Sector
energético y “opas”
¿Qué está pasando
en el sector de la energía? El Real Decreto del gobierno español
destinado a incrementar las competencias de la Comisión Nacional de la
Energía está explícitamente destinado a asegurarse que la eventual
entrada de capital alemán no suponga una merma en los servicios a los
ciudadanos (como la mejora de redes o el abastecimiento de lugares no
rentables). El español no es el único gobierno de la UE que resiste al
ultraliberalismo de la Comisión Europea: también lo están haciendo, en
el campo energético, Francia, Alemania, Italia, Grecia, Portugal y
Austria, que se resisten a “soltar” el control de la producción y
distribución de electricidad y gas y toman cautelas para evitar que
caigan en manos extranjeras, lo cual frena la presión de la Comisión
Europea hacia la mayor liberalización y privatización. En todos los
países mencionados no sólo se protege el capital nacional, sino la
presencia de capital público en las empresas. El ultraliberalismo
encuentra, pues, resistencia hasta en muchos gobiernos, lo cual es una
buena noticia.
Desde algunos
gobiernos se habla ahora de “patriotismo económico”, como ha hecho el
primer ministro francés Dominique de Villepin, diciendo que “no es
proteccionismo, sino una herramienta de cohesión social y condición de
una inserción exitosa en la globalización” (para justificar el veto de
su gobierno a la absorción de la francesa Danone por la norteamericana
Pepsico).
Pero la situación
es confusa. Volviendo al sector energético, el mismo Villepin, por
ejemplo, anunció el 24 de octubre de 2005 para una fecha próxima la
“privatización parcial” de la empresa estatal francesa de electricidad
EDF, provocando la reacción de los tres grandes sindicatos, que preparan
movilizaciones. El primer ministro, consciente de la resistencia
sindical y política y del amplio apego popular a los servicios públicos
entre la población francesa, aseguró que el estado conservará el 85% del
capital, argumentándolo así: “En un sector en que la visión a largo
plazo es esencial, quiero que el Estado pueda guiar las decisiones [bajo
el criterio del] interés general”. En la prevista fusión de Gaz de
France con Suez se prevé la privatización con una participación estatal
del 34% del capital, que es una minoría de bloqueo para impedir futuras
opas de empresas extranjeras. Aquí el “interés nacional” (decir
“general” tal vez es demasiado) se defiende con más timidez, pero se
defiende. Francia y Alemania no han completado la privatización de
sectores estratégicos, como la energía y las telecomunicaciones, hasta
el punto que algunos analistas se inquietan del supuesto rebrote de
proteccionismo (hay quien habla de “neoproteccionismo”) y de
nacionalismo que frenaría la integración europea.
Estos vaivenes
entre las presiones privatizadoras de las instancias ejecutivas europeas
y los intereses “nacionales” de los gobiernos tienen gran interés para
la izquierda, puesto que revelan las dificultades de las privatizaciones
de sectores tan sensibles como el energético. La izquierda debería
intervenir en el debate con una defensa clara de la intervención pública
y de la provisión de energía como servicio público fundamental. Es lo
que de algún modo está haciendo la izquierda francesa, en un país donde
la defensa de los servicios públicos es muy popular entre la población.
(La noción de servicio público se traduce en cuestiones muy concretas,
como la mencionada del abastecimiento de lugares no rentables o como la
siguiente: en el reciente “contrato de servicio público” entre EDF y el
Estado francés se establece, entre otras cosas, que la compañía durante
el invierno no podrá interrumpir el suministro a los hogares sin medios
económicos aunque éstos no puedan pagar sus facturas. En otras palabras,
se sustrae el fluido eléctrico a la lógica del mercado en ciertas
circunstancias para garantizar que la empresa funcione según la lógica
de un servicio público, redistributivo, accesible a toda la
ciudadanía.)
No tiene sentido
que un sector tan fundamental no sólo para la economía, sino para toda
la vida social y para todas las actividades de las personas, esté
sujeto, aunque sea limitadamente, a los azares del mercado. No tiene
sentido que en un momento histórico en que el ahorro energético es un
imperativo insoslayable, la energía sea un negocio (lo cual empuja a que
las empresas, que quieren vender más, no tengan ningún interés activo en
el ahorro). Tampoco tiene sentido que los gobiernos renuncien a
instrumentos de intervención estratégicos de cara a la transición
energética hacia la era post-petróleo, que puede tardar más o menos,
pero llegará ineluctablemente.
En este contexto la
pajarraca —una más— montada por el PP en torno a la opa de Gas Natural
sobre Endesa resulta ridícula y patética, pero reveladora de la extrema
miseria a la que este partido está llevando a la vida política española,
impidiendo que se discutan los asuntos realmente importantes.
[Joaquim Sempere]
Las caricaturas de
Mahoma
Con el asunto de
las famosas caricaturas del Jyllands-Posten parece que no está
bien visto sostener que fueron provocativas y que no debieron haberse
publicado. “¡Esto es ceder al chantaje terrorista, es el principio del
fin de nuestra libertad de expresión!”, proclaman los guardianes de la
corrección política. Pero en las semanas que han seguido al escándalo,
en el fragor de la vociferación fanática en las calles de muchos países
donde viven musulmanes, la prensa ha publicado casos múltiples de
restricción de la libertad: en casos concretos en que unos u otros,
periodistas o directores de periódicos, jueces o políticos, han aceptado
o se han autoimpuesto restricciones relativas a temas “sensibles” cuando
se podían herir sensibilidades religiosas (cristianas o judías), atentar
en exceso contra la intimidad de las personas o —por tomar un caso que
afecta muy de lleno a la política española— dejar en mal lugar la figura
del rey de España. Primera observación, pues: conviene no rasgarse
hipócritamente las vestiduras.
Tal vez los
responsables del periódico danés no pensaron que sus caricaturas
tendrían efectos tan considerables. Me cuesta creer, en cambio, que
ignoraran los efectos locales, pues en Dinamarca hay una población
musulmana. ¿Hubo provocación hacia esa comunidad? Hay razones para
pensar que sí: el periódico es de derechas con precedentes xenófobos. En
Europa, y no sólo en Dinamarca, hay gentes dispuestas a atizar el odio
al extranjero, y sobre todo si es musulmán. Un procedimiento eficaz para
lograrlo es dar motivos para que los musulmanes más convencidos o más
fanáticos reaccionen, y mejor si lo hacen de maneras extemporáneas. Así
queda en evidencia que islam es sinónimo de fanatismo e intolerancia,
que es incompatible con nuestros valores y que, por lo tanto, su
presencia en Europa es un quiste maligno que hay que
extirpar.
Cuesta más pensar
que el periódico danés previera que la onda de choque llegaría hasta
Indonesia y encendería todo el mundo islámico. En todo caso, lo que
cuenta son los efectos reales, no sólo las intenciones. La hostilidad
hacia Occidente que existe entre muchos musulmanes es un dato, que
algunos occidentales se empeñan en atribuir al rechazo por esos
musulmanes de valores humanistas cruciales de Occidente. Prefieren
ignorar que llevamos más de un siglo y medio de historia de
desencuentros debidos sobre todo a las intromisiones abusivas,
colonialistas, violentas y prepotentes de gobiernos occidentales.
Podemos remontarnos a 1841, cuando la Gran Bretaña frustró la
experiencia modernizadora (escolarización, industrialización, etc.) de
Mehmet Alí en Egipto, iniciada en 1805, lanzando el sultanato turco
contra este gobernante para frustrar la naciente industria de la
hilatura mecánica egipcia, entonces superior a la italiana o española:
Egipto quedó reducida —tras un intento modernizador endógeno— a
proveedora de algodón en rama a la industria británica. De ahí en
adelante, Francia, Gran Bretaña, Italia y, luego, Estados Unidos, han
intervenido con conspiraciones, intervenciones militares, fijando las
fronteras con regla y compás tras la derrota del imperio turco en 1918,
poniendo y sacando gobernantes o corrompiéndoles, etc. Esos países,
desde Marruecos hasta Pakistán y Afganistán, se sienten humillados y
ofendidos. Las gotas que han colmado el vaso han sido Palestina e Iraq,
con su Abu Ghraib y su Guantánamo.
A los defensores de
la libertad de expresión en Occidente habría que recordarles que la
libertad de expresión en los países árabe-islámicos merece también ser
defendida. Allí está mucho más amenazada que entre nosotros. Nuestra
libertad de expresión se defiende también allí. En Argelia, Egipto,
Jordania, Arabia Saudí, Marruecos, Malasia e Indonesia han sido
reproducidas las caricaturas de Mahoma, y esto ha costado cierres de
ediciones, multas y encarcelamientos. Y no es la primera vez que la
prensa libre sufre persecución. En esos países existe una opinión
ilustrada, que lucha en condiciones muy difíciles —cuando no imposibles—
contra regímenes autoritarios y contra opiniones cada vez más hostiles
debido a la presión fanática de líderes y comunidades religiosas. El
episodio de las caricaturas es una pésima manera de apoyar los esfuerzos
aperturistas. Se añade a la suma de agresiones políticas, económicas y
simbólicas de las que son víctimas esas sociedades y que generan, como
autodefensa, unas reacciones identitarias basadas en la autoafirmación
religiosa que aprovechan los sectores más antimodernos para reforzar su
influencia sobre las masas.
¿Por qué hace 30
años no se hablaba de fundamentalismo islámico y ahora es un fenómeno
avasallador? ¿Cómo es posible que en Palestina haya ganado las
elecciones Hamás, cuando hace 30 años no había ni un solo partido
religioso influyente? No hay más explicación que la humillación
persistente, exacerbada por las situaciones de Palestina e Iraq. El
diagnóstico de Samuel Huntington sobre el “choque de civilizaciones” se
está convirtiendo en una profecía autocumplida. Provocar a unos
fanáticos es fácil. Pero es irresponsable olvidarse de quienes tratan de
liberarse de los fantasmas del pasado, de los Salman Rushdie y Naguib
Mahfuz y otros amenazados de muerte, de una Salima Ghezali, amenazada en
Argelia por integristas y militares del gobierno, de tantas mujeres
luchadoras y tantos y tantos educadores, periodistas, escritores, etc. a
los que cada provocación occidental pone más contra las cuerdas,
retrasando una evolución laicista y democratizante que germina en muchas
mentes. De hecho, nuestro interés político como europeos y como
demócratas debería centrarse en el desarrollo de esos gérmenes. Porque
un mundo árabe-musulmán desarrollado y democrático, libre de la presión
agresiva de Occidente, sería mejor garantía de paz y erradicación del
terrorismo que lo que existe hoy.
Finalmente: las
amenazas contra las libertades en Occidente no provienen principalmente
de fuera, sino de dentro. Véase la Patriot Act de EE.UU. y los intentos
de Blair y otros gobernantes europeos de restringir las libertades con
la coartada de luchar contra el terrorismo, que por otro lado fomentan
con sus políticas en Oriente Medio. [Joaquim Sempere]
Pequeña
Luna.
Crónica de febrero de 2006
Por las barbas del
Profeta
La tremenda
reacción suscitada entre los musulmanes de numerosos países por la
publicación de unas caricaturas de Mahoma por un periódico danés de
extrema derecha invita a la reflexión.
Diré, para empezar,
que nosotros, los laicos occidentales, no estamos tan lejos de ellos,
los musulmanes. Basta recordar, y es sólo un ejemplo entre millares, las
indignadas limitaciones a la libertad de expresión promovidas por
católicos de extrema derecha contra el film de Buñuel L’Âge
d’Or, que sólo se pudo proyectar ¡en Francia! casi treinta años
después de su realización. O la separación de sexos en las iglesias
españolas, donde además las mujeres debían cubrirse con un velo o
mantilla, nuestro modesto chador. O las tocas de las monjas:
nadie les exigía quitárselas en la universidad. Si nos sorprenden las
procesiones de flagelantes musulmanes, hay que recordar que las
flagelaciones sangrientas también formaban parte del ritual cristiano de
la Semana Santa en bastantes pueblos españoles. Que darse golpes en el
pecho ha sido también aquí una forma de expresión religiosa. El Islam,
como el cristianismo, es una religión internacional: es mayoritaria en
la nación árabe, una nación con numerosos estados, pero es también la
religión de poblaciones no árabes.
En los países con
mayorías religiosas musulmanas se usan las mismas tecnologías que aquí:
hay automóviles, tele, armas (fabricadas muchas veces aquí), internet.
No estamos pues tan
lejos. Pero es preciso examinar qué nos diferencia, qué nos
separa.
Hay un hecho
cultural importante: nosotros venimos de la Ilustración, del Siglo de
las Luces, que acantonó la religión (en España imperfectamente) en la
esfera de la privacidad personal. Nada parecido entre los
musulmanes.
E incluso en el
ámbito religioso católico, el menos interiorizado de los cristianismos,
el Concilio Vaticano II acabó con prácticas religiosas contra las que
había protestado ¡cuatro siglos atrás! Juan de la Cruz.
Nada de dimensiones
comparables hay en la religiosidad islámica. La base cultural del
fundamentalismo religioso está ahí. El Islam sigue siendo una
religiosidad particular de sociedades tradicionales en un mundo
emparentado tecnológicamente con el nuestro. Y, todo hay que
decirlo, en las sociedades tradicionales, que se están disolviendo
rápidamente al contacto con el capitalismo de la globalización, hay
espacio para la amistad, para las familias extensas, para la
solidaridad, para la risa y la fiesta, y no sólo capitidiminución de la
mujer, penas inhumanas y mutilaciones rituales; conviene recordar por
otra parte que el país más avanzado de la tierra es también el
país de la horca y la castración química, de la silla eléctrica, el
fusilamiento, la cámara de gas y la inyección letal. Barbarie hay en
todas partes. Y en todas partes hay que hacerla retroceder.
Emparentados, pues. Hay que poner atención en el
emparentamiento. Pues nuestros ordenadores personales proceden de
Occidente o de Extremo Oriente, pero no de los países islámicos. Al
igual que los automóviles. Y no vienen de ahí porque los países
islámicos no son atractivos para la inversión de capitales. No se
puede encontrar en ellos la mano de obra barata, prácticamente
esclavizada, que hace las delicias de los inversores. La cohesión
cultural de los países islámicos ahuyenta al capital extranjero, que
únicamente acude si tienen petróleo o gas bajo los pies, y sólo para
llevárselos.
El resultado es la
diáspora, la emigración. En Europa hay minorías árabes o islámicas
importantes en todas partes.
¿Qué pueden pensar
los musulmanes y más en general los árabes y otras poblaciones del trato
dispensado por los anglosajones a los pueblos palestino e iraquí? La
respuesta a las caricaturas de Mahoma está emparentada con la
reacción masiva de tantas poblaciones occidentales contra la guerra de
Iraq, que ha destrozado a la sociedad iraquí. Está emparentada con el
problema de la población palestina, a la que desde todas las
cancillerías occidentales se ha querido ver votar democráticamente, y
que cuando ha votado democráticamente ha producido una mayoría que los
poderosos de Occidente no quieren ni ver.
De modo que en vez
de hablar de la libertad de expresión a propósito de las caricaturas de
Mahoma más nos valdría hablar, en términos tradicionales, de la paja en
el ojo ajeno. Y tratar de tender la mano a las poblaciones islámicas con
humildad, sin la prepotencia del tolerante, sin pensar que todo
lo nuestro vale.
La cristalería
El caso del
establecimiento de cristalería ahora embargado al ex-preso etarra
Kandido Azpiazu, a quien no se le ocurrió mejor idea que instalar su
negocio en los bajos de la casa de la viuda de su víctima, a la que
además adeudaba una indemnización, es una muestra de lo lejos que está
el País Vasco de la paz y la reconciliación.
Y un caso que causa
una tristeza menor pero infinita. Porque ciertamente el asesino ha
sufrido por causa de sus propias acciones: los largos años de cárcel son
una pena aflictiva que le habrá causado un tremendo
sufrimiento, y ese tiempo perdido un sufrimiento de por vida. Recordemos
el crimen, pero también la pena. Y a la viuda no tenía por qué
añadírsele a su injusta y dolorosa viudedad la nueva herida del
inevitable encuentro cotidiano con el causante de su mal. A quien el
embargo puede privarle ahora, cumplida la pena, del medio de ganarse la
vida. En una palabra: todos salen perdiendo.
Y no es eso lo que
necesita el País Vasco. Necesita no sólo el final de la violencia, sino
la reconciliación. Cierto que ésta no podrá venir sino con el final del
inmundo terrorismo etarra, puro y simple chantaje de una minoría
políticamente delirante. Pero es necesario anticipar la paz y buscarla
para que ese final, si se produce, sea definitivo.
¿Qué podemos hacer?
La cultura y el simbolismo de los etarras (bastante de tebeo, a decir
verdad; precisamente de El Guerrero del Antifaz) augura un
peligro de división entre ellos que no facilitaría la paz. La sed de
venganza de algunas víctimas, que recuerda la obscenidad de esas
personas que en los EE.UU. se complacen en contemplar los asesinatos
legales, en nada contribuye a la reconciliación: más bien trata de
convertirnos a todos en rehenes de sus sentimientos comprensibles pero
obsesos. Es en cambio la generosidad de muchas víctimas y allegados de
las víctimas la que permitiría avanzar por el camino de la paz y de la
reconciliación. El camino que la izquierda española hizo transitable
para toda la sociedad tras la muerte de Franco.
La paz en Euskadi
necesita el impulso de actos concretos de reconciliación.
Técnica política y objetivos
políticos
Desde un punto de
vista técnico, hay que descubrirse ante la jugada política maestra de
Zapatero al acordar con Convergència el apoyo al proyecto paccionado del
Estatut catalán.
Zapatero alcanzó
varios objetivos políticos de una sola tacada: desembarrancar la
negociación de la ley; asegurarse un socio político eventual para esta
legislatura y/o la siguiente; remachar una cuña entre Convergència, la
derecha catalana, y el PP, la derecha del Parlamento español, reforzando
el aislamiento de ésta; liberarse de la deslegitimatoria —en términos
reales— necesidad de ser apoyado por un partido independentista como
Esquerra; situar a esta formación en una posición incómoda ante el
propio Estatuto catalán y limitar su margen de maniobra; apoyar las
posiciones socialdemócratas frente a las nacionalistas en el seno del
PSC. Todo eso es mucho, dicho sea sin juzgar más que técnicamente, para
un solo quiebro.
Pues, en efecto,
Esquerra ha tenido que capitalizar a toda marcha una manifestación
nacionalista —unas 70.000 personas— convocada con anterioridad para
recuperarse del golpe. Lo que no impide que siga en una situación
delicada: se va a aprobar un Estatut que amplía considerablemente las
competencias de las instituciones autonómicas, aceptado por sus socios
en el gobierno de la Generalitat. ¿Qué puede hacer Esquerra? ¿Coincidir
con el PP en el voto en contra? Evidentemente, no. Los techos del nuevo
Estatut son mucho más altos que los del anterior, y la coincidencia en
el “no” con el PP desprestigiaría a Esquerra por muchos años. Sólo
puede, si acaso, abstenerse, para practicar luego el victimismo made
in Pujol, o votar finalmente en sentido afirmativo tras arrancar si
puede alguna última concesión “para la galería”. Su exceso de
maximalismo parece un error táctico de su estrategia independentista.
Error determinado por una evaluación errónea de la potencia actual del
independentismo en el seno de las relaciones sociales reales en Cataluña
y entre Cataluña y el resto de España. Y, como todo partido con base
militante, Esquerra tiene dificultades para virar.
Finalmente: habrá
nuevo Estatut, con poder acrecentado para las instituciones locales.
¿Será eso bueno? Depende: si esas instituciones son gestionadas como lo
vienen siendo hasta ahora por equipos políticos procedentes de la
burguesía y con valores esencialmente burgueses a la hora de la verdad,
será bueno sobre todo para las multinacionales catalanas y para los
tenderos en general. Pues tratarán de seguir siendo lo que son ahora:
instituciones autoritarias, incontroladas y caras, herméticas para los
currantes, distantes para la mayor parte de la ciudadanía, con sólo
casual investigación de la corrupción.
Contra los crispadores
Las afirmaciones de
los dirigentes del PP, ampliamente secundados por sectores de los medios
de masas directa o indirectamente controlados por ellos, parecen haber
calado en una parte de la ciudadanía. Este país ha experimentado una
serie de cambios muy rápìdos, y muchos de ellos tienen disgustadas a las
gentes más tradicionales y culturalmente primitivas. El PP adopta ahora
una posicición de extrema derecha al haber ocupado el centro político el
Psoe. Los mensajes del PP abren un abismo entre las gentes de este país,
pues no tienen nada que envidiar al discurso de la extrema derecha antes
de la guerra civil: el país se fragmenta, el gobierno adopta políticas
ilegales, acusaciones varias a los demás “según la actualidad” carentes
de fundamento. Estamos ante una fractura de la confianza política
elemental. No se ha traducido en una fractura social intensa pero sí en
una fractura cultural de la sociedad en relación con los nacionalismos
periféricos. La ceguera criminal de Eta y el extremismo verbal de
algunos nacionalistas cargan de falsa razón a las pretensiones del PP
ante muchas personas. Pero no hay que descuidarse: si el PP dice ahora
que “se rompe España”, el paso siguiente puede consistir en incitar
directamente a un “golpe de timón”. Y ya se sabe a qué lleva
eso.
Ésa es la
estrategia de la tensión. En la Italia de finales de los
setenta y principios de los ochenta la derecha también practicó la
estrategia de la tensión. Allí llegaron a realizar grandes
atentados —que los tribunales atribuyeron años después a altos cargos de
los servicios secretos— para endosárselos a la izquierda y preparar el
camino al golpe de estado. También la extrema derecha practicó esa
estrategia en la España de los años de la transición —ahí está el
incendio de la discoteca Scala de Barcelona, p.ej.—, siempre para
atribuir los atentados a la izquierda. No tuvieron éxito entonces pues
fueron descubiertos. Ahora no hay, por fortuna, atentados de la derecha;
sin embargo la reaparición de algunos personajes de la extrema derecha
como Sáez Inestrillas en la tv y en la manifestación “de las víctimas”
auspiciada por el PP resulta sintomática. Como Aznar, manifestándose
contra el diálogo con Eta, él que dialogó. El PP no puede permitir que
sean otros quienes solucionen el problema de la violencia. Por eso
pisotea la veracidad política: para abrir paso a la pasión, a la
obnubilación.
En esta situación,
hay dos respuestas posibles. La actitud habitual de la socialdemocracia
es encogerse y aguantar los golpes. La tradición de la izquierda de
verdad consiste en contratacar y devolverlos. La conmemoración, el
próximo 14 de abril, del 75 aniversario de la proclamación de la II
República puede ser una buena ocasión para reafirmar la cultura cívica
de la democracia, las libertades políticas, los valores republicanos y
la pura y simple decencia. Es la respuesta social más inmediata que se
le puede dar al PP. [Juan-Ramón Capella, 24
de febrero 2006]
Las escalas del
despotismo
por
Boaventura de Sousa Santos
Un grupo de menores
ha maltratado sádicamente, apedreado y apaleado hasta a la muerte al
transexual brasileño Gisberto, una persona sin techo de 45 años. Ha
ocurrido en Oporto. Hace pocos años, el líder indígena Guadino Pataxó
había ido a Brasilia a participar en una marcha en favor de la reforma
agraria. La noche era buena y decidió dormir en el aparcamiento del
coche. De madrugada, un grupo de jóvenes se acercó a él mientras dormía,
le roció de gasolina y le quemó vivo. Ante la policía, confesaron que lo
habían hecho para divertirse y pidieron disculpas por no saber que se
trataba de un líder indígena; pensaban que era "uno de tantos sin
techo".
¿Qué tienen en
común estos dos casos de violencia gratuita con las caricaturas danesas?
La misma incapacidad para reconocer al otro como un igual, la misma
degradación del otro hasta el punto del transformarle en un objeto sobre
el que se puede ejercer la libertad y la diversión sin límites, la misma
conversión del otro en un enemigo perturbador pero frágil que se puede
abatir ahorrándose las reglas de la civilidad, ya sean las que gobiernan
la paz o las que gobiernan la guerra.
Las sociedades
modernas se basan en el contrato social: la idea de orden social se basa
en la limitación voluntaria de la libertad para hacer posible la vida en
paz entre iguales. Las ideas de ciudadanía y de derechos humanos son la
expresión de este compromiso. Las tensiones entre el principio de
libertad y el principio de igualdad, y las contradicciones entre ellos y
las prácticas sociales que los desmienten, constituyen el núcleo de la
política moderna. Como el grupo social de los reconocidos como iguales
era inicialmente muy restringido (los burgueses de sexo masculino), la
amplia mayoría de la población (mujeres, trabajadores, esclavos, pueblos
colonizados) quedaba fuera del contrato social y, por lo tanto, sujeta
al despotismo de los que tenían poder sobre ella. Las luchas sociales de
los últimos doscientos años han sido luchas por la inclusión en el
contrato social. Con el tiempo, las luchas por la igualdad
socio-económica, protagonizadas por los trabajadores, han sido
complementadas por las luchas por el reconocimiento de las diferencias
por parte de las mujeres, de las minorías étnicas y religiosas, de los
homosexuales, etc.
Este movimiento
ascendente de inclusión y de civilidad está hoy bloqueado por una
combinación perversa entre capitalismo neoliberal y sus consecuencias
(exclusión social, migraciones) y la teología política conservadora hoy
dominante en las tres religiones abrahámicas (cristianismo, judaísmo e
islamismo). Paulatinamente, la solidaridad políticamente organizada está
siendo sustituida por el individualismo; y la filantropía y la
celebración de la diversidad, por la intolerancia: en vez de ciudadanos,
consumidores y pobres; en vez de justicia social, la salvación; en vez
del ecumenismo, el dogmatismo; en vez de la hospitalidad, la xenofobia;
en vez de conflictos institucionalizados, la violencia del crimen y de
la guerra.
El despotismo
pre-moderno, así, está siendo reinventado en la sociedad y en los
individuos, tanto en las macro-relaciones entre países o religiones como
en las micro-relaciones en la familia, en la empresa o en la calle. Los
poderosos y los desposeídos se degradan por igual, aunque con
consecuencias muy diferentes. Los desposeídos recurren a la violencia
ilegal, tanto contra los poderosos como contra los aún más desposeídos.
Los poderosos recurren a la violencia que legalizan al invocar
principios que, nada sorprendentemente, están siempre de su parte. Santo
Tomás de Aquino diría de ellos lo que dijo de los cristianos de su
tiempo. Que padecen del habitus principiorum: el hábito de
invocar obsesivamente los principios para poder dispensarse de su
observancia en la práctica.
[Publicado en Visão el 2 de Março
de 2006. Trad. de JRC.]
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