NOMADAS.1 | REVISTA CRITICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURIDICAS | ISSN 1578-6730

Las vanguardias como alternativa ante la tragedia de la cultura
[Rafael García Alonso]

     Fragmentación y escisión son categorías centrales de la modernidad. Ésta -que halla su espacio paradigmático en la metrópolis-, insiste en la persecución de lo novedoso en el tiempo aun a costa del pasado. Pero esa dinamización del tiempo hacia el futuro se ha ido revelando, precisamente en su curso, como suicida. Que las vanguardias sean un momento de la modernidad, la "modernidad beligerante", como ha señalado Francisco Calvo Serraller- es algo admitido. Ahora bien, esas mismas vanguardias se hallan desde sus inicios preñadas de ambigüedad y contradicciones. No es la menor de ellas la de si su talante combativo encontraba enemigo o aliado en la misma modernidad de la que surgía. ¿Debían las vanguardias aceptar la fragmentación y la escisión que caracterizan a la modernidad?. ¿Debían crear organismos estéticos radicalmente autónomos o debían -puesto que el arte es concebido como medio de des-éscisión- iluminar la dirección del futuro colectivo?. ¿Debían las obras artísticas -siguiendo la indicación de Charles Baudelaire- conjugar lo eterno y lo transitorio o debían concebirse como fragmentos sin vocación de totalidad? Y, por mencionar la cuestión más global, ¿qué relación debía haber entre el arte y la vida?. Aparte de estas cuestiones, es necesario preguntarse si es acertada la consideración, hoy frecuente, de las vanguardias como un pasado agotado y definitivamente a enterrar tras su "crisis".

     En cualquier caso, no cabe hablar de homogeneidad de las vanguardias. Ellas mismas muestran la fragmentación característica de la modernidad colisionando entre sí. A menudo los propios autores vanguardistas admitían su carácter provisional; los futuristas, en su manifiesto de 1910, señalaban que en el arte todo era convencional que las verdades de un día se convertían en mentiras al día siguiente. Es impresionante el número de estéticas que proliferan en la segunda mitad del siglo XIX y primera mitad del XX. Baste recordar -sin entrar en las ambigüedades de cada movimiento y haciendo afirmaciones forzosamente inmatizadas en su generalidad- que mientras el realismo, el impresionismo o el modernismo pretendían estar a la altura de sus tiempos para expresarlos, el futurismo o el expresionismo tenían decidida vocación anticipadora. Que en unos casos -de nuevo el realismo o el impresionismo- se intenta una captación apariencial, mientras que en el surrealismo o el expresionismo se intenta profundizar más allá de las convencioness. Que en algunos casos -el simbolismo, el cubismo...- se mantiene la aspiración a crear obras de arte, mientras que en otros -dadaísmo- se renuncia a ello. ¿Cabe hallar algunos denominadores comunes?.

     Una primera respuesta, aunque más tarde volveré sobre esta cuestión, es que al menos lo movimientos vanguardistas del siglo XX -me limitaré aquí a tener en cuenta futurismo, expresionismo, dadaísmo, surrealismo y cubismo-, compartían la idea de la experiencia estética y artística como arquetipo o/y eje de la des-escisión y de la emancipación. Ahora bien, el fracaso de este principalísimo objetivo parece confirmar, si no la superación del arte por la religión y la filosofía tal como sostuvo Georg W.F.Hegel, si al menos que el arte de vanguardia no era capaz de llevar el espíritu a la conciencia de sus verdaderos intereses. La fugacidad de los "ismos", por el contrario, puede ser puesta en relación al incremento de la velocidad en los cambios producidos en la cultura occidental. Es más, una de sus principales aspiraciones -la aspiración moderna a la novedad-parece estar en relación directa con la ya citada separación entre el ámbito de la Gemeinschaft y el de la Gesselschaft, con el consiguiente empobrecimiento de la experiencia, detectado por Walter Benjamin, y su sustitución por las vivencias. La beligerancia de las vanguardias -independientemente de su lucha contra el Academicismo- hallaba contrincante en la tradición y con ello rompía los lazos temporales -entre pasado, presente y futuro- que pueden dar continuidad a la existencia. Pero, como decía Benjamin, "la experiencia tanto en la vida colectiva como en la privada, es un asunto de la tradición" (1). La novedad es uno de los prototipos de la falsa conciencia propia de la Gesselschaft, y cuando se renuncia a la memoria, se renuncia también a la autenticidad a manos de lo ambiguo. La beligerancia contra el pasado y la obsesión -presente, en Baudelaire- por la novedad está además relacionada probablemente con "la merma de rastros que trajo consigo la desaparición de los hombres en las masas de las grandes ciudades (2), tal como atestiguó también Benjamin.

     Sin embargo las vanguardias partieron con ánimo revolucionario, en el que la ruptura estaba ligada a esperanzas emancipatorias que pueden sintetizarse en la aspiración a que los hombres fueran de nuevo dueños de su propia existencia. Lo cual hubiera supuesto que cultura y civilización, los fines y los medios, no fueran ámbitos escindidos. O, usando otra interesante contraposición, intentar salir al paso de lo que en 1908 Georg Simmel denominó la tragedia de la cultura; es decir, la creciente escisión entre la sofisticación y desarrollo del mundo objetivo -cultura objetiva- y el desarrollo personal -cultura subjetiva- que los individuos, a través de aquélla, pueden conseguir. Es más, la inversión de la jerarquía entre fines y medios, que se dejaba también ver en la autonomización creciente de la cultura objetiva frente a la subjetiva. Ahora bien, una de las formas de esta tendencia era la conversión del arte y de los artistas en un mundo autónomo. De ahí que quizá el denominador común de las vanguardias, como ha señalado Peter Bürger, sea el rechazo de la "institución arte" tal como por entonces se daba: tanto en lo que concierne a la producción, como a la distribución y recepción de las obras artísticas, concebidas como un mundo reservado a iniciados. La esperanza vanguardista era lograr la universalización de la experiencia artística con la consiguiente des-escisión entre el arte y la vida. Se trataba de propiciar el surgimiento de una vida totalmente nueva en la que desaparecieran las escisiones. Donde lo artístico se hiciera universal y cotidiano, la razón no estuviera desligada de la sensibilidad y de la imaginación, la vigilia del sueño, lo privado de lo público, lo intelectual de lo sexual, ni lo exterior de lo interior.

     No era la menor de las escisiones a salvar la que separaba a los artistas de otros intelectuales. Siguiendo la estela del romanticismo, los artistas de vanguardia se presentaron a sí mismos a través de sus poéticas. En ellas se planteaba también de forma generalizada una ruptura con las concepciones representativas habituales del arte. A través de la constitución de universos artísticos autónomos, se quería hacer un arte nuevo que pretendía ser creador en un sentido radical. En primer lugar porque era antimimético en varios sentidos: lo fundamental era la creación de un objeto artístico. Éste debía contener, dicen por ejemplo los cubistas Albert Gleizes y Jean Metzinger, "en sí mismo su razón de ser" (3), pasando la representación -si es que la había- a un lugar puramente anecdótico; renunciaba a los estilos del pasado y con ello aspiraba a lograr formas artísticas nuevas; y estimulaba el valor experimental de la experiencia artística. En segundo lugar, aspiraba a escapar al mundo de las convenciones -"Dadá introduce nuevos puntos de vista" (4), por ejemplo-; y con ello se aspiraba a modificar las formas de percepción y comportamiento habituales (como quedaba claro en la importancia que se daba al mundo de lo sexual o de lo inconsciente; en la aspiración surrealista a lograr una belleza convulsa; o en los intentos futuristas de representar a través de sus formas el dinamismo universal.

     Se produciría así una universalización del arte. Es decir, no sólo todo el mundo tendría oportunidad de disfrutar del arte que se le ofrecía, sino que la vida misma y los individuos todos podría ser creativamente estetizados. Este objetivo entrañaba, pues, la renuncia a que el arte fuera una faceta escindida de la vida cotidiana. Con ello se renunciaba a la especialización del arte. Comenzaba a plantearse la posible renuncia a espacios que le fueran exclusivos -museos, academias, galerías...- y a sujetos especializados -artistas, críticos...-, para hacerse presente en la actividad cotidiana. Tal propósito quería, en términos simmelianos, que todos los hombres desarrollaran su cultura subjetiva artística al tiempo que se desarrollaba la objetiva. El arte como institución debía hacerse el hara kiri. Este programa de fusión del arte con la vida es lo que Jean-François Lyotard denominaría un "metarrelato", es decir, un proyecto característico de la modernidad en el que se pretenden realizar Ideas legitimadas en función de su carácter universalizable; en este caso, la extensión de las artes.

     Sin embargo, tal proceso debía ser dirigido por los artistas, los cuales se consideraban a sí mismos por delante del resto de los miembros de la colectividad. Lo que Donald Kuspit ha denominado el modelo del "artista reeducador" (5). De ahí que fueran precisamente la "vanguardia".  Los que van por delante y no los que van a la par. Con frecuencia se recurría a jergas cientifistas de tal forma que el artista se presentaba como una especie de científico -como cuando André Breton señala la conveniencia de someter el sueño a un análisis metódico. La autoproclamación de los surrealistas como agitadores del espíritu puede considerarse un denominador común que encuentra su ejemplo más claro en la modificación de los sistemas de organización del espacio artístico. Más que los temas presentados, era la insistencia en la primacia de formas que querían ser absolutamente nuevas lo que perseguía modificar la percepción de la realidad en el espectador. Se desarrollaba con ello una concepción elitista que adoptando con harta frecuencia aires mesiánicos y visionarios, propiciaba la modificación del concepcto de culto, de la obra de arte al artista mismo. En el mismo texto citado anteriormente, Kuspit ha hablado en este sentido del modelo del "artista personalista". Valga como ejemplo un texto de 1912 en el que los cubistas Gleizes y Metzinger afirman que el fin último de la pintura es dirigirse a la multitud, no con el lenguaje de ésta, "sino con su propio lenguaje: para emocionar, dominar, diigir; no para ser comprendida. Igual que las religiones" (6).

     Ahora bien, tales declaraciones de tono sacerdotal, y a menudo sacrificial, alternaban frecuentemente con otras más coherentes con el propósito de la fusión del arte y la vida. En mi opinión, las relaciones que propugnan las vanguardias artísticas de principios de siglo entre emisor y receptor de la obra artística pueden ser interpretadas como testimonio de las tensiones surgidas en el dispar desarrollo de la cultura objetiva y la cultura subjetiva. De forma muy clara, la práctica artística de aquellos años evolucionó en dirección a lo que, en 1962, Umberto Eco denominó la metáfora epistemológica de la "obra abierta". Es decir, aquella obra sobre la que, desde su misma concepción, el artista -en tanto emisor-, renuncia a tener un control absoluto, posibilitando que el receptor responda a los estímulos lanzados y concluya la obra a su manera. De esta manera, el receptor no sería mero y pasivo espectador sino que debería completar la obra mediante algún tipo de intervención física y/o mental. La obra de arte no tendría sentido sin su intervención. Se trata de un proceso tendencial que puede ser ya advertido cuando Tristan Tzara, en el manifiesto de 1918, y refiriéndose al mundo de un cuadro, escribía: "Este mundo no está especificado ni definido en la obra, sino que pertenece en sus innumerables variaciones al espectador" (7). Esta era también en 1900 la opinión de Adolf Loos cuando arremetía contra aquellos arquitectos que deseaban que los interiores diseñados por ellos fueran inmovibles. Por contra, animaba a los habitantes de una vivienda a que intervinieran en el diseño y remodelación continuo de ésta. De esta manera, la obra de arte tal como la ofrece el artista es el punto de referencia que permite que el receptor se convierta él mismo en artista. Tal proceso induce, además, un cambio de actitud general ante el arte, puesto que quiere eliminar la actitud reverencial ante las obras artísticas. Se quiere explícitamente que éstas pierdan su "aura" sagrada -como vio Benjamin en 1931-, y que se produzca una conexión mayor entre arte y cotidianeidad. Ejemplo extremo de esta desacralización es la conocida frase de Tzara: "el arte no es cosa seria" (8). Cuando el arte se aproxima a la vida se pierde -había escrito José Ortega y Gasset en 1914-"el sentimiento de las distancias; perdemos respeto y miedo al arte" (9).

     Volviendo al núcleo de mi argumentación, me parece que estos procesos de pretendida desacralización, cotidianización y apertura del arte pretendían que éste no se convirtiera en "cultura objetiva" sino que posibilitaran el "cultivo" de la "cultura subjetiva" de los receptores gracias a su necesaria intervención si es que se quería que tuviera sentido la obra de arte. En cualquier caso, como advierte Eco, el artista-emisor inicial ejercía sobre la obra de arte la dirección, puesto que lo que hacía era abrir un determinado campo de posibilidades de interpretación e intervención, de los receptores o artistas inducidos. Resulta, por lo demás, significativo que tales intentos de vincular el arte y la vida cotidiana -de democratización del arte podría decirse- surjan cuando se está tomando conciencia de la distancia creciente entre cultura objetiva y cultura subjetiva. Y ello hasta el punto de que los individuos particulares sienten que se convierten de alguna manera en engranajes de una "maquinaria" sobre la que no ejercen ningún control. Valga como rápido ejemplo la denuncia de los procesos de burocratización y serialización de la actividad cotidiana en las novelas de Franz Kafka. O el paisaje urbano pintado o filmado por los expresionistas -Georg Grosz, Ludwig Meidner, o Wilhelm F. Murnau-, en el que son las calles metropolitanas como tales las que adquieren vida propia, mientras que los sujetos que las habitan parecen ser dirigidos por el vertiginoso ritmo de sus transportes colectivos, carteles publicitarios y, en general, circulación de un dinero que parece tener vida propia a costa de los sujetos que lo manejan.

     Ahora bien, quizá el motivo más radical de la denominada "crisis de las vanguardias artísticas" consistió en que las creaciones artísticas que realizaron no lograron que el arte y la vida se aproximaran. Incluso parecieron distanciarse aún más. En un principio, porque sus obras parecieron incomprensibles a los espectadores a los que se dirigían. Resultaba así que, en vez de obras "abiertas" que invitaran a la intervención de los espectadores, se distanciaban más aún de éstos. En vez de ser abiertas, se convirtieron a menudo en "herméticas" para los receptores. Éstos se vieron desbordados, de un lado, por el formalismo y la ausencia u obscuridad de significación. De otro, porque las vanguadias, en su ataque a la "institución arte", no cumplían sus expectativas respecto a lo que debía ser considerado como artístico. Desde la aparición de los ready-mades de Marcel Duchamp se desdibujaba, la diferencia entre lo artístico y lo extraartístico. Chocaban así dos líneas: la que quería que el arte, especialmente el plástico, fuera autorreferencial -así el hermetismo propugnado por Ortega, y la que quería que el arte hiciera referencia a lo que le era extrínseco, incluso a la política -más viable en literatura. La dificultad, pues, consistía en la posibilidad de combinar la autonomía del arte con su carácter socio-político. Pues mientras en el primer caso se propicia su in-manencia, en el segundo se promueve su trascendencia. En palabras de Bürger: "en la medida en que el artista vanguardista va más allá de la esfera del arte, se sitúa en una relación de tensión con el principio de autonomía del arte" (10).

    Conviene señalar que las dificultades para la integración entre el arte y la vida se hallaban in nuce en buena parte de las poéticas de vanguardia. Por ejemplo Tzara, en el manifiesto de 1918, poco después de declarar, como he citado anteriormente, que las obras de arte deberían pertenecer al espectador afirma rotundamente que "el arte es algo privado, el artista lo hace para sí mismo; la obra comprensible es producto de periodista" (11). De tal forma que, al hacerse ab initio incomprensible, se hace máximamente cerrada e imposiblita la proclamada intervención de los receptores.  Apuntando a un análisis sociológico, Ortega, en 1924, señalaba que el "arte nuevo" tendía a producir una escisión máxima, pues dividía al público entre los que lo entendían y los que no lo entendían. Difícilmente, pues, a quienes les resultaba incomprensible podían ver desarrollada su cultura subjetiva.  Podría objetarse que ese momento inicial quedaría superado a medida que el arte vanguardista fuera conocido, divulgado y explicado de tal forma que los inicialmente desconcertados espectadores se convirtieran también en receptores activos. Ciertamente, pero también en este caso nos encontramos con que el arte de las vanguardias no logró escapar a los mecanismos institucionales que tendían al distanciamiento de las dos culturas. Igualmente aquí, desde el principio, la aproximación entre arte y vida cotidiana chocaba con aspectos como el carácter sacerdotal -y por tanto hermético, distanciado, con aires de superioridad-con que los propios artistas vanguardistas solían presentarse. Es el caso de Tzara, cuando al tiempo que afirmaba que el arte no tenía importancia proclamaba que era la "única base de entendimiento" (Idem). El arte, o su no-arte, como fuente de conocimiento privilegiada.

     La probablemente inevitable inmersión de las prácticas artísticas vanguardistas en los circuitos especializados -revistas, galerías, museos, mercadoartístico..- ha conducido a que el "mundo artístico" acabara efectivamente no fundido con la vida cotidiana. En definitiva que la esfera del arte se autoenclaustrara aún más dando lugar a nuevos academicismos, especialistas y "genios" en contra de sus iniciales propósitos de des-escisión.

     La problemática cultura objetiva / cultura subjetiva aplicada al arte tiene, pues, mucho que ver con la relación entre emisor y receptor de la obra artística o, en términos de Eco, con la distinción entre obra abierta y obra cerrada. Tiene conexión directa también con el lugar que en la obra de arte tiene la técnica, puesto que la cultura objetiva está directamente relacionada con ella. Es significativo que también el tratamiento de las máquinas en las vanguardias clásicas oscilara entre la exaltación y la ironía. Exaltación porque, como ha explicado Eduardo Subirats, su potencial técnico y su racionalidad fueron hasta los años veinte considerados comoprincipio de liberación y modelo de organización social. Cabía la posibilidad de que al ser integradas por la culturasubjetiva fueran estímulo para la desescisión citada. Sin embargo, la herencia de la conocida dicotomía entre lo maquinal y lo creativo tuvo probablemente que ver, junto con la incapacidad de los artistas de competir con verdaderas máquinas tal como reconocía Duchamp, con que los artistas ironizaran sobre ellas. En efecto, las máquinas vanguardistas al carecer de utilidad, dejaban de ser instrumentales y se convertían en anti-máquinas, es decir en máquinas que no sirven para nada. Al ironizar sobre ellas, los artistas arremetían indirectamente contra una cultura objetiva caracterizada por el predominio de lo maquinal. Baste recordar las máquinas de Francis Picabia o de Duchamp. Por último, la experiencia de la Primera Guerra Mundial condujo a la conciencia de su carácter instrumental respecto a fines que no dependían de los artistas sino de los políticos. El nihilismo dadaísta de Tzara con su proclama de "abolición del futuro" (12) expresaba el fracaso del arte para dirigir la vida.


N O T A S:

1.  Benjamin, W., Iluminaciones II. Poesía y capitalismo, Madrid, Taurus, 1988, p, 125).
2.  Benjamin, W., Iluminaciones II. Poesía y capitalismo, Madrid, Taurus, 1988, p, 63.
3.  Gleizes, A, y Metzinger, J., Sobre el cubismo, Murcia, Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de Murcia, 1986, p, 28.
4.  Tzara, T., Siete manifiestos Dada, Barcelona, Tusquets, 1979, p, 35.
5.  Kuspit, D, "El artista suficientemente bueno: más allá del artista de vanguardia" en Creación nº 5, Mayo de 1992, Madrid, Instituto de Estética y Teoría de las Artes, p,  37.
6.  Gleizes, A, y Metzinger, J., Gleizes, A, y Metzinger, J, Sobre el cubismo, Murcia, Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de Murcia, 1986, p, 51.
7.  Tzara, T., Siete manifiestos Dada, Barcelona, Tusquets, 1979, p, 17.
8.  Tzara, T., Op, cit., p, 9.
9.  Ortega y Gasset, J., La deshumanización del arte, Madrid, Austral, 1967, p, 141.
10. Bürger, P, Teoría de la vanguardia, Barcelona, Península, 1987, p, 30.
11. Tzara, T., Op, cit., p, 21.
12. Tzara, T., Op, cit., p, 25.


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