Román Reyes (Dir): Diccionario Crítico de Ciencias Sociales

Comunidad científica 
 
Cristóbal Torres Albero
Universidad Autónoma de Madrid

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 A partir del episodio denominado como la Revolución Científica (S. XVI-XVII) el quehacer científico comienza a dejar de constituir una tarea de personas aisladas al ocasional servicio de mecenas interesados en tales menesteres, y comienza a configurarse como una profesión socialmente diferenciada y como una actividad organizada institucionalmente.

 Aun cuando existe una recurrente discusión respecto de si en ese movimiento histórico de configuración de la actividad científica en una institución social primaron los factores estrictamente "internos" ligados al corpus cognitivo de la ciencia (como la introducción del método experimental o la relevancia que adquirieron las matemáticas) o, por el contrario, destacaron más las variables "externas" referidas al marco socio-económico y político en el que la Revolución Científica se produjo, es notorio que cualesquiera que fuesen las causas y/o su secuencia, la resultante fue la constitución de un estable movimiento social orientado, como cuestión de rutina, a la producción y distribución de conocimiento sobre la realidad físico-natural, y posteriormente sobre la denominada realidad social.

 La ciencia, como actividad organizada, se ha conformado y singularizado frente a otras instituciones sociales mediante dos rasgos principales: el establecimiento de un sistema público y formal de comunicaciones, y la constitución de una variada serie de mecanismos para controlar tanto la calidad (empírica y lógica) de las informaciones suministradas como el acceso a la condición de plena ciudadanía en el sistema social que ha generado la ciencia.

 A la estructura organizativa que en torno a su específico quehacer formaron los científicos, tradicionalmente se le ha denominado como Comunidad Científica. Con este término, popularizado a partir del fin de la 2ª Guerra Mundial por filósofos y sociólogos, se hace referencia a que los científicos organizan sus actividades a partir de la sustentación y reforzamiento de valores morales cuyo único origen y fin es la generación y extensión del conocimiento sobre la realidad. Conocimiento que obtiene el marchamo de autenticidad, es decir que puede etiquetarse como científico, tan sólo cuando así lo considere la propia estructura de científicos constituida en torno al problema debatido.

 Pero bajo el término genérico de Comunidad Científica, en realidad, existen diversas formas organizativas mediante las cuales la red de científicos se articula y se singulariza. En el nivel más amplio se encuentran las denominadas disciplinas, surgidas en el momento (S. XIX) en el que las actividades científicas colonizaron las universidades. Así campos tales como la física, la medicina o las matemáticas formaron el primer nivel de diferenciación interna del quehacer científico dado que disponían de un corpus de conocimiento y de unas técnicas de investigación específicas, acotaron un nicho académico propio, y en definitiva pudieron establecer un amplio repertorio de medidas cuyo fin era obtener un espacio de investigación y de reclutamiento perfectamente desarrollado y diferenciado.

 Sin embargo, a partir de la saturación social de las disciplinas (crecimiento del número de investigadores, dispersión geográfica, etc.) y de la creciente dificultad y profundidad de los problemas sustantivos y metodológicos que en ellas se planteaban, comenzaron a crearse las denominadas especialidades que en el plano social presentan la mayor parte de los rasgos singularizadores de las disciplinas, si bien (y ahí radica su especificidad) en el nivel cognitivo aparecen como campos surgidos o bien del cruce de dos o más disciplinas, o bien de subdivisiones de las propias disciplinas. Existe un alto consenso en que especialidades tales como la bioquímica, la astrofísica, o la psicología social constituyen campos cruciales para la actividad científica aun cuando organizativamente se encuentren en un nivel inferior al de las disciplinas.

 Con todo, la investigación científica se materializa especialmente en la tercera forma en la que cristaliza la institución social de los científicos. Se trata de las denominadas como áreas de problemas que constituyen la materia prima sobre la que se levantan las respectivas especialidades o disciplinas. Su aparición se produce a partir de fenómenos como las observaciones inesperadas, la percepción de que un problema no ha sido resuelto o el desarrollo de técnicas inusuales. Sus rasgos primordiales se encuentran en el alto grado de especialización, la crucialidad de las comunicaciones informales, así como en el reducido número de investigadores que las integran.

 Una de las características más notorias de las áreas de problemas es que su número varia con el transcurso del tiempo y los avatares de la investigación, de tal manera que las distintas disciplinas y especialidades se componen en cada momento de un número variable de estas áreas. Por esto mismo se da el caso que bajo determinadas circunstancias (amplitud de los problemas para la investigación, carreras académicas bloqueadas, etc.), las áreas de problemas pueden llegar a convertirse en nuevas especialidades, o incluso disciplinas, desgajándose social y cognitivamente de las unidades organizativas a las que se encontraban vinculadas (ejemplos clásicos lo constituyen la bacteriología, la psicología o, más recientemente, la radioastronomía).

 Con independencia del nivel organizativo en el que cristalizan las Comunidades Científicas, en todas ellas es posible aplicar el par conceptual valores morales vs. valores utilitarios para dar cuenta de su estabilidad y funcionamiento. En efecto, por un lado se encuentran las iniciales tesis de los filósofos neopositivistas y de inspiración popperiana, y de los sociólogos de la escuela de Columbia capitaneados por R.K. Merton que abogan por la tesis de que la vida científica se halla presidida en sus distintos niveles por profundos valores de compromiso moral con la búsqueda de la verdad (como los denominados CUDEOS, es decir, Comunalismo, Universalismo, Desinterés y Escepticismo Organizado), y que a lo sumo se ha desarrollado un sistema de intercambio basado en el principio de transmisión de información relevante a cambio de otorgar el reconocimiento de tal hecho al autor de la emisión. Mecanismo que por otro lado, sirve principalmente para reforzar la plena vigencia de estos valores morales.

 Frente a esta posición, la nueva sociología del conocimiento científico surgida a partir de los años setenta en los centros universitarios europeos (especialmente en Gran Bretaña), mantiene la tesis de que el sistema de intercambio es un mecanismo que permite entender la vida científica bajo el prisma de los valores utilitarios dado que los científicos en todo momento tratan de maximizar los recursos y las oportunidades para generar, acumular y aumentar su capital simbólico, es decir, el reconocimiento por parte de los colegas de que han conseguido obtener un relevante grado de credibilidad a través de su trabajo. De esta manera, los procesos de intercambio en la ciencia (unánimemente reconocidos como un mecanismo de comunicación, de recompensas y también de control social) no serían tanto un sistema para fortalecer los valores morales sino, más bien, una fuente de generación de intereses.

 Aun cuando la polémica valores morales vs. valores utilitarios para dar cuenta de la estabilidad y funcionamiento de las Comunidades Científicas no puede resolverse teóricamente, sino solamente desde investigaciones empíricas sistemáticas, diversos estudios muestran que en la vida cotidiana científica contemporánea priman los parámetros utilitarios frente a los morales. Bajo este supuesto es necesario afirmar que, de acuerdo a la tradicional acepción que Tönnies dio a la dicotomía de Comunidad vs. Sociedad, el concepto de Comunidad Científica no siempre es el que mejor puede describir las diversas formas en que cristaliza la organización de la vida científica.

 Cuando la voluntad unitaria o los valores morales comprometidos con la investigación científica predominen, tal vez en la ciencia contemporánea en las menos ocasiones, el término de Comunidad Científica puede ser el idóneo para designar los distintos niveles en el que se plasma el quehacer científico. Sin embargo, cuando los intereses utilitarios, la acción instrumental, la conducta táctica y el cálculo racional sean más abundantes que sus opuestas, la denominación más correcta para calificar a las disciplinas, las especialidades o las áreas de problemas (al menos desde el prisma de la sociología) será la de Sociedad Científica.

 Por consiguiente, sólo los estudios empíricos pueden dilucidar en cada supuesto concreto la utilización de uno u otro de los términos del binomio conceptual elaborado por la teoría sociológica clásica, y mientras tanto, la cautela conceptual debe imponerse en la identificación de la forma en que se materializa, en cada caso, la organización social y cognitiva de la ciencia.


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