NÓMADAS - REVISTA CRÍTICA
DE CIENCIAS SOCIALES Y JURÍDICAS 13-2006/1 | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730 |
Mujer y violencia |
Inmaculada Jáuregui Balenciaga >>> CV |
Lo
que pretendo en esta exposición es hacer ver que la problemática
de la “violencia de género” es más amplia y que el fenómeno
de la violencia hacia las mujeres se inscribe dentro de un contexto social,
estructural y cultural que repercute y se hace notar en todas las esferas
de la vida de la mujer.
No
podemos entender la violencia “familiar”, “conyugal” o “doméstica”
si no comprendemos en profundidad el significado de violencia. Bautizando
a la violencia hacia la mujer en el seno del hogar como familiar o conyugal
o doméstica perdemos la perspectiva de la violencia hacia la mujer
que se ejerce fuera del hogar, además de dentro, y que ambas forman
parte de la misma violencia.
Johan Galtung (1969, 1989)
hace un magnífico análisis sobre los diferentes niveles de violencia,
distinguiendo tres: la violencia directa, la estructural y la cultural.
La
violencia directa es un evento, un hecho concreto. Es un tipo de violencia
en la que hay un actor que ejerce la violencia. En este caso, la violencia
conyugal es una forma de violencia directa, lo mismo que las violaciones.
Básicamente es la acción física y manifiesta contra una
persona que deviene objeto.
La
violencia estructural o indirecta es un proceso latente en donde no hay actor.
La violencia, en este caso, “está edificada dentro de la
estructura y se manifiesta como un poder desigual y, consiguientemente, como
oportunidades de vida distintas” (Galtung,
1969: p 37). Extrayendo los ejemplos anteriores, violencia estructural es
la desigualdad de oportunidades, la discriminación sexual del trabajo,
la explotación, la feminización de la pobreza, el desempleo
masivo –especialmente entre las mujeres–, la diferencia salarial. Una estructura
-social- violenta deja marca no sólo en el cuerpo humano sino también
en la mente y en el espíritu.
Por
violencia cultural el autor quiere significar aquellos aspectos de la cultura,
la esfera simbólica de nuestra existencia “ejemplificada por la religión
y la ideología, el lenguaje y el arte, la ciencia empírica y
la ciencia formal” que puede ser usada para justificar o legitimar la violencia
directa o estructural. En este sentido, la violencia cultural hace referencia
a la permanencia, a su legitimación, a su justificación.
Un ejemplo muy básico:
siempre se ha justificado la discriminación de las mujeres en base
a preceptos culturales como la menor capacidad física, la natural inclinación
hacia tareas domésticas, etc. Ya desde Grecia la mujer estaba excluida
de la posibilidad de la ciudadanía. La “natural inclinación
de las mujeres hacia las tareas del hogar, de la crianza” es fruto de
Así
pues, en la violencia hay dos cuestiones a considerar: una, el uso o ejercicio
de la violencia, y otra, su legitimación, y esto último es lo
que constituye la violencia cultural.
Johan Galtung (1985) distingue
así mismo entre tipos de violencia. Así, este autor nos dice
que
“la primera distinción
que debe hacerse es entre violencia física y violencia psicológica[…]
entre la violencia que opera sobre el cuerpo y la violencia que opera sobre
el alma; esta última puede abarcar las mentiras, el lavado de cerebro,
las diferentes formas de adoctrinamiento, las amenazas, etc., que sirven para
disminuir las potencialidades mentales” (p. 34).
Hanna Arendt (1988) realizó
un estudio sobre las bases teóricas de la violencia, concluyendo que la violencia es la expresión
más contundente del poder y que surge de la tradición judeo-cristiana y de su imperativo concepto de ley (Antxustegi, 1999). En
este sentido, la violencia se enraíza en lo más profundo y original
de nuestra sociedad occidental, esto es, en los principios más antiguos
que fundaron nuestro pensamiento.
En
cuanto a los tipos de violencia, la violencia conyugal –violencia directa–
se caracteriza por la presencia de violencia psicológica y física
en una secuencia temporal lineal, por así decirlo, en donde la violencia
psicológica puede durar incluso años antes de pasar al acto
físico de pegar. Ambos tipos pueden separarse para un análisis
o comprensión del proceso en el cual la pareja se encuentra, pero
forman un todo dentro de lo que se llama el ciclo de la violencia.
En
esta fase, la violencia, en intensidad y frecuencia, aumentará tras
cada reincidencia, puesto que el agresor no ha arreglado nunca las dificultades
que le llevan a perder el control y ejercer el (abuso de) poder. Hay que anotar
que un gran número de hombres violentos pierde completamente el control
de sí mismos cuando pegan, lo que contribuye a aumentar la gravedad
de las lesiones. Durante la explosión de su violencia, la liberación
de tensiones del agresor está en función de la energía
física desplegada al pegar. En el momento en que cesa la agresión
física, el agresor toma conciencia de que podría perder a su
pareja debido a la violencia ejercida. En este momento, algunos agresores
se arrepienten pero otros no viven ninguna culpabilidad. Pero todos en general
temen perder a su pareja. La relación entra en un momento crítico
pues la víctima puede rechazar al agresor. Entonces intentarán
los agresores guardarla cerca de ellos. Y así comienza la tercera
fase o fase de remisión, también conocida por luna de miel.
En
esta “luna de miel” el agresor necesita a su víctima para que esta
llene sus necesidades afectivas, para alimentar su imagen personal y para
conservar su poder de dominación. Entonces va a poner manos a la obra
para retener a su pareja. Hará todas las promesas necesarias (consultar
a alguien para su alcoholismo, llamar a un organismo para hombres violentos,
etc.) con la finalidad de poner término a sus pérdidas de control.
Jurará que es la última vez que un hecho así se produce
y reconocerá que se ha pasado los límites. Será muy persuasivo
en sus declaraciones, pues en el momento en que las dice, es muy sincero.
El miedo a perder a su víctima es tan fuerte que modificará
sus comportamientos durante un período del ciclo de la violencia puesto
que no puede permitirse perder a su víctima; teme encontrarse solo.
Esta fase de remisión puede comenzar inmediatamente después
de la agresión o bien un tiempo después. La mujer maltratada,
en estado de choque, vulnerable emotivamente, es muy sensible a lo que dice
su pareja. Además, éste se muestra muy cariñoso en estos
períodos del ciclo, lo que contribuyen aún más si cabe
a confundir a la víctima y a creerse efectivamente que ella es la responsable
de lo ocurrido. Esta fase del ciclo de la violencia puede durar varios días,
semanas, meses e incluso años. En este sentido, no es identificada
por la víctima como una fase del ciclo sino como una nueva realidad.
Tendrá que pasar un tiempo, en muchos casos años, antes de
que ella se dé cuenta de que esta fase es una más del ciclo
de violencia. Esta fase da a la pareja una estabilidad y proporciona una
riqueza a nivel afectivo que refuerza la relación. El hombre se siente
seguro porque él es amado y siente un poder sobre ella. La mujer recibe
afección y se siente reconocida como individuo y es amada. Esta fase
permite olvidar la agresión y creer los cambios anunciados por el
agresor. Para la víctima, la violencia se ha acabado y, además,
estos períodos así lo demuestran.
Estos
períodos son particularmente gravados por la víctima y a los
cuales recurre en los duros momentos; la víctima se aferra a estos
momentos dulces. Su memoria grava estos momentos y olvida las agresiones y
así éstas son percibidas como eventos aislados y el conjunto
de reincidencias no son vistas como un todo. Esta censura es un mecanismo
de defensa que le permitirá sobrevivir y esperar. Estos períodos
de luna de miel bloquean su comprensión de ciclo de la violencia. Así
mismo, el agresor ve también estas agresiones como pérdidas
aisladas de control y las asociará a eventos exteriores a él,
concretamente relacionados a su víctima. En estos momentos de luna
de miel el agresor convencerá a su víctima de que ella es la
responsable de sus accesos de cólera y de su irritabilidad.
Y,
finalmente, el ciclo se completa, recomenzando uno nuevo. Pero cada ciclo
completo provoca en la víctima una disminución de confianza
en sí misma. Todo en ella, tanto en su interior como en su exterior,
se resiente. A su vez, cada ciclo completo hace que el siguiente sea aún
más violento: las reincidencias se acrecentarán en intensidad
y en frecuencia, de tal manera que los períodos de remisión
serán cada vez más cortos.
Si
en la violencia conyugal se aúnan los tres niveles de violencia antes
explicados –directa, estructural y cultural– es porque la falta de comprensión
de este ciclo se evidencia en las políticas y actuaciones orientadas
a paliar este problema. Uno de los pilares que más adolece de esta
comprensión es el judicial, en donde las sentencias y la falta de instrumentalización para cumplir las leyes refleja
ese desinterés y falta de comprensión. Al mismo tiempo, el
contemplar los hechos de manera aislada hace perder de vista el proceso global
y, en este sentido, lo mismo que la mujer maltratada justifica y aísla
una bofetada del proceso general de violencia, las diferentes instituciones
y la sociedad en general reproducen este mismo esquema, de tal manera que
la víctima no es sólo víctima de su marido, sino de toda
la sociedad en general que no quiere ver el proceso cíclico de la
violencia conyugal. Al mismo tiempo, la ceguera del proceso del ciclo de
la violencia provoca gratuitamente la producción y reproducción
de la escalada de la violencia que hay que especificar que termina en la muerte.
Esto es, la muerte es la última fase y el objetivo final de la violencia.
Después
de esta etapa la violencia verbal se instala. Ella refuerza la agresión
psicológica y aumenta la intensidad del desprecio. El agresor denigra
directamente a la víctima. Le habla de su cuerpo empleando comparaciones
ofensivas. Le apoda de manera a ridiculizarla. Minimiza la importancia de
las relaciones sexuales, comparando a la víctima con una prostituta.
Asocia los comportamientos de ella a los de un enfermo/a mental. Lanza amenazas
de agresión, de homicidio o de suicidio. Crea un clima de ansiedad,
describiendo la violencia que él ejercería sobre ella. La ridiculiza
en presencia de terceras personas. Le grita, le habla fuerte cerca de ella.
Se contradice y le acusa de sus propias contradicciones (Larouche, 1987).
Comienza
así la violencia física. El agresor aprieta fuerte el brazo
de la víctima. A veces utiliza el juego como forma de controlarla físicamente
(la ahoga, le pega, le mordisquea, etc.). Le tira del pelo, le pellizca,
le empuja. Continúa pegándola con la mano abierta. Luego emplea
los puños, los pies. Incluso recurre a objetos para pegarle: cerillas,
cuchillos, bastones, fusiles. Finalmente causa lesiones permanentes. Hay
que considerar los asaltos sexuales como heridas físicas: el agresor
exige relaciones sexuales repetidas, a veces viola, obliga a la víctima
a tener relaciones sexuales con otros adultos o con sus
hijos, la obliga a prostituirse (Larouche,
1987).
Este
tipo de violencia se termina por el homicidio, el suicidio o ambos a la vez.
A menos que el ciclo de violencia sea interrumpido, la escalada es la siguiente:
violencia psicológica, violencia verbal, violencia física
o agresión física y/o sexual, homicidio y/o suicidio.
Sabiendo
y conociendo cómo funciona la violencia conyugal y habiéndose
establecido dispositivos para atajar y cortar de raíz este tipo de
violencia ¿cómo es que aumenta el número de mujeres muertas,
es decir, que han llegado a la última etapa de la violencia?, ¿por
qué no se erradica en las primeras etapas de la escalada?, ¿por
qué no existen más mecanismos de prevención?, ¿por
qué no funcionan los pocos e ineficaces mecanismos?, ¿qué
pasa con la definición y operacionalización
de la violencia psicológica?
La
verdad nos deja perplejos: no se conoce realmente la violencia conyugal, el
ciclo de la violencia, ni mucho menos el concepto de escalada. No se trabaja
con él; no se hacen leyes sabiendo y conociendo. Quizás, con
un poco de suerte aquellas personas que conozcan la escalada de la violencia
sean aquellas que trabajan directamente con el problema, y poco más.
Cuando hay un acto terrorista con víctimas vemos a los partidos políticos
y la gente sencilla manifestarse en las calles de las diferentes ciudades,
vemos guardar un minuto de silencio. Pero, ¿qué pasa cuando
sabemos que en España mueren al año una media de entre 50 y
70 mujeres como consecuencia del maltrato? No existe la misma respuesta pública.
No es lo mismo ser víctima de ETA que ser víctima de violencia
conyugal y, por tanto, podemos decir que dejar que un número elevado
de mujeres muera al año en manos de sus maridos es una forma de terrorismo,
particularmente de terrorismo de Estado. Este contexto sistémico del
terrorismo de Estado merece investigaciones más profundas.
“El carácter
represivo de un sistema social de clase se ejerce básicamente en
tres niveles estructurales: en primer lugar, a través de la estructura
socio-económica, es decir, mediante las relaciones sociales y económicas
imperantes. A esta forma de violencia estructural o sistémica, la llamaríamos
opresión […] el analfabetismo, el desempleo, la falta de seguridad
social, de vivienda adecuada, la violencia machista contra las mujeres, la
discriminación […] son, todos ellos, parámetros de la opresión
en una sociedad y hay que tomarlos en cuenta cuando se le califica de democracia,
libre, etcétera.
El
segundo nivel […] es la represión ordinaria del Estado, es decir, la
actividad represiva que se requiere para cumplir con determinadas funciones
públicas[…]
El
tercer nivel de represión estructural es la violencia que perpetra
el Estado, directa o indirectamente, a través de sus actores, en violación
de las normas del derecho nacional e internacional ” (Chomsky
et al., 1990: 28).
En
España, actualmente se dan dos de los tres niveles propios del terrorismo
de Estado aplicado concretamente a la mujer, a saber, a través de la
estructura socio-económica –primer nivel- y violación de las
normas –por inobservancia- del derecho nacional e internacional.
¿Qué
está pasando en España con las sentencias judiciales hacia los
hombres violentos?, ¿por qué no se hacen respetar las sentencias
judiciales, tales como el alejamiento?, ¿por qué se llega a
incumplir tantas y tantas veces las órdenes de alejamiento?, ¿por
qué continúan siendo las sentencias hacia los hombres violentos
tan poco severas?, ¿por qué se tolera tanta impunidad en el
ejercicio de la violencia directa hacia las mujeres? Porque existe toda una
violencia estructural y cultural dirigida hacia ellas que legitima la violencia
directa. A pesar de los cambios y medidas para combatir la violencia hacia
las mujeres, existe muy poca voluntad real de combatirla.
Se nos ha hecho creer
que la violencia es una expresión propia de minorías marginales
como bandas juveniles (gans), grupos terroristas
o psicópatas aislados pero no es así. Al contrario, “la violencia
es un problema social e inherente
a la estructura de organización de nuestras sociedades modernas” (Jáuregui,
1999: 25).
La
violencia, como su nombre indica, es un abuso de fuerza; un uso excesivo de
ella. “La violencia representa una manera de relacionarse con el otro orientada
a forzarlo, cambiando la relación en una batalla contra el otro, en
donde uno gana y otro pierde” (Jáuregui, 1999: 25). Lo que previene
la violencia, su antídoto, es la cultura puesto que la cultura es
cultivar las relaciones; transformarlas por medio de la palabra. Sin embargo
en nuestras sociedad modernas todo aquello que proviene de la cultura como
la educación, el arte, la literatura, entre otras, se está
perdiendo en detrimento de la instrucción, la imitación y la
ignorancia, en definitiva, lo salvaje. La desaparición de la cultura
en su sentido más original del término permite toda una desestructuración social tal y como la conocemos
actualmente, adquiriendo la violencia el rol de protagonista. Porque allí
donde había estructura y orden, aparece el caos y el desorden. Aparece
una nueva jerarquía basada en la ley del
más fuerte.
La jerarquía, como su nombre indica, orden (archie) sagrado (hieros) es una subordinación
a un principio: el mantenimiento de las diferencias cualitativas, de la distinción.
Lo único que nos hace a todos y todas iguales es la diferencia. La
diferencia viene a ser el principio regulador de las relaciones humanas. El
mantenimiento de las diferencias cualitativas deviene la regla de oro; un
principio sagrado que no debe ser violado. Cualquier intento de transgredir
la diferencia, es decir, de homogeneizar, de igualar los seres humanos, se
convierte en un acto violento. En este sentido, las democracias actuales de
corte occidental, cuya premisa principal es la igualdad en todos los órdenes
de la vida, promocionan la violencia al no dejar ser a los individuos lo que
son: seres diferentes los unos de los otros, con su propia idiosincrasia y
diferencia. No es preciso aquí hablar de las desigualdades de las que
constantemente somos testigos, por no decir víctimas. No confundamos:
las democracias actuales no pueden ser llamadas democracias sino dictaduras
disfrazadas, es decir, maneras de imposición (por la fuerza) de un
modelo socio-económico masculino (Jáuregui, 1999).
En cuanto a la mujer, se desatiende el elemento diferencial
como criterio de esa igualdad de oportunidades, generando una desigualdad
y una discriminación sin precedentes. Se estandariza todo en función
de lo masculino: cuerpo, salud, trabajo, etc., sin atender a las diferencias
cualitativas, estableciéndose así una violencia masiva. En otras
palabras, la mujer es diferente del hombre pero debiera tener igualdad de
oportunidades. Este concepto de igualdad está claramente confundido
en nuestra democracia. Igualar las oportunidades no quiere decir igualar
la mujer al hombre y borrar las diferencias. Muy al contrario, las diferencias
deben estar siempre presentes y ser tenidas en cuenta. Borrarlas constituye
en sí un acto de violencia.
El carácter sagrado de lo jerárquico hace
referencia a una esfera diferente de la natural y cotidiana. Lo sagrado es
el ámbito de lo festivo, de lo cultural, de lo espiritual. Lo sagrado
permite celebrar el encuentro con el otro, con la diferencia. Este tipo de
relación introduce una claridad, un orden diferente fuera del ámbito
común de todos los días y ello permite a su vez una organización
y una estructura. Sin esta esfera sagrada en las relaciones éstas
estarían subordinadas a la ley natural del más fuerte, desatándose
una violencia en donde el más fuerte se impone a los demás.
No es posible vivir sin una jerarquía que otorgue un orden a la organización
del sistema pero para ello las diferencias y la cultivación de éstas
debe ser imperativa. Ahora bien, la jerarquía, repito, no implica una
relación de subordinación a otro, esclavitud, sino a un principio
sagrado. Gracias al mantenimiento y cultivo de ese principio la jerarquía
permite regular las relaciones, esto es, gobernarlas.
Regular, del latín regula hace referencia
a una convención, a una norma, a un principio; a un protocolo a seguir
en el encuentro con el otro. Dicho protocolo se inscribe dentro de un contexto
ceremonial, ritual alrededor del establecimiento de un umbral que permita
mediar entre el uno y el otro, de tal manera que la relación que
se establezca se asemeje a aquella generada entre el anfitrión y el
invitado (Jager, 1996).
La regula es un instrumento que permite
establecer líneas horizontales. Siguiendo el significado de esta
metáfora el principio regulador de las relaciones humanas, el mantener
las diferencias, permite establecer relaciones “horizontales”, es decir,
diferenciantes y diferenciadoras.
No nos habla de superior ni de inferior, sino de relaciones entre seres diferentes.
La relación entre padres e hijos no es una relación de igual
a igual. Son relaciones entre seres diferentes. Mantener esta diferencia es
esencial para el mantenimiento del orden individual, familiar y social. Abolir
las diferencias es abolir no sólo al individuo sino a la familia y
a la sociedad. Esta metáfora de la horizontalidad relacional propia
del ser humano nos habla de las relaciones entre seres cualitativamente diferente de los demás. Y esto es lo que es igual
para todos los seres humanos: el derecho a relacionarse con personas diferentes
(Jáuregui, 1999). Cultivar estas diferencias; relacionarse según
el principio de la diferencia nos salvaguarda de la violencia.
Si la jerarquía introduce un orden es porque el orden
hace referencia a relaciones claras entre una pluralidad de elementos. El
orden de la jerarquía se refiere a una disposición de elementos
diferentes que alternan a intervalos regulares. En este sentido, en el orden
hay una discontinuidad que no puede ser transformada en continuidad. El orden
introduce una brecha, una separación, abriendo así una herida
en lo más profundo de la humanidad. Esa discontinuidad viene dada por
el otro diferente, ese otro que no es ni puede ser nunca otro yo, ya que
sino estaríamos cometiendo un acto de violencia hacia él al
querer convertirlo, asimilarlo. No se trata de anular la diferencia sino de
alternar, es decir, cambiar de un orden natural, cotidiano, cuantitativo,
a un orden cualitativo, festivo, cultural, en donde el encuentro con el otro
sea motivo de celebración y no de guerra. Se trata de alternar entre
estas posibilidades como alterna el día con la noche. Aceptar la idiosincrasia
de cada uno a partir de la cual podemos establecer una relación hospitalaria,
distinta de la que estableceríamos cotidianamente, representa un acto
de no-violencia. No se trata de convencer al otro de nuestras ideas, ya que
ello se convierte en un acto violento. La no aceptación de las diferencias,
de la pluralidad, de la singularidad de cada ser humano es en sí violencia
y genera más violencia, puesto que el otro diferente se defiende de
esta asimilación, de este acto caníbal, de este intento de aniquilarlo
para asimilarlo a una igualdad que no existe sino en la mente del verdugo.
La igualdad, en este sentido, representa un ideal y, como tal, sólo
existe en el imaginario, que no imaginación, y en consecuencia no
tiene realidad (Jáuregui, 1999).
La brecha que separa a los seres humanos no puede ser más
que cicatrizada gracias a la alternancia entre las relaciones cotidianas y
festivas, entre yo y el otro, entre hombre y mujer. Alternar, cambiar de modo
de relacionarse con el otro, representa una actitud de encuentro con él
que nada tiene que ver con la violencia, en donde no hay encuentro. Recordemos
que en la palabra alternar se encuentra el término alter,
del latín alteritas, que
hace alusión al carácter de aquello que es otro. Alternar significa
así salir de uno mismo para ir hacia el otro diferente y ello implica
una discontinuidad entre un interior y un exterior.
La
violencia se inscribe dentro del orden jerárquico como un síntoma,
señalando que la organización tiene una estructura caótica,
confusa, ya que la dimensión cultural –de las diferencias- ha desaparecido
o no hizo acto de presencia. En este síntoma que representa la violencia
hay una vuelta al estado natural, cuantitativo, del más fuerte, que
nada tiene que ver con la cultivación cualitativa de la diferencia
o, lo que es lo mismo, la cultura. La violencia anuncia que alternar no es
posible pues, aparte de esta dimensión natural no hay nada o, lo que
es peor, hay un vacío que conduce a un sinsentido existencial. Ello
provoca la confusión. Desde este marco de referencia, la violencia
se comprende como la trasgresión de la dimensión humana, es
decir, de la dimensión de la mediación, de la elaboración,
de la creación, de la cultura, del orden cualitativo. En este sentido,
la sociedad moderna se caracteriza por una amenazadora desaparición
de esferas que configuran esta dimensión intermedia como la cultura,
las humanidades, el espacio público –polis–, el espacio
privado –la familia–, la pluralidad. La sociedad moderna apunta hacia la
unificación y la uniformización,
creando así una sola cosa: la identidad nacional, una nación
o comunión de miembros iguales (fraternidad). Recordemos el lema de
la revolución francesa: libertad, igualdad y fraternidad. La nación
sustituye a la familia en la cual todos somos hermanos e iguales. En este
contexto, la libertad se reduce a una esclavitud hacia el más fuerte,
el que manda, el que ostenta el poder y que se hace evidente hoy en día
a partir de la actividad laboral, actividad única, alrededor de la
cual todo gira. Incluso el ocio gira en torno al trabajo, puesto que forma
parte del proceso metabólico de la economía nacional, convirtiéndose
así en un objeto más de consumo (Jáuregui, 1999).
La
violencia así, aparece profundamente enraizada en la sociedad moderna.
Es más, la sociedad se asienta sobre la violencia. Por tanto, la violencia
como problemática social no es producto de un grupo marginal, de una
minoría, sino inherente a las sociedades occidentales. En este sentido,
la violencia viene a ser el germen social que llevamos dentro. La violencia
representa la expresión de la violación más fundamental
del ser humano: la diferencia, la pluralidad, la cualidad, la alteridad. En
este sentido, la mujer también se configura como el elemento más
visible de diferencia, de otredad y, por lo tanto,
como blanco perfecto de la violencia patriarcal.
En la sociedad moderna lo que se conoce como orden jerárquico
no es otra cosa que una cuantificación de las diferencias, transformando
así las relaciones entre seres diferentes en relaciones cuantitativas
de grado, verticales. Un buen ejemplo de ello nos lo aportan dos grandes instituciones:
Si
la jerarquía concierne a la manera de ordenar en función de
las diferencias, la organización social moderna concierne a una manera
de desorganizar en función de las similitudes. La jerarquía,
que hace referencia a un orden cualitativo, en nuestra sociedad moderna se
ha convertido en una cuestión de orden cuantitativo: quién es
más y quién es menos, quién está por encima y
quién por debajo. Desde esta perspectiva, la violencia podría
perfectamente entenderse desde el ángulo de un intento de sembrar
un orden dentro del caos social basado en la ley del más fuerte. Ahora
bien, este orden social, de carácter violento, parecería más
bien un intento –esfuerzo– por elaborar posiciones dentro de la jerarquía
organizacional. Sin embargo, dicho orden plantea muchos problemas. Uno de
ellos es cómo diferenciarse del otro si todos somos iguales (Jáuregui,
1999). La violencia establece así un orden por la trasgresión
del principio sagrado de establecer relaciones horizontales con los otros.
La subordinación, jerarquía u orden establecido por la violencia
es una subordinación, no a un principio general, sino al otro más
fuerte y ahí es donde el problema de la violencia se recrudece (Jáuregui,
1999).
El
término “poder” hace referencia a la potencia en tanto que posibilidad.
El poder, en su acepción de potencia, deviene la realización
concreta de una infinidad de posibilidades; representa la autoría
propia de una potencia, de una virtualidad. En este sentido, la potencia
transforma lo virtual en actual, pasando así de la confusión
de la indiferencia a la creación humana, a la concretización,
dentro de unos límites inherentes al poder. Si el poder en tanto que
potencia se representa por su autoría, el abuso de poder se representa
por su anonimato, es decir, por la falta de autor propio en nuestras sociedades
modernas, llamadas democráticas, donde el poder de todos es en realidad
el gobierno de nadie (Arendt, 1961). En el contexto
social moderno, el poder también sufre las consecuencias de la trasgresión,
transformándose así en fuerza y en consecuencia abuso.
La lucha por el poder, omnipresente en nuestras sociedades
modernas, comprende el arte de mantener ambigua la relación propiamente
humana basada en la pluralidad. Esta ambigüedad hace referencia a la
imposibilidad de hablar desde una posición clara y definida, ya que
para ello se requerirían referencias, es decir, marcas que señalan
la existencia de diferencias y a partir de las cuales definirse sería
posible. Por ejemplo, hablar desde la posición de padre requiere de
la existencia de unos hijos que lo puedan definir y reconocer como tal. Estos
representan la referencia, dada por la diferencia generacional que hay entre
ellos y el padre, diferencia que sostiene y mantiene la posición
paternal. Lo mismo con respecto al profesor, al alumno, a la madre, al hombre,
a la mujer, etc. En definitiva, no es posible hablar claramente sin referentes
y no puede haber referencias sin diferencias (Jáuregui, 1999).
En nuestra sociedad moderna esta ambigüedad se puede
constatar a partir de la anulación de las diferencias que constituyen
el punto de anclaje de la relación de interdependencia a partir de
la cual la definición es posible: el desierto se hace inhóspito
por la falta de referencias. En este sentido, cabe subrayar la desaparición
del padre en tanto que figura de mediación familiar en las sociedades
modernas. El padre ha sido sustituido por el gobierno de la nación-estado.
Pero quien dice padre, dice también profesores, políticos,
cuerpo médico, etc. En definitiva, toda forma de autoridad. Al anularse
las diferencias, la única forma de diferenciarse que queda es a través
de la cantidad, pero ello no aporta una diferencia cualitativa, una sustancia.
Ello impide una relación humana clara y ordenada, provocando una definición
confusa denunciada por el síntoma. Esto ocurre muy a menudo en estructuras
organizacionales disfuncionales donde el síntoma revela una trasgresión
de la diferencia, es decir, una violencia emergiendo de ello una relación
confusa. Un buen ejemplo lo encontramos en aquellas familias en donde el hijo
o hija mayor, portador del síntoma, ha adquirido funciones parentales, convirtiéndose así en el
esposo o esposa de uno de los progenitores. En estos casos, las referencias
no son claras ya que las diferencias generacionales no están bien marcadas.
En estos sistemas, las diferencias entre los subsistemas (parental y filial) aparecen borradas, anuladas, y las
personas designadas portadoras del síntoma se revelan fundamentalmente
como siendo partes no diferenciadas del otro. Otro ejemplo revelador de esta
confusión son los llamados sindicatos verticales, en donde patrón
y trabajador forman una unidad de trabajadores, una comunidad de iguales (Jáuregui,
1999).
Recordemos
que la lucha violenta por el poder viene de la mano de la desaparición
de todo aquello que denote un margen, un límite, en definitiva, una
mediación. Así, en nuestra sociedad moderna, donde predomina
una organización confusa, nadie sabe quién es su par, quién
su ascendencia, quién su descendencia; lo cual viola la regla básica
de toda organización: la diferencia. Así, por ejemplo, el padre
ya no es padre de sus hijos sino amigo de ellos, confundiendo toda la organización
familiar. En relación con este fenómeno de la anulación
de las diferencias, encontramos su corolario, a saber, que nadie asume la
responsabilidad que su posición implica. Entonces, en caso de desatarse
un síntoma como puede ser el terrorismo, se busca un culpable, un
chivo que expíe las culpas. En el ámbito educativo, esta irresponsabilización se ve claramente en la
confusión existente entre ministerio de educación, padres y
profesores/colegio. Finalmente, tenemos como resultado el fracaso escolar
del niño, que es quien expía la falta de sus mayores (Jáuregui,
1999).
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