cuanto a la recepción del arte queda truncada: todos saben, todos opinan.

Es en este momento cuando Benjamin pasa a hablar del arte sólo en su lado exhibitivo, en cuanto a sus efectos, en cuanto a las sensaciones que produce. Y la distinción es clara: mientras que la obra de arte de valor cultual (con aura) invita al recogimiento, a la contemplación, el valor exhibitivo encuentra su recepción propia en la distracción. La distracción es un invento capitalista, que trata de instruir la percepción, con el objeto de movilizar la sociedad al ritmo del mercado (o de la guerra): «Para una burguesía degenerada el recogimiento se convirtió en una escuela de conducta asocial, y a él se le enfrenta ahora la distracción como una variedad de comportamiento social.»[27] Lo importante aquí es estar completa y constantemente conectado a la industria del espectáculo, que de un modo inconsciente dirige la percepción y ordena la acción de los espectadores: «El curso de las asociaciones en la mente de quien contempla las imágenes queda enseguida interrumpido por el cambio de éstas.»[28]En todo este apartado Benjamin utiliza símiles violentos: proyectil, efecto de choque. Además contrapone lo visual (propio del recogimiento, de la contemplación, de la obra con aura), a lo táctil (propio de la dispersión, de la mera diversión, del impacto, más poderoso que lo visual por afectar más intensamente a la costumbre). «…quien se recoge ante una obra de arte, se sumerge en ella; se adentra en esa obra... Por el contrario, la masa dispersa sumerge en sí misma a la obra artística.»[29]Aquí nos encontramos con el peligro mayor del cine: la pérdida de la separación frente a lo mediáticamente experimentado, pérdida de la distancia crítica. En el cine, sustitución del cerebro por la pantalla, de las (libres) asociaciones en el pensamiento por el montaje de las secuencias (tema que desarrollará mucho más adelante Deleuze, con consecuencias filosóficas extraordinarias, si bien en un contexto muy diferente: el cerebro es la pantalla).

La única gran meta para una movilización social a gran escala como la que permiten los medios de reproducción técnica, tal como entiende perfectamente el fascismo, es la guerra, la gran guerra, guerra imperialista:e el fascismo, es la guerra. «La guerra imperialista es un levantamiento de la técnica, que se cobra en el material humano las exigencias a las que la sociedad ha sustraído su material natural.»[30]Es esta idea de material humano la que aparece como esencial para entender el lugar de las masas en el fascismo.

Como ya advertimos, éste texto, como otros de Benjamin, es extraordinariamente rico en ideas e intuiciones, brillante y penetrante como pocos, y ciertamente profético en numerosos aspectos. Pero, para nuestra argumentación, hay que retener dos ideas fundamentales. Una, la distinción dentro de la nebulosa del fetiche, del valor cultual (aura) y valor exhibitivo (componente potencialmente político). Dos, que mientras el capitalismo es en cierta medida apolítico (sólo se sirve de una política negativa, de ligero control del mercado ―política como gestión de los negocios, suele llamarse― y de la reproducción de las diferencias de clase e injusticias estructurales, con una relación de carácter reflejo o combinatorio con el mismo mercado), pues su único objeto es la producción de plus-valor, en el fascismo tenemos una nueva perspectiva: el fetiche puede ser utilizado política-estéticamente, en la guerra imperialista.

Queda por resolver la dificultad en la relación entre obra de arte tal como la entiende Benjamin y mercancía. Una cita de (y con) Brecht es la única pista que tenemos en el ensayo en lo que toca a esta relación. Benjamin aquí parece acercarse a la posición vanguardista tal como la hemos dispuesto antes, si bien en otros términos (tal vez paradójicamente más románticos): para Brecht, una vez que la obra de arte se transforma en mercancía, el concepto de arte no resulta ya sostenible.[31] El arte es lo que no es susceptible de devenir mercancía, esto es, de completar el ciclo de la producción de plus-valor capitalista. El arte se mantiene en el plano virtual, no llega a actualizarse. Cuando se actualiza como mercancía (alguien lo compra en una galería, se expone en algún museo), deja de ser arte. Benjamin retoma el asunto en el marco de su discurso: lo que es arte es lo que se da entre el valor cultual (que es el valor de uso propio de la obra de arte), y el valor exhibitivo (valor de cambio). Entre el culto y la política, por tanto. Si sólo hay culto, el arte es parasitario; si sólo hay política, el arte desaparece. El arte en sí, por tanto, suspendería el ciclo del plus-valor capitalista, quedando en una especie de limbo entre el culto y el mercado, como una resistencia[32]. La relación no es simple en ningún modo. Sin embargo, y dejando aparte dificultades sintéticas mayores[33], no encontramos inconveniente en aplicar la fórmula antes hallada: que el arte en el capitalismo es la mercancía convertida en puro fetiche, la absolutización del lado fetiche de la mercancía. Puede devenir mercancía, y puede no llegar a serlo: como fetiche, presenta sólo la faz virtual del proceso.

En cuanto al programa "politización del arte", no se desarrolla demasiado en el texto, pero podemos suponer que las referencias a Brecht o al cine soviético muestran el camino en la praxis comunista, mientras que los conceptos de Benjamin comienzan a darle la teoría. La posteriormente célebre disyuntiva socialismo o barbarie se plantea con enorme fuerza en las últimas líneas del ensayo, alineando profundamente fascismo y capitalismo en el segundo término de la disyuntiva:

«"Fiat ars, pereat mundus”, dice el fascismo, y espera de la guerra, tal y como lo confiesa Marinetti, la satisfacción artística de la percepción sensorial modificada por la técnica. Resulta patente que esto es la realización acabada del “art pour l'art”. La humanidad, que antaño, en Homero, era un objeto de espectáculo para los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma. Su autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden. Este es el esteticismo de la política que el fascismo propugna. El comunismo le contesta con la politización del arte.»[34]    

Esta cita se debe enlazar con la primera tesis de La Societé du spectacle de Debord[35], que détourne la primera frase, ya citada, del capítulo primero del libro primero del Capital: «La vida entera de las sociedades en las que imperan las condiciones de producción modernas se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo directamente experimentado se ha convertido en una representación.»

Aquí cabe señalar tres puntos. En primer lugar, el détournement, técnica de la vanguardia situacionista (la última gran vanguardia histórica) que puede definirse, según la doble acepción de la palabra francesa, y en términos semióticos, como un secuestro del significante y un desvío del significado. Es la aplicación literaria de la técnica cinematográfica del montaje, en cierto sentido, con fines políticos.

En segundo lugar, podemos observar que mediante este détournement, la crítica marxista pasa de denunciar la miseria de la economía (como en Marx) a la miseria de la vida misma[36]. Este traslado se debe al crecimiento máximo para el análisis de la importancia del fetichismo de la mercancía. Así, desde el fetichismo el doble carácter económico y político de la crítica marxista se reúnen alcanzando incluso más esferas de la miseria moderna. En los situacionistas, si bien en cierta manera preludiados por Benjamin y momentos puntuales de otras vanguardias (en especial el surrealismo), confluyen en la misma teoría: economía, política, deseo-religión, arte. Esto es, el panorama problemático típico de la modernidad avanzada.

Finalmente, detectamos que “mercancía” ha sido sustituído por “espectáculo”, término que ya aparece en nuestra última cita de Benjamin, y al que Debord otorga por vez primera estatus conceptual, hasta el punto de definir a la sociedad tardo-moderna (a partir de la década de los sesenta del siglo XX) como "sociedad del espectáculo". ¿Qué es espectáculo? Es el concepto esencial del libro, y se define desde distintos puntos de vista. «El espectáculo es el capital en un grado tal de acumulación que se ha convertido en imagen» (tesis 34). Por otra parte: «El espectáculo no es un conjunto de imágenes sino una relación entre las personas mediatizada por las imágenes» (tesis 4). Y: «En cuanto ornamento indispensable de los objetos producidos en nuestros días, en cuanto exponente general de la racionalidad del sistema, y en cuanto sector económico puntero que elabora una multitud cada vez más creciente de imágenes-objetos, el espectáculo es la principal producción de la sociedad actual» (tesis 15).  

En estas tres citas podemos percibir la complejidad del concepto. Por una parte, en la tesis 34, el espectáculo se identifica con un capital que ha alcanzado la acumulación total, y que se ha expandido al máximo. En la tesis 4, que détourne otra vez El capital de Marx, el espectáculo se presenta desde el punto de vista de la mercancía, como el conjunto de las mercancías transformadas en imágenes, con el mismo componente de alienación que presenta su instalación total en el centro de la vida social. En la tesis 15, el espectáculo se asimila con el plus-valor. Es el ornamento (el adorno, el brillo) y el sector económico que produce este ornamento.

Para nuestra argumentación, lo que hay que retener del espectáculo es que consuma el paso en el capitalismo de la mercancía a la imagen[37]. «Su diversidad y sus contrastes son las apariencias de esta apariencia socialmente organizada» (de la tesis 10). Aquí nos encontramos en el umbral de lo que se ha venido teorizando como posmodernidad, que no es desde esta perspectiva sino una especie de momento de transparencia absoluta del capitalismo. En cierta manera, el espectáculo no es sino la depuración laicizada y depurada de la noción de fantasmagoría de Benjamin, reuniendo además algunas de las consecuencias de sus investigaciones en "La obra de arte...".   tenible en cuanto a la cosa que surge. tilizado pollante y penetrante como pocos, y cie del cerebro por la pantalla (tema que desarrollar ella; se adentra en eseacuanto   vez, pu realidad inmediata se ha concmanera artificial, y en el pahualor cultualk luta de su vaa:  y Horckheimer principlaae alil de los productos sdrcancnciversal.

Ya no es el anuncio de la mercancía como forma elemental de la sociedad capitalista lo que se sitúa en el centro de la vida social, sino el anuncio del capital mismo, de la imagen de su proceso de producción de plus-valor. Es la independencia de eso que hemos llamado brillo. Mientras que la mercancía, si bien tiene un poderoso carácter fetiche, todavía conserva un lado natural, la imagen espectacular acaba de desposeerla completamente. De las tres dimensiones y la relativa consistencia de la mercancía, se pasa a la unidimensionalidad de la imagen y su evanescencia. El umbral de la posmodernidad marca el punto en el cual el proceso en que "todo lo sólido se desvanece en el aire" alcanza su culminación. Es la desmaterialización, la espiritualización (ideológica). Y entonces, sólo queda el brillo, el anuncio. La metáfora del espectáculo es el espejo, pero un espejo que sólo refleja a otros espejos. Y sólo permanece el reflejo, que desde el punto de vista crítico de Debord, es la concentración de la ideología capitalista. Si bien el fetiche pasa de una mercancía a otra, queda concentrado en el concepto global espectáculo. En este traslado se plasma la pobreza esencial de la sociedad moderna: ya no hay riqueza, sólo imagen (ideológica) de la riqueza. Imagen de imagen.

Si el trabajo teórico situacionista tiene tanta importancia es porque se sitúa, como hemos dicho, en la encrucijada entre dos épocas. Incluso en cuanto a la historia, en la que se les ha reconocido progresivamente como los principales instigadores de la última gran revuelta marxista moderna (y primera "posmoderna"[38], podemos decir): el Mayo francés. En el plano puramente teórico, marcan también el fin del pathos vanguardista. Si hemos definido a la técnica vanguardista como el trabajo directo con el fetiche, en la mezcolanza práctico-teórica situacionista el concepto de espectáculo resulta la culminación y aporía de este trabajo. Culminación porque lo lleva a su desarrollo máximo, legándolo a la posteridad como signo de cierta época. Y aporía, porque debido al crecimiento del concepto, se torna imposible distinguir algo en la sociedad que escape al reinado del capitalismo, la crítica del espectáculo es la crítica total de la sociedad. Aquí ya no hay dentro y fuera, ya no hay integración y crítica. El asumir una posición anula la otra. Nos encontramos instalados completamente en el bucle, en la cinta de Moëbius, superficie de una sola cara[39]. Todos los temas de la generación de filósofos  post-68 están ya preparados: el simulacro, la superficie, la pérdida de fundamentos, el relativismo…

Además, en este punto se marca el momento de la ruina del marxismo en cierta manera, del final de su potencia como paradigma crítico y de emancipación. Esta historia es bien conocida, todos nos encontramos instalados en el espectáculo. El sujeto revolucionario se disemina, el marxismo se convierte en una mercancía cultural entre otras, aparecen toda la temática del fin (truncado) de la historia, la retórica de la complejidad (que tanto daño ha hecho al marxismo, que se distingue por la dialéctica ―pensar significa que lo uno se convierta en dos, según la célebre expresión de Mao―, y  por el discurso suficientemente claro para la comprensión del proletario ―e incluso en algunas facciones, emanación directa de la perspectiva de esta clase―), la pérdida de la fe en la promesa revolucionaria… Y sobre todo, resumiendo, que la izquierda pasa a jugar, por así decirlo, dentro del campo capitalista, un peligro por otra parte que siempre ha acompañado a la crítica más progresiva y más exacta y ajustada de las aventuras del capitalismo (y también más fascinada, hay que decirlo, con el funcionamiento del monstruo, de ismo, con el funcoo, con el funcoñado a la crad moderna: ya no hay riquean la gran máquina).

En este sentido el détournement situacionista es revelador. Pues no sólo se secuestran y desvían textos de Marx, sino que se hace lo propio con mercancía espectacular: con cómics de superhéroes, con westerns. Se promete así más impacto y difusión para la crítica.  Pero el problema es que se pierde la distancia con el discurso ideológico, en cierto sentido; aunque en los situacionistas es la instalación de la crítica total (bajo el concepto de espectáculo) la que propicia este devenir propagandístico de la misma. La distinción que todavía conservan Benjamin y Brecht entre obra de arte y mercancía se vuelve la de mercancía y mercancía con una pizca de crítica. Ahí es donde estamos todavía hoy, en las variantes de la mercancía. Están, en el centro comercial, los pantalones jeans, los de pinza, los más clásicos, los chinos; y el rock alternativo, la música contemporánea, la chanson; y la escuela de Frankfurt, y el marxismo analítico, y la crítica posmoderna…  Y que en la misma superficie pero en la orientación contraria de la banda de Moëbius, todo aparece como crítica pero con una pizca de publicidad.

Por otra parte, también se da un tránsito crucial en la política de emancipación. De la revolución y el pueblo armado pasamos a la revolución cultural y la guardia roja, de la guerra a la guerrilla: nacen el terrorismo cultural y el terrorismo tout court. De la organización en partido pasamos a la acción restringida, y de la intervención global pasamos a la local (del internacionalismo, al nacionalismo ―ruso, chino―, a la asamblea de vecinos en Malasaña que discute si reconvertir una antigua escuela militar en “centro social” o en piscina).

Las contaminaciones entre un campo y otro, entre en el crítico y el integrado, son múltiples: valga como muestra reciente un anuncio (siempre hay que leer teoría aquí) que clama que la revolución llegó a la música (con el rock, los sesenta, etc.), a la ciencia (la figura mediática Einstein), a la moda (con las minifaldas, etc.), tal vez al deporte… pero que todavía no ha llegado al campo de los productos financieros. ¡Es el anuncio de una hipoteca revolucionaria![40] Aunque hemos puesto exclamación, en nuestra opinión este tipo de filigranas de la teoría capitalista se ha convertido en la norma, ya no suscitan ninguna sorpresa. Ya no es interesante, la conocemos demasiado bien. Así, los anuncios pierden su fascinación peculiar, y desde cierto punto de vista, capitalista, que considera al marxismo como cierto tipo de animación cultural (que trabaja un deseo concreto: el de la revolución), éste perdería su misma razón de existir.

Hoy todos contribuimos, en una manera u otra, a la producción de plus valor. En la habilidad de esta producción nos jugamos el estatus en la jerarquía capitalista; también en el sector que ocupa en ella la teoría crítica, produciendo fascinaciones teóricas de una tipología muy concreta. Aun así, en este punto, el de la transición, el de ¿qué ha pasado?, no se detiene el curso del pensamiento crítico, que se ha seguido desarrollando con mayor o menor fortuna en discursos anti-posmodernos, pro-posmodernos o a-posmodernos. Pero nosotros sí nos detenemos aquí, pues nos parece más interesante enfocar el análisis de forma más detenida en el límite del bucle, en el punto de tránsito, en el gozne en que se articulan las épocas, o la época y la pseudo-época. Pues entre la modernidad y posmodernidad, más que una relación de sucesión, parece haber de más un dispositivo especial insertado en la modernidad, que es lo que marcaría el prefijo post-. Qué signifique estrictamente este dispositivo y cómo afecte al problema del brillo-anuncio (aura-fetiche) es algo que ahora habrá que afrontar de manera concreta y específica, iniciando la incursión a lo que puede llamarse la “vanguardia del capitalismo”, escena en la que tal vez se concentre gran parte de los rasgos de este especial dispositivo del post-.

Como toda vanguardia, el pop[41] tiene su pope, Andy Warhol; su "centro de operaciones”, la Factory de New York; su producción, el arte pop; su manifiesto, "THE philosophy of Andy Warhol from A to B and Back Again", en el que se ofrecen las bases de lo que puede considerarse una pop-teoría.

En este punto todo son deslizamientos. En primer lugar, en nuestro estudio, el prefijo post- se desliza al sustantivo-adjetivo pop: posmodernidad = pop.

Las consecuencias de este deslizamiento no son en modo alguno ligeras. Si el post- hemos empezado a definirlo provisionalmente como un dispositivo inserto en la modernidad, como un forzamiento a la misma (como el descubrimiento de una “nueva cara” de la misma que acabaría con la distinción entre las otras dos, también, como una nueva dimensión que la complica, como muestra la banda de Möebius), al saltar del post- al pop nos encontramos de súbito desvinculados. Pero la misma operación en que la modernidad se abandona permite pensar como un todo la posmodernidad, sin referencias anteriores. Así, el análisis, del ámbito histórico-historicista se deslizaría al de análisis de Estilo presente (estilo pop), entendiendo estilo en sentido largo,  lo que no deja de tener algunas ventajas. La posmodernidad consiste (y por tanto, así encuentra unidad) en un hacerse estilo del brillo: ésta es la tesis que habrá que exponer y justificar.

Si el trabajo de la vanguardia era el de producir una obra de arte no fetichizable, en Warhol el procedimiento es el contrario: se trata de producir un fetiche cuyo resto artístico sea mínimo, y en el que el lado mercancía (valor de cambio) sea el predominante. Es lo que el mismo Warhol llama el tránsito desde el negocio del arte al arte de los negocios[42], que le parece el arte por excelencia. Warhol es, por otra parte, desde el punto de vista del brillo, el gran publicista del capitalismo. Y al mismo tiempo, es un artista, ¿en qué sentido?

Warhol encarna un tipo absolutamente nuevo para el arte, en todos los niveles y en todos los sentidos. Es alguien que viene del arte industrial (del diseño comercial), y que aplica lo aprendido en este campo al ejercicio del arte más "puro". El trabajo de Warhol con la imagen no es trabajo de destrucción de su componente artístico, sino el de sustraerlo, el de conservar la parte mínima, la depuración artística por parte del comercio.

En la encrucijada de esta doble sustracción, en los tipos que hemos elegido, Debord y Warhol: Debord en la sustracción del brillo por el arte (crítico-vanguardista), Warhol en la sustracción del arte (crítico-vanguardista) por el brillo; es aquí dónde se comienza a incorporar y a instituir la nueva escena. Esta nueva escena conforma una ruptura, en sentido fuerte; se requiere también, por tanto, una ruptura en los dispositivos analítico-críticos.

Valga retener en este punto, a modo de conclusión provisional, las dos orientaciones de la nueva escena (post- y pop): un devenir publicitario de la crítica y un devenir crítico de la publicidad. Si bien, es cierto, con un triunfo "histórico", “presente” e “instalado” de la diagonal publicitaria del entrecruzamiento entre estos devenires. Pero también con una virtualidad crítica, como se mostrará asumiendo descriptivamente el estilo, el pop.

La sustracción de la crítica, tal y como apunta el estudio del pop, también acabará conduciéndonos a una teoría de lo que podemos llamar el gran malestar pop-posmoderno: el nihilismo. Tal vez, el verdadero nombre de los tiempos. Frente a moda y revolución en la modernidad, el pop-post significa moda y estilo. Pop, moda y estilo, o: ¿qué es nihilismo?


NOTAS:

[1] Karl Marx, La Marchandise, Paris, Actes Sud, 2003. Subrayado nuestro. Esta frase, que remite a la "Crítica de economía política", la hemos traducido directamente de la edición francesa, revisada por Marx.

[2] p. 62.

[3] En efecto, el concepto de “conciencia”, aparte de constituir una idea confusa (pues en él se mezclan componentes teóricos y morales), es un concepto demasiado “territorializado” en la Kultur alemana (y tal como ésta se opone, por ejemplo, a la Civilización francesa) como para seguir proporcionando a la larga un instrumento útil a una crítica marxista con vocación internacionalista.

[4] "arcano", "sutileza metafísica", "caprichos teológicos", "misterioso", "extravagancias admirables", "carácter místico", "carácter enigmático", "quid pro quo", "forma fantasmagórica", "región nebulosa", "jeroglíficos", "forma extravagante", "misticismo", "brujería", "hechizo"… Cfr. el artículo de Anselm Jappe, Las sutilezas metafísicas de la mercancía.

[5] Verso del poema "Le cygne", de Les fleurs du mal.

[6] Sobre la difícil noción de ideología, tal vez habría que reformularla (por cómo se ve afectada en este marco de análisis la idea, menos en dialéctica con la materia que con el brillo) de la siguiente manera: ciencia propagandística de la propaganda, anuncio de ciencia del anuncio. Esto es, habría que tender a identificar la ideología y lo que ahora se conoce como marketing. porera: rillo) de la sieu

[7] Walter Benjamin, Libro de los pasajes, Madrid, Akal, 2005, p. 63.

[8] Tal y como muestra muy bien el editor del Passagen-Werk en su introducción, Rolf Tiedemann, a quien seguimos, si bien únicamente en el planteamiento, en este problema.

[9] Lacan, con una perspectiva psicoanalítica, o sea, de teoría del deseo, también elucidará con su noción de plus-de-gozar un análisis en términos de “instalación total” de la mercancía: el deseo es el del mercado (aquí, gran Otro), que se autosatisface en el shopping. Y el “actor" humano de la escena capitalista, sujeto híper-tachado en este contexto, recibe en este plus-de-gozar el equivalente libidinal del plus-valor económico que “regala” mediante su trabajo. La “instalación total”, por otra parte, vuelve más complicado aquello de que "el proletario nada tiene que perder aparte de sus cadenas", pues sí tiene algo vital que perder: la pornografía, por ejemplo, como mercado especializado del goce. Las cadenas también son libidinales, por tanto.

[10] Marchandise, p. 88.

[11] Evidentemente, estas tres figuras tienen el único carácter de ficción reguladora de la argumentación. No cuesta en cualquier caso distinguir en ellas al Marx de "El capital”, al Adorno de “Dialéctica negativa”, y al Lenin de “¿Qué hacer?”. 

[12] No hay nunca una mercancía, sólo su multiplicarse y pulular.

[13] He aquí la nueva concepción de teoría y práctica que establece el mercado, la máquina filósofica material propiamente capitalista, que remitiría a una especie de platonismo enloquecido, asumido por la sofística (el marketing). El “mundo inteligible” es actual en esta nueva configuración, está plenamente realizado en imágenes: es lo que Debord llamará espectáculo, como exponemos más adelante.

[14] Estas tesis sobre la vanguardia no pretenden dar cuenta de todas las históricas, sino de las cercanas al comunismo. Evidentemente, futurismo (más fascistoide) o dadá (más anarquizante), participan de otra manera en el concepto, si bien con una diferencia más bien mínima (variando las soluciones políticas, respecto de la salida del capitalismo). Pero hay la misma relación respecto de la mercancía y el fetiche.

[15] Walter Benjamin, El arte en la época de su reproductibilidad técnica, en Discursos interrumpidos I, Madrid, Taurus, 1982, p. 26.

[16] Respecto del aura hemos considerado su relación con el aureola del poema de Baudelaire ("Perte d'auréole"). Seguramente Benjamin conoce este texto (que pertenece a la serie Pequeños poemas en prosa, en un principio titulada reveladoramente Fulgor y humo), como gran conocedor de Baudelaire, y es muy probable que algo quede en la pérdida del aura de la pérdida del aureola del poeta del poema. Pero también hay una serie de diferencias importantes: en primer lugar, la evidente, no es la obra la que pierde el aura-aureola, sino el poeta. Además, esta pérdida es producto de un accidente, de un tropiezo: tras ello el poeta se lamenta, y elige que el accidente quede en algo espiritual que no incida en su integridad física (este es el momento antiheroico del poema), abandonando el aureola. Hay accidente, luego decisión antiheroica, y por último aceptación gozosa de la circunstancia. La diversidad de afectos plenamente modernos que el poema despliega: cobardía, malicia, ironía, gusto por lo igual, aburrimiento… en fin, formas varias de la joie de descendre. Pero lo interesante es que una vez que el poeta auténtico y original pierde el aureola, cualquier mal poeta (falso, simulacro de poeta) puede ponérsela. La pérdida también supone la diseminación, y el poeta se ríe sólo de imaginar esta idea: el arte muere de risa. Tal vez la situación resultante de la pérdida de la aureola se asemeje más en definitiva a la instauración del Fetiche en Marx  que al Aura de Benjamin.

[17] Cfr. p. 24.

[18] P. 24.

[19] P. 25.

[20] P. 28.

[21] P. 30.

[22] P. 41.

[23] P.37.

[24] p. 43.

[25] P. 44.

[26] P. 44.

[27] P. 50-51.

[28] P. 51.

[29] P. 53.

[30] P. 57.

[31] Cfr. p. 30.

[32]A esto tal vez Benjamin se refiera con la política del arte, el arte conformando un espacio virtual frente al culto y la política, y suspendiendo ambas instancias en este mismo gesto: resistencia. Aunque no es más que una posible lectura, Benjamin no es claro en este punto, como seguimos señalando a continuación.

[33] Pues, como hemos señalado, Benjamin copia el esquema marxiano a un campo completamente diferente, y ajeno a la norma de pensamiento de Marx. Además, Marx difícilmente consideraría la utilidad del lado del culto. En resumen, el problema es el de la complejidad de la figura intelectual Benjamin por un lado, complejidad que al mismo tiempo le permite pensar con gran intensidad el problema del cambio que se produce en la modernidad en el arte; y por otro lado un Marx que hace de la mercancía y especialmente de su fetichismo conceptos que la crítica marxista posterior no podrá ir elucidando sino con grandes dificultades, y "contaminando" el análisis con otros campos y métodos; podemos decir que, en este sentido, el fetichismo de la mercancía es un cúmulo teórico formidablemente denso.

[34] P. 57. Subrayado nuestro.

[35] Como ya apunta de modo general J.L. Pardo en su introducción a la versión castellana del libro, del que ofrecemos la referencia: Guy Debord, La sociedad del espectáculo, Valencia, Pre-textos, 2003.

[36] Este traslado, a nuestro modo de ver, es uno de los grandes logros de los situacionistas. La crítica, para ser verdadera crítica, para crear el diferendo crítico con virtualidad revolucionaria, debe siempre diagnosticar la miseria no en una esfera aislada de la producción-consumo, sino en todo el ámbito. También en el aparentemente más rico: así se muestra el carácter miserable de anuncio de esta riqueza, se es fiel a Marx por tanto.

[37] En este punto encontramos con lo que podría ser un concepto marxista de imagen, indispensable para comprender críticamente el esencial componente mediático de las democracias-mercado actuales. La mediación es por la imagen, que en esta perspectiva no es más que ultra-acumulación de capital: frente a cualquier teoría banal-ideológica de la información, frente a la cibernética por tanto, pero también frente al representativismo ingenuo, cada vez más mediático, de la "política" actual. Por otra parte, Warhol pintará el dólar, también...

[38] Recordemos sólo a modo indicativo el título del ensayo de Deleuze-Guattari a este respecto: Mayo del 68 nunca tuvo lugar. Luego Baudrillard también, con la Guerra del Golfo, y tantos otros de eso que el nouveau philosophe Luc Ferry llama pensamiento 68. Es la época de los acontecimientos mediáticos, o simulacros, o virtuales... no históricos en sentido fuerte, en todo caso.

[39] Esta figura topológica, la banda de Moëbius, es la que nos parece descriptivamente más clara respecto de la “transición” modernidad-modernidad tardía. La definición técnica es la de una superficie no orientable, estudiada por Listing en 1861, que se define en topología combinatoria a partir de un rectángulo, mediante la identificación de uno de sus lados con su opuesto, orientado en sentido contrario. La superficie obtenida, por tanto, es unilátera, y tiene algunas propiedades topológicas muy interesantes. Su borde es homeomorfo a una circunferencia. Se trata intuitivamente entonces del equivalente en superficie de la circunferencia. Si funciona tan bien como imagen del tránsito moderno-posmoderno es porque muestra con eficacia que ya todos estamos en el mismo campo (a esto también se le puede llamar inmanencia), que la crítica ha perdido su posición en un campo autónomo y erra por la única superficie, que ahora el campo es global, que el motor de la dialéctica moderna ya no tiene negativo claro del que alimentarse, que el juego topológico superficie-profundidad (que se despliega en las oposiciones infraestructura-superestructura, verdad-ideología...) ha cambiado y sólo permanece la superficie.os estamos entamos ensuperficie obtenida, por tando. orientable

[40] Curiosamente, o no tanto (es de ese tipo de lapsus que son perfectamente reveladores de lo rechazado en el inconsciente del  espectáculo), no se cita la revolución política, forma de revolución por excelencia. Sobre la imposibilidad de la actualidad para representar el terror, puede consultarse el brillante y prometedor ensayo de F. Duque “Terror tras la posmodernidad”.

[41] Si bien suele considerarse a Marcel Duchamp el gran artista de la posmodernidad, consideramos que su obra permanece a grandes rasgos dentro del pathos vanguardista, o que cuanto menos Warhol se desmarca de forma mucho más radical de este pathos. De las aportaciones “puramente estéticas” de cada uno (sea eso lo que sea), poco tenemos que decir en este ensayo, que sólo pretende acercarse a la historia del arte desde el punto de vista de una teoría crítica.

[42] Como se puede observar, la banda de Moëbius aparece aquí por todas partes, ya en el mismo título del manifiesto: por este tipo de co-incidencias (incidencias que despliegan, que dan su lugar propio al Estilo de los tiempos) nos parece tan importante el estudio del tipo “Warhol”.




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