NÓMADAS - REVISTA CRÍTICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURÍDICAS
11-2005/1 | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730
El formismo: un paradigma para
repensar las religiosidades profanas

Ángel Enrique Carretero Pasín
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... para los hombres que desde su ser son débilmente religiosos o en modo alguno religiosos,
el dogma es la única posibilidad de una existencia de algún modo religiosa

Gorg Simmel, Sobre la aventura. Ensayos filosóficos, p. 196


RESUMEN.- En este trabajo se aborda el formismo como una perspectiva de análisis sociológico de las religiosidades profanas. En primer lugar, trata de esclarecer el significado atribuido por Georg Simmel a la noción de forma y sus implicaciones para el estudio de un tipo de religiosidad que discurre por cauces ajenos a la religiosidad institucional. Luego, se introduce en la noción de forma que Michel Maffesoli emplea como utillaje teórico destinado a interpretar una multitud de expresiones que anidan en la cultura contemporánea. En ambos casos, se enfatiza cómo la forma es la instancia que, emanada de las relaciones que se entretejen entre ciertos individuos, posibilita la cristalización de un vínculo comunitario.

SUMMARY.- In this work the formismo is approached as a perspective of sociological analysis of the profane religiousness. First, it tries to clarify the meaning attributed by Georg Simmel to the notion of form and his implications for the study of a type of religiousness that passes for riverbeds foreign to the institutional religiousness. Then, it gets in the notion so that Michel Maffesoli uses like tool theoretically destined to interpret a multitude of expressions that nest in the contemporary culture. In both cases, there is emphasized how the form is the instance that, come from the relations that are interwoven between certain individuals, makes possible the crystallization of a community link.

INTRODUCCIÓN | I. APROXIMACIÓN A LA NOCIÓN DE FORMA EN GEORG SIMMEL Y A SUS IMPLICACIONES EN EL ESTUDIO DE LA RELIGION | II. LA REVITALIZACIÓN DEL FORMISMO EN EL PENSAMIENTO DE MICHEL MAFFESOLI | NOTAS | BIBLIOGRAFÍA


INTRODUCCIÓN

El formismo es una perspectiva que posibilita una lectura sociológica novedosa de las claves del fenómeno religioso. En buena parte de los análisis del hecho religioso en Occidente se ha incidido en cómo el proceso de secularización, instaurado en la modernidad y en sintonía con su corolario teórico, la Ilustración, ha provocado la desaparición de la religión del espectro de la existencia social. En consecuencia, la religión sería una instancia históricamente superada, un elemento en otro tiempo central de la vida social que acabaría ahora disolviéndose en una ulterior fase histórica. El paradigma formista nos permite llevar a cabo, sin embargo, una lectura sociológica bien diferente de la naturaleza del fenómeno religioso, reconociendo una pervivencia y una significación de éste en un modelo de sociedad supuestamente secularizada. Para ello, propone una concepción abierta de la religiosidad como estructura formal, en la que ésta sobrepasa los límites de toda acotación institucional. El formismo alienta la necesidad de reconocimiento y de interpretación de una persistente religiosidad que puede llegar a adaptarse a entidades profanas, fijando su atención especial en el orden vivencial, experiencial de la vida social y recalcando, también, la inequívoca consideración comunitaria de toda religiosidad. El paulatino proceso de pérdida de credibilidad social de las instituciones religiosas iniciado en Occidente a raíz de la modernidad, desde esta perspectiva, no implicaría una consiguiente volatilización de una precondición formal y arquetípica sobre la que se apoyaría socialmente la religión, sino, más bien, una metamorfosis de ésta bajo unas figuraciones diferentes.

Tres son, en síntesis, los obstáculos filosófico-sociológicos a superar para el reconocimiento de una perspectiva formista del hecho religioso:

a. Una posición positivista que reduce el análisis del hecho religioso a sus manifestaciones externas, a una mera evaluación cuantitativa de la participación en prácticas religiosas institucionales.

b. Una concepción evolucionista y progresista de la historia que entiende lo arcaico como un elemento superado y, por tanto, sin relevancia en la vida de las sociedades actuales.

c. Una visión de religión en donde ésta es contemplada como una experiencia estrictamente individual, desligada, pues, de un sentimiento comunitario.
 

I. APROXIMACIÓN A LA NOCIÓN DE FORMA EN GEORG SIMMEL Y A SUS IMPLICACIONES EN EL ESTUDIO DE LA RELIGION

La sociología formal simmeliana tiene como objetivo el estudio de la plasticidad de lo que este autor denomina como formas puras. Para disipar posibles equívocos, conviene aclarar de antemano, como recalca Julien Freund (1) en su Introducción al texto Sociologie et Épistémologie, que cuando Simmel emplea el término formal no lo hace aludiendo a una ciencia que aspire a la formalización de su objeto. La lengua española, como tampoco la francesa, no admiten más que un sólo término –formal-, mientras la alemana, como subraya Freund, acoge una duplicidad de términos: formal y formell. Simmel utiliza el término formal (lo que concierne a la forma) y no el de formell (el relativo a la formalización. Según Simmel, el fundamento subyacente a los diferentes tipos de relación social radicaría en la «acción recíproca», en la inherente capacidad de la pulsión socializadora para forjar y cristalizar una variada gama de expresiones societales. Como reafirma constantemente Simmel: «Existe sociedad donde existe una acción recíproca de varios individuos» (Simmel, 1999: 43). Simmel plantea a título de metáfora y con carácter meramente heurístico (2) la distinción entre forma y contenido como utillaje teórico en torno al que gravitará la totalidad de su discurso interpretativo acerca de las diferentes manifestaciones socializadoras. Así, inspirándose en I. Kant, lo definitorio de la forma sería la permanencia, la recurrencia, la cual, no obstante, se traducirá en expresiones culturales diversas. La forma adquiere en Simmel una autonomía propia, se despliega, entonces, con independencia y trasciendo las voluntades de los individuos. La forma sería la socialización, una constante universal y transhistórica que se transfiguraría a través de modulaciones históricas distintas, por medio de lo que él llama como contenidos.

Por tanto, la socialización es la forma que se realiza de incontables manera diferentes en las que va creciendo la unión de los individuos en razón de aquellos intereses sensitivos o ideales, momentáneos o duraderos, conscientes o inconscientes, que empujan causalmente o arrastran teleológicamente y que se realizan dentro de esta unión (Simmel, 2002: 78-79).

De esta manera, las relaciones de dominación y de subordinación, las relaciones de concurrencia, el conflicto, la imitación serían ilustraciones de ese versátil sustrato subsistente y universal que es la forma. Una misma forma se realizaría, de este modo, en distintos contenidos; bien sean económicos, religiosos, políticos, etc.. De modo inverso, también un mismo contenido podría presentarse, afirma Simmel, bajo formas distintas. Forma y contenido configuran, pues, una indisociable unidad, puesto que la forma sólo existe en un contenido, es un modelo que necesita materializarse en éste. Para ilustrar la relación entre forma y contenido Simmel utiliza repetidamente como imagen metafórica la geometría que necesita plasmarse en el terreno de lo espacial. Veamos como explica Simmel esta relación:

Es preciso por una parte que la misma forma de socialización aparezca sobre unos contenidos, unos objetivos totalmente diferentes e inversamente que el mismo interés de contenido revista unas formas totalmente diferentes como vectores o modos de realización –del mismo modo que las mismas formas geométricas se reencuentran sobre los materiales más diversos y que la misma materia se presente en las formas espaciales más diversas, o como ocurre también con las formas lógicas y los contenidos materiales del conocimiento (Simmel, 1999: 45).

Por otra parte, el contenido sería, según Simmel, la materia de la socialización. Así, el interés económico, la vida religiosa, las relaciones entre los sexos, el interés pedagógico, en cuanto contenidos, descansan, en realidad, en unos movimientos pulsionales socializadores, propiamente formales, que engendran efectos de reciprocidad entre los individuos. Los contenidos, sin embargo, devienen estrictamente sociales solamente en la medida en que en su seno se inscriben y actúan las formas.

Todo aquello que en los individuos, en los lugares inmediatamente concretos de toda realidad histórica está presente como impulso, interés, finalidad, inclinación, estado psíquico y movimiento, de tal manera que a partir de ello o en ello se produce el efecto sobre otros y se recibe estos efectos, esto lo llamo el contenido, en cierto modo la materia de la socialización (Simmel, 2002: 78).

La existencia de una sociedad exige, para Simmel, una imbricación de forma y de contenido. La forma necesita de un contenido y, a su vez, el contenido de una forma. El propósito que impulsará la tarea sociológica consistiría, entonces, en extraer las formas de los contenidos particulares, en sonsacar lo recurrente, lo regular, lo similar, que subyace en los concretos contenidos histórico-sociales. En el fondo, a juicio de Simmel, se trataría de mostrar, siguiendo una terminología kantiana, los aprioris socializadores, las formas «formantes», el continente de acogida de contenidos que daría cuenta de cómo es posible, en última instancia, lo social.

En lo que concierne específicamente a nuestro propósito, la noción de forma simmeliana nos permite atisbar un permanente componente de religiosidad, propiamente formal, que perdura y que puede llegar a operar incluso en sociedades que se autodefinen como secularizadas. Se trata de una religiosidad entendida prioritariamente en términos de experiencia y vivencia siempre comunitaria, antes que como un acervo típicamente teológico o dogmático, como una cristalización institucional o como encapsulamiento en una determinada organización eclesiástica. Se le reconoce a la religión un componente puramente formal que precedería a la identificación de ésta con el dominio tradicionalmente patrimonializado en exclusividad por la institución eclesiástica. La religión como forma preexiste, a juicio de Simmel, a sus diferentes manifestaciones histórico-culturales externas. La verdadera fuente de la que emana la religiosidad va a ser, en última instancia, las «acciones recíprocas», es decir, las interacciones que se entretejen entre los individuos en el contexto de los procesos socializadores, para así gestar una peculiar ligazón comunitaria. Dice Simmel:

Los grandes contenidos de la vida histórica: el lenguaje lo mismo que la religión, la formación de Estados y la cultura material, aún en el siglo XVIII, sólo se sabían atribuir esencialmente al "invento" de personalidades singulares, y donde el entendimiento y los intereses del hombre singular no parecían ser suficientes, sólo quedaba apelar a los poderes transcendentales, para las que el "genio" de estos inventores individuales hizo de escalón intermediario; porque con el concepto de genio en realidad sólo se expresaba que las fuerzas conocidas y comprensibles del individuo no eran suficientes para la producción de los fenómenos. Así, el lenguaje era o bien el invento de individuos singulares o un don divino, la religión –en cuanto acontecimiento histórico- el invento de sacerdotes astutos o la voluntad divina, las leyes morales o bien impuestas por héroes a la masa u otorgadas por Dios, o dadas a los hombres por la "naturaleza", una hipóstasis no menos mística. El punto de vista de la producción social ha permitido salir de esta alternativa insuficiente. Todas estas configuraciones se generan en las relaciones recíprocas de los seres humanos, o a veces también son tales relaciones recíprocas, que por tanto no se pueden derivar del individuo contemplado en particular. Al lado de estas dos posibilidades, ahora se pone así esta tercera: la producción de fenómenos por la vida social, y concretamente en el sentido doble, por la contigüidad de individuos que interactúan, que produce en cada uno lo que sin embargo no es explicable sólo desde cada uno, y por la sucesión de las generaciones cuyas herencias y tradiciones se funden indisolublemente con la adquisición individual y que hacen que el ser humano social, al contrario de toda vida no humana, no sólo es descendiente sino heredero (Simmel, 2002: 36-37).

Esta actitud no revela, sin embargo, una reductora limitación de la esencia de lo religioso a lo social, al modo durkheimiano, sino, más bien, un interés por delimitar nítidamente la religión como experiencia personal de su dimensión propiamente societal como objeto de elucidación sociológica. A Simmel, desde una perspectiva sociológica, le interesará abordar fundamentalmente la religión desde la segunda vertiente (3). Al mismo tiempo, la posición simmeliana permite ir más allá del análisis racionalista e intelectualista que evaluaba la creencia religiosa colectiva en términos de verdad e ilusión (4), descubriendo una eficacia oculta, siempre societal, en dicha creencia, con independencia de la verdad o falsedad de ésta. Al margen de las reglas externas que regulan toda comunidad religiosa, la coparticipación en una misma creencia, en este sentido, configura un principio socializador, una manera peculiar de anudarse a otros y actuar con éstos bajo unas ciertas condiciones, tomando lógicamente conciencia de ello. Poco importan, pues, la infinidad de concreciones bajo las que se reactualiza históricamente esta creencia, siendo por el contrario lo fundamental el preexistente proceso socializador del que ésta surge y los efectos, también socializadores, de ella derivados. La religión como hecho colectivo es, para Simmel, una representación con un evidente carácter de entidad autónoma, pero siempre emanada de una sublimación de las relaciones establecidas entre los individuos. Esto no implicaría, no obstante, su desvalorización como algo, por recordar a Nietsche, Humano, demasiado humano,sino el desvelamiento, por el contrario, de la existencia de una trascendental necesidad consustancial al hombre, y más concretamente a su faceta relacional, de edificar dioses. Su génesis social no significa, en absoluto, una problematización de su validez (5).

Asimismo, la conceptualización de la religión como categoría formal estimula una flexibilización, un ensanchamiento en la consideración del horizonte religioso más allá de las fronteras que tradicionalmente lo habían circunscrito a un campo estrictamente eclesiástico. Desde esta perspectiva, es el fundamento formal de la religión lo que permite dar cabida a una indefinida multiplicidad de contenidos que podrían ser considerados como religiosos, introduciendo, de este modo, una matizada actitud relativista (6). No obstante, la religión, en cuanto estructura formal, nos deja entrever su carácter de invarianza, de repetitividad, al margen de su traducción concreta, antigua o moderna. En este sentido, parafraseando a Simmel:«.. la movilidad de las formas sociales puede ser una condición de su permanencia» (Simmel, 1981: 197). Habría, pues, nos dice Simmel en Contribuciones para una epistemología de la religion, una constelación de relaciones sentimentales y afectivas con objetos o cosas que bien podrían ser catalogadas como religiosas: el entusiasta con las ideas de libertad, fraternidad y justicia, el trabajador con respecto a su clase, el señor feudal con su casta o el patriota con su patria. «Pues no se trata de derribar la religión –afirma Simmel-, sino, viceversa, de una elevación a su esfera de ciertos sentimientos y relaciones terrenales» (Simmel, 1998: 143). La religión pasa a ser concebida, entonces, como una predisposición antropológica eminentemente plástica, ligada siempre a unas orientaciones comunes y recíprocas en donde se fragua una potencial coparticipación en un sentimiento de afectividad que puede llegar a adecuarse con la lógica que dinamiza un abundante número de grupos sociales. Estas relaciones afectivas de proximidad, de atracción, de un sentimiento de recibir calor de los otros, son los vectores de catalización de la emergencia de lo religioso. En efecto, a Simmel no le pasa desapercibida la similitud entre el lazo comunitario que se da en toda congregación religiosa y el que también anima a una asociación socialdemócrata de trabajadores. Así, incluso ciertas manifestaciones colectivas, percibidas como profanas, podrían llegar a participar, curiosamente, de un espíritu religioso.

El investigador de la religión, al indagar la vida religiosa de la comunidad, la disposición al sacrificio dentro de ésta a causa de la entrega a un ideal compartido por todos, la configuración de la vida presente por la esperanza en un estado perfecto más allá de la vida del individuo actual, a menudo se inclinará a atribuir todo esto a la fuerza del contenido de la fe religiosa. Si se le muestra entonces que, por ejemplo, una asociación socialdemócrata de trabajadores adquiere los mismos rasgos del comportamiento común y recíproco, esta analogía le puede enseñar, por un lado, que el comportamiento religioso no está ligado exclusivamente a los contenidos religiosos sino que es una forma humana general, que se realiza no sólo a partir de temas transcendentales sino igualmente debido a otros motivos sentimentales (Simmel, 1998: 143).

En suma, Simmel va a propugnar una verdadera trascendencia inmanente del hecho religioso. Según ésta, la naturaleza social de los fenómenos religiosos depende directamente de las peculiares «acciones recíprocas», que se van a gestar y cristalizar en el seno de determinados tipos de comunidades, se encuentra estrechamente subordinada a la instancia socializadora formal, a las relaciones e influencias mutuas establecidas entre los individuos, en la que aquellos siempre descansan. Esto va a ser, en suma, de lo que emanará el ansia por singularizarse característico de toda comunidad religiosa, así como su anhelo por delimitarse con respecto a otras comunidades. La religiosidad, pues, en cuanto experiencia y vivencia propiamente colectiva, precede y fundamenta, según Simmel, toda manifestación religiosa.

II. LA REVITALIZACIÓN DEL FORMISMO EN EL PENSAMIENTO DE MICHEL MAFFESOLI

Michel Maffesoli utiliza, inspirándose en el marco teórico abierto por Simmel, el neologismo de formismo sociológico para catalogar una perspectiva sociológica encaminada a sonsacar las formas sociales subsistentes tras distintos fenómenos de la vida cotidiana. El término formismo, a su juicio, nos permitiría solventar los contrasentidos, anteriormente señalados, inducidos por la noción de forma simmeliana. Dichas formas estructurarían, desde su trasfondo, la vida social, pero, a diferencia de la rigidez que caracterizaría a las estructuras intemporales del estructuralismo, permitiéndonos incorporar y captar la faceta evolutiva definitoria de toda sociedad. Como ya ocurría en Simmel, para Maffesoli, el formismo nos mostraría «.. el reconocimiento de una invarianza de las formas a través de la multiplicidad de sus modulaciones» (Maffesoli, 1993:185). Las formas, según Maffesoli, aludirían a estructuras que, de modo repetitivo e invariable, conformarían diferentes ámbitos de la experiencia social. La forma, lo arquetípico para Maffesoli, se realizaría en un contenido, en un estereotipo. De modo que forma y contenido, arquetipo y estereotipo, guardarían una íntima relación consustancial. La forma como tal carecería de existencia, sería un mero receptáculo de acogida que predispone para la solidificación de un abanico de entidades colectivas.

De esta manera, cuando Maffesoli utiliza la noción de forma, aunque sea a modo de valor heurístico, está apuntando con claridad a la necesidad de comprensión de ciertas constantes, invarianzas o si se quiere arquetipos, que subyacen y que se manifiestan recurrentemente en el orden de la vida social. Está señalando la pervivencia de un componente propiamente arcaico, ya entrevisto por Simmel, en el transcurso del devenir histórico de las sociedades. En este contexto, debiéramos entender el término arcaico, desmarcándose de corrientes de raigambre historicista o culturalista, como lo originario, lo que expresa una naturaleza humana permanente, lo que remite a una experiencia inmemorial que sobrepasa al individuo. La noción de residuo propuesta en su momento por Wilfredo Pareto o también la de arquetipo formulada por Karl Gustav Jung y Gilbert Dürand estarían indicando la persistencia de un elemento transhistórico que retornaría y se reactualizaría permanentemente a través de una multiplicidad de expresiones culturales particulares, propiciando conciliar lo uno y lo múltiple, lo perenne y lo histórico; en suma, en palabras de Maffesoli: «.. permite que destaquemos todo lo que hay de invariable y de móvil en las sociedades» (Maffesoli, 1993: 111). La forma, entonces, nos facultaría el acceso a un desciframiento del presente desde un invariante pasado. Así, lo arcaico, la forma, se metamorfosearía para ensamblarse perfectamente con las modulaciones más recientes de la cultura contemporánea. Esto se manifiesta, a su juicio, en la proliferación de diferentes modos de agregación social, de encuentros en torno a sentimientos, afectos y afinidades compartidas que brotan con un inusitado vigor en las sociedades actuales, generándose, como resultado, un amplio abanico de congregaciones de diversa índole: sexual, deportiva, musical, etc.. En ellas, tanto el componente mítico como el relativo a la memoria colectiva, aparentemente defenestrados y soterrados por un ideario histórico progresista, recobran, paradójicamente, una significación esencial, puesto que actúan como instancias «formantes», sirven para cristalizar un sentimiento de comunidad en el que coparticipan todos aquellos individuos que la integran. Maffesoli lo expresa del siguiente modo:

Más que crear los mitos, estamos cogidos por ellos. Nos sobrepasan y nos aventajan. Ésta es su fuerza específica. Eso es lo que puede ayudarnos a entender la forma arquetípica: hay unos residuos arcaicos, unas imágenes primordiales que hacen que la vida social sea lo que es, que la moldean como tal y por lo que es. Cualquier hermenéutica tiene ese valor: encontrar el sentido trascendente, aunque se trate de una trascendencia inmanente, fundadora de un conjunto social cual fuere. Puede ser un imperio, una nación, un movimiento o un partido, una asociación o una empresa, una tribu o una relación amorosa, cada uno, y eso es lo que conviene descubrir, participa de una idea englobante, que es otra manera de decir la forma social (Maffesoli, 1996: 134).

En efecto, Maffesoli va a atribuir un papel prioritario a este componente arcaico que es la forma, a saber: dar cuenta de lo que une, conformar un vínculo social y, en definitiva, crear y re-crear sociedad. La forma opera como un espacio de autoreconocimiento comunitario, como un receptáculo sobre el que descansa un sentimiento de pertenencia, favoreciendo, a través de mecanismos de identificación, la unidad, el conjunto. La forma es pura potencialidad que predispone para la atracción, instándonos, además, a la revalorización de una visión holística, global, de la sociedad. En palabras de Maffesoli:

La forma agrega, reúne, moldea una unicidad, dejando a cada elemento la autonomía que le es propia, constituyendo al mismo tiempo una innegable organicidad, donde sombra y luz, funcionamiento y disfuncionamiento, orden y desorden, lo visible y lo invisible entran en sinergia para generar una estática móvil que no deja de sorprender a los observadores sociales, y que plantea un problema epistemológico del que sólo empezamos a vislumbrar todas las consecuencias (Maffesoli, 1996: 118).

Así pues, la «forma arquetípica» es un sustrato que, permaneciendo en la invisibilidad, predispone para la unión, actuando, eso sí, por medio de imágenes simbólicas y prácticas rituales perfectamente visualizables. Así, lo visible, es decir el símbolo y su fuerza ritual, mantiene una imbricación de fondo con lo invisible, con la forma. Es así como la forma, en cuanto matriz de reconocimiento social, permite fundar, por así decirlo, una eucaristía, con una consiguiente liturgia, profana.

La unión en torno a las imágenes, a los objetos, no está en este sentido demasiado alejada de la que se expresaba, en las tribus tradicionales, alrededor del totem o del héroe epónimo. En un caso y en el otro, hay alguna cosa que, a partir de lo que es visible, inmanente, alcanza lo invisible, lo trascendente. Ocurre que en las sociedades postmodernas, esta fuerza de unión, ese "maná" es cotidiano, se vive aquí y ahora, y encuentra su expresión en una especie de trascendencia inmanente de coloración fuertemente hedonista. Así, pues, no es el individuo aislado en la fortaleza de su razón el que prevalece, sino el conjunto tribal que comulga con un conjunto de imágenes que consume con voracidad (Maffesoli, 1996: 139-140).

Esta es, en síntesis, la lógica sobre la que descansa el neotribalismo característico de las sociedades, a su juicio, postmodernas. Este vendría expresado por el florecimiento de una variada gama de agregaciones en función de afinidades y de sentimientos comunes en torno a una comunión sobre unas imágenes simbólicas cuyo fundamento arquetípico, como ya hemos señalado, residiría en la forma. Tras algunos siglos iconoclastas, afirma Maffesoli: «..el recurso epistemológico a la forma es totalmente pertinente para dar cuenta de una sociabilidad cada vez más estructurada por la imagen» (Maffesoli, 1998:109). La cultura postmoderna, en este sentido, mostraría un resurgimiento de la forma; asidero y argamasa de un nuevo ideal comunitario sobre el que se fortalece un sentimiento neotribal.

La postmodernidad tiende a privilegiar la visualización y el juego de las formas. Así, es otra manera de estar-juntos la que se esboza: el ideal comunitario, expresión directa de la fuerza. Ésta no tiene ninguna necesidad de legitimarse mediante una racionalización teórica, puede prescindir de representaciones tanto intelectuales como políticas; es, por el contrario, causa y efecto a la vez de una serie de emociones, de pasiones y de sentimientos colectivos, y de ahí la profusión de imágenes y el juego de las formas que acabamos de mencionar. En resumen, existe una relación directa entre el resurgimiento de la forma y el de la comunidad. La revalorización del cuerpo propio que engendra la del cuerpo colectivo, la exacerbación del "yo" y de la "preocupación por sí mismo" han desembocado en un nosotros fusional, confusional, únicamente preocupado por el placer de estar juntos aquí y ahora (Maffesoli, 1996: 141).

Para lo que es de nuestro interés, Maffesoli, como ya vislumbrara Simmel, diagnostica un peculiar tipo de religiosidad que anida en las sociedades occidentales y que discurre, sin embargo, en sintonía con un acusado proceso de descristianización o desinstitucionalización religiosa. Es ésta una concepción de la religiosidad en la que se enfatiza la fuerza del estar-juntostre ensemble); la pulsión que aflora constantemente en una multiplicidad de ámbitos sociales y mediante la cual un conglomerado de individuos se fusionan en entidades grupales y comunitarias. La religiosidad es, en última instancia, un vínculo comunitario de reciprocidad que liga a los individuos. A este respecto, Maffesoli recalca cómo la tradición cristiana, con anterioridad a su solidificación como dogma, fue una religiosidad eminentemente popular –reflejada en los cultos a los santos, las peregrinaciones y otras formas de superstición-, logrando canalizar, así, un originario sentimiento de socialidad. Por tanto, más que la pureza de la doctrina, lo que configurará una arraigada y sólida comunidad religiosa va a ser la gestación y el dinamismo de un être ensemble. Del mismo modo, la política deviene, a raíz de la Revolución Francesa, en la plasmación de una novedosa religiosidad laica, ahora aglutinada en torno a una simbología que, conmemorando los ideales revolucionarios, fundaría unos estrechos lazos de confraternidad de los que emanaría un fuerte sentimiento comunitario. En cualquier caso, es siempre el arquetipo formal el que, aun metamorfoseado bajo aspectos diferentes, sostiene un espíritu y unas prácticas congregadoras. Maffesoli subraya, pues, el sentido etimológico de la palabra religión (re-ligare) como herramienta teórica que nos posibilitaría el radiografiar un tipo de religiosidad profana que se estaría revelando en diferentes vertientes de la vida cotidiana.

No carece de interés señalar, a este respecto, cómo el declarado énfasis de la modernidad en exiliar a la religión del centro neurálgico de la vida social y política se vió acompañado, paralelamente, del reconocimiento de una inevitable demanda, ya percibida en un primer momento por Rousseau, de abrazar una religión civil sobre la que pudiera llegar a cimentarse un sólido y compartido sentimiento de identidad comunitaria, una vez que la legitimación transcendente del mundo había sido evidentemente ya erosionada. Conviene constatar, en suma, que el proceso de secularización ha transferido la demanda arquetipal de religación a nuevos dominios ahora laicos: en sus comienzos la religión civil (Jean J. Rousseau, Robert Bellah) y con posterioridad las ideologías políticas -comunismo y nazismo- (Jean-Pierre Sironneau). Esta demanda originaria de religación, sobre la que tanto insiste Maffesoli, fijada, no lo olvidemos, a lo propiamente emocional (Max Weber), podría fraguarse, entonces, en el propio seno de una sociedad aparentemente secularizada y adoptando figuraciones ahora profanas. En suma, la lógica que básicamente rige el modelo religioso sería, a juicio de Maffesoli, aquella de la atracción social.

Por supuesto, hay que precisar que el espacio religioso del que se trata aquí no tiene nada que ver con la manera habitual que se tiene de entender la religión en la tradición cristiana oficial. Y ello respecto a dos puntos esenciales: por una parte, respecto a dos puntos esenciales: por una parte, respecto a la adecuación que se suele hacer entre religión e interioridad y, por la otra, respecto a la relación que se establece en principio entre religión y salvación. Estos dos puntos pueden, por cierto, resumirse en la ideología individualista, que establece una relación privilegiada entre el individuo y la deidad. De hecho, a imagen del politeísmo griego, podemos imaginar una concepción de la religión que, ante todo, insista en la forma de estar-juntos, o en eso que yo he llamado la "trascendencia inmanente", otra manera de referirse a la energía que argamasa a los pequeños grupos y a las comunidades. Es ésta, obviamente, una perspectiva metafórica que nos permite comprender cómo el abandono de lo político corre parejo con el desarrollo de estos pequeños "dioses habladores" (P.Brown), causas y efectos de la multiplicación de numerosas tribus contemporáneas (Maffesoli, 1990: 113).

NOTAS

(1) Véase (Freund, 1981: p. 49).
(2) Véase (Watier, 2003: 25-26).
(3) Lo que no está reñido con el hecho de que, desde una vertiente filosófica, Simmel conciba la experiencia religiosa, con independencia de la disposición hacia los artículos de fe, como la realización más plena del hombre. Véase especialmente «La personalidad de Dios» en (Simmel, 1988:171-186); «Pensamientos religiosos fundamentales y ciencia moderna», en (Simmel, 1998: 151-154).
(4) «La ilustración -sostiene Simmel- sería ciega si pensara que, con un par de siglos de crítica a los contenidos religiosos, ha destruido un anhelo que ha dominado a la humanidad desde el primer despertar de su historia y de los pueblos naturales más bajos hasta las cimas culturales más extremas.». Para a continuación apostillar «Hasta la fecha la religión ha sobrevivido siempre a las religiones, como un árbol sobrevive a la siempre repetida recolección de sus frutos», (Simmel, 1988: 188-189).
(5) Véase (Léger, 1989: 267-268).
(6) A este respecto, Jürgen Habermas (1988: 275) ha indicado que uno de los obstáculos que entorpecieron el ascenso académico de Simmel fue el reproche según el cual de su pensamiento se desprendía un posicionamiento relativista con respecto al cristianismo. Posicionamiento que, por otra parte, Simmel trata de sortear en diferentes contextos de su obra monumental Sociología, en especial en su segundo capítulo consagrado al papel del número en las formas de socialización religiosa; pero nunca de un modo absolutamente convincente.

BIBLIOGRAFÍA

(1998) Habermas, Jürgen, «Simmel como interprete de la época» en Sobre la aventura, Península, Barcelona, pp. 273-285.
(1989) Léger, François, La pensée de Georg Simmel, Kime, Paris.
(1990) Maffesoli, Michel, El tiempo de las tribus, Icaria, Barcelona.
(1993) Maffesoli, Michel, El conocimiento ordinario. Compendio de sociología, FCE, México.
(1996) Maffesoli, Michel, Elogio de la razón sensible, Paidós, Barcelona.
(1998) Maffesoli, Michel, «Simmel et le formisme» en Thomas, J., (comp.), Introduction aux méthodologies de l´imaginaire, Ellipses, Paris, pp. 105-109.
(1981) Simmel, Georg, Sociologie et Épistemologie, PUF, Paris.
(1988) Sobre la aventura. Ensayos filosóficos, Península, Barcelona.
(1998) El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura, Península, Barcelona.
(1999) Sociologie. Etudes sur les formes de la socialisation, PUF, Paris.
(2002) Cuestiones fundamentales de sociología, Gedisa, Barcelona.
(2003) Watier, Patrick, Georg Simmel sociologue, Circe, Berval.

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