NÓMADAS - REVISTA CRÍTICA
DE CIENCIAS SOCIALES Y JURÍDICAS 13-2006/1 | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730 |
El derecho y el órgano de la moral |
Atahualpa Fernández >>> CV |
La localización de
los correlatos cerebrales relacionados con el juicio moral, tanto usando
técnicas de neuroimagen como por medio de los estudios sobre lesiones
cerebrales, parece ser, sin duda, una de las
grandes noticias de la historia de las ciencias sociales
normativas. De hecho, en la medida en que la neurociencia permite un entendimiento
cada vez más sofisticado del cerebro, las posibles implicaciones morales, legales y sociales de esos avances en el conocimiento de nuestro sofisticado programa
ontogenético cognitivo empiezan a poder
ser considerados bajo una óptica mucho
más empírica y respetuosa con los métodos científicos.
El objetivo sería, en principio, el de aclarar la localización
de funciones cognitivas elevadas entendidas como apomorfias del Homo sapiens, al estilo de la capacidad para la elaboración
de juicios morales.
Pero no cabe duda alguna
de que, a partir de las evidencias obtenidas, cabe ir mucho más lejos.
Esos avances, más allá de su extraordinaria relevancia científica, también
traen consigo importantes connotaciones filosóficas, jurídicas
y morales, en particular en lo que se refiere a la compresión de los procesos cognitivos
superiores relacionados con el juicio ético-jurídico, entendido
como estado funcional de los procesos cerebrales. Siendo así, surge
la convicción de que, para comprender esa parte esencial del universo
ético-jurídico, es preciso dirigirse hacia el cerebro, hacia
los substratos cerebrales responsables de nuestros
juicios morales cuya génesis y funcionamiento
cabe situar en la historia evolutiva propia de nuestra especie.
Pese al hecho de que las investigaciones
de la neurociencia cognitiva acerca del juicio moral y del juicio normativo
en el derecho y en la justicia todavía se encuentran en una etapa
muy precoz, su utilidada es indudable. Con una condición; la de tomarlas
en cuenta con mucha prudencia. Los hallazgos neurocientíficos servirán
para alcanzar un mayor conocimiento acerca de la naturaleza humana, pero
éste no garantiza, por sí mismo, valores
morales como puedan ser un mayor respeto a la vida , a la igualdad y a la
libertad humanas.
Quizá sea ésa la razón por la cual abundan
los interrogantes y las dudas filosóficas y morales en el terreno
de cruce entre neurociencia y derecho. Algunos artículos ya publicados
(vid. por ejemplo, Cela Conde, 2004) las ponen de manifiesto: ¿Estamos en el
caso del juicio moral o de otros fenómenos perceptivos similares ante procesos cognitivos más bien unitarios
y discretos, o se trata sólo de fenómenos que emergen de muchos
mecanismos psíquicos articulados en el tiempo y el espacio? ¿Tienen
esos presuntos procesos o series de procesos algún aspecto de carácter
universal, en el sentido de que cuenten con alguna componente clave común
capaz de determinar en cada individuo su particular valoración de
lo que es o deja de ser justo? ¿Será posible algún día
describir ese proceso o procesos (o las componentes clave) en términos
más objetivos? ¿Cabe buscar su origen en algún patrón
idiosincrásico de actividad neural que contenga al menos alguna secuencia
espacio-temporalmente identificable compartida por todos los sujetos? A diferencia
de lo que parece ocurrir en la base neural de las facultades artísticas
(Changeux,1994; Vigouroux,1992), ¿existen algunas redes neuronales
cuya intervención específica sea en cierto modo crítica
y universal en el marco de la actividad ampliamente distribuida que muy probablemente
subyace – como en todos los procesos cognitivos superiores (Vigouroux,1992)
– al fenómeno de la experiencia moral? ¿En qué medida
contribuyen la herencia y la historia de aprendizaje de cada individuo en la puesta en marcha
de ese supuesto patrón funcional? ¿Pueden ser de utilidad las
modernas técnicas de neuroimagen no tanto para la localización
estricta da sede cerebral de tal sesgo de actividad sino, más bien
, para la identificación de la implicación diferencial de ciertos
circuitos distribuidos?
Particularmente con relación
al fenómeno jurídico, el problema de la localización
de las claves cerebrales que dictan el sentido de la justicia suscitan las
siguientes cuestiones: ¿ cúal es la relación
existente entre los resultados de la investigación neurocientífica
sobre la cognición moral y jurídica y las perspectivas teóricas del derecho ? ¿ En qué
punto se pueden enlazar de
modo en principio tan decisivo como para que la neurociencia cognitiva
ponga en cuestión los resultados de la
comprensión y la realización jurídica
? ¿De
qué forma un modelo neurocientífico del juicio normativo en
el derecho y en la justicia puede ofrecer razones poderosas para dar cuenta
de las falsedades subyacentes a las concepciones
comunes de la psicología (y de la racionalidad) humana? ¿Que
alcance puede llegar a tener esa perspectiva neurocientífica para
el actual edificio teórico y metodológico de la ciencia jurídica? O, ya que estamos, ¿de qué
manera cambiará nuestra concepción
acerca del hombre como causa y fin del derecho
y, consecuentemente, la tarea del jurista-intérprete
de dar “vida hermenéutica” al derecho positivo?
Uno de los “fetiches” más comunes de la ciencia jurídica
actual , heredado de la concepción tradicional del método jurídico
que busca garantizar los valores de orden, verdad y seguridad juridica,
asegura que los jueces deben limitarse a aplicar a los casos individuales
las normas generales dictadas por el legislador, según un proceso
de deducción formal lógico-deductivo y subsuntivo. Se trata
de una operación meramente descriptiva,
cognoscitiva de una norma previamente establecida y “reproductiva” de la
voluntad del legislador (a quien cabe la exclusiva responsabilidad de las
intenciones axiologico-normativas plasmadas en las leyes). Tal operación,
partiendo del presupuesto de la neutralidad emocional, de la racionalidad
y de la objetividad del interprete, reduce el
juez al papel de un puro técnico responsable de la aplicación
mecánica de las leyes. Los jueces deberían limitarse a una
descripción, que puede ser verdadera o falsa, en la aplicación
de unas leyes con un significado auténtico preexistente a la propia
actividad interpretativa.
De hecho, tanto la construcción
hermenéutica como la propia unidad de la realización del derecho
elaboradas por las teorias contemporáneas se basan hoy en el modo
de explicación dominante de la teoria de la elección racional.
Su concepto fundamental es el de que, por encima
de todo, los jueces son en esencia racionales
y objetivos en sus juicios de valor acerca de la justicia de la decisión:
examinan lo mejor que pueden todos los factores pertinentes al caso y ponderan,
siempre de forma neutra y no emocional, el resultado probable que se sigue a cada una de las elecciones potenciales.
La opción preferida (“justa”) es aquella que mejor se adecúa
a los criterios de racionalidad y objetividad por medio de lo cual ha sido generada.
El proceso de análisis
indicado contiene, en esencia, una operación incompatible con los
conocimientos que la neurociencia nos aporta. La de construir una imagen
racional (la de la decisión de los jueces) de algo que parece ser,
en sí mismo, una actividad con ciertos componentes irracionales.
Lo inadecuado de la imagen
se pone de manifiesto al analizar cómo funciona el cerebro cuando formulamos juicios morales acerca de lo justo
o lo injusto. A causa de los procesos cerebrales asociados, es preciso aceptar
la insoslayable presencia de elementos no-lógicos y, en general, de
la intrusión de lo valorativo en el razonamiento jurídico.
A partir de ahí, no resulta aceptable ni legítimo el seguir
considerando la tarea hermenéutica como una operación o conjunto
de operaciones regidas exclusivamente por la silogística deductiva
o cognoscitiva. De hecho, la mente humana parece estar llena de rasgos y
defectos de diseño que enpañan nuestro legado biológico
en aquello que se refiere a la plena objetividad y racionalidad cognitiva
.
Los teóricos del Derecho
positivistas más influyentes del siglo que acaba de concluir (sobre
todo Kelsen, pero también Hart, con los necesarios matices) no nos
ofrecieron una teoría de la aplicación del derecho. Se limitaron
a considerar que allí donde no existe una aplicación mecánica
o subsunción debe hablarse de discrecionalidad en el sentido fuerte,
es decir, de una actividad creadora del derecho entendiendo por tal un acto
de voluntad discrecional en el que la razón supone una condición
meramente instrumental. Para Kelsen, por ejemplo, todo acto de interpretación
es de naturaleza volitiva , y no cognoscitiva. De ello se desprende que el
acto de “aplicación” del derecho constituye en realidad una auténtica
decisión, un acto constitutivo y no meramente declarativo, análogamente
a lo que sucede con los actos del legislador.
Por añadidura, no
sólo la mayoría de las decisiones judiciales se toman con bastante
rapidez, en escenarios complejos y con información parcial e incompleta – incluso, en condiciones de incertidumbre.
Quienes, en el proceso de realización del derecho, llevan a cabo la
tarea de juzgar, no dejan de ser personas con sus preocupaciones éticas
y sus valores, preferencias e intuiciones morales. El resultado lleva a que
no parezca ni legítimo ni razonable el levantar, en la aplicación
del derecho, una barrera insuperable entre la anhelada objetividad
y la subjetividad del intérprete. El proceso de realización
del derecho por parte del juez implica, en último término,
una tarea que puede considerarse constructiva y emocional, propia, en cierto
sentido, de la ingeniaría, pero en absoluto libre o desprovista de
vínculos.
De hecho, el que no pueda
hablarse de una solución única, de una única respuesta
correcta, significa precisamente que quien aplica el derecho puede elegir
entre varias soluciones posibles , todas ellas correctas (es decir , todas
ellas derivables de las normas que integran el sistema jurídico y
según el procedimiento en él establecido). Si eso es así,
si várias soluciones o respuestas correctas son posibles para un mismo
problema jurídico, la elección final, necesariamente única,
se presenta entonces como no derivada en exclusiva del sistema. Esa conlusión
plantea al menos tres cuestiones fundamentales: de
orden epistemológico, de orden axiológico-político
y de orden subjetivo-individual del jurista-intérprete.
Es esa constatación
la que hace que no sólo la noción de
racionalidad habitual en la ciencia jurídica
esté siendo objeto de revisiones drásticas, si no que la idea
misma de que la ciencia jurídica está
fundada en la objetividad, neutralidad y racionalidad del operador del derecho ha sido puesta
en duda en los últimos lustros desde las
más variadas direcciones. Desde luego, a partir de algunas tendencias
de la filosofia del derecho pero también, y acaso de forma más
incisiva y contundente, por parte de los científicos
cognitivos, de los filósofos de la mente y de la propia neurociencia.
Ycon el resultado de que, aun cuando alguna noción de racionalidad
en el proceso de realización del derecho parece ineludible (tratar
de prescindir de la idea de agentes intencionales es tarea condenada de antemano
al fracaso), el proceso de derivación
de los valores no es de naturaleza fundamentalmente neutra, objetiva y racional.
Si es cierto que la elección
moral no puede existir sin la razón ( preferencias individuales y
razón instrumental), no menos correcta es la
“intuición” de que es la propia gama característicamente
humana de las emociones las que produce los propósitos,
las metas, los objetivos, las voluntades, las necesidades, los deseos, los
miedos, las empatías, las aversiones y
la capacidad de sentir el dolor y el sufrimiento
del otro. Formulamos juicios de valor sobre lo justo y lo injusto no sólo
porque somos capaces de razonar (como expresan la teoria de los juegos y
la teoria de la interpretación jurídica)
sino, además, porque estarmos dotados de ciertas intuiciones morales
inatas y de determinados estimulos emocionales
que caracterizan la sensibilidad humana permitiendo el que nos conectemos potencialmente con todos los demás
seres humanos.
En definitiva, y debido al hecho de que la presión evolutiva
no ha incrementado (de forma “óptima”) la racionalidad humana, cualquier construcción
de una teoria jurídica de realización del derecho debe implicar
un redimensionamento de la comprensíon psicobiológica del aceso
a la razón. En particular, debería
evitar el rechazo de cualquier concepción acerca de la racionalidad,
objetividad y neutralidad
causada por el desconocimiento del funcionamento de nuestro cerebro.
Si el factor ultimo de individuación
de la respuesta o conclusión del razonamiento jurídico no procede
del sistema jurídico (aunque debe resultar compatible con él),
parece obvio que sólo puede proceder de las convicciones personales del operador del derecho. Y como para la hemenéutica
el modelo sujeto-objeto no es viable en el ámbito de las ciencias
humanas, la subjetividad presente en todo acto de comprensión, interpretación
y aplicación jurídica deberá abordarse por medio del
análisis de los procesos cerebrales del operador del derecho. Parafraseando la advertencia de Philip
Tobias (1997) relativa al lenguaje, se juzga con el cerebro.
De ahí que el juicio
ético-jurídico basado no sólo
en raciocínios sino también en emociones y sentimientos morales
producidos por el cerebro, no pueda ser considerado independiente de la constitución
y del funcionamiento de ese órgano que, en una primera aproximación,
parece no disponer de una sede única y diferenciada relacionada con
la cognición moral. El mejor modelo neurocientífico del juicio
normativo disponible hoy establece que el operador del derecho cuenta, en
sus sistemas evaluativo-afectivos neuronales, con una permanente presencia
de las exigencias, obrigaciones y estrategias, con un “deber-ser” que incorpora
de forma interna razones y emociones y que se integra constitutivamente en
las actividades de los niveles práctico, teórico y normativo
de todo proceso de realización del derecho.
El modelo neurocientífico
indicado del juicio normativo en el derecho y en la justicia parece sugerir
que el razonamiento jurídico implica un amplio empleo de diferentes
sistemas de habilidades mentales y de fuentes de información diversas
(Goodenough & Prehn,2005). Es la actividad
coordinada e integrada de las redes neuronales la que hace posible la conducta
moral humana,
o sea, de que el juicio moral integra las regiones frontales del cerebro
con otros centros, en un proceso que implica la emoción y la intuición
como componentes fundamentales. Es más, en cada una de estas funciones cerebrales interviene
una gran diversidad de operaciones cognitivas, unas relacionadas com la inteligencia
social y otras no (Greene et al.,2001 e 2002; Moll et al., 2002 e 2003).
Parece fuera de dudas el
que las investigaciones en neurociencia cognitiva de la moral, y muy particularmente
del juicio normativo en el derecho y en la justicia, pueden ofrecer una enorme
y rica contribución para la comprensión
en detalle del funcionamiento interno del cerebro humano en el acto de juzgar – de formular juicios morales a cerca del
justo y de lo injusto. La neurociencia puede
suministrar las evidencias necesarias sobre la naturaleza de las zonas cerebrales
activadas y de los estímulos cerebrales implicados en el proceso de
decidir, sobre el grado de implicación personal de los juzgadores y sobre los condicionantes
culturales en cada caso concreto, sobre los límites
de la racionalidad y el grado de influencia de las emociones y sobre los
sentimientos humanos en la formulación y concepción acerca
de la “mejor decisión”.
Sin olvidarnos de otros aspectos
distintivos de la naturaleza del comportamiento humano a la hora de decidir
sobre el sentido de la justicia concreta y la
existencia de universales morales determinados
por la naturaleza biológica de nuestra arquitectura cognitiva (neuronal).
Al fin es el cerebro el que nos permite disponer de un sentido moral, el
que nos proporciona las habilidades necesarias para vivir en sociedad y solucionar
determinados conflictos sociales , y el que sirve de base para las discusiones y reflexiones jusfilosoficas
más sofisticadas sobre derechos, deberes, justicia
y moralidad.
Pero resulta precipitado pensar que las primeras investigaciones neurocientíficas
acerca del juicio moral y normativo ya nos abren
la puerta a una humanidad mejor. Me temo que
eso sería simplificar las cosas en extremo. Así como el creacionismo
ingenuo puede condenar a los humanos a una minoría de edad permaniente,
también un modelo neurocientífico incompleto puede llevarnos
a conceber ilusiones impropias. Porque no es en definitiva cierto que un
mayor conocimiento de los condicionantes neuronales de los humanos lleve automáticamente
a una vida humana más digna. ¡Ojalá fuesen las cosas
tan sencillas!
Pensar que la relación
cerebro/moral/derecho lo es todo puede llevarnos a olvidar que la medida
del derecho, la propia idea y esencia del derecho, es lo humano, cuya naturaleza
resulta no sólo de una mezcla complicadísima de genes y de
neuronas sino también de experiencias, valores, aprendizajes e influencias
procedentes de nuestra igualmente complicada vida socio-cultural.
El misterio de
los humanos consiste precisamente en advertir que cada uno es un misterio
para sí mismo. La neurociencia nos ayudará a entender una serie
de elementos que configuran ese misterio, pero no lo eliminará de
todo.
Aun así, dando por
sentado que el misterio permanecerá siempre, la ciencia tal vez pueda
llevarnos a entender mejor que la búsqueda de
un adecuado criterio metodológico para la comprensión y la realización
del derecho puede considerarse, antes que nada, como la arqueología
de las estructuras y correlatos cerebrales relacionados con el procesamiento
de las informaciones ético-jurídicas. Podrá incluso
ayudarnos a comprender que la actividad hermenéutica se formula precisamente
a partir de una posición antropológica y pone en juego la fenomenología
del actuar humano.
Sólo situándose
desde el punto de vista del ser humano y de su naturaleza le será
posible al juez representar el sentido y la función del derecho como
unidad de un contexto vital, ético y cultural. Ese contexto establece
que los seres humanos viven de las representaciones y significados diseñados
para la cooperación, el diálogo y la argumentación y
procesados en sus estructuras cerebrales. Que, en su "existir con" y situados
en un determinado horizonte histórico-existencial, los miembros de
la humanidad reclaman continuamente a los otros que justifiquen sus elecciones
aportando las razones que las subyacen.
Aunque no sepamos gran cosa
sobre el funcionamiento de nuestro cerebro, convertir el mar de especulaciones
en certeza es la tarea que se espera de la ciencia actual. Una comprensión
más profunda de las causas últimas (radicadas en nuestra naturaleza)
del comportamiento moral y jurídico humano podrá ser de gran
utilidad para averiguar cuáles son los limites y las condiciones de posibilidad
de la ética y del derecho en el contexto de las sociedades contemporáneas
Referencias :
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Vigouroux, J. (1992). La fabrique du beau. Paris : Odile
Jacob.