Román Reyes (Dir): Diccionario Crítico de Ciencias Sociales

Representación política 
 
Juan Carlos Monedero
Universidad Complutense de Madrid

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I. Actualmente se entiende por representación el acto mediante el cual un representante -gobernante o legislador- actúa en nombre de un representado para la satisfacción, al menos en teoría, de los intereses de éste. Los actos del representante obligan al representado, pero éste tiene la posibilidad de controlar y exigir responsabilidades al gobernante a través de mecanismos electorales institucionalizados (Cotta, 1985). Expresado con otras palabras, la representación supone una relación social donde existe un dominante que actúa en nombre de un dominado, a lo que hay que sumar desde fechas relativamente cercanas el hecho de que el representado puede controlar al representante a través de elecciones periódicas. Igualmente hay que contar con que el representante ha de cumplir, como cualquier otro ciudadano, con las leyes. Este aparato institucional que engloba, junto a otros aspectos relativos a la redistribución de la renta, el pluralismo político, elecciones libres, la primacía y universalidad de las leyes, la defensa de los propios intereses a través de representantes y la división de poderes, es el que está contenido en la expresión "Estado social y democrático de derecho" (García Cotarelo, 1981).

Representar significa presentar algo de nuevo o presentar algo que está ausente. Algunos autores dan un paso más y situándose en un paradigma no por extendido menos cargado de ideología afirman, ignorando más que solventando el problema roussoniano de la delegación de la soberanía, que "Re-presentar, en su genuino y general sentido, significa dar presencia a algo que está ausente, convertir en entidad actuante a algo que por sí mismo es incapaz de actuar, dar realidad existencial a aquello que por sí mismo no puede realizar ciertos actos de existencia" (García Pelayo, 1971). Es decir, dan por correcta la idea enunciada por la burguesía de que la soberanía reside en la nación, algo sólo representable a través de la ficción parlamentaria. Siendo atentos con la vinculación que el lenguaje tiene con sus contextos particulares, nos vemos obligados a hacer algunas precisiones cuando se trata de referirse desde la politología a este concepto. Sartori propone diferenciar analíticamente tres diferentes perspectivas de la representación: una jurídica, otra sociológica y otra política (Sartori, 1968).

La representación jurídica centra su razón de ser en una idea moderna de mandato: el representante es aquél cuyos actos son imputables a la comunidad que vive bajo la jurisdicción efectiva de ese representante, esto es, a la comunidad que, representada y en virtud de esa representación obecede las órdenes emanadas de quien le representanta. Según esta concepción la representación cesa cuando se interrumpe la obediencia a los mandatos emanados de la autoridad, mientras que para existir le basta que esa obediencia se efectúe. Es el concepto de representación que asumen los autores que creen que la idea central de la política es el poder (Maquiavelo, Hobbes, Weber, Gramsci, Schmitt, Voegelin entre otros). La gran ventaja que presenta esta concepción está en que permite dejar siempre a la vista la idea de que el poder no deja de serlo, incluso en democracia, pese a estar oculto tras los velos de la representación sociológica o la política.

La representación sociológica hace referencia a la idea de identidad. El representante es aquél en el cual el representado se ve reflejado como en un espejo. El representante pasa a ser un igual o alguien que va a defender los intereses del votante por pertenecer a la misma clase social, al mismo territorio o practicar una ideología similar. Frente a la representación jurídica aquí aparece ya una idea de consentimiento frente a la desnuda concepción de la representación jurídica donde la condescendencia no deja de ser un rasgo subsidiario respecto del hecho central de la obediencia. Es el paso en Weber de la idea de poder (Macht) a la idea de dominación (Herrschaft) que presupone un beneplácito más allá de la posibilidad del poderoso de imponer la propia voluntad al margen de la voluntad del sometido.

La representación política está emparentada con la idea de control y de responsabilidad del representante. El representante lo es porque se somete a la fiscalización de sus representados. El elegido debe actuar con responsabilidad respecto de las exigencias de la ciudadanía que lo sostiene, debiendo lograr que se cumplan las exigencias normativas de esa sociedad, de manera que si no son satisfechas le será retirada la confianza. En nuestros sistemas políticos esa retirada de confianza sólo es posible, de no mediar delito, en las siguientes elecciones, lo que no deja de afectar a la idea de que el pueblo, merced a su carácter soberano, es el que siempre decide en democracia. La representación política suele ser entendida por muchos autores como el único tipo de representación, ya que incorpora el elemento de control liberal basado en las elecciones (Pitkin, 1986). Los defensores de este punto de vista llegan incluso a afirmar, incurriendo en una clara inconsistencia, que la representación nace con la Revolución Francesa -o cuando se postula la idea de soberanía nacional-, obviando, cuando no ocultando, que con la citada revolución lo que surge es un tipo determinado de representación que, al tiempo que sirve a los intereses de la burguesía emergente, difícilmente permite equiparaciones con concepciones anteriores de la democracia más acordes con la idea de mandato popular.


II. Los actuales sistema representativos occidentales encierran una mezcla de estos tres elementos: existe representación jurídica porque los mandatos que emanan del Parlamento, del Gobierno y de la administración son de obligado cumplimiento para los ciudadanos; existe representación sociológica porque existe la oportunidad de apoyar a aquél representante con el que se estime que se tiene una identidad, al tiempo que la universalidad de las leyes equipara a todos los ciudadanos; y existe representación política porque el sistema de elecciones permite, de no encontrar satisfacción de las expectativas que inclinaron el voto, retirar en un plazo fijado la confianza defraudada. El consentimiento que otorgan los ciudadanos merced a la existencia de una representación sociológica y política lleva a consentir con la representación jurídica, esto es, lleva a la obediencia voluntaria de los mandatos del poder (el desnudo ejercicio del poder genera sistemas potencialmente inestables). Pero no hay que olvidar que la rutinización de los procedimientos en las sociedades complejas -electorales, legislativos o judiciales- lleva a una ocultación de los contenidos para cuya satisfacción fueron creados los procedimientos, de manera que el consentimiento, en sociedades atomizadas y despolitizadas, lejos de ser una variable consciente que conduce necesariamente a la legitimidad de ese sistema se torna en una lealtad apática y mecánica puntualmente reforzada con la amenaza o el ejercicio de la coacción (Luhmann, 1968). Cuando desaparece la idea de un único representante de la totalidad -el rey- y de unos representantes mandatados por el pueblo para defender ante el monarca intereses concretos -aquellos que portaban específicos mandatos imperativos de su comunidad o asociación a exponer al soberano-, siendo sustituidos primero por la representación parlamentaria y, después, por la intermediación de los partidos, puede darse por quebrado el marco tradicional de la representación. Equiparar democracia representativa con democracia no será, por tanto, sino un oportuno ejercicio de pragmatismo político (democracia y parlamentarismo no son sinónimos) y un arriesgado intento de justificación ideológica (Kelsen, 1974).


III. El actual funcionamiento de la representación no es comprensible sin atender al desarrollo que esta figura ha experimentado en occidente. Este desarrollo en buena medida aún se mantiene, especialmente en lo que se refiere al cumplimiento desde el poder con los requisitos culturales que permiten a cada sociedad dotarse de una cierta idea de trascendencia, si bien en la actualidad estas formas son más impenetrables. Fue Hobbes quien expresó la idea de que es el soberano el encargado de articular las diferentes partes para constituir una sociedad política ("A multitude of men, are made one person, when they are by one man, or one persone, represented...") (Hobbes, 1940). Según Hobbes, corresponde al monarca, aunque deja abierta otras posibilidades, hacer de la multiplicidad social una persona política que disponga a la nación en posición para actuar en el marco histórico. El cuerpo social existe si y sólo si existe quien, al sumar sus partes, lo represente. El rey es la fuente y principio de la unidad, la garantía de la pertenencia común de ese grupo, el cemento que da sentido a la sociedad como tal (como en el juego de ajedrez, la partida se organiza en torno a bandos que encuentran su razón de ser gracias a los reyes; el fin del monarca es el fin de las fuerzas que encontraban en la figura regia su motivación, su orden y su existencia como grupo). La fuerza para lograr esa suma de las partes y su representación como conjunto la obtenía el monarca principalmente de su carácter divino (sin olvidar sus recursos militares), de manera que al tiempo que sumaba ciudadanos al actuar como espejo donde pudieran reflejarse los individuos, confería una idea de trascendencia a la comunidad que salvaba el gran escollo de la inevitable muerte gracias a una promesa de permanecia indirecta (la que otorga la descendecia o la simple supervivencia de la propia nación). El monarca, al garantizar la continuidad social, otorgaba respuestas más allá de la vida conocida, haciendo al grupo portador de un destino histórico de difícil renuncia. Difícilmente los miembros de una comunidad pueden representarse siquiera como ejercicio intelectual, especialmente cuando tienen existencia histórica, la desaparición como tal de su comunidad diferenciada (Voegelin, 1968). Las Numancias optan por la autoinmolación y la desaparición física antes que renunciar a la idea de trascendencia que descansa en la lengua, las costumbres y tradiciones, la religión asentada en ese territorio y la administración de ese patrimonio común complejo por parte de sus conciudadanos. Al problema humano por excelencia -la supervivencia- no le basta con la solución que otorga el evitar ser muerto por mano ajena (construcción del Leviatán), sino que precisa de explicaciones colectivas que den también sentido a la inexorable realidad de la finitud de la existencia y actúen como cemento social pese al hecho terrible de la muerte (recurso a cualesquiera tipos de trascendencia, bien religiosos, bien en forma de religiones civiles o construcciones jurídicas normativas).

En este marco, la nación como un todo era representada por el soberano, mientras que los intereses particulares eran gestionados, siempre a través del mandato imperativo y a través de instrumentos concretos (por ejemplo, los cahier de doléances), portados por representantes mandatados por sus comunidades o gremios. El ascenso de la burgesía como clase implicó la apertura de una pugna entre parlamentos y monarcas, abriéndose a finales del siglo XVIII una complicada polémica donde había que conjugarse teóricamente la unidad que simbolizaba el monarca -al fin y al cabo una única persona- con el interés del parlamento -ámbito de las particularidades compuesto por diferentes individuos- a la hora de ocupar la representación de la comunidad. La configuración del parlamento como lugar de encuentro de individualidades con intereses particulares chocaba con la necesaria idea de la unidad de la nación; por el contrario, esa misma unidad simbolizada en el monarca chocaba con la independencia política respecto del antiguo régimen que se pretendía desde los intereses burgueses. Las respuestas más conocidas a este dilema son tres, según la representación corresponda a uno (rey u otro tipo de entidad homogenea por esencia), a todos (generalización que implica la imposibilidad de la representación y establece el ámbito de la identidad ciudadana) o a varios (parlamentos representativos) (Baker, 1987): (1) al margen de las tradiciones legitimistas que insistían en la reivindicación de las pretensiones monárquicas destaca la de los defensores de la teoría social de la representación (Mirabeau, Le Trosne`s y Condorcet), quienes establecieron que la unidad que debía ser representada era la sociedad, entendida como la libre asociación de individuos comprometidos con el bien social merced a su condición de propietarios (interés global que se superpondría a cualquier particularismo); (2) es Rousseau quien establece que ni los representantes ni el soberano son los depositarios de la unidad, correspondiento ésta a la voluntad general compuesta por la voluntaria y consciente suma de partes claramente diferenciadas que no puede ser, como soberana, ni representada ni alienada; (3) la representación revolucionaria de Sieyès, quien basándose en la idea de división social del trabajo de Adam Smith y estableciendo la idea de nación como la depositaria única de la voluntad común establece la necesidad de que los representantes lo sean de la nación entera, significando la suma de los representantes la única expresión posible de la comunidad nacional (y desapareciendo de esa manera tanto la idea de mandato imperativo propia de "oscuras" etapas anteriores como los sueños roussonianos de una democracia directa). El pueblo estaba representado en el Parlamento, y la unidad de ese cuerpo dotaba de existencia a la nación -por otro lado carente de entidad física definible-, logrando un sujeto unitario que pudiera suplir la figura del rey en su papel articulador/representante de la comunidad. La Constitución francesa de 1791 sancionaría esta idea al referir que los diputados lo eran de la nación entera y no de la circunscripción en la que fueron elegidos (es el contenido del famoso discurso de Burke a sus electores de Bristol) (Burke, 1942). La separación de la representación del monarca, ligada a una idea religiosa -moral por tanto-, certificaba la lenta agonía de la idea de Dios, al tiempo que separaba la producción y sanción legislativa de un claro referente ético. El weberiano proceso de desencantamiento, traducido tanto en la difuminación de la idea de trascendencia como en la desaparición de la existencia de mandatos populares que obraban como una forma de ecumenismo, se dejaba ver en el ámbito representativo justo en el momento en el que una clase social definida por el lugar que ocupaba en la escala productiva se arrogaba el derecho de representar a una nación que sólo existiría cuando algunos miembros de esa clase se reunieran en asamblea.


IV. La obra de Sieyès y, posteriormente, de Benjamin Constant, señalan las características principales de la representación burguesa que se han traspasado al momento posterior definido como Estado de partidos (Garrorena, 1989). La ya apuntada idea de la especialización del trabajo lleva a Sieyès a plantear -recordando aspectos existentes en Platón- que si un especialista es aquél que logra mejores rendimientos gracias a la mayor destreza y sabiduría concreta que otorga la división del trabajo, no otra cosa ha de acontencer para los asuntos de la política, de manera que el representante, como especialista, será la persona idonea para desarrollar tales labores encaminadas al bien de la nación. Por parte de Constant, una argumentación paralela habría de incidir en la misma dirección inhibidora de la ciudadanía. Estableciendo que frente a la libertad de los antiguos, que tenía lugar en el ágora y en otros lugares públicos, estaba la libertad de los modernos, ahora desarrollada en los espacios privados de la familia y los negocios, la gestión de los asuntos del común debía ser entregada a la gestión de representantes con tiempo, posibilidades y voluntad (Constant, 1989). La idea de mandato nacional, esto es, universal (válido para cualesquiera asuntos), libre (no imperativo) y no responsable (sólo reclamable en forma de no elección en los siguientes comicios) se asentaba en toda su fortaleza. Respecto del antiguo régimen permitía establecer de alguna forma una idea de consentimiento ciudadano plural (aunque recordemos que el sufragio era censitario y masculino hasta entrado el siglo XX), pero al tiempo hacía de la representación una cuestión ideológica que quebraba su idea original y renunciaba a la educación democrática de un pueblo que no se configuraba como sujeto de su propio destino.


V. La irrupción de la clase obrera en la arena política a través de los partidos de masas dio un nuevo impulso a la idea de representación política. El sufragio universal (frente al sufragio censitario donde sólo participaba la burguesía) y la organización sobre la exclusiva intermediación de los partidos (trasladando del diputado al partido la máxima responsabilidad política) quebraba los fundamentos teóricos de la representación liberal pero insistía en sus aspectos escasamente participativos. El Parlamento perdía su función de discusión pública en busca de la mejor de las alternativas y se transformaba en mero altavoz de decisiones tomadas fuera de su espacio; los partidos venían a ocupar el lugar de los diputados, correspondiéndoles la elaboración de listas y las decisiones últimas acerca de cuestiones que, en la teoría liberal, descansaban en la voluntad popular; el sufragio universal hacía de cada votante una insignificante fracción del logro de cada escaño, alejando la representación de la ciudadanía. La posterior racionalización del Parlamento -que buscaba la formación de gobiernos estables- terminó de alejar la idea de participación del funcionamiento político, permaneciendo, frente a otros logros -por ejemplo los que se engloban en el avance de los derechos ciudadanos, especialmente los derechos sociales- la idea de la inhibición postelectoral como una de las claves del funcionamiento político de la actual democracia representativa. De esta manera, la democracia parlamentaria, ideológicamente equiparada a la democracia, limita la participación a la emisión del voto, quedando la ciudadanía al margen de decisiones relevantes tales como la elaboración de programas electorales y su posterior control, la configuración de listas, el control del gobierno y de los diputados, las orientaciones económicas o el funcionamiento de la administración, y siempre sin contar otras cuestiones que, desencadenadas por los desarrollos propios de las sociedades capitalistas complejas, llevan a la toma de determinadas decisiones por parte de los representantes que no constan en los programas con los que se presentan a las elecciones y que no son consultadas pese a afectar sobremanera a los ciudadanos (asunción de normativas supranacionales, participación en guerras, amnistías políticas o fiscales, etc.). Esta equiparación acrítica entre democracia y parlamentarismo, ya denunciada a comienzos de siglo por autores comprometidos con el régimen parlamentario (Kelsen, Leibholz), dejaba impotente a la teoría para explicar las zonas oscuras del sistema y es uno de los elementos de explicación del deterioro de lo político que experimenta la ciudadanía occidental a finales del siglo XX.


VI. La representación política es una de las formas de solución del problema del orden social desarrolladas desde el subsistema político. Detrás de la organización de la sociedad suele haber individuos o grupos que se benefician más que otros de vivir en comunidad. Hay una relación directa entre el poder económico, el poder político y el poder real en la sociedad. El ejercicio desnudo del poder, como se ha apuntado, no crea sino sociedades lábiles siempre amenazadas por la potencial inestabilidad (la generada por el conflicto social generado por grupos que exigen para sí la participación actualizada en los beneficios sociales). De ahí que todo poder intente construir las posibilidades de algún consentimiento que vaya más allá de la amenaza de la coacción física. La minoría más beneficiada precisa de una estrategia "consistente" cuyo fin sea conseguir que sus intereses aparezcan a ojos de la mayoría como propios y, de ahí, defendibles por el grueso de la población (Lechner, 1981). En este sentido, la representación aparece como la forma más elaborada de ocultar que existe el poder. Si el poder se presentase como el rey del cuento, vestido con unos ropajes inexistentes de manera que se mostrase desnudo, cualquier niño -cualquier ciudadano no consciente de la relación de poder- se daría cuenta de su esencia, le señalaría con el dedo y le interrogaría acerca de su situación privilegiada (el ritual es una característica necesaria de un poder que no puede permitirse hacerse visible. Cuanto mayor es la falta de diálogo acerca de la esencia del poder mayor es el ritual ocultador tras el que se esconde). El poder desnudo no tiene otra coartada más allá de pactar con los representados las razones transparentes para ser poder. El poder desnudo humaniza al poderoso al igualarlo a su desnudo pueblo, despojado de caros ropajes, pelucas, afeites y cosméticos, carruajes, palacios y protocolo, secretos de corte y pecados supuestamente necesarios (razón de Estado) pero inconfesables (desconfianza hacia la ciudadanía). El poder, situado en sus verdaderos términos (desnudándolo), ayuda a democratizar la vida social. Cuando la cabeza del monarca es sustituida por la cabeza del Parlamento y, después, por la cabeza del Ejecutivo, si bien permanece vágamente la idea simbólica de trascendencia que posiciona de partida a la ciudadanía a favor del orden (es parte de la petición weberiana de una ética de la responsabilidad frente a una ética de las convicciones), surge una nueva realidad: la transmisión de información vuelve al público más exigente y le lleva a reclamar mayor consideración de los gobernantes hacia los gobernados (representaciones política y sociológica). El consenso sobre procedimientos (y no sobre verdades absolutas definidas por minorías) trae consigo la necesidad de transformar a la "opinión pública" en una "opinión convencida". Para alcanzar ese punto hay tres posibilidades: (1) solucionar las desigualdades que expresan el conflicto social (solución democratica)-; (2) reprimir a aquellos que expresan el conflicto social (solución reaccionaria); (3) buscar fórmulas para enmascara el conflicto o institucionalizarlo, de manera que, sin solucionarlo, se desactive (solución liberal). De las tres posibilidades, en las democracias occidentales han funcionado básicamente la primera y la tercera (es lo que permite hablar de cierta idea de progreso en occidente), siempre tras intentos de imponer soluciones a través de la segunda (la idea de progreso puede dar marcha atrás en determinados contextos históricos). Un tipo atemperado de solución al conflicto es el núcleo de la construcción del Estado del bienestar redistributivo. La formulación de las Constituciones sociales -Querétaro en México (1911) y Weimar en Alemania (1919)- intentaban dar respuesta a la posibilidad de una "bolchevización" de zonas tradicionalmente afines al capitalismo. Esa línea se consolida tras la Segunda Guerra Mundial e inicia la edad de oro del Estado del bienestar y de la socialdemocracia, ambos siempre apoyados indirectamente por el "peligro" de un comunismo que aún funcionaba como un ideal supuestamente hecho realidad en la URSS. La solución tercera es, paralela a la anterior en el tiempo, aquella que logra desmotivar o moderar la pretensión igualitaria en el terreno económico al conseguirla en el terreno político (un hombre, un voto). En esta labor tienen el apoyo de las nuevas técnicas de conformación de la voluntad popular. Son los medios de información de masas, transformados en "medios de formación de masas", los encargados de dinamitar la democracia en su núcleo: la libre configuración de la opinión en igualdad de condiciones. La democracia representantiva encierra un contenido democrático indudable y, sin duda, históricamente positivo (es una de las exigencias ligadas a cualquier sociedad avanzada y una petición de principio allí donde no se permite su existencia). Pero desvirtúa ese momento inicial igualitario con un exceso de ideología que, anegada tras muchos velos, oculta la realidad de una sociedad desigual: "La representación es un modo de gobierno aplicado a las sociedades que se caracterizan por alguna forma de ruptura o división fundamental. Se adoptan mecanismos representativos para manejar tales divergencias" (Pizzorno, 1995).


VII. La desaparición de las fracturas sociales -algo que iría más allá de la fractura de clase y que tendría que contar con la existencia de entidades estatales que engloban realidades nacionales plurales que conviven en difíciles equilibrios- haría de la representación lo que Marx pretendía para la figura del Estado, esto es, un instrumento para la administración de las cosas y no para la explotación de las personas. Las sociedades occidentales, donde la comunicación se ha transformado en una realidad difícilmente manejable pero decisiva a la hora de conformar la voluntad popular, presentan grandes dificultades para democratizar la formación de una opinión pública creada sobre supuestos de igualdad. Si la publicidad era una de las llaves maestras de la construcción liberal democrática, podemos afirmar que la propiedad privada y el uso privado de los medios de comunicación evitan, por la opacidad que crean, que pueda hablarse de democracia en los actuales sistemas representativos. La impenetrabilidad añadida por el desarrollo audiovisual en unas sociedades que participan en la política sólo en los términos marcados por el esquema liberal cierran un marco donde si bien puede afirmarse que existen las posibilidades formales para construir sociedades progresivamente más democráticas puede igualmente constatarse que esa formalidad, aun siendo necesaria, no es garantía para que ese desarrollo se traduzca en un aumento visible de los contenidos normativos englobados en la idea de Estado social y democrático de derecho y, mucho menos, para que esos desarrollos se transformen en un derecho mundial y no exclusivamente territorial adscrito a reducidas zonas del planeta. Por tanto, una vez superado el marco excluyente donde la petición de una mayor democracia real suponía la negación de la democracia formal, corresponde al nuevo impulso democratizador insistir en hacer de la representación un mecanismo subsidiario -no inexistente- del compromiso ciudadano con todos los contenidos de su vida social, de manera que se recupere el contenido conflictivo que, pese a su ocultamiento, siempre esconde toda relación de poder en cualesquiera de los ámbitos de lo social.


BIBLIOGRAFIA

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Obras Generales:

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