NÓMADAS - REVISTA CRÍTICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURÍDICAS
13-2006/1 | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730
Mujer y violencia
Inmaculada Jáuregui Balenciaga
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Introducción

Para bien situar los conceptos o las teorías o simplemente lo que queremos analizar y/o estudiar, es fundamental situarlas en su contexto cultural, social e histórico, y ver su evolución. En este sentido, el término “violencia de género”, aunque parece cernir bien la problemática de violencia, de alguna manera nos hace perder la perspectiva mucho más profunda y enraizada en la sociedad occidental y que concierne realmente la violencia hacia las mujeres. Porque, como bien dice la palabra cernir, es decir, separar, este término separa esta violencia del resto de las violencias, haciéndonos perder la perspectiva. Además, el reducir o clasificar la violencia a las mujeres como “violencia de género” nos hace perder de vista toda la relación que la violencia guarda con el ejercicio del poder y cuyo máximo representante de dicho ejercicio es el Estado. Al llamarla violencia de género, el culpable aparece aquel que ejerce la violencia directamente, haciéndonos olvidar que detrás de cada individuo está el Estado, quien, en última instancia, tiene la obligación de proteger a los ciudadanos/as.

Lo que pretendo en esta exposición es hacer ver que la problemática de la “violencia de género” es más amplia y que el fenómeno de la violencia hacia las mujeres se inscribe dentro de un contexto social, estructural y cultural que repercute y se hace notar en todas las esferas de la vida de la mujer.

 1. Violencia familiar

No podemos entender la violencia “familiar”, “conyugal” o “doméstica” si no comprendemos en profundidad el significado de violencia. Bautizando a la violencia hacia la mujer en el seno del hogar como familiar o conyugal o doméstica perdemos la perspectiva de la violencia hacia la mujer que se ejerce fuera del hogar, además de dentro, y que ambas forman parte de la misma violencia.

1.1. Definición

 La violencia Galtung (1969) la define como el resultante de la diferencia entre lo potencial y lo actual, es decir, lo que incrementa esta diferencia. Veámoslo con un ejemplo: hoy en día es posible que las mujeres trabajen en igualdad de condiciones que los hombres, sin embargo esto no ocurre. Eso es violencia. Hoy en día no es posible prevenir con garantías un terremoto, con lo cual las muertes generadas no son necesariamente violencia. Hoy en día, en España, que una persona se muera por falta de asistencia sanitaria, por no estar afiliado a la seguridad social, es violencia. Cuando es posible algo y no se realiza o ejecuta, eso es violencia. Cuando lo potencial es mayor que lo actual, es por definición evitable y cuando es evitable y no se evita, entonces es violencia. Cuando hay leyes que protegen a la mujer de la violencia y esta sigue ocurriendo, hay violencia y a diferentes niveles (directa y estructural).

Johan Galtung (1969, 1989) hace un magnífico análisis sobre los diferentes niveles de violencia, distinguiendo tres: la violencia directa, la estructural y la cultural.

La violencia directa es un evento, un hecho concreto. Es un tipo de violencia en la que hay un actor que ejerce la violencia. En este caso, la violencia conyugal es una forma de violencia directa, lo mismo que las violaciones. Básicamente es la acción física y manifiesta contra una persona que deviene objeto.

La violencia estructural o indirecta es un proceso latente en donde no hay actor. La violencia, en este caso, “está edificada dentro de la estructura y se manifiesta como un poder desigual y, consiguientemente, como oportunidades de vida distintas” (Galtung, 1969: p 37). Extrayendo los ejemplos anteriores, violencia estructural es la desigualdad de oportunidades, la discriminación sexual del trabajo, la explotación, la feminización de la pobreza, el desempleo masivo –especialmente entre las mujeres–, la diferencia salarial. Una estructura -social- violenta deja marca no sólo en el cuerpo humano sino también en la mente y en el espíritu.

Por violencia cultural el autor quiere significar aquellos aspectos de la cultura, la esfera simbólica de nuestra existencia “ejemplificada por la religión y la ideología, el lenguaje y el arte, la ciencia empírica y la ciencia formal” que puede ser usada para justificar o legitimar la violencia directa o estructural. En este sentido, la violencia cultural hace referencia a la permanencia, a su legitimación, a su justificación.

Un ejemplo muy básico: siempre se ha justificado la discriminación de las mujeres en base a preceptos culturales como la menor capacidad física, la natural inclinación hacia tareas domésticas, etc. Ya desde Grecia la mujer estaba excluida de la posibilidad de la ciudadanía. La “natural inclinación de las mujeres hacia las tareas del hogar, de la crianza” es fruto de la Ilustración y del amor romántico que esta época creó. No tiene bases de ningún tipo, salvo las ideológicas. Cuántos estudios no se han hecho para “demostrar” la supuesta inferioridad de las capacidades intelectuales de las mujeres y que, sin embargo, fueron la base de la discriminación de éstas en los ámbitos científicos e intelectuales durante los siglos XVIII, XIX y parte del XX.

Así pues, en la violencia hay dos cuestiones a considerar: una, el uso o ejercicio de la violencia, y otra, su legitimación, y esto último es lo que constituye la violencia cultural.

Johan Galtung (1985) distingue así mismo entre tipos de violencia. Así, este autor nos dice que

“la primera distinción que debe hacerse es entre violencia física y violencia psicológica[…] entre la violencia que opera sobre el cuerpo y la violencia que opera sobre el alma; esta última puede abarcar las mentiras, el lavado de cerebro, las diferentes formas de adoctrinamiento, las amenazas, etc., que sirven para disminuir las potencialidades mentales” (p. 34).

 Es fundamental resaltar que este mismo autor precisa que la violencia tiene como punto extremo la muerte.

Hanna Arendt (1988) realizó un estudio sobre las bases teóricas de la violencia,  concluyendo que la violencia es la expresión más contundente del poder y que surge de la tradición judeo-cristiana y de su imperativo concepto de ley  (Antxustegi, 1999). En este sentido, la violencia se enraíza en lo más profundo y original de nuestra sociedad occidental, esto es, en los principios más antiguos que fundaron nuestro pensamiento.

 

1.2.Violencia “conyugal”: violencia en donde confluyen los tres niveles y los dos tipos de violencia

 En la violencia conyugal confluyen tanto los diferentes niveles de violencia anteriormente explicados, así como los dos tipos también aclarados en los párrafos anteriores. En cuanto a los diferentes niveles, por un lado tenemos al marido que pega a la mujer –violencia directa-, por otra parte tenemos a un Estado o Gobierno que, teniendo los medios, no evita que esa potencialidad devenga actual –violencia estructural- y, por último, tenemos un sistema de valores y de creencias que, en el fondo, permite que esa consideración del hombre hacia la mujer siga perviviendo: a la mujer le gusta, la mujer es masoquista, si la mujer aguanta será porque le gusta, etc –violencia cultural-.

En cuanto a los tipos de violencia, la violencia conyugal –violencia directa– se caracteriza por la presencia de violencia psicológica y física en una secuencia temporal lineal, por así decirlo, en donde la violencia psicológica puede durar incluso años antes de pasar al acto físico de pegar. Ambos tipos pueden separarse para un análisis o comprensión del proceso en el cual la pareja se encuentra, pero forman un todo dentro de lo que se llama el ciclo de la violencia.

 1.2.1. Ciclo de la violencia conyugal: violencia directa

La violencia marital se puede presentar en tres fases (Larouche, 1987). La primera fase se sitúa en el período de tensiones. Al principio empieza por haber oposiciones en la pareja. Las tensiones existen en la pareja y se van acumulando. El agresor, por su parte, vive frustraciones en diferentes aspectos de su vida (trabajo, social, afectivo) y no llega a verbalizarlas ni a liberalizarlas. Progresivamente, los conflictos aumentan. Estos conflictos pueden estar alimentados por un estrés suplementario, una situación frustrante vivida durante el día o un evento decisivo que se produce en el seno familiar (pérdida de empleo, anuncio de un embarazo, fallecimiento de una persona allegada al agresor, discusiones entre los infantes, cena fallida, etc.). El agresor siente ansiedad pero no llega a expresarla, ni mucho menos a asumirla. Para ocultar sus angustias, recurre a la violencia verbal. La víctima aprehende inmediatamente una crisis de cólera en el agresor y reacciona poniéndose más nerviosa. Progresivamente, comienza a amenazar a su pareja (estas son las amenazas de agresión que permiten identificar las parejas en donde los conflictos se arreglan con la violencia). Expresa directamente su deseo de pegarla. Esta fase forma parte de la etapa en la cual el agresor se desensibiliza de la víctima, reduciéndola a un rango de objeto; la despersonaliza. La víctima se convierte así en un objeto de desprecio y el hombre violento, aumentando sus comentarios denigrantes, comienza a autorizarse a pasar al acto. La víctima reacciona replegándose sobre sí misma, gesto que es interpretado por el agresor como un consentimiento por su parte a la escalada de violencia que se ha iniciado. Finalmente, él encuentra una justificación para ejercer crueldad corporal excesiva de tipo punitivo sobre la víctima, que se convierte en la responsable de su pérdida de control. Y así comienza la segunda fase.

En esta fase, la violencia, en intensidad y frecuencia, aumentará tras cada reincidencia, puesto que el agresor no ha arreglado nunca las dificultades que le llevan a perder el control y ejercer el (abuso de) poder. Hay que anotar que un gran número de hombres violentos pierde completamente el control de sí mismos cuando pegan, lo que contribuye a aumentar la gravedad de las lesiones. Durante la explosión de su violencia, la liberación de tensiones del agresor está en función de la energía física desplegada al pegar. En el momento en que cesa la agresión física, el agresor toma conciencia de que podría perder a su pareja debido a la violencia ejercida. En este momento, algunos agresores se arrepienten pero otros no viven ninguna culpabilidad. Pero todos en general temen perder a su pareja. La relación entra en un momento crítico pues la víctima puede rechazar al agresor. Entonces intentarán los agresores guardarla cerca de ellos. Y así comienza la tercera fase o fase de remisión, también conocida por luna de miel.

En esta “luna de miel” el agresor necesita a su víctima para que esta llene sus necesidades afectivas, para alimentar su imagen personal y para conservar su poder de dominación. Entonces va a poner manos a la obra para retener a su pareja. Hará todas las promesas necesarias (consultar a alguien para su alcoholismo, llamar a un organismo para hombres violentos, etc.) con la finalidad de poner término a sus pérdidas de control. Jurará que es la última vez que un hecho así se produce y reconocerá que se ha pasado los límites. Será muy persuasivo en sus declaraciones, pues en el momento en que las dice, es muy sincero. El miedo a perder a su víctima es tan fuerte que modificará sus comportamientos durante un período del ciclo de la violencia puesto que no puede permitirse perder a su víctima; teme encontrarse solo. Esta fase de remisión puede comenzar inmediatamente después de la agresión o bien un tiempo después. La mujer maltratada, en estado de choque, vulnerable emotivamente, es muy sensible a lo que dice su pareja. Además, éste se muestra muy cariñoso en estos períodos del ciclo, lo que contribuyen aún más si cabe a confundir a la víctima y a creerse efectivamente que ella es la responsable de lo ocurrido. Esta fase del ciclo de la violencia puede durar varios días, semanas, meses e incluso años. En este sentido, no es identificada por la víctima como una fase del ciclo sino como una nueva realidad. Tendrá que pasar un tiempo, en muchos casos años, antes de que ella se dé cuenta de que esta fase es una más del ciclo de violencia. Esta fase da a la pareja una estabilidad y proporciona una riqueza a nivel afectivo que refuerza la relación. El hombre se siente seguro porque él es amado y siente un poder sobre ella. La mujer recibe afección y se siente reconocida como individuo y es amada. Esta fase permite olvidar la agresión y creer los cambios anunciados por el agresor. Para la víctima, la violencia se ha acabado y, además, estos períodos así lo demuestran.

Estos períodos son particularmente gravados por la víctima y a los cuales recurre en los duros momentos; la víctima se aferra a estos momentos dulces. Su memoria grava estos momentos y olvida las agresiones y así éstas son percibidas como eventos aislados y el conjunto de reincidencias no son vistas como un todo. Esta censura es un mecanismo de defensa que le permitirá sobrevivir y esperar. Estos períodos de luna de miel bloquean su comprensión de ciclo de la violencia. Así mismo, el agresor ve también estas agresiones como pérdidas aisladas de control y las asociará a eventos exteriores a él, concretamente relacionados a su víctima. En estos momentos de luna de miel el agresor convencerá a su víctima de que ella es la responsable de sus accesos de cólera y de su irritabilidad.

Y, finalmente, el ciclo se completa, recomenzando uno nuevo. Pero cada ciclo completo provoca en la víctima una disminución de confianza en sí misma. Todo en ella, tanto en su interior como en su exterior, se resiente. A su vez, cada ciclo completo hace que el siguiente sea aún más violento: las reincidencias se acrecentarán en intensidad y en frecuencia, de tal manera que los períodos de remisión serán cada vez más cortos.

Si en la violencia conyugal se aúnan los tres niveles de violencia antes explicados –directa, estructural y cultural– es porque la falta de comprensión de este ciclo se evidencia en las políticas y actuaciones orientadas a paliar este problema. Uno de los pilares que más adolece de esta comprensión es el judicial, en donde las sentencias y la falta de instrumentalización para cumplir las leyes refleja ese desinterés y falta de comprensión. Al mismo tiempo, el contemplar los hechos de manera aislada hace perder de vista el proceso global y, en este sentido, lo mismo que la mujer maltratada justifica y aísla una bofetada del proceso general de violencia, las diferentes instituciones y la sociedad en general reproducen este mismo esquema, de tal manera que la víctima no es sólo víctima de su marido, sino de toda la sociedad en general que no quiere ver el proceso cíclico de la violencia conyugal. Al mismo tiempo, la ceguera del proceso del ciclo de la violencia provoca gratuitamente la producción y reproducción de la escalada de la violencia que hay que especificar que termina en la muerte. Esto es, la muerte es la última fase y el objetivo final de la violencia.

 1.2.2. Escalada de la violencia

La primera etapa de la violencia es sutil y refinada. Es la agresión psicológica. Consiste en atacar directamente la (auto)estima de la víctima. El agresor ridiculiza las realizaciones de la víctima. Ignora su presencia, lo que dice y no tiene en cuenta sus opiniones. Siembra la duda cuando ella emite una opinión. Se hace cargo de ciertas funciones porque “ella no es capaz de realizarlas”. Así lleva el presupuesto familiar, contacta con los organismos sociales o asume la animación de las conversaciones entre amigos o personas fuera de la red familiar. El agresor se ríe cuando la víctima toma una iniciativa. Compara las realizaciones de su pareja con las de otras personas autoridad en esa materia. Corrige o comenta cada acción, gesto o realización de su víctima. Un funcionamiento así no aparece como una evidencia de violencia para la pareja pero su efecto es devastador. La víctima se ve como una persona incompetente en muchas áreas y esferas y teme oponerse a su pareja (Larouche, 1987).

Después de esta etapa la violencia verbal se instala. Ella refuerza la agresión psicológica y aumenta la intensidad del desprecio. El agresor denigra directamente a la víctima. Le habla de su cuerpo empleando comparaciones ofensivas. Le apoda de manera a ridiculizarla. Minimiza la importancia de las relaciones sexuales, comparando a la víctima con una prostituta. Asocia los comportamientos de ella a los de un enfermo/a mental. Lanza amenazas de agresión, de homicidio o de suicidio. Crea un clima de ansiedad, describiendo la violencia que él ejercería sobre ella. La ridiculiza en presencia de terceras personas. Le grita, le habla fuerte cerca de ella. Se contradice y le acusa de sus propias contradicciones (Larouche, 1987).

Comienza así la violencia física. El agresor aprieta fuerte el brazo de la víctima. A veces utiliza el juego como forma de controlarla físicamente (la ahoga, le pega, le mordisquea, etc.). Le tira del pelo, le pellizca, le empuja. Continúa pegándola con la mano abierta. Luego emplea los puños, los pies. Incluso recurre a objetos para pegarle: cerillas, cuchillos, bastones, fusiles. Finalmente causa lesiones permanentes. Hay que considerar los asaltos sexuales como heridas físicas: el agresor exige relaciones sexuales repetidas, a veces viola, obliga a la víctima a tener relaciones sexuales con otros adultos o con sus  hijos, la obliga a prostituirse (Larouche, 1987).

Este tipo de violencia se termina por el homicidio, el suicidio o ambos a la vez. A menos que el ciclo de violencia sea interrumpido, la escalada es la siguiente: violencia psicológica, violencia verbal, violencia física o agresión física y/o sexual, homicidio y/o suicidio.

Sabiendo y conociendo cómo funciona la violencia conyugal y habiéndose establecido dispositivos para atajar y cortar de raíz este tipo de violencia ¿cómo es que aumenta el número de mujeres muertas, es decir, que han llegado a la última etapa de la violencia?, ¿por qué no se erradica en las primeras etapas de la escalada?, ¿por qué no existen más mecanismos de prevención?, ¿por qué no funcionan los pocos e ineficaces mecanismos?, ¿qué pasa con la definición y operacionalización de la violencia psicológica?

La verdad nos deja perplejos: no se conoce realmente la violencia conyugal, el ciclo de la violencia, ni mucho menos el concepto de escalada. No se trabaja con él; no se hacen leyes sabiendo y conociendo. Quizás, con un poco de suerte aquellas personas que conozcan la escalada de la violencia sean aquellas que trabajan directamente con el problema, y poco más. Cuando hay un acto terrorista con víctimas vemos a los partidos políticos y la gente sencilla manifestarse en las calles de las diferentes ciudades, vemos guardar un minuto de silencio. Pero, ¿qué pasa cuando sabemos que en España mueren al año una media de entre 50 y 70 mujeres como consecuencia del maltrato? No existe la misma respuesta pública. No es lo mismo ser víctima de ETA que ser víctima de violencia conyugal y, por tanto, podemos decir que dejar que un número elevado de mujeres muera al año en manos de sus maridos es una forma de terrorismo, particularmente de terrorismo de Estado. Este contexto sistémico del terrorismo de Estado merece investigaciones más profundas.

El carácter represivo de un sistema social de clase se ejerce básicamente en tres niveles estructurales: en primer lugar, a través de la estructura socio-económica, es decir, mediante las relaciones sociales y económicas imperantes. A esta forma de violencia estructural o sistémica, la llamaríamos opresión […] el analfabetismo, el desempleo, la falta de seguridad social, de vivienda adecuada, la violencia machista contra las mujeres, la discriminación […] son, todos ellos, parámetros de la opresión en una sociedad y hay que tomarlos en cuenta cuando se le califica de democracia, libre, etcétera.

El segundo nivel […] es la represión ordinaria del Estado, es decir, la actividad represiva que se requiere para cumplir con determinadas funciones públicas[…]

El tercer nivel de represión estructural es la violencia que perpetra el Estado, directa o indirectamente, a través de sus actores, en violación de las normas del derecho nacional e internacional (Chomsky et al., 1990: 28).

En España, actualmente se dan dos de los tres niveles propios del terrorismo de Estado aplicado concretamente a la mujer, a saber, a través de la estructura socio-económica –primer nivel- y violación de las normas –por inobservancia- del derecho nacional e internacional.

¿Qué está pasando en España con las sentencias judiciales hacia los hombres violentos?, ¿por qué no se hacen respetar las sentencias judiciales, tales como el alejamiento?, ¿por qué se llega a incumplir tantas y tantas veces las órdenes de alejamiento?, ¿por qué continúan siendo las sentencias hacia los hombres violentos tan poco severas?, ¿por qué se tolera tanta impunidad en el ejercicio de la violencia directa hacia las mujeres? Porque existe toda una violencia estructural y cultural dirigida hacia ellas que legitima la violencia directa. A pesar de los cambios y medidas para combatir la violencia hacia las mujeres, existe muy poca voluntad real de combatirla.

 1.3. Comprensión de la violencia estructural y cultural en nuestra sociedad actual

 
 Se nos ha hecho creer que la violencia es una expresión propia de minorías marginales como bandas juveniles (gans), grupos terroristas o psicópatas aislados pero no es así. Al contrario, “la violencia es un problema social e
inherente a la estructura de organización de nuestras sociedades modernas” (Jáuregui, 1999: 25).

La violencia, como su nombre indica, es un abuso de fuerza; un uso excesivo de ella. “La violencia representa una manera de relacionarse con el otro orientada a forzarlo, cambiando la relación en una batalla contra el otro, en donde uno gana y otro pierde” (Jáuregui, 1999: 25). Lo que previene la violencia, su antídoto, es la cultura puesto que la cultura es cultivar las relaciones; transformarlas por medio de la palabra. Sin embargo en nuestras sociedad modernas todo aquello que proviene de la cultura como la educación, el arte, la literatura, entre otras, se está perdiendo en detrimento de la instrucción, la imitación y la ignorancia, en definitiva, lo salvaje. La desaparición de la cultura en su sentido más original del término permite toda una desestructuración social tal y como la conocemos actualmente, adquiriendo la violencia el rol de protagonista. Porque allí donde había estructura y orden, aparece el caos y el desorden. Aparece una nueva jerarquía basada en la  ley del más fuerte. 

1.3.1. Jerarquía y orden versus violencia 

La jerarquía, como su nombre indica, orden (archie) sagrado (hieros) es una subordinación a un principio: el mantenimiento de las diferencias cualitativas, de la distinción. Lo único que nos hace a todos y todas iguales es la diferencia. La diferencia viene a ser el principio regulador de las relaciones humanas. El mantenimiento de las diferencias cualitativas deviene la regla de oro; un principio sagrado que no debe ser violado. Cualquier intento de transgredir la diferencia, es decir, de homogeneizar, de igualar los seres humanos, se convierte en un acto violento. En este sentido, las democracias actuales de corte occidental, cuya premisa principal es la igualdad en todos los órdenes de la vida, promocionan la violencia al no dejar ser a los individuos lo que son: seres diferentes los unos de los otros, con su propia idiosincrasia y diferencia. No es preciso aquí hablar de las desigualdades de las que constantemente somos testigos, por no decir víctimas. No confundamos: las democracias actuales no pueden ser llamadas democracias sino dictaduras disfrazadas, es decir, maneras de imposición (por la fuerza) de un modelo socio-económico masculino (Jáuregui, 1999).

En cuanto a la mujer, se desatiende el elemento diferencial como criterio de esa igualdad de oportunidades, generando una desigualdad y una discriminación sin precedentes. Se estandariza todo en función de lo masculino: cuerpo, salud, trabajo, etc., sin atender a las diferencias cualitativas, estableciéndose así una violencia masiva. En otras palabras, la mujer es diferente del hombre pero debiera tener igualdad de oportunidades. Este concepto de igualdad está claramente confundido en nuestra democracia. Igualar las oportunidades no quiere decir igualar la mujer al hombre y borrar las diferencias. Muy al contrario, las diferencias deben estar siempre presentes y ser tenidas en cuenta. Borrarlas constituye en sí un acto de violencia.

El carácter sagrado de lo jerárquico hace referencia a una esfera diferente de la natural y cotidiana. Lo sagrado es el ámbito de lo festivo, de lo cultural, de lo espiritual. Lo sagrado permite celebrar el encuentro con el otro, con la diferencia. Este tipo de relación introduce una claridad, un orden diferente fuera del ámbito común de todos los días y ello permite a su vez una organización y una estructura. Sin esta esfera sagrada en las relaciones éstas estarían subordinadas a la ley natural del más fuerte, desatándose una violencia en donde el más fuerte se impone a los demás. No es posible vivir sin una jerarquía que otorgue un orden a la organización del sistema pero para ello las diferencias y la cultivación de éstas debe ser imperativa. Ahora bien, la jerarquía, repito, no implica una relación de subordinación a otro, esclavitud, sino a un principio sagrado. Gracias al mantenimiento y cultivo de ese principio la jerarquía permite regular las relaciones, esto es, gobernarlas.

Regular, del latín regula hace referencia a una convención, a una norma, a un principio; a un protocolo a seguir en el encuentro con el otro. Dicho protocolo se inscribe dentro de un contexto ceremonial, ritual alrededor del establecimiento de un umbral que permita mediar entre el uno y el otro, de tal manera que la relación que se establezca se asemeje a aquella generada entre el anfitrión y el invitado (Jager, 1996).

La regula es un instrumento que permite establecer líneas horizontales. Siguiendo el significado de esta metáfora el principio regulador de las relaciones humanas, el mantener las diferencias, permite establecer relaciones “horizontales”, es decir, diferenciantes y diferenciadoras. No nos habla de superior ni de inferior, sino de relaciones entre seres diferentes. La relación entre padres e hijos no es una relación de igual a igual. Son relaciones entre seres diferentes. Mantener esta diferencia es esencial para el mantenimiento del orden individual, familiar y social. Abolir las diferencias es abolir no sólo al individuo sino a la familia y a la sociedad. Esta metáfora de la horizontalidad relacional propia del ser humano nos habla de las relaciones entre seres cualitativamente diferente de los demás. Y esto es lo que es igual para todos los seres humanos: el derecho a relacionarse con personas diferentes (Jáuregui, 1999). Cultivar estas diferencias; relacionarse según el principio de la diferencia nos salvaguarda de la violencia.

Si la jerarquía introduce un orden es porque el orden hace referencia a relaciones claras entre una pluralidad de elementos. El orden de la jerarquía se refiere a una disposición de elementos diferentes que alternan a intervalos regulares. En este sentido, en el orden hay una discontinuidad que no puede ser transformada en continuidad. El orden introduce una brecha, una separación, abriendo así una herida en lo más profundo de la humanidad. Esa discontinuidad viene dada por el otro diferente, ese otro que no es ni puede ser nunca otro yo, ya que sino estaríamos cometiendo un acto de violencia hacia él al querer convertirlo, asimilarlo. No se trata de anular la diferencia sino de alternar, es decir, cambiar de un orden natural, cotidiano, cuantitativo, a un orden cualitativo, festivo, cultural, en donde el encuentro con el otro sea motivo de celebración y no de guerra. Se trata de alternar entre estas posibilidades como alterna el día con la noche. Aceptar la idiosincrasia de cada uno a partir de la cual podemos establecer una relación hospitalaria, distinta de la que estableceríamos cotidianamente, representa un acto de no-violencia. No se trata de convencer al otro de nuestras ideas, ya que ello se convierte en un acto violento. La no aceptación de las diferencias, de la pluralidad, de la singularidad de cada ser humano es en sí violencia y genera más violencia, puesto que el otro diferente se defiende de esta asimilación, de este acto caníbal, de este intento de aniquilarlo para asimilarlo a una igualdad que no existe sino en la mente del verdugo. La igualdad, en este sentido, representa un ideal y, como tal, sólo existe en el imaginario, que no imaginación, y en consecuencia no tiene realidad (Jáuregui, 1999).

La brecha que separa a los seres humanos no puede ser más que cicatrizada gracias a la alternancia entre las relaciones cotidianas y festivas, entre yo y el otro, entre hombre y mujer. Alternar, cambiar de modo de relacionarse con el otro, representa una actitud de encuentro con él que nada tiene que ver con la violencia, en donde no hay encuentro. Recordemos que en la palabra alternar se encuentra el término alter, del latín alteritas, que hace alusión al carácter de aquello que es otro. Alternar significa así salir de uno mismo para ir hacia el otro diferente y ello implica una discontinuidad entre un interior y un exterior.

La violencia se inscribe dentro del orden jerárquico como un síntoma, señalando que la organización tiene una estructura caótica, confusa, ya que la dimensión cultural –de las diferencias- ha desaparecido o no hizo acto de presencia. En este síntoma que representa la violencia hay una vuelta al estado natural, cuantitativo, del más fuerte, que nada tiene que ver con la cultivación cualitativa de la diferencia o, lo que es lo mismo, la cultura. La violencia anuncia que alternar no es posible pues, aparte de esta dimensión natural no hay nada o, lo que es peor, hay un vacío que conduce a un sinsentido existencial. Ello provoca la confusión. Desde este marco de referencia, la violencia se comprende como la trasgresión de la dimensión humana, es decir, de la dimensión de la mediación, de la elaboración, de la creación, de la cultura, del orden cualitativo. En este sentido, la sociedad moderna se caracteriza por una amenazadora desaparición de esferas que configuran esta dimensión intermedia como la cultura, las humanidades, el espacio público –polis–, el espacio privado –la familia–, la pluralidad. La sociedad moderna apunta hacia la unificación y la uniformización, creando así una sola cosa: la identidad nacional, una nación o comunión de miembros iguales (fraternidad). Recordemos el lema de la revolución francesa: libertad, igualdad y fraternidad. La nación sustituye a la familia en la cual todos somos hermanos e iguales. En este contexto, la libertad se reduce a una esclavitud hacia el más fuerte, el que manda, el que ostenta el poder y que se hace evidente hoy en día a partir de la actividad laboral, actividad única, alrededor de la cual todo gira. Incluso el ocio gira en torno al trabajo, puesto que forma parte del proceso metabólico de la economía nacional, convirtiéndose así en un objeto más de consumo (Jáuregui, 1999).

La violencia así, aparece profundamente enraizada en la sociedad moderna. Es más, la sociedad se asienta sobre la violencia. Por tanto, la violencia como problemática social no es producto de un grupo marginal, de una minoría, sino inherente a las sociedades occidentales. En este sentido, la violencia viene a ser el germen social que llevamos dentro. La violencia representa la expresión de la violación más fundamental del ser humano: la diferencia, la pluralidad, la cualidad, la alteridad. En este sentido, la mujer también se configura como el elemento más visible de diferencia, de otredad y, por lo tanto, como blanco perfecto de la violencia patriarcal.

En la sociedad moderna lo que se conoce como orden jerárquico no es otra cosa que una cuantificación de las diferencias, transformando así las relaciones entre seres diferentes en relaciones cuantitativas de grado, verticales. Un buen ejemplo de ello nos lo aportan dos grandes instituciones: la Iglesia y el ejército. Así, la ascendencia y la descendencia se transforman en diferencias de grado, es decir, en superior o inferior. Esta trasgresión permite que la violencia aparezca en estas esferas como un intento de poner orden. En nuestra sociedad moderna, el lenguaje cualitativo desaparece progresivamente, lo que hace imposible poder explicar la noción cualitativa de jerarquía (Jáuregui, 1999).

Si la jerarquía concierne a la manera de ordenar en función de las diferencias, la organización social moderna concierne a una manera de desorganizar en función de las similitudes. La jerarquía, que hace referencia a un orden cualitativo, en nuestra sociedad moderna se ha convertido en una cuestión de orden cuantitativo: quién es más y quién es menos, quién está por encima y quién por debajo. Desde esta perspectiva, la violencia podría perfectamente entenderse desde el ángulo de un intento de sembrar un orden dentro del caos social basado en la ley del más fuerte. Ahora bien, este orden social, de carácter violento, parecería más bien un intento –esfuerzo– por elaborar posiciones dentro de la jerarquía organizacional. Sin embargo, dicho orden plantea muchos problemas. Uno de ellos es cómo diferenciarse del otro si todos somos iguales (Jáuregui, 1999). La violencia establece así un orden por la trasgresión del principio sagrado de establecer relaciones horizontales con los otros. La subordinación, jerarquía u orden establecido por la violencia es una subordinación, no a un principio general, sino al otro más fuerte y ahí es donde el problema de la violencia se recrudece (Jáuregui, 1999). 


1.3.2. Poder y violencia

Poder y violencia están estrechamente relacionados. En el contexto de la organización social moderna, los fenómenos violentos expresan la confusión creada por la supuesta igualdad de sus miembros; igualdad que no ayuda a diferenciar los unos de los otros y, en consecuencia, a establecer posiciones diferentes para una organización clara y diferenciada. En otras palabras, cuando en una jerarquía las posiciones estatutarias son confusas, una lucha por el poder –que ya no es tal– se instaura, convirtiendo el paisaje en un campo de batalla, a fin de establecer el orden por la fuerza (Jáuregui, 1999).

El término “poder” hace referencia a la potencia en tanto que posibilidad. El poder, en su acepción de potencia, deviene la realización concreta de una infinidad de posibilidades; representa la autoría propia de una potencia, de una virtualidad. En este sentido, la potencia transforma lo virtual en actual, pasando así de la confusión de la indiferencia a la creación humana, a la concretización, dentro de unos límites inherentes al poder. Si el poder en tanto que potencia se representa por su autoría, el abuso de poder se representa por su anonimato, es decir, por la falta de autor propio en nuestras sociedades modernas, llamadas democráticas, donde el poder de todos es en realidad el gobierno de nadie (Arendt, 1961). En el contexto social moderno, el poder también sufre las consecuencias de la trasgresión, transformándose así en fuerza y en consecuencia abuso.

La lucha por el poder, omnipresente en nuestras sociedades modernas, comprende el arte de mantener ambigua la relación propiamente humana basada en la pluralidad. Esta ambigüedad hace referencia a la imposibilidad de hablar desde una posición clara y definida, ya que para ello se requerirían referencias, es decir, marcas que señalan la existencia de diferencias y a partir de las cuales definirse sería posible. Por ejemplo, hablar desde la posición de padre requiere de la existencia de unos hijos que lo puedan definir y reconocer como tal. Estos representan la referencia, dada por la diferencia generacional que hay entre ellos y el padre, diferencia que sostiene y mantiene la posición paternal. Lo mismo con respecto al profesor, al alumno, a la madre, al hombre, a la mujer, etc. En definitiva, no es posible hablar claramente sin referentes y no puede haber referencias sin diferencias (Jáuregui, 1999).

En nuestra sociedad moderna esta ambigüedad se puede constatar a partir de la anulación de las diferencias que constituyen el punto de anclaje de la relación de interdependencia a partir de la cual la definición es posible: el desierto se hace inhóspito por la falta de referencias. En este sentido, cabe subrayar la desaparición del padre en tanto que figura de mediación familiar en las sociedades modernas. El padre ha sido sustituido por el gobierno de la nación-estado. Pero quien dice padre, dice también profesores, políticos, cuerpo médico, etc. En definitiva, toda forma de autoridad. Al anularse las diferencias, la única forma de diferenciarse que queda es a través de la cantidad, pero ello no aporta una diferencia cualitativa, una sustancia. Ello impide una relación humana clara y ordenada, provocando una definición confusa denunciada por el síntoma. Esto ocurre muy a menudo en estructuras organizacionales disfuncionales donde el síntoma revela una trasgresión de la diferencia, es decir, una violencia emergiendo de ello una relación confusa. Un buen ejemplo lo encontramos en aquellas familias en donde el hijo o hija mayor, portador del síntoma, ha adquirido funciones parentales, convirtiéndose así en el esposo o esposa de uno de los progenitores. En estos casos, las referencias no son claras ya que las diferencias generacionales no están bien marcadas. En estos sistemas, las diferencias entre los subsistemas (parental y filial) aparecen borradas, anuladas, y las personas designadas portadoras del síntoma se revelan fundamentalmente como siendo partes no diferenciadas del otro. Otro ejemplo revelador de esta confusión son los llamados sindicatos verticales, en donde patrón y trabajador forman una unidad de trabajadores, una comunidad de iguales (Jáuregui, 1999).

Recordemos que la lucha violenta por el poder viene de la mano de la desaparición de todo aquello que denote un margen, un límite, en definitiva, una mediación. Así, en nuestra sociedad moderna, donde predomina una organización confusa, nadie sabe quién es su par, quién su ascendencia, quién su descendencia; lo cual viola la regla básica de toda organización: la diferencia. Así, por ejemplo, el padre ya no es padre de sus hijos sino amigo de ellos, confundiendo toda la organización familiar. En relación con este fenómeno de la anulación de las diferencias, encontramos su corolario, a saber, que nadie asume la responsabilidad que su posición implica. Entonces, en caso de desatarse un síntoma como puede ser el terrorismo, se busca un culpable, un chivo que expíe las culpas. En el ámbito educativo, esta irresponsabilización se ve claramente en la confusión existente entre ministerio de educación, padres y profesores/colegio. Finalmente, tenemos como resultado el fracaso escolar del niño, que es quien expía la falta de sus mayores (Jáuregui, 1999).

BIBLIOGRAFÍA

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