NOMADAS.6 | REVISTA CRITICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURIDICAS | ISSN 1578-6730

De la exterioridad a la interioridad del cuerpo como
fuente de divinidad
El capitalismo y sus avatares
[José L. Rodríguez Regueria]

El consenso es una solución cerrada. El conjunto vacío es parte común de todos los conjuntos parte del conjunto. Sólo nos podemos poner todos de acuerdo en nada. El consenso implica pérdida de información. El disenso es una solución abierta. Cuando algo es necesario e imposible, hay que cambiar las reglas de juego: para inventar nuevas dimensiones (...) El consenso produce la certeza, el disenso la duda. "Dudar" viene de duo+habitare (dubbitare): el que duda habita dos mundos. Hay un mundo actual y muchos mundos virtuales. La certeza está cerrada a los mundos virtuales: de los mundos virtuales, sólo retiene el más probable. La duda está abierta a los mundos virtuales: así podemos elegir, entre ellos, el que más nos conviene. (Jesús Ibáñez)
Introducción
El otro como espejo
De la organización de la producción al consumo, o eso que llaman postindustrialismo
Conclusiones
Bibliografía
Notas

Introducción

La civilización Occidental se ha fundamentado sobre una concepción dicotómica del mundo, de la lucha entre la esclavitud o la barbarie y la ciudadanía, del paganismo y de la gracia, del primitivismo y la luz de la ciencia, de la naturaleza y sus complementos -la feminidad, la emoción, la reproducción, de lo privado y relacional, la sensibilidad, la empatía, etc- y la cultura -la virilidad de la razón, del dominio, de la producción, de lo publico y lo cognoscitivo o estructural, de la fuerza, del control y la voluntad de poder-, y del otro y del nosotros antropológico. El deseo de mundo moderno -la voluntad de historia en Freud o de poder en Nietsche- necesitaba de la exterioridad, del espacio público, o del otro en nuestro caso, para proyectarse, para afianzar y ratificar su realidad -su existencia como centro- a partir de la producción de márgenes sobre los que reconocerse.

Esta importancia que tomaba la exterioridad como dimensión trascendente -fuera lo social o lo cultural aquello que le daba ese valor sagrado- está siendo sustituida en nuestros escenarios cotidianos -no en los espacios políticos, o de opinión hegemónicos, que se niegan a perder su monopolio- por un ecovitalismo que convierte en nocivo todo aquello que vaya contra la vida, contra la naturaleza y uno mismo. Desde esta nueva concepción de la espiritualidad (autenticidad) y la identidad -interna y natural- el espacio para la comunidad se reivindica invirtiendo el sentido de la relación público-privado que había caracterizado a la modernidad; el sujeto es un agente que forma parte carnal de los espacios sociales en los que se implica, modificándolo mediante la aplicación de sus energías al tiempo que se ve influenciado y beneficia de las que aportan sus "conciudadanos", aunque sin renunciar a su autonomía como ente diferenciado.

Estas connotaciones participativas obligan a revisar la concepción que el monoteísmo como modelo centralizado y rígido -o profundo- ha establecido de la comunicación, y sobre la que diversas ideologías, entre ellas la ciencia, han construido su valor de lo absoluto, de la verdad. El "más allá", la exterioridad que condensaba la naturaleza como orden eterno para los románticos, o el orden coercitivo de la institución para los racionalistas, se convertía en ese espacio de mediación al que sólo algunos pocos -los mediadores que monopolizaban el poder- tenían acceso. El sujeto devenía tal en la medida en que se ajustase a la lógica que marcaba el Destino de su comunidad. Frente a este modelo autoritario, un nuevo sujeto, apoyando una nueva concepción vitalista o viva de esa comunicación, reclama un futuro abierto, al presente como espacio para la autorrealización, en lugar de las promesas de un futuro sobre el que inscribir sus esperanzas en las utopías del mañana.

El otro como espejo

En este apartado destacaré la importancia que como espejo cumplía el "otro" -el primitivo, el marginal, la mujer, etc..- para el mantenimiento de los patrones normativos de realidad en los que habitaban los Científicos Sociales de la modernidad. La diferencia era el eje sobre el que la modernidad construía su identidad sometiéndola a nuestros esquemas, o más sutilmente, reduciéndola únicamente a aquellos caracteres estructurales en los que podíamos vernos a nosotros mismos, a aquellos cánones según nos pensábamos, y esto puede verse en la inercia misma de movimiento y Progreso de los primeros tientos de la antropología en contraste con las sociedades llamadas primitivas. La naturaleza, o lo irracional, en tanto que no sometidos al arbitrio de la razón se convertían en los referentes sobre los que podíamos imaginar nuestro avance civilizatorio.

La concepción de la naturaleza y la cultura como dos esferas separadas, y en donde el concepto clave será el de adaptación como capacidad del hombre para ejercer su dominio sobre la naturaleza, acompañará al pensamiento moderno hasta los años setenta. La razón ilustrada Occidental era la fuente sobre la que la modernidad inaugura una nueva manera en la que el hombre se comprende a sí mismo y a su mundo a partir de su esencia plenamente racional, proyectando esta su nueva identidad sobre sus sujetos de estudio. Los primitivos serán en un primer momento aquello que dejamos de ser, naturaleza, y por ello se convirtieron en esa imagen inmóvil que se cerraba sobre sí misma, incrustada en el seno de tradiciones, al tiempo que el hombre de la modernidad se construye su identidad enfatizando su historicidad, su independencia con respecto a un supuesto plan divino. Quizás por ello los primeros antropólogos buscaron principalmente en esas sociedades primitivas "la naturaleza" en el parentesco y en la religión, en lo dado, frente al optimismo en el movimiento y la autonomía como carácter definitorio de los países civilizados.

Envueltos en el seno de este contexto y en ese intento de dotar también de identidad diferencial a la antropología, siguiendo el esquema anterior en el que hablar de la razón y la historicidad del hombre implicaba remarcar su diferenciación con respecto a la naturaleza, Kroeber se nos sugiere como un buen ejemplo para exponer esa primera concepción mecanicista del hombre, empeñada en abstraer y delimitar las competencias de cada disciplina dentro de un campo propio de estudio. Frente a la influencia del pensamiento darwinista que en las ciencias sociales había llevado a interpretar las relaciones sociales y las mediaciones simbólicas o culturales como expresión de instintos, o de bases físico-químicas, nuestro antropólogo reivindica la autonomía y competencia propia de cada ciencia en el seno de su campo, o lo que hoy, siguiendo a Baudrillard, podríamos llamar su propia circularidad lógica. Kroeber llevó a cabo para la antropología, lo que Spencer hizo para la sociología, a pesar de que parezca contradictorio. Este último arremetió contra la naturaleza como principio o fuente de la vida, como desarrollo endógeno del ser del hombre, ya que frente a la idea genealógica de Darwin en la que se produce una sucesión en el tiempo de unas especies que van dando lugar a otras en relación a las condiciones de posibilidad del contexto global, Spencer entenderá lo social en una relación de jerarquía en donde la primacía del más fuerte, y de la razón como instrumento de control y dominio sobre la naturaleza, le permitía descubrir la exterioridad del hombre para la sociología, y adoptando como definitorio ese rasgo del hombre como ser racional, fijar su superioridad, su identidad y factor diferencial, en su separación con respecto al resto de animales. El hombre para ser tal debe ganar autonomía con respecto a su base natural, buscando su ideal de perfección en su esencia racional, externa a la propia naturaleza.

En base a esta concepción del humanismo progresista como emancipación de la naturaleza se legitimarán los procesos de colonización y explotación de los primitivos, en tanto que tales menos humanos, aunque -y esto es un mérito que hay que reconocerle a los antropólogos evolucionistas de finales del XIX- potencialmente dotados de esa posibilidad de razocinio que a nosotros nos ha permitido llegar a la verdad. El poder sabe vestirse de mecenas, y es así como militares y compañías empresariales se desplazan por todos los continentes para civilizar y llevarles las ventajas de Occidente a esos pueblos. En el caso de Kroeber, éste lo que buscará será la especificidad de "la cultura" como algo externo a los mecanismos de transmisión de información genéticos, con respecto a la biología entonces, pues los conocimientos culturales son aprendidos, por tanto externos al cuerpo, y en sus mecanismos de transmisión no está implicado ningún dispositivo "natural" o "biológico", sino el lenguaje.

Así, los biólogos tendrán su propio campo, con sus reglas de funcionamiento, los sociólogos también, pues la organización social no es lo propio del hombre, ¡ya que las hormigas también tienen organización social y no poseen cultura!, nos diría él, los sicólogos al individuo como totalidad, mientras que a los antropólogos les correspondería estudiar los sistemas de clasificación y mediación simbólica a partir de los cuales los hombres se piensan a sí mismo y se relacionan entre ellos y con su entorno. Podemos representarnos este análisis concibiendo al hombre como una muñeca rusa, descompuesta en varias capas, cada una superpuesta sobre la otra: lo biológico, influye o permite nuestra naturaleza social, lo social desarrolla e influencia sobre las condiciones de posibilidad de las personalidades psicológicas y los tipos de desarrollo cultural, mientras que lo cultural necesita de lo biológico, de un aparato fónico que posibilite el lenguaje, por ejemplo, pero tiene autonomía con respecto a él. De aquí probablemente arranca esa concepción del hombre sólo como ser cultural, como ente que existe y se reconoce en el todo, en la comunidad a la que pertenece. De ahí que se desconsiderara hasta fechas muy recientes una concepción integral del hombre -pese a esa apropiación de la antropología de su carácter holista- en favor de una concepción mecanicista, abstracta y fragmentada tanto de éste como de sus interrelaciones con su entorno.

Junto a la mistificación de la razón ilustrada, el movimiento, o la conquista del futuro, se constituiría en el otro elemento clave para entender el pensamiento moderno. Uno de los autores que mejor ha trabajado esta idea es Paul Virilio, quien nos puede venir muy bien para apuntalar nuestro presupuesto de la historia como olvido, como acontecer, al tiempo que el poder como eternidad, como ubicuidad. Éste nos sintetiza el paso decisivo que implicó la modernidad con respecto al orden anterior con la siguiente afirmación: "Dar más importancia al movimiento que a la forma significa cambiar la función del día y de la luz". El bien y el mal del cristianismo habían invertido su sentido, y así como el cuerpo, la materialidad, la poeisis, eran bajo los regímenes feudales algo así como una prueba, un espacio para la subsistencia, pero que impedían la realización del ser hombre en su historicidad terrenal, ya que ésta estaba supeditada a su reencuentro o vuelta al paraíso, ahora la relación se invierte y la identidad del hombre, la opción para poder devenir tal depende de su capacidad de decisión, de su libertad para hacerse a sí mismo en su dimensión material, en la producción o modificación de la naturaleza para ser más concretos. El renacimiento, mediante la sacralización de la autoría, contribuyó a que se pusieran las bases de este progresivo proceso de desvinculación con respecto a lo divino, de ese margen de autonomía sobre el que se construiría la modernidad. Las revoluciones liberales declararon la independencia total con respecto a lo sobrenatural, instaurando un nuevo gobierno del hombre sobre el Hombre tomando como referente su naturaleza racional, y consagrando su proyecto emancipador a la transparencia y al desapego de lo irracional.

De la organización de la producción al consumo, o eso que llaman postindustrialismo

Para el orden feudal el cuerpo, nuestra situación terrenal o histórica, estaba marcado o señalado por el pecado original, de manera que la culpa se convertía en un estigma que marcaba nuestro destino en este mundo en espera de la promesa de la eternidad. Ésta, siguiendo la tradición platónica, debería hallarse en lo invisible, es decir, lo real estará más allá de los sentidos. Las necesidades del cuerpo, sea en forma de sexo, de gula, o de cualquier tipo de deseo que levantase expectativas de felicidad terrenal era desplazado al orden de lo banal, de lo efímero, de aquello que como el propio cuerpo está sometido a degradación. Este era el orden sobre el que reprodujeron los regímenes feudales anteriores, basados en el linaje, en la genealogía, en un orden natural que venía dado, incuestionable por tanto. En el caso de la política, los linajes, las genealogías del parentesco, determinaban tu posición social en la tierra, y si pensamos en los mitos, también tu destino. Piensen en los cuentos en los que incluso los príncipes que no lo saben no pueden escapar a su Destino, y siempre acaban volviendo a gobernar en su reino o casándose con la princesa a la que amaban al descubrir su "verdadera" identidad.

Era un tipo de poder basado en la eternidad, en la anulación de toda incertidumbre, que abarcaba todas las dimensiones de la existencia, en donde el ser -el lugar histórico- y la nada -el no lugar, o la heterotopía-, el pasado y el futuro, así como todas las referencias espacio-temporales, o histórico-culturales, habían sido degradadas al orden de lo aparente. El poder debe ser invisible, es decir, debe estar más allá de los sentidos, y esto hace que sólo unos pocos elegidos tengan acceso a él, los propietarios griegos, los nobles en la época feudal, y los intelectuales en la modernidad. En todos estos casos el referente es el ideal platónico en donde la verdad existe como un arquetipo que subyace a las sombras a las que nos dan acceso nuestros sentidos. Balzac exalta esta cualidad del poder con esta frase:"Todo poder será tenebroso o no será, pues toda potencia visible está amenazada". La revolución, por tanto, o la ruptura que trajo la modernidad fue la legitimación del cuerpo, de los sentidos, de los datos del empirismo, y de la naturaleza y la producción como condiciones materiales a partir de las cuales, mediante su esfuerzo y transformación, se construyen las identidades de una nueva humanidad. Este nuevo hombre sin la naturaleza no es nada, puesto que se ha inventado a partir de la relación de dominio que ejerce sobre ella, así como sobre las metáforas de la misma, como las emociones, lo femenino, la empatía, etc.

Aclarar, ante esta postura, que la modernidad era una concreción entre ese doble posicionamiento del poder -de la realidad- como acontecer, o bien como ubicuidad o eternidad, ya que participaba de una paradoja que sus pensadores resolvían en el doble plano de lo individual y de lo político o colectivo. Así mientras que individualmente el Progreso que defendían los modernos permitía una mayor diferenciación individual, y la metáfora sería la cadena de montaje fordista, la racionalización, o la existencia de las leyes en base a la razón permitían integrar esa diferenciación productiva sometiéndola al servicio de la empresa, o de la patria, en definitiva, del interés general o común. Visto así, la diferenciación y el progreso no son incompatibles, puesto que media el espacio publico como ámbito racionalizado que establece los límites a la individualidad en relación a su contribución colectiva a la conquista del futuro. Esta Utopía, o fe en el futuro, es tanto aplicable a los regímenes liberales como a los socialistas y comunistas, si bien en los primeros debían legitimar la propiedad como incentivo a ese desarrollo, y en los segundos era la propia colectividad -el orden político como mistificación de todo el Pueblo- la que se encargaba de establecer la relación directa entre los sujetos y su contribución al Todo.

El desarrollo de las diferentes tendencias de pensamiento a lo largo de la modernidad, con sus altibajos y puntos de inflexión, estarían atrapadas dentro de esta concepción, a la vez, orgánica y lineal de la Historia. Tanto las polarizaciones sobre las que se construyeron las utopías marxistas, liberales y fascistas que se disputaron desde los años veinte la hegemonía política en tierras europeas, como la opción socialdemócrata que se impuso desde la segunda guerra mundial y se expandió hasta el colapso soviético, eran respuestas circunstanciales que jugaban y tomaban como excusa ese horizonte que dibujaba su fe en la conquista del futuro para ofrecerles a sus sujetos un lugar en la Historia. Habría que esperar a los años setenta para concebir al sujeto en una posición situacional a partir de la cual podía construir su futuro desde el presente y a través de la acción sin necesidad de estar sometido a las reglas de la institución -del sentido normativo de la colectividad-. Sin embargo, como acontecimiento histórico, el 68 y las líneas de crítica y acción que abrió repercutieron sobre todo en el cuestionamiento y deslegitimación del orden institucional.

Hasta los años 70, los discursos de la modernidad se habían caracterizado por su ambivalencia; es decir, por la exaltación de la acción -la producción como transformación de la naturaleza- y el individualismo -la diferenciación como especialización- como ideales de libertad, de emancipación sobre lo irracional, pero reintegrándose en el plano metahistórico al exaltar su supeditación al progreso colectivo en su fe en la Historia, en la colonización del futuro. Tenemos así, por ejemplo, que un siglo XIX que dibujaba un presente marcado por la miseria, la precariedad y la morbilidad exaltaba en su optimismo en la razón la posibilidad de un mundo totalmente transparente a la voluntad humana. La negatividad misma del progreso, o sus externalidades, podían ser incluso ese sucedáneo que alimentase el sueño de la revolución, de un nuevo orden en donde incluso lo no humano, el proletariado en tanto que carente de esa cualidad humana que les procurase el dominio sobre la naturaleza sobre la que crecer espiritualmente, podía convertirse en ese agujero por donde invertir el orden social, situando lo menos humano, lo menos racional visto en el obrero manual no cualificado, en la vanguardia de la Historia colectiva. La miseria, las pasiones bajas como las ligadas a las expresiones emocionales, o la religión, eran el margen sobre el que cobraba vida ese proceso de secularización racionalista que terminaría por someterlos a su transparencia, a su luz.

Visto así, podríamos decir que con la consolidación del modelo de desarrollo industrial el cuerpo adquiere su legitimidad como dimensión tocada por la divinidad secular del pensamiento burgués. Si el orden anterior convertía a la contemplación en el ideal de perfección sobre el que sus habitantes podían realizarse como hombres, y el linaje sacralizaba el sentido de los roles que en su morada terrenal y finita desempeñaban estos, el pensamiento burgués había invertido este pensamiento dándole prioridad al cuerpo y al trabajo -terrenal- sobre la contemplación -espiritual-. Lo que antes era una copia imperfecta con potencialidades para devenir como su creador, reintegrarse en la divinidad, se rebela como fuente de vida pero sometiéndose a una nueva divinidad, la sociedad sacralizada por la razón. La vuelta al origen como ideal es sustituido por la contribución al movimiento, al desarrollo de la colectividad de la que se forma parte. Que la relación entre las partes y el todo estuviese mediado por la propiedad -o la institución y los centros de poder burgueses- o esa relación entre los sujetos y el todo buscase evitar ese intermediario es algo que no les hace inmunes a este contexto. El cuerpo como simulacro se concibe como algo biosocial, pero ante la convicción que el Progreso nos permitirá también poner bajo nuestro control nuestra parte natural.

La moral se constituye así en el límite sobre el que se inscribe la vida de este nuevo ente llamado hombre, pero que -para continuar con la metáfora del orden al que sustituye- necesita de una nueva fuente de divinidad. El Estado o la sociedad necesitan imbuirse de esa sacralidad que antes tenía la monarquía teocrática. En este contexto resulta interesante leer la literatura sobre la época -el siglo XIX_, desde el célebre Frankenstein, pasando por toda la obra de Baudelaire, a Jack el destripador, pues expresan ese conflicto entre el ideal racionalista de este nuevo hombre y los límites morales que impone la naturaleza, Dios, o el simple desencanto en el que se inscribe el presente. La divinidad sigue siendo la promesa, la esperanza, puesto que el presente es miserable, como nos dibuja la epidemia que azota y sumerge en la muerte a la ciudad en la que el Frankenstein buscaba el secreto de la vida, la melancolía Baudeleriana, o los turbios suburbios en los que se entrega al vicio y a lo "irracional" el histórico Jack. Este espacio ambivalente, es decir, de un presente mísero, aunque marcado por descubrimientos científicos excepcionales, o la conquista de los últimos espacios geográficos del planeta, no evita el hambre, la enfermedad o el infortunio con que la naturaleza cuestiona ese dominio o control que preconizan los ideales progresistas. El futuro, o la evolución y el Progreso, se constituyen así en la promesa que evita mirar ese presente, aunque sumergiéndoles en ocasiones en el vicio o el desencanto, ante la esperanza de que ese movimiento o viaje que es la modernidad les está llevando hacia una realidad colmada de razón.

El éxito de la revolución bolchevique supuso una alternativa a este orden burgués y dio fuerza al optimismo progresista, dando lugar a la aparición de una nueva matriz en donde el carácter teológico de la propiedad podía ser disuelto en el seno de las relaciones sociales entorno a las que tenían lugar los procesos de producción. La revolución trajo consigo una nueva concepción de la divinidad al ser plenamente histórica, aunque el Partido acabara por viciar y reproducir los límites que la institución -la equivalencia o el valor de cambió burgués- había instaurado en los feudos estatales, lo que no evitará el que el modelo soviético se convirtiese a lo largo de los años veinte en el referente que buscan emular los habitantes de otras latitudes, aunque sin renunciar a sus propias particularidades sobre las que sus protagonistas y las colectividades a las que representan deben tomar vida y abrirse al futuro. El panorama sociopolítico que caracterizará el segundo cuarto de siglo, hasta la segunda guerra mundial, vendrá imbuido por esta confianza en la gloría del Estado -los liberales y los fascistas- y el Partido -los comunistas-, siempre bajo la aura legitimadora de la razón como fundamento de la libertad.

La vida, como historia y movimiento que evidenciaban los episodios que estaban afectando principalmente a Europa, esbozan en estos escenarios de los años veinte y treinta la necesidad de tomar partido, de posicionarse ante el Destino para acceder a la Historia. El futuro estaba decidiéndose en sus calles y había que contribuir a moldearla en beneficio de una nueva humanidad. Los fracasos de la opción revolucionaria, y el cúmulo de intereses creados en su contra, como el carácter burgués mismo del centralismo comunista, fueron eliminando progresivamente esta opción del mapa europeo, desplazándose la utopía -en su sentido positivo, como alternativa posible al mundo que define la institución o el poder- hacia los países que no pertenecían a los centros mundiales de poder político, militar y económico. Los procesos de descolonización habían convertido a los antaño otros primitivos en agentes históricos, como unos años antes había ocurrido en la URSS, y la intelectualidad y los dos grandes -EEUU y la propia URRS- se disputan su hegemonía como modelos de desarrollo político en los nacientes estados nación. Mientras, en Europa, con la integración de la izquierda antes revolucionaria en el juego partidista liberal, surge la noción de estado del Bienestar, dibujándose una reglas del juego que bajo la lógica orgánica del funcionalismo consolidan a la razón ilustrada como ideal de libertad. Sólo el llamado tercer mundo, y su auspicio por parte de la Unión Soviética, conservan esa esperanza en una opción de orden social diferente a los valores abstractos y deshumanizadores del capitalismo burgués y de su racionalismo.

La amenaza soviética hará que se mantenga como discurso hegemónico hasta finales de los ochenta la necesidad de una democracia liberal, basada en la intervención del estado para establecer esos mínimos que no suplen las desigualdades del capitalismo, pero integrándose estas demandas dentro de un modelo orgánico de estado de Derecho, o nuevamente, de abstracción colectiva que volvía a convertir esta vez a los mediadores políticos de la izquierda en funcionarios y mediadores de lo absoluto. La lógica del capitalismo industrial había adquirido su mayoría de edad, puesto que la abstracción de la equivalencia o el valor de cambio y los procedimientos de su puesta en valor eran ya el resultado lógicas que no tenían en cuenta a los sujetos implicados en su intercambio, a la humanidad de los mismos, y en ello a los significados, valores y situaciones imprevisibles que estos pudiesen representar y provocar. El estado del bienestar, o estado de derecho, supuso la cristalización de un único juego y manera de devenir hombre, limitándose la izquierda y sus esfuerzos dentro de ese sistema, en eliminar las trabas que la diferencia, o incluso la pobreza, pudiesen suponer para el correcto funcionamiento del estado. El pobre, el débil, la mujer, el diferente, dejan de ser opciones de humanidad para convertirse en anomalías, disfunciones, o el resultado de un contexto injusto, adquiriendo así la izquierda ese tono paternalista que buscará reintegrarlos en el sistema dándoles amor y comida, si bien no participación en tanto que sujetos.

Esto era algo que desde finales del siglo pasado habían pronosticado los anarquistas, y que a lo largo de los principales acontecimientos del siglo veinte fueron destacando diversas voces críticas. En esta línea podríamos incluir los movimientos sociales que sacudieron al mundo en el 68. La izquierda clásica, la socialdemócrata, aunque siguió monopolizando al grueso de la clase trabajadora, y también, y ésta es la que sigue militando, a un gran numero de intelectuales y funcionarios, perdió el apoyo de otro tipo de sectores sociales que estaban implicados en reivindicaciones que no tomaban como referente a la clase social, sino la degradación ambiental, el género, o el pacifismo, entre otras inquietudes, y que decidieron organizarse y presentar sus reivindicaciones en un formato diferente al partidista liberal. Empiezan a fraguarse lo que se conocerán como nuevos movimientos sociales, si bien a nivel práctico permanecerán en un plano alternativo, es decir, no considerados como una fuerza histórica importante hasta que los mecanismos de representación liberal, paralelamente al Estado mismo, entraron en crisis a lo largo de los años ochenta.

En otro nivel de análisis podríamos decir que el modelo político de organización nacional entraba en crisis en la medida misma en que tenían lugar los procesos de descolonización. Su prolongación a lo largo del último tercio del siglo XX respondía a la necesidad de una opción menos radical por parte del liberalismo ante el apoyo de rusos y cubanos, principalmente, a opciones "socialistas" del tercer mundo. Sin embargo, las economías de las grandes potencias no podían reproducirse en el seno de sus fronteras territoriales, y la pérdida de sus colonias hacían necesario otro tipo de expansión, esta vez no bajo dominio territorial. En este sentido, las retóricas que enfrentaron a quienes se oponían al orden normativo y racionalista del Estado durante los años sesenta y setenta y las de la propia clase dirigente, tenían en común un cierto aire apocalíptico y macabro. La economía y la política, que desde la revolución francesa habían ido de la mano, empezaban a reproducirse siguiendo lógicas diferentes, y así como la clase política -que debía justificar su existencia y gestión- se presentaba como necesaria, el orden institucional al que representaban dejaba de ser el contexto en el seno del cual se estaban consolidando los grandes grupos de interés económicos. Las reivindicaciones de un sujeto autoorganizado, no mediatizado por la institución, como demanda principal de esta nueva izquierda surgida del sesenta y ocho no sólo mermará la legitimidad de una nueva modalidad de capitalismo incipiente, sino que alimentará su nueva modalidad, orientada al consumo y a la diversificación de públicos, y sus discursos publicitarios.

Reseñaremos aquí un esbozo de algunas de las ideas expuestas por Deleuze y Foucault, dos de los autores alimentados en este contexto y que más influencia han ejercido en el pensamiento social de las últimas décadas del siglo XX. Estos dos autores cuestionaron la construcción política del sujeto moderno, y en su lugar proponían la recuperación de la superficie, del límite, de la contingencia como espacio para la libertad, o a un acontecer en el que el sujeto se pudiese afirmar a sí mismo sin quedar atrapado en el pasado, en las relaciones de causalidad o culpabilidad, ni a sí mismo en el presente ante las promesas del futuro. Para ellos, si bien es cierto que la modernidad inventó al sujeto como individuo -como totalidad susceptible de derechos y obligaciones- también es cierto que le dio existencia a partir de la ley, de los límites que para la convivencia en libertad impone la sociedad, ésta como ente superorgánico. Este sujeto moderno únicamente toma existencia o realidad en la medida en la que se ajuste a dicho modelo exterior, normativo, institucional, o de lo político como común. La propuesta de estos autores, tras denunciar las relaciones de poder que implicaba esta concepción institucional de la realidad, de la comunidad política como ámbito de expresión de la individualidad a favor de la colectividad para la que viven, consistía en proponer un modelo alternativo, en donde el sujeto tuviese una mayor capacidad de decisión sobre el acontecer, sin que ello fuera en detrimento de su participación pública, o política, pero concibiendo esta última, el vínculo social, como algo que permitiese afirmar las inquietudes y experiencias de realización de los sujetos que se implicasen en las mismas.

Si bien estas ideas no parece que devinieran hegemónicas en el grueso de su población, y curiosamente entre la clase intelectual que las siguió se convirtió en una especie de cáncer, puesto que como teoría se reificó actuando contra sí misma. En lugar de denunciar al poder y ilustrar alternativas posibles al orden vigente, muchos de estos autores se limitaron a exponer como los sujetos estaban poseídos por el poder, visualizando tan sólo esta su adecuación al modelo hegemónico, en lugar de otras acciones y discursos que lo cuestionaban y que los convertían en agentes, en sujetos que participaban de órdenes paradójicos que les permitían "estar en el mundo". Los nuevos tiempos definieron nuevos agentes de poder, los medios de comunicación, o ese ente abstracto llamado globalización, mientras que el sujeto, una vez más, aunque ahora en boca de las vanguardias intelectuales, había vuelto a quedar atrapado en la mirada coercitiva del intelectual. En este sentido no resulta extraño que como ocurrió en los años sesenta, el orden político institucional y estas vanguardias sigan necesitando de la existencia del Estado y del orden institucional, pues sobre él apoyan ambos sus discursos. Tanto en uno como en el otro caso es posible que sus discursos respondan sólo a la necesidad de reproducirse como simulacros, por su propia inercia, más que por el contenido o legitimidad que le atribuyan sus aludidos.

La caída de la Unión Soviética visualizará esa desvinculación entra la política y la economía que siguió a la descolonización, y en este sentido el discurso neoliberal como opción política no es nada más que la consagración de este ideal, de la preparación por parte del espacio político de su suicidio, de la total desaparición del estado y sus trabas racionalistas a la consolidación de un capitalismo total. Pero existe otra aspecto que es digno de mención, y es esa desvinculación entre las masas -supongo que llamadas así porque son la mayoría- y el sistema de representación poilítico liberal, ya que éstos encuentran difícil su identificación en quienes no les escuchan, a quienes ven como mediadores que les están utilizando para mantener su poder, como representantes de ideas sin contenido, si en tal buscamos las aportaciones de sus representados. Por tanto, la concepción orgánica de la sociedad, sobre la que se legitimaba el espacio político moderno, se ve amenazada por dos frentes, el del capital, y el de la mayoría de población, buscando el primero acabar con los límites que introducen los Estados a su expansión, mientras los segundos buscan una mayor participación en su acontecer y desacreditan la figura del mediador, o incluso la institución, como guías de su acontecer.

Los órdenes de la producción y la Historia pierden influencia como hitos sobre los que ordenar las experiencias y expectativas de las sujetos de nuestra contemporaneidad. El control o dominio de la naturaleza, y la razón o institución como su instrumento, se ve desacreditado como ideal desde el mismo capital, que adquiere un mayor protagonismo especulativo y más centrado en el consumo que en la plusvalía -o en el trabajo como margen del que extraen su riqueza-, y de un nuevo interés por el culto a la diversidad resultado mismo de esa pérdida de autoridad de la razón ilustrada. El neoliberalismo que pide el fin de las fronteras territoriales y la desaparición de la intervención pública en los asuntos de la economía, tiene como metáfora en el terreno sociocultural la reivindicación de una menor interferencia del derecho -antes proteccionista- en asuntos tales como la libertad de culto, la familia, o la diversidad cultural. De un tipo de derecho intervensionista y positivo pasamos a la reivindicación de una mayor libertad de elección individual en los estilos de vida que queramos asumir. De la pretensión de un espacio público homogéneo a la reivindicación de un espacio público heterogéneo desprovisto de su religión normativa racionalista.

En este sentido -y no defiendo al neoliberalismo, sino que digo que está ahí-, los límites, y esto creo que tendrían que considerarlo quienes siguen situados en el espacio clásico de la política como proyecto colectivo ligado a territorios concretos, que introducen los intelectuales de la modernidad parece que únicamente sirvan para mantener su función como simulacros, como expertos de un saber que se reproduce únicamente dentro del propio círculo de sabios. Lo más patético acontece cuando estos tienen capacidad para decidir la continuación o eliminación de ciertas fronteras -como las legales que influyen en el acceso a la ciudadanía- y esto evita tanto el darles más opciones a estos nuevos ciudadanos del capitalismo neoliberal, como la búsqueda de nuevos políticas también globales para impulsar un nuevo humanismo que permita la construcción de un sujeto auto-organizado, sí, pero no sobre las heterotopías del mercado, sino en su acontecer al servició de sí mismo y del mundo, es decir, a la existencia de sí mismo sin estar sometidos a los límites que introduce la necesidad de reconocerse en una comunidad que establece de antemano los límites de lo posible. Un nuevo sentido de la democracia diferente a ésta en la que vivimos -que se caracterizaría por la flexibilidad de adscripciones, de opciones- por otro modelo relacional o de sociabilidad en el que realmente el sujeto puede auto-referenciarse con respecto a sus propios objetivos, sometido a una gramática sin gravedad. Un sujeto que sea político porque tiene capacidad de decisión y porque se siente partícipe de las estructuras a las que se adhiere, que no útil. Una nueva era del acontecer que no tergiverse ni convierta, como hizo la modernidad, la idea de la historia, como movimiento y espacio a la individualidad, en destino, en algo libre para someterse a esos límites ya dados por la institucionalización, y que hace de esa libertad para pecar o para transgredir la única opción para la redención. Para finalizar destacar que quizás el miedo tienen algunos intelectuales al fin de los marcos normativos no sea más que nostalgia de esos proyectos absolutistas de lo común que de una manera u otra teje el poder apareciendo en forma de Destino.

Conclusiones

El fin de la historia a partir de los años noventa nos trae consigo tendencias muy marcadas: un escepticismo hacia todo aquello que tenga un fundamento institucional o normativo -desde la ciencia, a la familia, pasando por la escuela-, situación que lleva a los sujetos a auto-producirse, es decir, a elegir o inventarse aquellas maneras de actuar y percibirse que más le seduzcan. Ante este panorama, algunos autores se refugian en el alarmismo y apelan al reforzamiento de fronteras académicas, políticas, lingüísticas, etc, en un contexto que ya no requiere de ellas en el nivel económico -el mercado mismo se ha vuelto paradójico, tendiendo a su vez al monopolio y a la diversificación-, y en donde las migraciones y el acceso a la información amenaza ese dominio del consenso del que disponían las autoridades que controlaban los escenarios públicos de la modernidad. Tenemos, a su vez, que esta situación se ha reproducido a nivel de calle mediante el auge y la revalorización de un gran número de religiones y en la presencia multicultural con la que la inmigración alimenta nuestras ciudades, sugiriéndose a la vez como opciones el fundamentalismo cultural de quienes se refugian en la certeza que les procura la comunidad, y el auge de nuevos estilos de vida que reclaman un mayor margen a la individuación y a la experimentación desde uno mismo.

El pasado y el futuro pierden su importancia como referentes de la "historia", institucionalizando la contingencia como rasgo constituyente de esta nueva era. El presente se convierte en el límite sobre el que el sujeto se inventa, desligándose de las constricciones del pasado, al tiempo que se desinteresa de las promesas del futuro. Un aprender de la vida, en el caso de aquellos que recurran a estas nuevas manifestaciones religiosas, o un experimentar "la felicidad", en aquellos que se dejan llevar por las ofertas del mercado, que han acabado con la importancia que parecía haber adquirido la noción de destino a lo largo y ancho de toda la tradición Occidental. Es posible que esto se deba a que el mercado ya no proyecta estructuras de sentido unitarias sobre las que reconocerse, y que los procesos de des-institucionalización han des-legitimado los marcos normativos externos como espacios para la construcción de lo real y la identidad. El cambio es la norma y la contingencia y los márgenes que abre a la experimentación del "sí mismo" un reclamo para el mercado, aquí deberemos buscar esas claves de este nuevo mundo (1).

Una conciencia como acción autorreflexiva o autoreferencial sitúa este movimiento en la frontera sobre la que los sujetos de la segunda modenidad -aquella en la que nos encontramos tras la caída del muro de Berlín- deciden y apuestan sobre su acontecer. Sin referentes ni fines a priori estos pueden sucumbir a la angustia del control -desde los paranoicos New Age (2), que leen su vida como destino, al auge de movimientos fundamentalistas- o bien beneficiarse de la apertura y multiplicación de vías que ofrece cada nueva incursión en la vida, cada escenario como experimentación que nos abre nuevos mundos sobre los que tomar conciencia. En el primer caso, el destino recupera la necesidad de control como mito hacia la perfección, al reencuentro con el Todo -la Unidad-, si bien desde y para el individuo, en el segundo caso, el mundo como diversidad nos disuelve en lo contingente, entre caminos no trazados que nos ayudan a ser personas, conocernos mejor a nosotros mismos, sin necesidad de renunciar al vínculo social, a la relación como única opción para la humanidad, aunque sin entenderla como comunicación teológica -como reconocimiento en una instancia externa- sino como aprendizaje, como dispersión de la Unidad -nuestra individualidad- en la vida como opción para aprender del mundo en la medida en que nos abrimos a su experimentación.


BIBLIOGRAFÍA

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BAUDRIULLARD, Jean (1988): El otro por sí mismo, Anagrama, Barcelona
DELEUZE, Gilles (1989): Lógica del Sentido. Paidos Básica. Barcelona.
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LUHMANN, Niklas (1995): Poder. Madrid, Anthropos.
LYOTARD, Jean-Francois (1998): La condición postmoderna. Madrid, Catedra.
MAFFESOLI, M. (2000): L'instant éternel. Éditions Denoël. París
MARIN, Higinio (1997): La invención de lo Humano, Iberoamericana. Madrid.
RAMOS TORRE, R; GARCÍA SELGAS, F (Ed.) (1999): Globalización, riesgo, reflexividad. Tres temas de la teoría social contemporánea. CIS. Madrid.
VIRILIO, Paul (1998): Estética de la desaparición, Anagrama. Barcelona.


NOTAS
1. La identidad, lo natural, la comunidad, el tiempo, la diferencia, etc, se han convertido en expectativas y deseos de sujetos que se someten a un proceso constante y efímero de reinvención de sí mismo a partir de los referentes que de manera personalizada encuentran en el mercado.
2. Si bien la mayoría de quienes han optado por alguna de estas práctica, especialmente lo que no tienen que ver con el mundo empresarial, se han fijado en la misma por hallar un espacio para su individualidad abierto al futuro

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