NÓMADAS - REVISTA CRÍTICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURÍDICAS
11-2005/1 | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730
Reificación y mistificación del cuerpo como símbolo identitario moderno
 
La recuperación de la ambivalencia como opción para un nuevo proyecto de ciudadanía
José Luis Rodríguez Regueira
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De la corporeidad performativa-.

"Existimos para nuestro ser humano, comunitario, terrenal y universal. En este sentido, somos parientes genéticos y tenemos cierta identidad con todo lo demás. A menos que otra persona nos active, no podemos ser verdaderamente. Dependemos de los demás para obtener nuestro ser. Nos convertimos en ser dando y recibiendo. Existimos en este amplio contexto. Si perdemos el mundo externo, perdemos el interno. Siempre regresamos a nuestro ser más amplio. ¿Por qué me atrae determinada persona? Es ahí donde "estoy". Es ahí donde existo. Una persona dice: "Tú eres todo". Es verdad. El otro es todo, pero una persona también debe tener una autoarticulación interna para poder vivenciarlo, experimentar el ser en el otro, el ser en la comunidad, el ser en el universo. Debido a nuestra intimidad con la tierra, si la degradamos, degradamos nuestro ser más extenso. Es un suicidio." ( Berry,T. 1997;37 )

Plantear una lectura "nómada" de la identidad, y especialmente de los procesos que afectan a la visualización del inmigrante, parece un pleonasmo, aunque, atendiendo a los discursos que se están produciendo tanto desde el ámbito académico, político, como mediático, se hace necesario. Por ello considero oportuno tomar una postura crítica -reflexionando sobre nuestros presupuestos epistemológicos- ante las interpretaciones de los procesos identitarios, y del lugar del cuerpo –o materialidad- como símbolo en éstos, a lo largo de la modernidad. Con este fin, y circulando sobre el cuestionamiento tanto de las posturas reduccionistamente metafísicas como de las historicistas y sus hipostasizaciones racionalizadoras, voy a tomar unos cuantos ejemplos, de distintos períodos históricos, de literatura y filosofía, a partir de los cuales entreveer las problematizaciones históricas de la relación naturaleza y cultura para, en sintonía con Heiddegger, destacar la necesidad de armonizar el pensar (ratio), lo que nos distingue como especie, poniéndolo al servicio de la animalitas, lo que nos une con el cosmos.

La materialidad, el cuerpo, deviene en la literatura del XIX, en la poesía revolucinaria de los años treinta -Miguel Hernandez, María Zambrano, etc-, en la recuperación anarqueizante de Nietzsche durante los años sesenta, o en los revivals New Age de la actualidad, una metáfora en base a la cual pensar otras maneras de relación con el acontecer, la alteridad o el medio natural. El faro del que nos serviremos para este viaje serán algunas de las sugerencias del epistemólogo y humanista Edgar Morin que, a modo de destellos, deberían permitirnos volver al acà, cuando en nuestro exceso aventurero la audacia nos lleve más allá. Este viaje a lo desconocido, ni partiendo ni en busca de respuestas definitivas, es una tentativa más de inmersión en lo humano, pero ajena a esa reducción de lo natural a lo cultural o a la inversa propia de las ciencias al uso.

Existen en la historia otros muchos autores que insistieron en el mismo tema, aunque el ignorarlos, y el riesgo del olvido de sus recomendaciones, se ha repetido reiteradamente en nuestro recorrido civilizatorio. Así, Mary Shelly y su Frankenstein, por ejemplo, o el célebre Mr. Jekil y Mister Hyde, denunciaron esta ceguera, al insistir en los límites de la razón y en la importancia de atender al lado demens de lo humano, y al amor como puente entre ambos polos. La ciencia, y la fe ciega en la misma, es el reverso ideológico del tema del miedo a la muerte –o la búsqueda de la eternidad- como una constante del pensamiento occidental, pudiendo tomar a ésta como una metáfora de lo desconocido, lo que nos ha llevado a distintos mitos mediante los que occidente ha buscado ocultar esta posibilidad. Una relación que puede hacerse extensible a la obsesión de nuestra civilización por el Ser, la identidad, en detrimento de la potencialidad, el infinito, o la nada como matriz generadora. El caso más brillante es el del propio Nietzsche, quien acercándose al centro de esta polémica, al abismo sobre el que debe danzar su superhombre, en su exceso en una autoafirmación creativa - en lo dionisíaco y el eterno retorno- olvida el reverso de lo apolineo, o lo que es lo mismo, pierde la referencia de la frontera, el azar, la finitud, o acontecer como espacio para la contingencia, o realización situacional y activa del infinito.

Una filosofía de la vida requiere de una filosofía de la muerte, la vida como afirmación, entrega total, es un sinónimo de un eterno morir como instante creativo. Aunque la "pelea" de Nietzsche es una obra de "arte" del pensamiento occidental, y las preguntas que se hace constatan su genialidad, su olvido de la exterioridad, de la alteridad, no como ficción, sino como posibilidad de realización de la interioridad, establece los límites de sus propuestas de cara a un replanteamiento del espacio público. Las críticas al monoteísmo en favor de una pluralidad politeísta, y su empeño en atacar los postulados igualitaristas como contrarios a la libertad y la diversidad espiritual de los hombres, si bien son un excelente punto de referencia sobre el que hacer circular nuestra reflexión, derivan en locura egocéntrica cuando, inaugurando una especie de fisiología trascendental, se reduce todo a materialización o expresión de la "identidad" como proceso de crecimiento o reproducción de sí mismo. Mistificación de la autoafirmación y el dolor como concretización de un Ser que escapa a caminos trazados de antemano, a la sociedad como vampiro de la vida, pero que queda reducido a nombre, cosa, u objeto de su propio deseo. Este será un arquetipo que se repetirá hasta nuestros días.

Para ilustrar la concretización de éste en el siglo XIX, y tomando como referente a personajes simpáticos con el propio Nietzsche, podemos pensar en el contexto de la Boheme del París de los años 30 y 40 del siglo pasado y la obra de los llamados poetas malditos; Baudelaire, Verlaine y Rimbaud. La transgresión, la violación del tabú, el viaje sobre el propio cuerpo, la experimentación, la sintonía entre vida y obra, o entrega a las entrañas de la muerte, se convierte en estos autores en culto del lado demens. Los tres poetas manifiestan su voluntad de vivir fuera de las convenciones sociales, aunque, convertiéndolas inconscientemente, sobredimensionado el valor sagrado del tabú –ratificando la autoridad del padre- en el centro del que buscan emanciparse. La adoración al diablo, o el niño que busca llamar la atención de su padre mediante travesuras, simboliza en el proceder de ciertos intelectuales aristócratas que, como en el sadomasoquismo, obtienen su placer del transgredir sus propios principios morales. La ley, o la culpa de la que creen haber escapado, proyecta su sombra sobre sus andanzas, haciéndoles esclavos de sí mismos.

Los años veinte, en muchos sitios antes, y en otros después, muestra algunos cambios significativos con respecto al siglo XIX. La fase precedente bien prodriamos llamarla de transición. Las revoluciones liberales y las restauraciones monárquicas se suceden. La burguesía, hasta bien entrado el siglo XIX, acostumbra a imitar los patrones de conducta de la aristocracia en declive. Los Estados nación se están consolidando. Posiblemente, la literatura, o el peso que Dios aún tenía en la ilustración, aunque fuese como límite, sigue teniendo importancia hasta principios del siglo XX. La estabilización de todos estos procesos, por la derecha, y la revolución rusa, por la izquierda, sin embargo, indican cierta autonomía paradigmática de los procesos de secularización. La escuela de Frankfurt, con su empeño en certificar la muerte de Dios, o su invisibilidad, o el poeta revolucionario Miguel Hernández, que simboliza en su persona y trayectoria intelectual esta ruptura con Dios, nos muestran un nuevo empeño en la corporeidad, en la materialidad como potencial creativo, en la libertad como creatividad hacia un límite infinito. La experiencia sobre el propio cuerpo. La sexualidad. La fiesta como estilo de vida. Prácticas que ilustran la confianza de estos años en la Utopía. El cuerpo por el cuerpo. La educación universal. El anticlericalismo. Todo ello son símbolos de un proyecto antropocéntrico en tanto que posibilidad de emancipación del hombre desde sí mismo. La socialdemocracia, como ideal político, abanderaba este optimismo en un nuevo humanismo.

La importancia de los historicismos a lo largo de los años veinte y treinta serían una muestra de este entusiasmo en la posibilidad de habilitar un mundo más justo y democrático, hecho a la medida de los hombres. Acabar con Dios, y como metáfora de éste, con la naturaleza como incertidumbre o límite a la voluntad colonizadora del hombre, se convierte casi en una obsesión en estos años. La Patria por la derecha, la creatividad del pueblo por la izquierda se radicalizan en la producción de discursos antagónicos que o bien, como en los casos del Folklore progresivo de tono soviético ensalzan al "hombre como motor de la historia" y al potencial generativo de éste sin los límites de las constricciones del Estado Burgués, o bien, con el fascismo, se entregan a la exaltación mística o natural de la unidad frente al nihilismo e individualismo liberal. Muestra, ambos casos, de las consecuencias inhumanas –o muy humanas según se mire- que genera la falta de límites –locura- en la radicalización de uno de los lados, y el olvido del otro, la palabra para la mística, el silencio para el historicismo.

Posiblemente, ante la radicalidad del panorama precedente, el juego funcionalista del estado democrático liberal, y sus concesiones al estado del bienestar, supuso un compromiso, o mejor un límite, ante las pretensiones absolutizadoras prededentes. Un buen icono de este nuevo período de transición –desde finales de los cuarenta hasta principios de los sesenta- puede ser el cine surrealista, especialmente en Francia e Italia, o la literatura latinoamericana, en tanto que problematización y resistencia subterranea o latente a esta neoburocratización de la sociedad. Los límites al exceso de placer, piensen en el Gran Buf, como toque de atención al instinto de muerte, o el carácter castrador y arbitrario del estilo de vida burgués en El Angel Exterminador, de Luis Buñuel. El cuerpo, de nuevo, es el símbolo sobre el que se dibuja la represión, la sociedad como negadora de la vida, así como también es convertido en vehículo de transgresión, no obstante, a diferencia de Baudelaire, destacando que al estar poseídos por los tabus morales transpasarlos no implica necesariamente superarlos (1).

La relación entre todos estos relatos, películas, o teorizaciones antropológicas planeaban sobre un tema universal; el espacio público y la libertad, o límites a esta última. El tema parece repetirse, las respuestas no. Y aún así de éstas tenemos mucho que aprender. El valor de la metáfora en la producción poética como énfasis en el carácter inacabado y circunstancial de lo humano. El tiempo, y la naturaleza racional de hombre como correlato de éste, aglutinaron unidimensionalmente la preocupaciones de una civilización ambiciosa de progreso y eternidad. Las dos guerras mundiales fueron avisos de este gusto por el ruido, por el lenguaje como materialización de los intereses colonialistas del hombre. Los acontecimientos de finales de los años sesenta, no obstante, parecían sugerir, en su propia locura, otra manera de ver las cosas. El silencio, la desconexión con respecto a la vorágine de lo social, auspiciaban el retorno del margen de la incertidumbre, del escuchar o los límites del yo.

El cuerpo de nuevo, y más allá de él, el conjunto de la naturaleza, devienen nuevamente espacios en base a los cuales repensar lo humano. Las atrocidades cometidas por las grandes potencias en sus territorios coloniales, la falta de protagonismo de muchos actores en el espacio público, o la exclusión de éste de diferentes segmentos por motivos de color de piel, genero o preferencia sexual, entre otros, desencadenaron la aparición de nuevos movimientos sociales que exigían un mayor protagonismo en la construcción de su devenir. El cuerpo, o la naturaleza, dejan de estar al otro lado. Algo que feministas, o ecologistas, por ejemplo, convirtieron en su campo de batalla, pues las metáforas modernas de esas dimensiones relegaban a un espacio de subalternidad sus intereses. La autoridad de la institución, y su valor aglutinador o centralista, precisamente ante esa naturaleza, pero también la masa, o el diferente, frente al que se había definido, son puestas en cuestión. La historia como proyecto metafísico cae ante la recuperación del sujeto. Se exige una mayor implicación de las energías de la ciudadanía, y de sus proyectos privados, en la concretización de los contextos que habitan. Lo social, y las representaciones de carácter universal de las que se habían servido, debe dejar de ser el espejo en el que buscan reconocerse los individuos bajo su jurisdicción. Los sujetos, sin renunciar a su idiosincrasia, exigen ser coproductores del espacio público.

Considero fundamental volver una y otra vez sobre lo ocurrido en estos años porque nos muestra a los antropólogos los logros espectaculares, más teóricos que prácticos, en defensa de la creatividad y la diversidad, pero, paradójicamente, también el peligro del énfasis autoafirmativo en el reconocimiento de la "diferencia", en la identidad. El celo narcisista del momento mermó las posibilidades que brindaba la demanda de numerosos sectores de la sociedad en una mayor implicación en la co-producción del mundo reproduciendo el exceso Nietzschiano. Algo gráfico en la propia obra de Foucault, quien, tras invitarnos al vaciamiento del poder, y de las intencionalidades implícitas en éste que delineaban o adelantaban nuestro acontecer, acaba siendo utilizado por sus discípulos para reificar la reproducción de esos mismos esquemas -poder- previos, imprinting, que marcan los límites en los que puede manifestarse el sujeto, o para, desde el resentimiento, justificar la necesidad de otras posibilidades de escenificar su singularidad identitaria, favoreciendo la posibilidad de su expresión en determinados guettos identitarios.

Este contexto resulta interesante por su ambiguedad, ya que si bien permite hacer explícito el interés por el "acontecimiento" como espacio de emancipación, reinventando así una nueva secularización –que ahora se descentra de la metafísica de lo social- que abra el mundo o el acontecer al infinito, o impronta que en éste deje la actividad del sujeto, no ha resuelto los miedos que continúan haciéndolo dependiente del modelo hegemónico de identidad y la necesidad de la representación. Tomando de nuevo como referente a los nuevos movimientos sociales, en éstos suele ser habitual el seguir definiéndose contra; la sociedad patriarcal, el blanco, el heterosexual como reprimido, entre otros ejemplos. Así, recuperando las críticas de Fernando Pessoa a los anarquistas de salón, parece como si estos colectivos siguiesen necesitando de otras "ficciones", sus espacios identitarios, los cuales se distinguirían ciertamente de los espacios hasta entonces normativos en los que se habían visto obligados a reconocerse -y con respecto a los cuales habían afirmado su marginalización hasta entonces-, pero quedando atados, ahora voluntariamente, a otras reglas del juego cerradas que les permitan afrontar su diferencia. El acontecimiento como oportunidad. La autoría del sujeto, queda en entredicho. Éste sigue necesitando reconocerse en determinados mitos colectivos. El olvido del danzarín del abismo, de la frontera de Deleuze, conlleva de nuevo autoencerrarse en la identidad, en la producción de sí mismo ante la inmensidad infinita y aterradora que es el mundo, o la nada.

Querernos, amar la naturaleza, o al prójimo, como entrega total, implica olvidarnos de nosotros mismos, escuchar, y al hacerlo, viviendo cada minuto con todos los sentidos, metamorfosearnos, o materializarnos de manera no colonialista en los contextos o situaciones que nos brinda la vida para experimentar nuevos horizontes. La historia del pensamiento, y en particular las ciencias sociales y la antropología sociocultural con ellas -atrapada en estas inercias que hemos venido presentando-, en lugar de favorecer esta última lectura holista de lo humano; la comprensión de la unidad en la diversidad, y de la diversidad en la unidad; han tendido al reduccionismo bien reificando aquellos atributos comunes que distinguían como especie al hombre, bien incidiendo en aquellos rasgos particulares que lo diferenciaban. Esto, sin embargo, no debe evitar ver el tributo de algunos antropólogos, como Lévi-Strauss o Clifford Geertz (2), y su intención de superar la oposición dicotómica entre las ciencias sociales y las ciencias naturales, y en esta actitud partir hacia una visión más compleja de lo humano.

Estos dos autores, así como la mayoría de las posiciones críticas que hemos presentado en este apartado, muestran la importancia que ha tenido la reificación de la "cultura" o la identidad en la estética antropocéntrica que distingue a la modernidad, aunque, si bien, insistiendo precisamente en aquellas posturas subterráneas que han reivindicado un espacio a la incertidumbre, o lo no linguístico –naturaleza-, a modo de autoconciencia de los excesos de ésta. Se hace necesario, no obstante, dar un paso más allá, desplazar a la identidad del hombre de su lugar central, lo linguístico, para, si nos callamos o abrimos al abismo, habilitar al cuerpo, la naturaleza o la diferencia como escenarios que nos permitan activar, o descubrir interiormente, recursos que nos hagan copartícipes, más que autores, del mundo que habitamos. Atender tanto a las distinciones –el lenguaje-, como a las conexiones –la mística. Lo visible y lo invisible. Esta inquietud nos lleva, como trataremos en el siguiente apartado, a pasar del reconocimiento o visualización de la diferencia, a reivindicar el derecho a la indiferencia, o invisibilidad.

Segregación social y producción de la alteridad.

"Arjun Appadurai cuestiona las estrategias antropológicas que identifican a los pueblos no occidentales como "nativos".Escribe sobre su "confinamiento", incluso "encarcelamiento", a través de un proceso de esencialización representacional que él llama "congelamiento metonímico", proceso por el que una parte o aspecto de la vida de la gente viene a resumirla como un todo, con lo cual un nicho "teórico" se convierte en una taxonomía antropológica" (James Clifford)

A pesar de las críticas a como evolucionaron los acontecimientos que sacudieron diferentes lugares a finales de los sesenta, y la emergencia de nuevas sensibilidades epistemológicas, se dieron las condiciones que permitieron un giro radical en la interpretación y problematización de la diferencia. Entramos en el espacio de estudio y legitimidad de la multiculturalidad. La hegemonía de lo social, de una representación unitaria del espacio público, iniciaba un proceso de descentralización que posibilitara la convivencia de distintas lógicas culturales en su espacio. Debemos, no obstante, atender a que estamos en un contexto de ruptura, o revolucionario, que reúne entorno a sí numerosas inercias que tienen como punto de encuentro su cuestionamiento de la autoridad institucional, o normalidad. El centro que agrupa estas disidencias es el valor universal de la representación, y la denuncia de quienes se sirven de ella para legitimar un acceso desigual a los recursos, o a la toma de decisiones políticas. La réplica será narcisista, la afirmación de otras identidades parciales, como apuesta para una descentralización del espacio público. La visibilidad de la diferencia, o descolonización de la representación, era visto como un paso en esta dirección.

Es como si a la autoridad institucional le continuara el vínculo carismático, es decir, la sustitución de las mediaciones por la experimentación directa -en el propio cuerpo- de la deidad. La sustitución de la metafísica divina por la escatología racionalista que describió el carácter secularizador de la modernidad, y de ahí que la interpretación de la crítica del poder en Foucault, o la hegemonía en Gramsci, se hubiesen basado en la interiorización en los propios sujetos de determinados principios trascendentales en los que buscan reconocerse, nos invita en los años setenta, ante la recuperación del sujeto -o su muerte, según se vea- y del cuerpo –o materialidad- como vehículo identitario, a realizar un movimiento -retro, basado ahora en el vaciamiento o toma de conciencia de los "modelos sociales" en los que nos reconocemos. Este panorama favorecerá la emergencia en las ciencias sociales de nuevas teorías que inciden en la importancia de la agencia, a remarcar el protagonismo y límites sociales al mismo de los sujetos en la construcción de su mundo cotidiano. La reproducción del ideal -la institución- cede ante las estrategias, usos, o límites con los que distintos sujetos lo materializan.

En este contexto resulta sencillo imaginar las acciones de unidad -consenso- para transformar o verse reconocidos en un espacio público del que, por razones bien diversas como el credo religioso, genero, o color de piel, entre otros, numerosos colectivos habían quedado excluidos. Ahora bien, esta importancia dada a la materialidad, y de la que la antropología hizo bandera, en lugar de dinamitar el dispositivo instrumental moderno, favoreció la creación de diversos guetos -o márgenes- en los que esas identidades parciales podían escenificarse. Es cierto que el valor universal atribuido a la "representación" había quedado en entredicho, pero, al no atacarse su núcleo, estos espacios acabaron reificándose. La potencialidad revolucionaria de estos movimientos -mostrarse fuera de los modelos de reconocimiento hegemónicos- había quedado subyugada a la materialidad, o condiciones de posibilidad que abrían otros espacios identitarios creados para sus descontentos, a sus productos y no a su agencia. En lugar de atacar el "reconocimiento" como mecanismo de poder, creyeron que sería suficiente instituyendo la legitimidad de otros modelos a seguir. El gran "espejo universal" se había fragmentado y abría paso ahora a la legitimidad de muchos espejos pequeños.

La concretización de estos mosaicos identitarios, y los límites al alumbramiento de otro espacio público más plural y que permitiese una mayor implicación de su ciudadanía, coincide, a lo largo de los años setenta y ochenta, con el surgimiento de otros dispositivos de control -en sustitución de los dispositivos de control territorial modernos- que buscan ajustarse a la redefinición global y tecnológica -especialmente mediática- que asume la lógica del capital para superar la crisis económica que tiene lugar en estos años y reproducirse. Los nuevos "fantasmas" en los que buscarán encontrarse los sujetos cada vez más tendrán como matriz al mercado, y, la producción del saber para ser vendido, es decir, en palabras de Lyotard, la relación saber/mercancía –como mecanismo de control- y la figura del consumidor –usuario cliente- relegan a un espacio marginal, aunque sociológicamente aún importante, a las relaciones modernas de reconocimiento del sujeto –ciudadano- en la representación, o relación saber/poder. En sintonía con este cambio, los modelos rígidos y disciplinarios característicos de la modernidad van dejando paso, en lo que Lipovetsky ha venido en llamar proceso de personalización, a otros más flexibles.

Nos encontramos, por tanto, que la descentralización del espacio público y su énfasis en el reconocimeinto de la diferencia, tuvo también su reacción paralela en la expansión global -abierta y en red- de la lógica del mercado y en la difusión de un nuevo individualismo New Age adaptado a ésta. La MTV, el cine de Hollywood, las marcas de comida rápida, o lo que viene a ser incluido dentro de la sociedad de consumo, al igual que son resultado de unas condiciones de posibilidad globalizadas, alimentan un estilo de vida -o solidaridad- también mundializado, aunque con protagonismo diferente de todos sus actores. Situación ésta que, sin despreciar los relaciones de diferenciación que actúan en este contexto, favorece el que personas de muy distintos países, inmigrantes o no, sean tan parecidas a nosotros. En el caso de que pensemos en inmigrantes les aconsejo que pasen un día de trabajo de campo en la playa con sus "observados", o en el centro comercial. Desenfocar su objetivo, y dejar entre paréntesis el mundo de la producción, y adentrarse en el paraíso del ocio. Después de esto, puede que nuestro exceso de celo por apuntalar las diferencias quede atenuado, sin que ello suponga restarle importancia, sino atendiendo al contexto global en que se materializan.

En este marco neoliberal, estos procesos de anonimato, o indiferenciación de los sujetos, requieren de un vaciamiento tanto del espacio público -las fronteras proteccionistas de lo publico- como del individuo -autenticidad desprovista de un marco social, que apoya en las emociones y vivencias con las que los nuevos héroes de la sociedad tecnológica y de consumo se construyen a sí mismos en un espacio siempre liminar. El mercado se ha abierto a las demandas de protagonismo o autoria del sujeto demandadas en la década de los setenta, aunque siempre y cuando se le pueda poner precio, es decir, sea susceptible de ser producido y consumido dentro de una estructura empresarial. En esta transición, el peso del "debe ser" y la "razón", en las sociedades de tradición protestante, o la autoridad del "ritual" y el peso sagrado de la "sociedad", en las de tradición católica, están siendo sustituidos por una nueva concepción de la ciudadanía como "consumo" que convierte al mercado global en el demiurgo de un nuevo sujeto, vacío, susceptible de identificarse con las miméticas capitalistas con las que éste le invita a inventarse en sus productos.

Este proceso, sin embargo, también tiene su réplica reaccionaria en lo que podríamos llamar reinstauración de la simulación de la "representación", en tanto que espacio que -si bien desconectado de las relaciones de producción y estructura social que habían servido de soporte a la modernidad- trata de reproducir su "holograma identitario", sin necesidad de hacer referencia a ningún orden natural, es decir, no como representación de lo real, sino como simulacro de la ausencia de lo real. Estableciendo una reflexión entre la libertad y el espacio público, el antropólogo mexo-argentino Néstor García Canclini afirma que lo público es el lugar imaginario donde quisiéramos conjurar o controlar el riesgo de que todo esté permitido o, en cierto sentido, situar la preocupación por la idea de lo público como metáfora e la ausencia de Dios. Temor que reproduce el enfásis ilustrado en el límite ante el exceso, o el instinto de muerte. La modernidad, obviando el margen anterior concedido a la incertidumbre, creyó neutralizar este temor en la hipostisización de un supuesto "orden racional". El espacio de la ley, o la representación -lo que se pone en lugar de...-, como simulacro de segundo orden. Muerto Dios, y muerto este orden racional, ahora esta ausencia de Dios trata de ser ocupada, de un lado, en el marco que hemos venido describiendo, por el consumo, y del otro, por el "fantasma" de lo real.

El marco actual, por tanto, estaría entretejido entre, por un lado, los vínculos establecidos por el mercado, como contexto global, y, por otro, las estrategias de distinción afines, reactivas, o alternativas establecidas por quienes nos hemos visto lanzados a él. En este sentido, habrá que asumir la necesidad de redefinir una política de lo público –una vez contrastada la desconexión del orden representacional moderno con respecto a las nuevas fórmulas de despliegue del capitalismo global- ante el avance neoliberal, al tiempo mismo que atender al espacio en que se manifiesta dicho capitalismo global como escenario en que se desarrollan nuevas pautas relacionales, culturales. Volviendo de nuevo a Gramsci, o a Foucault, se trata de analizar los discursos que ligan el poder al imaginario y la influencia que sobre él ejercen los nuevos núcleos de poder económico, como los espacios audiovisuales y de ocio, pero sin menospreciar los límites que a sus intenciones de hegemonía le confieren quienes los usan. Este cambio en el desarrollo del sistema económico capitalista actual, transición desde el capitalismo industrial al hipercapitalismo o capitalismo cultural, acostumbra a ignorarse tanto en el mundo académico, como el espacio político institucional, encerrados en sí mismos para evitar perder sus cotas de legitimidad, quienes siguen en su empeño en "problematizar" la diferencia, incluso asumiéndola como retóricamente benéfica para el enriquecimiento de la "comunidad" de acogida, la cual, para desespero de lógicos, sigue definiéndose según criterios cuantitativos –lugar común- de consenso.

Ser patrio y diferente. Este es el nuevo discurso, que detrás de lo que algunos llaman interculturalidad, garantiza una autonomía al "diferente" que acostumbra a descontextualizar las condiciones de posibilidad –socioeconómicas y relacionales- en las que puede mostrarse dicha concesión. La descentralización de la economía transcurre paralela a una desterritorialización de los flujos de población que, no obstante, quedan atrapados dentro de las fronteras jurídicas, políticas y culturales –representativas- modernas. Así, en marcos como la UNESCO, o el propio forum de las culturas de Barcelona, es posible compatibilizar el énfasis en la protección de las culturas locales ante la globalización, y al mismo tiempo, insistir en la necesidad de que las comunidades locales tienen que abrirse cada vez más a la interculturalidad mediante la legitimación de las estéticas culturales que traen consigo los inmigrantes. ¿Se puede ser algeriano y francés? ¿catalán y andaluz? ¿español y catalán? Este juego de la doble adscripción si bien sirve para mantener un precario equilibrio entre los viejos discursos institucionales y las nuevas situaciones que les plantea el desarrollo de la nueva economía global, y nuevas maneras de entender las relaciones sociales, la comunidad o la política –algunas no tan nuevas como el federalismo republicano-, evita una sincera reflexión y "pronunciamiento" sobre la diversidad: que no hay una manera de ser español, catalán o francés, sino muchas, y algunas se expresan en árabe, castellano, o catalán.

En el texto que reproduzco a continuación, el antropólogo catalán Manuel Delgado, sintetiza magníficamente esta paradoja, o doble agenda en palabras del ya mencionado Canclini, que describe el marco en donde se desligan y religan los nuevos contextos relacionales y simbólicos que esbozan los tiempos que vivimos;

"A un lado, los fenómenos sociales se integran en redes cada vez más espesas de mundialización, las cuales tienden a unificar culturalmente el universo humano, al mismo tiempo que traza infinidad de intersecciones y encabalgamientos que imposibilitan el encapsulamiento de ningún individuo en una sola unidad de pertenencia. Simultáneamente, y en sentido contrario, se genera una proliferación de adscripciones colectivas que invocan una cierta noción de "cultura" para legitimarse y que aspiran a una compartimentación de la sociedad en identidades que se imaginan claramente distinguibles las unas de las otras" (Delgado, M. 1998: 142-143 )

La "identidad" y la "cultura", si bien ahora atendiendo al contexto que establece eso que ha venido en llamarse globalización, continúan actuando como dispositivos instrumentales que sujetan y localizan la diferencia dentro de espacios -o contenedores- exclusivos y totalizadores. Ante este panorama se hace necesario una propuesta alternativa de espacio público que, con unos fundamentos epistemológicos y políticos diferentes a los modernos, tome como su razón de ser la retroalimentación de la diversidad sociocultural y como centro -o lo que es lo mismo, su ausencia, o no lugar- un modelo cívico -no esencialista ni segregalizador (3). Esta sociedad heteronoma, contrariamente al proceso de visualización que hemos venido describiendo, tanto el normativo institucional moderno como el mimético capitalista postmoderno, requiere -continuando con Manuel Delgado- del derecho a la invisibilidad, o lo que es lo mismo, del acontecimiento como espacio liminal sobre el que su ciudadanía, relacionalmente, se visualiza a sí misma. Propuesta que sugiere una concepción integral del espacio público, que favorezca la desterritorialización y re-territorialización constante de quienes los practican. Despositivizar el espacio público para escapar a las marcas o prescripciones de antemano que nos indican las opciones con las que podamos mostrarnos. El estar adentro y afuera a la vez del sujeto, en la frontera. No insistir tanto en la cultura como producto, en su reificación o cristalización, como en el estado de situacionalidad que sugiere la materialización del sujeto en su uso de un espacio público al que da, y del que toma forma.

NOTAS

(1) A grandes trazos estas tendencias también esbozan la constelación en la que toma forma el interés de la antropología por la diferencia y su interpretación, en estos años afín a la sensibilidad reformista socialdemócrata y su patrón funcionalista. Esto sugirió en el investigador un interés cualitativo por las comunidades "marginales", aunque, al quedar atrapados los antropólogos en los ideales igualitaristas del modelo democrático estatal, sin entreveer una opción propia de estilo de vida en ellos, de ser o realizarse como personas. Como en los clásicos estudios de la escuela de Chicago, los "desviados" ocuparían los intersticios de la sociedad, pero como liminaridad negativa, ausencia, carencia de ser, más que como potencialidad creativa de otras maneras de entender ser "ciudadano" o usuario de ese espacio. En este sentido, la antropología, atrapada en sus propias condiciones de posibilidad histórico-culturales, desempeñó en las sociedades occidentales hasta bien entrados los años setenta el cuestionable papel, en el sentido de Nietszche, de tiranizador de la diferencia, al someter a ésta, paradójicamente en su interés por su originalidad y excepcionalidad, a su voluntad de igualdad, a la mediocridad y ordinariedad normativa. Yo soy rebelde porque el mundo me ha hecho así, dice la canción. Las condiciones sociales, y no la creatividad cultural, sirven de matriz problematizadora a las tendencias hegemónicas en una antropología empeñada en denunciar la injusticia social, pero aristocrática y distante en su poca sincera confianza en las posibilidades de esa diferencia como retroalimentadora de una lectura plural y abierta de lo humano.

(2) Las obras de Lévi-Strauss y de Clifford Geertz son, en este sentido, una interesante muestra de esta tentativa por tratar de superar los reduccionismos en base a los cuales la antropología sociocultural aborda la relación entre naturaleza y cultura. El lenguaje -la naturaleza simbólica del hombre-, para ambos autores, es lo que nos distingue como humanos –especie- de otros elementos de la naturaleza, lo que no evita profundizar en las condiciones de posibilidad que establece la naturaleza para la emergencia de esta potencialidad, al tiempo mismo en que nos pertide distinguir las condiciones histórico culturales en las que se reproduce la matriz de cada familia linguística y que diferencian a los miembros de una sociedad de los de otra, estableciendo, en el seno de cada una de éstas, el marco en que se desarrollarán procesos y experiencias singulares de individuación. En ambos casos, nuestra autodistinción como especie, sociedad, o individuos, se basa en el lenguaje, pero, sin perder de vista, que éste es al mismo tiempo aquello que nos une.

El antropólogo norteamericano Clifford Geertz, insistiendo en la importancia de los valores y el sentido, defiende la necesidad de considerar como "artefactos" inacabados al hombre como especie –ser biocultural-, a la vida de los distintos discursos culturales, y a los propios sujetos individuales. Al igual que en el empeño interpretativo del antropólogo, asistimos a procesos comunicativos abiertos al azar, que hacen del "texto", su materialización, un producto no desvinculable de los contextos y casualidades que describen el encuentro entre el investigador y sus compañeros de viaje etnográfico, o por extensión, el hombre y la naturaleza, el sujeto y el mundo, si bien, el rol del antropólogo, quizás como metáfora de la linguística generativa de Chomsky, debe ser la de intuir, o mostrar, el sentido público, o reglas comunitarias de comunicacion de los colectivos que estudia. El conocimiento de estas condiciones de posibilidad, o competencia lingüística, sin embargo, no evita insistir en el uso creativo, o actuación, de éstas por parte de los sujetos culturales.

En una dirección algo diferente, y con una voluntad más explicativa, el genial pensador francés Levi-Strauss, desde el estructuralismo, partirá de lo fenomenal, es decir, de las formas particulares de organización social y mitologías que las sustentan, en busca de una serie de principios universales que le permitan hallar los fundamentos de lo humano, las reglas que posibilitan su diversidad. Aquello común que permite la diferencia. Su búsqueda le lleva a la institucionalización del tabú del incesto como hecho social y ontológico a la vez, que, como subconsciente de lo humano, es el responsable del movimiento paradójico que se da en toda sociedad y que, por un lado, empuja hacia fuera, explosivo –alianza-, convirtiendo lo relacional, la apertura a la sociabilidad, en uno de los fundamentos ontológicos del hombre, mientras que por el otro atrae hacia adentro, constriñiendo la inercia anterior hacia la dispersión, mediante una reacción implosiva, de replegamiento, que distinguiría la concretización de las particulares mitologías, o visiones del origen, que prescriben las reglas sociales de reproducción del grupo, de su identidad.

(3) La concepción del "grupo de discusión" que teoriza Jesús Ibáñez nos presenta una metáfora a partir de la cual pensar esta circunstancialidad y heterogeneidad que siempre preside la convocatoria y visualización de cualquier conjunto social, y del espacio público en que se metamorfosea y al que da vida. En este sentido, el procedimiento que nos propone Ibañez consiste en tratar de reunir o convocar el más amplio espectro de voces –buscamos la pluralidad de sensibilidades y no encuadrarlas en un lugar común- en torno al tema que nos interesa, pudiendo ser éste, entre otros, un grupo de edad, el no haber nacido en un lugar (inmigrante), o provenir de un mismo "origen", para lanzarlas a un juego polifónico que delegue el protagonismo, y control o regulación de la situación discursiva, a sus propios enunciadores. El discurso como constructo complejo que se auto-eco-regula y alimenta de la propia heterogeneidad que producen sus actos de habla. Pretensión opuesta a los discursos de la identidad como "lugar común", y como tal exclusiva. Este cometido resulta únicamente posible si nos abrimos a una dimensión estética de la vida, si somos capaces de empatizar y reconocer que el mundo no sólo existe o acaba en lo que somos capaces de nombrar, y en base a ello aprender de la vida.

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