NÓMADAS · REVISTA CRÍTICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURÍDICAS
THEORIA UCM  ·  UNIVERSIDAD COMPLUTENSE  ·  ISSN 1578-6730

El linchamiento de Lysenko
Juan Manuel Olarieta Alberdi
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última edición: 19 de diciembre de 2008 |
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Sumario:
Introducción - Genética y racismo
La maldición lamarckista - Los supuestos fracasos agrícolas de la URSS
La ideología micromerista - Los lysenkistas y el desarrollo de la genética
Regreso al planeta de los simios - Timofeiev-Ressovski, un genetista en el gulag
El espejo del alma - Los ataques contra Lysenko fuera de la URSS
La teoría sintética de Rockefeller - Los peones de Rockefeller en París
Tres tendencias en la genética soviética - La genética después de Lysenko
Un campesino humilde en la Academia - Notas
La técnica de vernalización - Otra bibliografía es posible

Introducción

Hace 60 años, en agosto de 1948, el presidente de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas de la URSS, T.D.Lysenko (1898-1976), leía un informe ante más de 700 científicos soviéticos de todas las especialidades que desencadenó una de las más formidables campañas de linchamiento propagandístico de la guerra fría, lo cual no dejaba de resultar extraño, tratándose de un acto científico y de que nadie conocía a Lysenko fuera de su país.

Sucedió que Lysenko fue extraído de un contexto científico en el que había surgido de manera polémica para sentarlo junto al Plan Marshall, Bretton Woods, la OTAN y la bomba atómica. Después de la obra de Frances S.Saunders (1) hoy tenemos la certeza de lo que siempre habíamos sospechado: hasta qué punto la cultura fue manipulada en la posguerra por los servicios militares de inteligencia de Estados Unidos. Pero no sólo la cultura. Si se podía reconducir la evolución de un arte milenario, como la pintura, una ciencia reciente como la genética se prestaba más fácilmente para acoger los mensajes subliminales de la Casa Blanca. Lysenko no era conocido fuera de la URSS hasta que la guerra sicológica desató una leyenda fantástica que aún no ha terminado y que se alimenta a sí misma, reproduciendo sus mismos términos de un autor a otro, porque no hay nada nuevo que decir: “historia terminada” concluye Althusser (2). Es el ansiado fin de la historia y, por supuesto, es una vía muerta para la ciencia porque la ciencia y Lysenko se dan la espalda. No hay nada más que decir sobre el asunto.

O quizá sí; quizá haya que recordar periódicamente las malas influencias que ejerce “la política” sobre la ciencia, y el mejor ejemplo de eso es Lysenko. Pero ya estaremos hablando de “política”, que a unos efectos nada tiene que ver con la ciencia y a otros interesa confundir de plano; depende del asunto y, en consecuencia, la dicotomía se presta a la manipulación oportunista. Así sigue la cuestión, como si se tratara de un asunto “político”, y sólo puede ser polémico si es político porque sobre ciencia no se discute. Un participante en el debate de entonces, el biólogo francés Jean Rostand, escribió al respecto: “Expresiones apasionadas no se habían dado nunca hasta entonces en las discusiones intelectuales” (3). Uno no puede dejar de mostrar su estupor ante tamañas afirmaciones, sobre todo en un científico que ignora los datos más elementales de la historia de la ciencia desde Tales de Mileto hasta el día de hoy. Ese recorrido en el tiempo mostraría que el pasado -y el presente- de la ciencia está preñado de acerbas polémicas, muchas de las cuales acabaron en la hoguera. No es ninguna paradoja: los estrategas de guerra sicológica que en 1948 trasladaron el decorado del escenario desde la ciencia a la política fueron los mismos que protestan contra la politización de la ciencia, entre los que destaca Rostand.

Tampoco es ninguna paradoja: Lysenko aparece como el linchador cuando es el único linchado. La manipulación del “asunto Lysenko” se utilizó entonces como un ejemplo del atraso de las ciencias en la URSS, contundentemente desmentido –por si hacía falta- al año siguiente con el lanzamiento de la primera bomba atómica, lo cual dio una vuelta de tuerca al significado último de la propaganda: a partir de entonces había que hablar de cómo los comunistas imponen un modo de pensar incluso a los mismos científicos con teorías supuestamente aberrantes. Como los jueces, los científicos también aspiran a que nadie se meta en sus asuntos, que son materia reservada contra los intrusos, máxime si éstos son ajenos a la disciplina de que se trata. Cuando en 1949 George Bernard Shaw publicó un artículo en el “Saturday Review of Literature” apoyando a Lysenko, le respondió inmediatamente el genetista Hermann J.Muller quien, aparte de subrayar que Shaw no sabía de genética, decía que tampoco convenía fatigar al público con explicaciones propias de especialistas.

Más de medio siglo después lo que concierne a Lysenko es un paradigma de pensamiento único y unificador. No admite controversia posible, de modo que sólo cabe reproducir, generación tras generación, las mismas instrucciones de la guerra fría. Así, lo que empezó como polémica ha acabado como consigna monocorde. Aún hoy en toda buena campaña anticomunista nunca puede faltar una alusión tópica al agrónomo soviético (4). En todo lo que concierne a la URSS se siguen presentando las cosas de una manera uniforme, fruto de un supuesto “monolitismo” que allá habría imperado, impuesto de una manera artificial y arbitraria. Expresiones como “dogmática” y “escolástica” tienen que ir asociadas a cualquier exposición canónica del estado del saber en la URSS. Sin embargo, el informe de Lysenko a la Academia resumía más de 20 años de áspera lucha ideológica acerca de la biología, lucha que no se circunscribía al campo científico sino también al ideológico, económico y político y que se entabló también en el interior del Partido bolchevique.

El radio de acción de aquella polémica tampoco se limitaba a la biología, sino a otras ciencias igualmente “prohibidas” como la cibernética. Desbordó las fronteras soviéticas y tuvo su reflejo en Francia, dentro de la ofensiva del imperialismo propio de la guerra fría y muy poco tiempo después de que los comunistas fueran expulsados del gobierno de coalición de la posguerra. Aunque Rostand –y otros como él- quisieran olvidarse de ellas, la biología es una especialidad científica que en todo el mundo conoce posiciones encontradas desde las publicaciones de Darwin a mediados del siglo XIX. Además tiene poderosas resistencias y enfrentamientos provenientes del cristianismo. En 1893 la encíclica “Providentissimus Deus” prohibió la teoría de la evolución a los católicos. Un siglo después, en 2000, Francis Collins y los demás descifradores del genoma humano se hicieron la foto con Bill Clinton, presidente de Estados Unidos a la sazón, para celebrar el que ha sido calificado como el mayor descubrimiento científico de toda la historia de la humanidad. Las imágenes recorrieron el mundo entero en la portada de todos los medios de comunicación. En 2001 le concedieron el Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica. El título de un reciente libro suyo en inglés es “El lenguaje de Dios”, en castellano “¿Cómo habla Dios?” y el subtítulo es aún más claro: “La evidencia científica de la fe” (5). Este “científico” confiesa que el genoma humano no es más que el lenguaje de dios, que tras descifrarlo, por fin, somos capaces de comprender por vez primera. En una entrevista añadía lo siguiente: “Creo que Dios tuvo un plan para crear unas criaturas con las que pudiera relacionarse [...] Utilizó el mecanismo de la evolución para conseguir su objetivo. Y aunque a nosotros, que estamos limitados por el tiempo, nos puede parecer que es un proceso muy largo, no fue así para Dios. Y para Dios tampoco fue un proceso al azar. Dios había planificado cómo resultaría todo al final. No había ambigüedades [...] El poder estudiar, por primera vez en la historia de la humanidad, los 3 mil millones de letras del ADN humano –que considero el lenguaje de Dios– nos permite vislumbrar el inmenso poder creador de su mente. Cada descubrimiento que hacemos es para mí una oportunidad de adorar a Dios en un sentido amplio, de apreciar un poco la impresionante grandeza de su creación. También me ayuda a apreciar que los tipos de preguntas que la ciencia puede contestar tienen límites” (6). Esto sí es auténtica ciencia, no tiene nada que ver con “la política”, o al menos los genetistas no han alzado la voz para protestar por tamaña instrumentalización de su disciplina. Tampoco para protestar por la privatización del genoma (y de la naturaleza viva) por las multinacionales de los genes, lo que les autoriza a patentar la vida y llevarla a un registro mercantil, es decir, robarla en provecho propio.

El linchamiento desencadenado por el imperialismo contra Lysenko trató de derribar el único baluarte impuesto por la ciencia y la dialéctica materialista contra el racismo, que había empezado como corriente teórica dentro de la biología y había acabado en la práctica: en los campos de concentración, la eugenesia, el apartheid, la segregación racial, las esterilizaciones forzosas y la limpieza étnica. Ciertamente no existe relación de causa a efecto sino que esa ciencia y sus aberrantes prácticas fermentan en la ideología burguesa decadente de 1900 que, tras las experiencias de la I Internacional y la Comunia de París, era muy diferente de la que había dado lugar al surgimiento de la biología cien años antes de la mano de Lamarck.

La entrada del capitalismo en su fase imperialista aceleró el progreso de dos ciencias de manera vertiginosa. Una de ellas fue la mecánica cuántica por la necesidad de obtener un arma mortífera capaz de imponer en todo el mundo la hegemonía de su poseedor; la otra fue la genética, que debía justificar esa hegemonía por la superioridad “natural” de una nación sobre las demás. Ambas están en consonancia mutua y tienen el mismo vínculo íntimo con el imperialismo y, en consecuencia, con la guerra. Pero si la instrumentalización bélica de la mecánica cuántica hiede desde un principio, la de la genética se conserva en un segundo plano, bien oculta a los ojos curiosos de “la política”.

Determinados posicionamientos en el terreno de la biología no son exclusivamente teóricos sino prácticos (económicos, bélicos) y políticos; por tanto, no se explican con el cómodo recurso de una ciencia “neutral”, ajena por completo al “uso” que luego terceras personas hacen de ella. Cuando se ensayó la bomba atómica en Los Álamos, Enrico Fermi estaba presente en el lugar, y en los campos de concentración unos portaban bata blanca y otros uniforme de campaña. La frivolidad con que algunos, como Schrödinger, relacionan la selección natural con la guerra, causa espanto: “En condiciones más primitivas la guerra quizá pudo tener un aspecto positivo al permitir la supervivencia de la tribu más apta” (7). Así se expresaba Schrödinger en 1943, es decir, en plena guerra mundial, en condiciones ciertamente “primitivas” pero de enorme actualidad. Los paralelismos entre la naturaleza y la sociedad se prestan a ese tipo de juegos, no sólo porque se confunde la sociedad con la naturaleza sino también, como veremos, por la razón opuesta. El capitalismo busca fundamentar su sistema de explotación sobre bases “naturales”, es decir, supuestamente enraizadas en la misma naturaleza y, en consecuencia, inamovibles. El positivismo no permite interrogar sobre el origen de los fenómenos, ni en la biologia ni en la sociología, porque demuestra el carácter perecedero del mundo en su conjunto y su permanente proceso de cambio. Cuando la biología demostró que no había nada inamovible, que todo evolucionaba, hubo quienes no se resignaron y buscaron en otra parte algo que no evolucionara nunca para asentar sobre ello las bases de la inmortalidad terrenal.

La maldición lamarckista

Creada en 1800 por el francés J.B.Lamarck, la biología es una ciencia de muy reciente aparición. A diferencia de otras y por la propia complejidad de los fenómenos que estudia, está lejos de haber consolidado un cuerpo doctrinal bien fundado. No obstante, la teoría de la evolución, que es eminentemente dialéctica, está en el núcleo de sus concepciones desde el primer momento de su aparición.

La biología nace como una ciencia descriptiva y comparativa que trataba de clasificar las especies, consideradas como estables. La teoría de la evolución la transformó en una “historia natural” y, por tanto, obligada a explicar una contradicción: el origen de la biodiversidad a partir de organismos muy simples. ¿Cómo aparecen nuevas especies, diferentes de las anteriores y sin embargo procedentes de ellas? Normalmente cuando a partir de mediados del siglo XIX se empieza a utilizar la expresión “herencia” en su nuevo sentido biológico es para remarcar la continuidad, es decir, el parecido de una generación a la anterior. Pero además de eso la herencia tiene que explicar su contrario, la discontinuidad, el surgimiento de nuevas especies. Finalmente, a partir de la discontinuidad la biología tiene que volver a explicar la continuidad. No basta aludir a la variedad de especies sino que es necesario que esa variedad sea permanente, esto es, heredable, de manera que se transmita de generación en generación.

La diferenciación celular es una contradicción similar a la anterior. Al dividirse una célula transmite los mismos componentes genéticos a las células sucesivas y, sin embargo, éstas se desarrollan de manera divergente creando células distintas pertenecientes a órganos distintos. Si cada célula se replica a sí misma en otras dos células idénticas, no aparecerían órganos diferenciados como el riñón o el cerebro. En el desarrollo del embrión a partir del mismo huevo indiferenciado que se multiplica, aparecen células de distintos tipos, individualizadas, especializadas e integrando tejidos y órganos. Lo genérico se especializa, la cantidad se transforma en cualidad, lo uniforme se convierte en multiforme. Las células que se multiplican no se amontonan de una manera abigarrada sino en torno a ejes de simetría: arriba y abajo, izquierda y derecha, delante y detrás. Lo diferente surge de lo idéntico. De ahí podemos deducir que la herencia no es un puro mecanismo de transmisión sino un acto de verdadera creación.

Por supuesto, la evolución no concierne únicamente a las especies (filogenia) sino a los individuos de cada especie (ontogenia), que también tienen su propio ciclo vital, es decir, que también tienen su propia historia: nacen y mueren. El título de la obra cumbre de Darwin era precisamente “El origen de las especies”, es decir, su comienzo, que debe completarse con el final de las especies, es decir, los registros fósiles. Finalmente, como tercer concepto básico, la biología tiene que tener en cuenta la transformación de las especies, la manera en que unos seres vivos desaparecen para dar lugar a otros diferentes.

Uno de los recursos más corrientes en biología para explicar la diversificación ha sido la hibridación o mezcla entre especies diferentes o dentro de la misma especie, una práctica tradicional que consumió muchas horas de experimentación, las primeras de una ciencia basada en la observación pura. De manera dubitativa, Linneo lo había intentado con la vieja concepción griega de la “metempsicosis corpurum”, es decir, la transformación. En la primera mitad del siglo XIX a los agrónomos se les llamaba precisamente “hibridadores”. Su interés era económico: se trataba de alimentar con nuevas variedades de ganado y plantas más baratas a una clase obrera creciente que poblaba las ciudades procedentes del campo. Desde el punto de vista científico la cuestión presentaba varios ángulos. Por medio de la hibridación trataban de contestar a la pregunta acerca de si entre las especies había o no fronteras absolutas, imposibles de saltar. También estaba la cuestión de la fecundidad de los híbridos, es decir, su capacidad para engendrar descendencia. La biología no había resuelto aún el denominado problema de la estabilidad de dichos híbridos, a veces calificado como el problema de la “constancia de las razas”, que contrastaba con su opuesto, el de la regresividad o reaparición en la progenie de rasgos provenientes de los ancestros al cabo de algunas generaciones. Las discusiones planteaban si los híbridos constituían nuevas especies o, por el contrario, eran un retorno a una variedad preexistente. La regresión de los caracteres ya era conocida a comienzos de siglo, después de los experimentos de T.A.Knight, A.Setton y J.Gross, pero se había interpretado erróneamente, en el sentido de que la regresión demostraba una tendencia hacia las especies originales, que serían inmutables. El propio Darwin en el “Origen de las especies” dedica muchas páginas a discutir esta cuestión. La hibridación era como la visualización sensible de lo que había podido ser una evolución que se resiste a hacerse presente, si bien limitada al interior de una misma especie. Por eso, comentando una obra del biólogo francés Pierre Trémaux, Marx escribió que, contrariamente a una opinión generalizada, los híbridos no son lo que produce las diferencias, sino al revés, la unidad de tipo de las especies: “Lo que Darwin presenta como las dificultades de la hibridación son aquí [en Trémaux], al contrario, pilares del sistema, puesto que [Trémaux] demuestra que una ‘espèce’ solo está constituida cuando el ‘croisement’ con otras deja de ser fecundo o posible” (8). La hibridación, pues, no puede explicar la evolución, y ese fue uno de los errores básicos de los mendelistas que quisieron hacer pasar unos experimentos de hibridación con guisantes como las leyes generales aplicables a todas las especies vivas en cualquier época histórica, por remota que pudiera ser.

Lamarck siguió una pista muy diferente de la hibridación, sobre la base de los conceptos de generación y transformación de manera que en el siglo XIX sus tesis evolucionistas fueron calificadas de “transformismo”, que luego, a partir de Herbert Spencer, fue sustituido por el de “evolución”. En Lamarck la unidad de la generación y la transformación conduce a la de complejidad, hoy tan de moda. La clasificación de los seres vivos no es horizontal sino que, con el transcurso tiempo, los seres vivos trepan por una escala progresiva cuya cúspide es el ser humano. Según esta concepción, si bien los organismos simples aparecen por generación espontánea, los más complejos aparecen a partir de ellos. Como la tabla de Mendeleiev de los elementos químicos, la clasificación taxonómica de los seres vivos no los separa ni los divide sino que los une. Expresa que algunos grandes grupos de ellos están más desarrollados que otros, lo que Darwin calificó dialécticamente como la ley de la unidad de tipo (9) que reconduce la multiplicidad de la materia viva, la diversidad, a su unidad interna. Otra concepción dialéctica subyacente es que la complejidad no es más que la mutua interacción de los seres vivos entre sí. La clasificación de los seres vivos relaciona a las especies entre sí según vínculos mutuos que son tanto evolutivos como progresivos o de complejidad creciente. Darwin dio verdadero sentido a la clasificación de los seres vivos realizada por Linneo en el siglo XVIII. Las especies no aparecían juntas por una semejanza exterior sino por lazos internos que son, a la vez, de tipo genealógico y evolutivo. Todas las especies son ramas un mismo “árbol”, tienen un tronco común que se diversifica con el tiempo, adquiriendo grados de complejidad crecientes. Las especies están emparentadas entre sí: “La estructura de todo ser orgánico está emparentada de modo esencialísimo, aunque a menudo oculto, con la de todos los demás seres orgánicos con que entra en competencia” (10). El vínculo interno se manifiesta en el tiempo y en el espacio, comprende tanto a las especies vivas como las vivas con las extintas (11). Al aludir al emparentamiento de todas las especies, queda evidenciado que para Darwin el hilo que une a las especies vivas es único: la herencia. A causa de ello, habitualmente sólo se tiene en cuenta uno de estos aspectos, el temporal o vertical, o se entienden separadamente del aspecto espacial u horizontal. Como los primos en el árbrol genealógico familiar, las espcies que coexisten en el tiempo se relacionan entre sí a través de los antepasados comunes de los que proceden (además de la lucha por la existencia).

Según Darwin, la evolución progresiva hacia una mayor complejidad de los seres vivos no significa necesariamente desaparición de los seres inferiores, por lo que si estos entran en competencia con los superiores, no se comprende su subsistencia. Las nuevas especies, más desarrolladas, exterminan a sus progenitores, menos evolucionadas: “La extinción y la selección natural van de la mano” (12). Al mismo tiempo Darwin pone de manifiesto las regresiones en la escala de los seres vivos, los retrocesos, que la evolución no es un proceso lineal: ¿por qué subsisten los seres de los escalones más bajos? Apunta la explicación ofrecida por Lamarck: la generación espontánea engendra continuamente seres inferiores (13). La ley de la unidad de tipo es el argumento fundamental que le habilita a Darwin para repudiar el creacionismo: “Si las especies hubiesen sido creadas independientemente, no hubiera habido explicación posible alguna de este género de clasificación; pero se explica mediante la herencia y divergencia de caracteres” (14).

El último inciso de Darwin es clarificador. Establece una noción de herencia que no es meramente transmisora de lo ya existente, sino creadora y acumulativa. En el “Origen de las especies” lo calificó varias veces como una “herencia con modificaciones”. Esta noción sólo puede ser dialéctica porque la herencia no sólo reproduce sino que produce. Según esta “herencia creadora” al futuro no se lega lo que se ha recibido sino algo más, como Darwin expuso de una manera resplandeciente en otra obra suya:

“La palabra herencia comprende dos elementos distintos: la transmisión y el desarrollo de los caracteres. No obstante, por ir generalmente juntos estos dos elementos suele omitirse esta distinción. Mas esto es evidente en aquellos caracteres que se transmiten en los primeros años de la vida, pero que sólo se desarrollan en la edad madura o acaso en la vejez; también la vemos, y con más claridad, en los caracteres sexuales secundarios, que si bien se transmiten en ambos sexos sólo se desenvuelven en uno de ellos [...] Finalmente, en todos los casos de retroceso, los caracteres se transmiten en dos, tres o muchas generaciones, para desarrollarse después al hallar ciertas condiciones favorables que nos son desconocidas. La distinción importante entre la transmisión y el desarrollo quedará mejor grabada en el entendimiento si recurrimos a la hipótesis de la pangénesis; según ésta, cada unidad o celda del cuerpo despide ciertas yemecillas o átomos no desarrollados que, transmitidos a los descendientes de ambos sexos, se multiplican por división en varias partes. Puede ser que queden sin adquirir plenamente las propiedades que le son debidas durante los primeros años de la vida, y acaso durante generaciones sucesivas, porque su transformación en unidades o celdillas semejantes a aquellas de que se derivan depende de su afinidad y unión con otras unidades o células previamente desarrolladas por las leyes del crecimiento” (15).

A pesar de la claridad de esta concepción, verdadero núcleo fundacional de la biología, el positivismo y, más concretamente, Morgan acabarán con ella apenas medio siglo después, abriendo un cúmulo de equívocos de los que aún no ha logrado salir la ciencia de la vida. Como veremos, Morgan separará la transmisión (genética) del desarrollo (embriología), imponiendo una línea científica antievolucionista en nombre del propio evolucionismo.

La obra de Lamarck dividió radicalmente a los biólogos en dos campos enfrentados. Por un lado, los defensores de las viejas teorías de la estabilidad de las especies, que comenzaron a llamarse “fijistas”, defensores de la creación divina del universo que, por su mismo origen, era perfecta y, en consecuencia, no podía cambiar sin empeorar, sin degenerar en algo imperfecto, en un monstruo. Por el otro, los evolucionistas, que entonces se llamaron lamarckistas o transformistas. La noción de evolución es la unidad dialéctica de la generación y la transformación, mientras que el creacionismo es una versión religiosa del antiguo pensamiento eleático, que negaba el movimiento y el cambio en el universo. El creacionismo atrae a la biología y a la materia viva las paradojas de Zenón sobre el desplazamiento, pero su concepción no reposa tanto sobre la escisión entre creador y criatura como sobre el surgimiento de la nada, es decir, la descomposición del movimiento en fases discontinuas sin tener en cuenta la continuidad. La diferencia entre dios y demiurgo es que aquel logra obtener algo donde previamente no había nada; el demiurgo sólo transforma lo que ya existe previamente. Además, el mito de la creación se agota en seis días, a partir de los cuales ya no hay nueva creación. Dios creó el mundo para siempre; a partir del séptimo día ya sólo ha habido transmisión o continuidad de un universo ya configurado. Por fin, hay que poner de manifiesto que dios creó al hombre “a su imagen y semejanza”. Por tanto, el hombre no forma parte de la naturaleza sino de dios. En la historia de la biología es muy frecuente observar los dos errores que sobre este punto se cometen con tanta frecuencia: o bien separando al hombre completamente del resto de la naturaleza, o bien reduciendo al hombre a la condición animal, e incluso peor, a la de una maquinaria bioquímica.

Entre el cúmulo de nociones confusas que se han difundido en torno a la vida (y a la biología), de las que veremos varias, está la de atribuir la noción de generación a Lamarck en exclusiva, bajo la forma de “generación espontánea”, una concepción cuya falsedad fue puesta de manifiesto por Pasteur a mediados del siglo XIX. La tesis de la generación espontánea sostiene una determinada forma en la que la materia inorgánica se transforma en orgánica, es decir, en vida. Ahora bien, que ese salto no se produzca de esa forma no significa que no se produzca o, en otras palabras, que la generación no sea espontánea no significa que no haya generación, es decir, que la vida no surja de la materia inerte. No surge de la forma que se había pensado hasta mediados del siglo XIX pero surge indudablemente, por más que no se sepa cómo. Además, el concepto de generación no sólo sirve para comprender ese salto sino todos los demás que se observan en la materia viva, esto es, el desarrollo hacia formas de vida cada vez más complejas partiendo de las más simples. Es la unidad de la producción y la reproducción, el origen de la vida, el de las especies y el del hombre. En toda herencia se engendra algo nuevo y, al mismo tiempo, toda generación no parte de la nada sino de algo previo que ya existía con anterioridad. Luego toda generación es una transformación y toda transformación es una generación. A esto se refería Espinosa cuando introdujo la noción de “natura naturans”, la idea de naturaleza en continuo proceso de cambio. Las transformaciones son cambios cuantitativos y las generaciones son saltos cualitativos que se producen a partir de ellas. Una no se puede comprender sin la otra. Se trata justamente de eso: de que existe creación, aparecen formas nuevas de vida más evolucionadas pero a partir de las ya existentes, en forma de saltos cualitativos. Esta concepción de la generación no es de Lamarck sino de Aristóteles. Fue éste quien desarrolló una concepción dialéctica y dinámica de la generación: “Tiene que haber siempre algo subyacente en lo que llega a ser”; en otra obra desarrolló aún más su concepción: “Lo que cesa de ser conserva todavía algo de lo que ha dejado de ser, y de lo que deviene, ya algo debe ser. Generalmente un ser que perece encierra aún el ser, y si deviene, es necesario que aquello de donde proceda y aquello que lo engendra exista, y también que este proceso no llegue al infinito” (16). Por tanto, en Aristóteles (y en el pensamiento griego en general) no existe la idea de creación de la nada, que es de origen monoteísta. La biología acogió esta noción de generación, y la aportación de Lamarck consistió en vincularla a su verdadera aportación científica: la de transformación.

La unión de la generación a la transformación en la obra de Lamarck incorpora la noción materialista de vida, en donde no existe una intervención exterior a la propia naturaleza, ni tampoco una única creación porque la naturaleza está creando continuamente. La materia orgánica se mueve por sí misma, se crea a sí misma y se transforma a sí misma. A partir de este principio general surgen las diversas explicaciones acerca de los modos por medio de los cuales se transforma. A este respecto, lo que se observa en la primera mitad del siglo XIX es que la biología pone toda su atención en el ambiente. Las concepciones ambientalistas recuperaban otras dos viejas nociones filosóficas:

a) la del “horror al vacío” y los cuatro elementos integrantes del universo (agua, aire, tierra y fuego)
b) la empirista de la “tabla rasa” que deriva en la noción biológica de “carácter” y en la teoría de la “acción directa” del ambiente sobre el organismo.

Esa es la concepción que estuvo vigente hasta que August Weismann lanza sus tesis en 1883. A sus dos componentes se le añadió a mediados de siglo un tercero: el concepto biológico de “herencia”. El medio exterior dejaba su huella en los seres vivos, que se transmitía de generación en generación de una manera acumulativa. Esta teoría fue denominada “herencia de los caracteres adquiridos”. De esta manera hasta 1883 el núcleo esencial de la biología se articulaba alrededor de los conceptos de ambiente, carácter y herencia que pasamos a analizar seguidamente.

La palabra medio fue introducida en la biología a través de la mecánica de Newton, donde formaba parte de la acción a distancia, como éter o fluido intermediario entre dos cuerpos. El medio es el centro de la acción de las fuerzas físicas. Tenía un sentido relativo que luego se convirtió en absoluto, en algo con entidad por sí mismo que, más que unir, separa a los cuerpos. Luego Lamarck lo traslada a la biología, aunque con notables precisiones de gran importancia que importa mucho poner de manifiesto porque está bien lejos de la concepción simplista a la que habitualmente se asocia su pensamiento. En el fundador de la biología la especie y el medio forman una unidad contradictoria. Ni era ambientalista ni habló nunca de heredabilidad de los caracteres adquiridos, aunque ambas nociones son compatibles con su pensamiento si se tienen en cuenta, al mismo tiempo, las siguientes precisiones:

a) el medio es algo concreto; habla de él en plural, como “circunstancias infinitamente diversificadas” y “lentamente cambiantes”

b) el pensamiento de Lamarck no es mecanicista: no hay armonía entre el individuo y el medio; el medio más que exterior es extraño a la especie por lo que es necesario un esfuerzo repetido y continuo de adaptación materializado en costumbres, hábitos y modos de vida

c) no hay acción directa del medio sobre el organismo sino a través del organismo. Lamarck es dualista y dialéctico: hay una acción (del medio) y una reacción (del organismo). La acción del medio requiere un cambio de conducta previo a los cambios orgánicos. Su concepción, por tanto, remitía a dos factores dialécticos simultáneamente: la práctica y la interacción del individuo con el medio.

A esta concepción Darwin añade la interacción de los individuos entre sí a través del medio. Éste es el que pone en contacto a los organismos vivos entre sí. Para Darwin el entorno es otro ser vivo, un depredador o una presa, la lucha por la existencia y la competencia. El centro de la relación se entabla entre unos seres vivos y otros. Esta concepción es una aplicación del malthusianismo a la naturaleza: los seres vivos se reproducen hasta un punto en el que no todos pueden sobrevivir por las limitaciones del medio, momento a partir del cual entran en una lucha interna en donde el más apto sobrevive y el débil perece. En numerosas ocasiones Darwin lo expone crudamente, afirmando que los lobos más feroces tienen más posibilidades de sobrevivir y equiparando la selección natural a la guerra. Pero otras veces suaviza su expresión: “Cuando reflexionamos sobre esta lucha nos podemos consolar con completa seguridad de que la guerra en la naturaleza no es incesante, que no se siente ningún miedo, que la muerte es generalmente rápida, y que el vigoroso, el sano y el feliz sobrevive y se multiplica”. Sin embargo, la clave es que en Darwin, como él mismo dijo, la lucha por la existencia tiene un sentido amplio y metafórico; significa la mutua dependencia de los seres vivos entre sí, su interrelación (17).

También en este punto los neodarwinistas han divulgado una visión distorsionada de la concepción de Darwin, ceñida a la selección natural. Sin embargo, Darwin relacionó la selección natural con las condiciones ambientales: “Cuando una variación ofrece la más pequeña utilidad a un ser cualquiera, no podemos decir cuánto hay que atribuir a la acción acumulativa de la selección natural y cuánto a la acción definida de las condiciones de vida”. Ambos factores, pues, no son contradictorios sino complementarios: “Es muy difícil precisar hasta qué punto el cambio de condiciones tales como las de clima, alimentos, etc. han obrado de un modo determinado. Hay motivos para creer que en el transcurso del tiempo los efectos han sido mayores de lo que puede probarse con clara evidencia. Pero seguramente podemos sacar la conclusión de que no pueden atribuirse simplemente a esta acción las complejas e inumerables coadaptacioones de estructura entre diferentes seres orgánicos por toda la naturaleza”. En muchos aspectos su formulación no está lejana de Lamarck; Darwin también refiere la concurrencia de dos factores: las condiciones de vida y el organismo, “que es el más importante de los dos”; además también defiende la tesis lamarckista del uso y desuso, dándoles carácter hereditario: “El uso ha fortalecido y desarrollado ciertos órganos en nuestros animales domésticos [...] El desuso los disminuye y [...] estas modificaciones son hereditarias [...] En suma, podemos sacar la conclusión de que el hábito, o sea, el uso y desuso, han jugado en algunos casos un papel importante en la modificación de la constitución y estructura, pero que sus efectos a menudo se han combinado ampliamente con la selección natural de variaciones congénitas y a veces han sido dominados por ella” (18). Por tanto, Darwin no contradice a Lamarck sino que continúa su obra, a la que añade la selección natural, verdadero núcleo del darwinismo.

En 1838 Comte, el fundador del positivismo, convierte al medio en una noción abstracta y universal: es el conjunto total de circunstancias que son necesarias para la existencia de un determinado organismo. Es continuo y homogéneo, un sistema de relaciones sin soporte, el anonimato donde se disuelven los organismos singulares. Comte habló de la necesidad de elaborar una “teoría general del medio” y, siguiendo a Descartes, continuó con un dualismo mecanicista: organismo y medio, o materia viva y materia inerte (19). El medio ya no es algo que pone a las especies en contacto entre sí, no es un vehículo de comunicación. Es esto lo que algunos historiadores de la biología reprochan a Lamarck: su concepción (“invención”, la califican) es profundamente diferente de la “nuestra” porque reconoce la interacción univesal de todos los seres y de todas las partes de todos los seres: “Todo se encuentra más o menos inmerso en lo demás”. Según Lamarck y Darwin, la alteración de una parte repercute sobre las demás; en consecuencia, un cambio en el cuerpo se transmite también a los órganos reproductores. Al naturalista francés le reprochan su concepción de los fluidos que, como la sangre, promueven una concepción dinámica de los organismos en donde todo es un proceso, un flujo. Pero la teoría de la pangénesis de Darwin sigue esa misma concepción. En los biólogos prepositivistas tanto el medio como los fluidos transmitían la interacción mutua: “Lamarck veía a los organismos a la luz de toda la tradición antigua”, dice Smith en tono de reproche (19b). Más que a Lamarck, los neolamarckianos eran positivistas: siguieron a Comte. Forjaron una concepción prefabricada del medio, unos molinos de viento ideados para soportar todos los golpes de la crítica posterior. Ese medio es la temperatura ambiental, el clima, la humedad, el viento, el suelo, la lluvia, etc. Sin duda todo eso es el medio, pero para una hormiga son aún más importantes las demás hormigas con las que convive. Tampoco deberían caber dudas de que los virus forman parte de ese mismo medio. Por eso al menos una parte del genoma de los animales superiores no lo hemos recibido de nuestros ancestros sino que es de origen viral.

La noción de “carácter” se creó a efectos de clasificación de las especies. Era un saco sin fondo en el que se incluía todo lo que hoy se califica como “fenotipo”, desde los rasgos morfológicos, hasta los fisiológicos y anatómicos. Pero normalmente por carácter se entendía todo aquello capaz de diferenciar a un organismo de otro de la misma especie, es decir, aquellos rasgos aparentes y exteriores que lo individualizaban. Se caracterizaban por su superficialidad: no definían a la especie como colectivo sino que se añadían a las características propias de ella. Se consideraron como caracteres los rasgos sicológicos, los comportamientos y, sobre todo, las enfermedades. Especialmente las patologías (mutilaciones, deformidades) se convirtieron en el centro de la atención de los biólogos. No sólo se mezclaba lo esencial con lo accesorio sino, además, lo típico con lo monstruoso, poniendo todo ello en el mismo plano y creando así un galimatías que luego favoreció las críticas a esta concepción.

No menos confusa era la acción del medio sobre los organismos. Los biólogos hablaban de una supuesta acción directa sobre ellos. Según esta concepción mecanicista, el medio incide en los organismos vivos del mismo modo que las balas en una diana: todas dan en el blanco, de idéntica manera y con los mismos resultados. Era una concepción determinista que derivaba de la astrología. Por eso cuando a los botánicos y agrónomos se les preguntaba por el clima miraban al cielo: el clima de la próxima estación estaba en las estrellas o en los astros. ¿Habrá un buena cosecha? El fatalismo está escrito en el cielo, cuya influencia sobre la tierra es inevitable. En su convento, Mendel, además de cuidar de la huerta, estudió meteorología.

La diferencia entre caracteres adquiridos e innatos (o congénitos) era igualmente confusa. Se llamaban adquiridos aquellos rasgos que los ancestros no poseían aparentemente; era innato todo aquello que estaba previamente en el gameto (óvulo o espermatozoide). En ocasiones esto daba lugar a un círculo vicioso: lo innato es hereditario y lo hereditario es innato. Sin embargo, a lo largo de todo el siglo XIX la biología planteó que también lo adquirido era heredable, de donde se dedujo –Darwin entre otros- que cualquier carácter adquirido era automáticamente heredable. Al heredarse los caracteres adquiridos, con el paso del tiempo se acumulaban o añadían a un fondo común que parecía no agotarse nunca. Si cualquier cosa se considera un carácter y todos los caracteres se heredan de manera directa, significa que los organismos vivos nacen con una adaptación perfecta al ambiente en el que van a vivir.

Aunque erróneamente se asocia al nombre de Lamarck, esta concepción era un recurso generalizado entre todos los biólogos desde Buffon en el siglo XVIII hasta finales del siglo XIX. Por el contrario, Lamarck no habló nunca de “herencia de los caracteres adquiridos”, aunque la noción subyace en sus escritos. Había nacido el neolamarckismo como algo diferente de Lamarck. A pesar de ello, el ambientalismo, lo mismo que la herencia de los caracteres adquiridos, quedó definitivamente asociado a su nombre como una manera de caricaturizarle y ridiculizarle.

La herencia de los caracteres adquiridos (“herencia con modificaciones” de Darwin) es el verdadero núcleo de la teoría de la evolución. Al aludir a un carácter “adquirido” la biología del siglo XIX ya estaba ligando dos conceptos diferentes de una manera dinámica, porque lo adquirido hace referencia a algo más que el antecedente no tenía. Esta es la esencia misma de la evolución porque la contraposición absoluta entre lo hereditario y lo adquirido es metafísica y Lysenko fue uno de los pocos que, décadas después, supo apreciar esta circunstancia: “No existe un carácter que sea únicamente ‘hereditario’ o ‘adquirido’. Todo carácter es resultado del desarrollo individual concreto de un principio hereditario genérico (patrimonio hereditario)” (20). Al separar la generación de la herencia a finales del siglo XIX la biología reintrodujo de nuevo la paradoja de Zenón sobre el movimiento: no se hereda lo nuevo, sólo lo viejo; la herencia transmite lo que hay, que es lo que siempre hubo. Por tanto, era una operación involucionista. La evolución no se puede concebir más que dentro de un proceso de cambio y, por consiguiente, dialécticamente. Si hasta 1883 los ambientalistas plantearon, además de la generación espontánea, que el organismo es una tabla rasa en donde el ambiente imprime su huella como quien escribe sobre un folio en blanco, a partir de 1883 las concepciones se volvieron del revés y la herencia se puso en primer plano: existe un fluido que se transmite de manera inalterable de padres a hijos al que no le afecta nada ajeno a él mismo y, a pesar de ello, es capaz de condicionar la configuración de los seres vivos.

Si hasta 1883 la biología sostuvo que todos los caracteres adquiridos eran heredables, a partir de entonces, con Weismann prevaleció la concepción opuesta exactamente: ningún carácter adquirido era heredable. Este giro demostraba la inmadurez de esta ciencia, que había reunido un enorme cúmulo de observaciones dispersas relativas a especies muy diferentes (bacterias, vegetales, peces, reptiles, aves) que habitan medios no menos diferentes (tierra, aire, agua, parásitos), sin que paralelamente se hubieran propuesto teorías, al menos sectoriales, capaces de explicarlas. Sobre esas lagunas y tomando muchas veces en consideración exclusivamente aspectos secundarios o casos particulares, los biólogos han proyectado sus propias convicciones ideológicas y, desde luego, han tomado como tesis lo que no eran más que conjeturas. Pero no siempre es sencillo separar una hipótesis (ideológica, religiosa, política, filosófica) del soporte científico sobre el que se asienta.

La ideología micromerista

Para un ciencia que estaba en sus inicios era inevitable empezar poniendo el énfasis en el ambiente exterior. Las referencias a las circunstancias, al medio y al entorno eran tan ambiguas como cualesquiera otras utilizadas en la biología (y en la sociología), pero no son suficientes para explicar el rechazo que las tesis ambientalistas empezaron a desencadenar. Nos encontramos ante un caso único en la ciencia cuya explicación merecería reflexiones muchísimo más profundas del cúmulo de las que se han venido exponiendo durante dos siglos. Resultaría sencillo comprobar que, además del estado inicial de la biología, concurrían también factores ideológicos, políticos y económicos para un rechazo tan visceral. Las alusiones ambientalistas tenían un componente corrosivo para una burguesía atemorizada por la experiencia del siglo XIX. Sobre todo tras la I Internacional y la Comuna de París, hablar del ambiente se hizo especialmente peligroso, signo de obrerismo y de radicalismo, y Lamarck era la referencia ineludible en ese tipo de argumentaciones. Virchow, uno de los impulsores de la teoría celular, además de científico era un militante liberal y advirtió del riesgo que suponía para el capitalismo la difusión del darwinismo, cuyas conclusiones eran favorables al movimiento obrero. Consecuente con ello, sugirió la posibilidad de limitar la enseñanza de las ciencias.

El lamarckismo rompía la individualidad clasista de la burguesía, la disolvía en una marejada informe. Frente al ambientalismo socialista, la burguesía comienza a alterar los diccionarios y a dar a la expresión “herencia” un contenido semántico nuevo: primero tuvo un significado nobiliario (feudal), luego económico (capitalista) y finalmente biológico (imperialista). En cierto modo es otro neologismo cuya utilidad iba a ser la misma que el grupo sanguíneo, la raza, el gen o las huellas dactilares. La herencia es algo esencialmente individual, se ciñe a los individuos de una especie, no a la especie misma y, desde luego, tampoco al propio ambiente, que es colectivista por antonomasia. Sin embargo, parece obvio constatar que la introducción de una especie en un habitat que no es el suyo, modifica éste de manera radical y definitiva. Si habitualmente no se considera este supuesto como “herencia de un carácter adquirido” es porque, lo mismo que el carácter, la expresión “herencia” se toma en un sentido individual. ¿No es heredable el medio? Cuando los primates descendieron de los árboles y comenzaron a caminar en bipedestación, no se trató de una modificación del medio, ni del organismo sino de ambas cosas a la vez y, desde luego, fue algo heredado porque no vuelve a repetirse en cada generación.

Por ese motivo, lo mismo que Lysenko, Lamarck es otra figura denostada y arrinconada en el baúl polvoriento de la historia científica. Lamarck y Lysenko son dos personalidades científicas vilipendiadas y ridiculizadas aún hoy en los medios científicos dominantes por los mismos motivos: porque defienden la misma teoría de la heredabilidad de los caracteres adquiridos. Pero hay algo más que une a Lysenko con Lamarck: si aquel defendió la revolución rusa, éste defendió la revolución francesa y la reacción burguesa es rencorosa, no olvida estas cosas fácilmente. Por eso el fundador de la biología, una verdadera gloria de la ciencia, murió en la miseria, ciego, abandonado por todos y sus restos han desaparecido porque fueron arrojados a una fosa común.

Había que acabar con la maldición lamarckista y el mal ambiente revolucionario del momento. Con el transcurso del tiempo los neodarwinistas prescindirán de la “herencia de los caracteres adquiridos” para acabar prescindiendo del mismo Lamarck, hábilmente suplantado por Darwin o, mejor dicho, por un remiendo de las tesis de Darwin. Esa persecución aún no ha terminado. Pero aunque sus herederos reniegan de ello, Darwin incorporó a su teoría científica de la evolución de las especies la tesis de la “herencia de los caracteres adquiridos”. El problema del origen de las especies depende de la solución que se le de a esta cuestión. Herbert Spencer escribió que “o ha habido herencia de los caracteres adquiridos o no ha habido evolución”. Sin la “herencia de los caracteres adquiridos” la evolución es imposible de explicar. Con la “herencia de los caracteres adquiridos” la evolución deviene a un proceso claramente comprensible.

Desde 1859 la teoría de la evolución, erróneamente personificada en Darwin y sus concepciones, tuvo seguidores incondicionales, detractores furibundos así como intentos de síntesis con otro tipo de teorías. En esa larga polémica confluyeron factores de todo tipo, y los argumentos científicos sólo constituyeron una parte de los propuestos. Como ocurre frecuentemente cuando se oponen posiciones encontradas, los errores de unos alimentan los de los contrarios y por eso la oposición religiosa al darwinismo presentó a éste con un marchamo incondicional de progresismo que no está presente en todos los postulados darwinistas. Como también suele ocurrir cuando se abordan fenómenos asociados a conceptos tales como “raza”, los factores chovinistas estuvieron entre aquellos que hicieron acto de presencia y, ciertamente, no faltaron buenos argumentos para plantearlos porque de la misma manera que la historia del cine es la historia de Hollywood, la historia de la biología es la historia de la biología anglosajona, la bibliografía es anglosajona, las revistas son anglosajonas, los laboratorios son anglosajones... y el dinero que financia todo eso tiene el mismo origen. Incluso el término “genética” no fue un neologismo anglosajón creado a principios del siglo XX por William Bateson, como reza en el canon oficial, sino que nació casi un siglo antes entre los biólogos alemanes. Todos los descubrimientos científicos se han producido y se siguen produciendo en Estados Unidos. Por eso sólo ellos acaparan los premios Nóbel. Aunque Plutón no es un planeta, se incluye entre ellos porque fue el único descubierto por científicos estadounidenses, que no pueden quedarse al margen de algo tan mediático.

A finales del siglo XIX la burguesía tenía que dar un giro de 180 grados a su concepción de la biología: empezar de dentro para ir hacia fuera. Es el papel que desempeñó el micromerismo, una corriente ideológica asociada al positivismo que trata de explicar la materia viva a partir de sus elementos componentes más simples. El problema es que si esos componentes no están vivos, se ha alterado radicalmente el objeto mismo de la biología como ciencia de la vida, que retorna a las “ciencias naturales” en donde aparecen confundidos lo vivo y lo inerte. No se puede explicar la vida a partir de componentes no vivos. En consecuencia, el micromerismo retrocedió cien años la biología. El concepto de vida fue establecido por Kant en 1790 en su obra “Crítica del juicio” a través de la definición de “organismo” (organismo vivo naturalmente) que delimita la materia inorgánica de la orgánica, lo cual ha dado lugar en la biología a dos confusiones características:

a) el mecanicismo que reduce toda la materia a materia inerte
b) el hilozoísmo que dota a toda la materia de vida, es decir, que toda la materia es materia orgánica

Por primera vez Kant define la vida como una unidad de contrarios, une y a la vez separa la materia orgánica de la inorgánica. Critica al hilozoísmo porque “el concepto de vida es una contradicción porque la falta de vida, inercia, constituye el carácter esencial de la misma” (21) y, por tanto, la materia inerte forma parte integrante de la vida: no existiría vida sin materia inorgánica. Pero la crítica de Kant va sobre todo dirigida contra el mecanicismo: un ser vivo “no es sólo una máquina, pues ésta no tiene más que fuerza motriz, sino que posee en sí fuerza formadora, y tal por cierto, que la comunica a las materias que no la tienen (las organiza), fuerza formadora, pues, que se propaga y que no puede ser explicada por la sola facultad del movimiento (el mecanismo)” (22).

A diferencia del concepto de “organon” de la filosofía griega, que era una parte o un instrumento, Kant define el organismo como una organización de partes relacionadas entre sí y dotada de autonomía. Esta concepción, un extraordinario progreso de la ciencia, quebraba también la separación religiosa entre el creador y la criatura: todo organismo reúne ambas condiciones, es autoorganización (23). La aportación de Kant atacaba directamente los fundamentos del mecanicismo y, en consecuencia, después del concepto de generación de Aristóteles, es la segunda pieza sobre la que se articula la biología. Su formulación permitió por vez primera separar al organismo de su entorno, pero manteniendo a la vez a ambos unidos. No obstante, el positivismo interpretó la concepción de Kant como teleológica y también fue arrinconada en el desván. El positivismo interpreta el finalismo con referencia al creador, a la providencia divina, para rechazar cualquier posibilidad de plan externo a la naturaleza misma. Como ideología metafísica, el positivismo separa la causa (causa eficiente) del efecto (causa final), mientras que Kant ofreció una formulación dialéctica muy alejada, por supuesto, del mecanicismo, pero también del finalismo. En consecuencia, el positivismo no se puede postular a sí mismo como alternativa a las corrientes vitalistas y hilozoístas, porque ambas son unilaterales y, por tanto, erróneas. No existe esa separación entre la causa eficiente, mecánica, natural o inconsciente, y la causa final, intencional, consciente o artificial. En este punto Kant sigue la tesis de “causa sui” de Espinosa: causalidad y finalidad forman una unidad dialéctica. Del mismo modo, para Kant, el organismo forma una unidad articulada en donde “todo es fin y recíprocamente medio”, es decir, en donde se rompe la división metafísica entre determinismo y finalismo que tantos interrogantes ha introducido en la biología. Hegel siguió la misma línea kantiana de crítica del mecanicismo, al que opone lo que califica de “quimismo”. Un error de los más graves, según Hegel, es la aplicación del mecanicismo a la materia orgánica, que debe ser sustituido por la acción recíproca. En las vinculaciones mecánicas los objetos se relacionan de una manera exterior, unos independientemente de los otros; en la química, unos se completan con los otros. Las causas no están separadas de sus efectos, ni los medios de los fines: “Aun el fin alcanzado es un objeto que sirve a su vez de medio para otros fines, y así hasta el infinito” (24). Al fin y al cabo en castellano la palabra “animal” deriva de la latina “anima”, que hace referencia a lo que está animado, es decir, dotado de vida y de movimiento por sí mismo.

Aunque a los neodarwinistas les repugne reconocerlo, la idea de finalidad está claramente presente en la obra de Darwin, que tiene profundas raíces aristotélicas. El naturalista británico alude en numerosas ocasiones a la idea de fin y perfección: “Todo ser tiende a perfeccionarse cada vez más en relación con sus condiciones. Este perfeccionamiento conduce inevitablemente al progreso gradual de la organización del mayor número de seres vivientes en todo el mundo. Pero entramos aquí en un asunto muy intrincado, pues los naturalistas no han definido a satisfacción de todos lo que se entiende por progreso en la organización” (25). No es posible separar las condiciones de vida de la “tendencia” a la variación: “Consideraciones como ésta me inclinan a conceder menos peso a la acción directa de las condiciones de ambientales, que a una tendencia a variar debida a causas que ignoramos por completo” (26). Las tendencias teleológicas de los seres vivos no son unilaterales sino contradictorias: “Hay una lucha constante entre la tendencia, por un lado, a la regresión a un estado menos perfecto, junto con una tendencia innata a nuevas variaciones y, por otro lado, la fuerza de una selección continua para conservar pura la raza. A la larga la selección triunfa” (27). No obstante, en ocasiones prevalece la tendencia opuesta: “He sentado que la hipótesis más probable para explicar la reaparición de los caracteres antiquísimos es que hay una ‘tendencia’ en los jóvenes de cada generación sucesiva a producir el carácter perdido hace mucho tiempo y que esta tendencia, por causas desconocidas, a veces prevalece” (28). La noción de “fin” en Darwin parece tener que ver con la de “función”, es decir, con la adaptación ambiental. De ahí que hable de órganos “creados para un fin especial” (29).

Engels también defendió esa misma concepción iniciada por Kant de denuncia del mecanicismo. Dirigió su crítica contra el biólogo suizo Nägeli, quien consideraba explicadas las diferencias cualitativas cuando las podía reducir a diferencias cuantitativas, lo cual, continúa Engels, supone pasar por alto que la relación de la cantidad y la calidad es recíproca, que una se convierte en la otra, lo mismo que la otra en la una: “Si todas las diferencias y cambios de calidad se reducen a diferencias y cambios cuantitativos, al desplazamiento mecánico, entonces es inevitable que lleguemos a la proposición de que toda la materia está compuesta de partículas menores idénticas, y que todas las diferencias cualitativas de los elementos químicos de la materia son provocadas por diferencias cuantitativas en la cantidad y el agrupamiento espacial de esas partículas menores para formar los átomos” (30).

Esa era justamente la concepción que recogió Waddington, para quien el desarrollo de los animales es el resultado de la autoorganización; la tendencia a la autoorganización es “la característica más importante” de las células y “una de sus más misteriosas propiedades” (31). Según Waddington, el embrión es un sistema organizado y autoregulado: “Una de las propiedades más llamativas de los embriones es la de ser capaces de ‘regular’, es decir, que a pesar de cercenar una parte de los mismos o de lesionarlos de varias maneras, muestran fuerte tendencia a terminar su desarrollo con un resultado final normal. Las fuerzas que configuran la morfología no pueden actuar con entera independencia y sin tener en cuenta lo que está ocurriendo alrededor. Han de tener la misma facultad que les permita compensar las anormalidades y adaptarse a la sustancia que las rodea, como ya tuvimos ocasión de advertir en los procesos químicos que intervienen en la diferenciación de los tejidos”. El concepto “regulación” lo toma Waddington de la cibernética y lo relaciona de manera precisa con el de “finalidad”, aunque para no acabar equiparado con el hilozoísmo alude más bien a una “cuasi-finalidad”, algo en lo que también coincide con Kant o con lo que Lamarck consideraba como “voluntad” en el animal. Al mismo tiempo, para escapar del micromerismo, Waddington habla de “organicismo”, que concebía como un circuito cibernético “donde nada es ya causa o efecto”. El biólogo escocés detectaba al menos tres de esos circuitos cibernéticos: “Uno pone al animal en relación con el medio y los otros dos relacionan los caracteres adquiridos con las mutaciones que, a su vez, están sujetas a circuitos reverberantes propios del desarrollo ontogénico”. La cibernética le conduce a la noción de finalidad: “Hemos aprendido ya a construir mecanismos accionados por procesos que no son provocados por una causa final, pero que se integran en una máquina proyectada para un fin pre-determinado”. Los procesos de desarrollo tienen tendencia a alcanzar siempre el resultado final previsto, aún en circunstancias anormales (32).

No fue ese el camino que el micromerismo impuso a la biología. La cadena reduccionista se fue imponiendo de manera que la vida no aparece hoy ligada a un ser vivo sino a la célula, al ADN, los cromosomas o los genes, algo que los medios de comunicación repiten con instencia. En su panfleto Schrödinger habló de los cromosomas como “portadores” de la vida; en ellos radican las claves de los seres vivos: “En una sola dotación cromosómica se encuentra realmente de forma completa el texto cifrado del esquema del individuo”. Ellos contienen el “esquema completo de todo el desarrollo futuro del individuo y de su funcionamiento en estado maduro”. Puede decirse incluso que son mucho más: los instrumentos que realizan el desarrollo que ellos mismos pronostican; son el texto legal y el poder ejecutivo, el arquitecto que diseña los planos y el aparejador que dirige la obra, la “inteligencia absoluta de Laplace” para establecer cualquier cadena causal (33). Ahí aparece confundida la biología con la quiromancia...

El modelo micromerista está calcado del atomismo del mundo físico y expuesto sin temor al ridículo. Por ejemplo, Schrödinger no vacila en afirmar con rotundidad: “El mecanismo de la herencia está íntimamente relacionado, si no fundamentado, sobre la base misma de la teoría cuántica” porque ésta “explica toda clase de agregados de átomos que se encuentran en la naturaleza” (34). ¿Y qué son los seres vivos más que átomos amontonados unos junto a los otros? ¿Por qué no experimentar con ellos en aceleradores de partículas? Aunque lo expresa con otras palabras, François Jacob sostiene idénticas nociones: “De la materia a lo viviente no hay una diferencia de naturaleza sino de complejidad”. Por tanto, de lo lo material a lo viviente no hay más que diferencias de grado, puramente cuantitativas: lo vivo no es más que materia algo más complicada. Para analizar lo vivo hay que dividirlo en partes: “No se puede reparar una máquina sin conocer las piezas que la componen y su uso”. Luego, la vida no es más una máquina como cualquier otra, lo cual se puede incluso seguir sosteniendo aunque esté en funcionamiento: “Hay al menos dos razones que justifican abordar el análisis del funcionamiento del ser vivo no ya en su totalidad, sino por partes...” (35).

La otra fuente inspiradora del micromerismo es la teoría celular en la forma en que Virchow la había expuesto (omnis cellula ex cellula). Los organismos vivos se componen de células, concebidas como unidades autosuficientes que se reproducen a sí mismas. No hay nada en el mundo orgánico más que células y éstas derivan unas de otras. Las células se conciben como el componente último de la vida, por lo que el aforismo de Virchow acaba significando que la vida procede de la vida, que es eterna, por lo que se combatía otra de las concepciones más arraigadas de la biología del siglo XIX, la generación espontánea, también asociada erróneamente a Lamarck de manera exclusiva.

En la URSS, de la misma manera que Lysenko se enfrentó a Weismann, Olga Lepechinskaia hizo lo propio con Virchow, con idéntico –o aún peor- resultado de linchamiento. En su obra Engels destacó la teoría celular como uno de los avances científicos más importantes del siglo XIX. Pero, como sucedería luego con la genética, Virchow asoció dicha teoría a un componente ideológico. Lepechinskaia es otra de las figuras malditas de esta pequeña pero vertiginosa historia. Autores como Rostand la ridiculizan y Medvedev, demostrando su baja catadura personal, la califica de “buena cocinera”. Es otro caso de aberración científica soviética; no obstante, otros magníficos cocineros como Ludwig Büchner (36) e Yves Delage (37) ya expresaron la misma opinión que la soviética muchos años antes.

Del mismo modo que se ha confundido al marxismo con el positivismo, también es muy frecuente confundir el micromerismo con una forma de “materialismo”, cuando en realidad es un mecanicismo vulgar. Le sucedió a un filósofo de altura como Hegel y a un biólogo de la talla de Haldane. Por eso Rostand encuentra aquí una incongruencia entre los marxistas, que defienden el atomismo en física pero se oponen al atomismo en biología (38). Para eso Rostand tendría que demostrar primero que los fenómenos que estudia la física son equiparables a los fenómenos vitales, y el marxismo sostiene todo lo contrario: que la biología no se puede reducir a la mecánica. Aunque la materia orgánica procede de la inorgánica, se transforma siguiendo leyes diferentes de ella. Entre ambos universos hay un salto cualitativo, de manera que no se puede confundir a la materia viva con la inerte ni al hombre con los animales. Así, tan erróneo es separar completamente al hombre de la naturaleza, como hace la Biblia, como equipararlos, que es lo que hacen los neodarwinistas (39). La complejidad creciente de las distintas formas de materia impide la reducción de las leyes de la materia orgánica a las de la materia inerte, pero a partir de ahí es igualmente erróneo sostener que la materia viva no es materia o que hay algo no material en la vida.

La biología tenía que recorrer un camino que ya estaba previamente marcado por las proyecciones ideológicas positivistas. Como la física, fue encontrando lo que buscaba: partículas cada vez más pequeñas de la materia viva (célula, núcleo, cromosomas y genes), reales o inventadas, sobre las que concentrar la explicación de todos los fenómenos vitales, lo cual es algo más que simplista. La evolución de las especies, las presentes y las pasadas, no se puede explicar solo con ayuda del microscopio ni se rige por las mismas leyes del mundo físico. Pero es que ni siquiera todos los fenómenos físicos se rigen por las leyes atómicas, salvo los del átomo. Sin embargo, los micromeristas sí pretenden extrapolar las leyes que rigen los fenómenos celulares y moleculares a la evolución de todos los seres que componen la naturaleza viva.

El micromerismo es una variante del positivismo mecanicista y reduccionista que surge como reacción frente a las concepciones holistas y vitalistas que habían caído en la especulación y el misticismo. Pero degeneraron en su contrario, creando una tendecía igualmente mística. Empezaron a concebir al ser humano como una federación de células, al todo como una suma de sus partes. Hegel ya había advertido acerca de la falsedad de esa relación entre el todo y sus partes: el todo deja de ser una totalidad cuando se lo divide en partes. El cuerpo deja de estar vivo cuando se lo divide; se convierte en su contrario: en un cadáver (40), en materia inerte. Una sinfonía no se puede descomponer en los sonidos que emiten cada uno de los instrumentos que componen la orquesta por separado, y para comprender la visión no basta estudiar el ojo sino también es necesario entender el funcionamiento del cerebro. Las partes sólo se pueden comprender en su mutua interacción y en la mutua interacción con el todo que las contiene. Waddington, uno de los pocos biólogos que mantuvo una actitud crítica hacia el micromerismo, también lo expresó gráficamente: “La arquitectura en sí es más importante que los elementos que han servido para construirla”. Pero las propias expresiones que se utilizan habitualmente en estos casos (todo, partes) son igualmente reminiscencias mecanicistas. Por eso Waddington apunta con más precisión cuando lo expresa de la siguiente manera: “Un organismo vivo no se puede comparar a un saco lleno de sustancias químicas, cada una de las cuales ha sido configurada por un gen particular. Su carácter peculiar lo admitimos implícitamente al decir de él que es un ser vivo. Ello presupone aceptar también que tiene la propiedad de estar organizado; pero ¿qué se entiende exactamente por organización? Se trata de un concepto bastante difícil de definir, por lo que quizá baste con que digamos aquí que implica el hecho de que las partes de que se compone un ser organizado tienen propiedades que sólo pueden comprenderse del todo poniendo cada una en relación con todas las demás partes del sistema” (41)

Pocas veces en la historia de la ciencia una ideología ha dado muestras más contundentes de intransigencia y dogmatismo, como en la biología, en donde abundan los cadáveres y los herejes llevados a la hoguera moderna del menosprecio. En Alemania el micromerismo eliminó las concepciones de la filosofía de la naturaleza; naturalmente eliminó las referencias ambientalistas y, en general, quebró las líneas de desarrollo de la biología:

a) escindió la generación de la transformación, lo que ha conducido a un absurdo: la genética no estudia los problemas de la génesis, que quedan disueltos entre los problemas de las mutaciones o transformaciones

b) puso a la herencia en el centro de la evolución, la genética suplantó a la biología o, en palabras de un micromerista actual, François Jacob, “el sustrato de la herencia acaba siendo también el de la evolución” (42)

c) impuso una concepción individualista de la herencia (y por tanto de la evolución): lo que evolucionan son cada uno de los organismos

d) la herencia no crea ni transforma, sólo transmite lo que ya existía previamente

El atomismo celular y genético no era más que un trasunto de la ideología individualista que busca la identidad propia, una diferencia indeleble por encima del aparente parecido morfológico de los seres humanos y de un ambiente social homogeneizador, hostil y opresivo. El fenotipo podía ser similar, pero el genotipo es único para cada individuo. Es la naturaleza misma la que marca el lugar de cada célula en los tejidos y de cada persona en la sociedad. El carácter fraudulento de esta inversión (de lo natural en lo social) ya fue indicado por Marx y Engels, quienes subrayaron que provenía de un truco previo de prestidigitación: Darwin había proyectado sobre la naturaleza las leyes competitivas de la sociedad capitalista que luego retornaban a ella como “leyes naturales” (43).

El micromerismo es la microeconomía del mundo vivo, su utilidad marginal y cumple idéntica función mistificadora: son las decisiones libres de los sujetos (familias y empresas) las que explican los grandes agregados económicos tales como el subdesarrollo, el déficit o la inflación.

El genotipo separa definitivamente el cosmos en dos partes bien delimitadas, lo interior y lo exterior, en donde prevalece lo primero, que es el ámbito de lo personal y único. Para destacar el carácter inexpugnable de la intimidad, los anglosajones utilizan el aforismo “Mi casa es mi castillo” y cualquier cosa que llegue de fuera necesita de una autorización previa.

Sobre la base de ese individualismo, una base natural e inmutable, había que edificar la continuidad del régimen capitalista de producción. Cabía la posibilidad de hacer cambios, siempre que fueran pequeños y no alteraran los fundamentos mismos, la constitución genética de la sociedad capitalista. Por supuesto esas pequeñas variaciones no son permanentes, no son hereditarias, no otorgan derechos como los que derivan de la sangre, del linaje y de la raza.

De ahí que las tesis micromeristas prevalecieran entre los genetistas de los países capitalistas más “avanzados”, especialmente en Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania y sus áreas de influencia cultural, bajo el título fastuoso de “dogma central” de la genética.

Cuando la evolución se abrió camino en la biología de manera incontestable, los metafísicos trataron de descubrir algo que no cambiara nunca, el tarro de las esencias inmutables. Ya no era posible un enfrentamiento frontal. Era necesario un subterfugio porque no cabía duda de que la vida había evolucionado y se trataba de separar lo que evidentemente evolucionaba de aquello que –supuestamente- no podía evolucionar en ningún caso. Engels había pronosticado que “si la reacción triunfa en Alemania, los darwinistas serán, después de los socialistas, sus primeras víctimas” (44). La lucha contra Darwin se hizo en nombre del propio Darwin.

Regreso al planeta de los simios

Esa fue la tarea que emprendió el alemán August Weismann (1834-1914), quien se presenta como darwinista. No obstante, frente a las tesis evolucionistas Weismann defendía el último reducto de la metafísica biológica, la idea de que hay algo eterno, que va más allá de la historia porque no tiene principio ni fin. Weismann, pues, no es darwinista; más bien con él empieza el neodarwinismo, que es algo diferente. Si el lamarckismo poco tiene que ver Lamarck, lo mismo debe decirse de Darwin y sus seguidores, algo muy frecuente, sobre todo en la historia de la biología. El concepto de evolución cambia radicalmente. De ahí que, aunque Lecourt considera a Weismann como un autor “olvidado” por la biología, genetistas de primera línea como Morgan le mencionan como un precedente de relieve (45) y cualquier historiador de esta ciencia, como Rostand, coincidiendo en esto con Lysenko, destaca la enorme importancia de sus concepciones (46). Fue él quien dio el vuelco a las conceopciones biológicas hasta entonces predominantes. Pero también aquí tienen que aparecer las tergiversaciones históricas y así, en un conocido manual de historia de esta disciplina, Smith asegura que Weismann, “más que ningún otro investigador de finales del siglo XIX, mantuvo la pureza inicial de las ideas darwinianas” (46b). Por el contrario, la comparación entre Darwin y Weismann no presenta ningún parecido.

Los presupuestos científicos de Weismann son singulares. Como él mismo reconoce, emplea la palabra “investigación” en un sentido “un poco diferente” del usual. Para él también son investigaciones las “nuevas observaciones”, aunque de esa manera sólo cambia el problema de sitio porque no define esa noción, aunque da pistas al afirmar acto seguido que el progreso de la ciencia no se apoya sólo en “nuevos hechos” sino en la correcta interpretación de los mismos. Lo que trata de reconocer de una manera ambigua es que el giro que está a punto de dar a la biología no se fundamenta en el descubrimiento de hechos que antes nadie hubiera apreciado sino en una nueva hipótesis teórica. Luego, al aludir a la herencia de los caracteres adquiridos afirma algo más: que no está probada. Desde luego la “demostración” y la propia experimentación en biología se desarrollan mucho más tarde y en condiciones muy diferentes de la física. ¿Cómo se demuestra una teoría en biología? Hasta el siglo XX no se puede hablar de una biología experimental. Los experimentos del siglo anterior no se repiten en los mismos organismos ni en los mismos medios, de manera que cada uno de ellos arroja resultados diversos. Cuando los experimentos de Morgan con las moscas se hicieron famosos, los genetistas se volcaron en el descubrimiento. Hubo que definir un conjunto de condiciones canónicas de cultivo de moscas. Mediante una cría selectiva se eliminaron los genes que hacían que la mosca se comportara de modo distinto al previsto por la genética mendeliana. Como los guisantes de Mendel, la mosca típica dejó de ser el objeto de la investigación para convertirse en el instrumento de la investigación, la personificación misma de la nueva genética.

Que la herencia de los caracteres adquiridos no estaba probada es algo que a lo largo del siglo XIX ningún biólogo había advertido antes de Weismann. Pero él tampoco define en qué consiste “demostrar” en biología, de manera que cuando el biólogo alemán Detmer le indicó varios hechos que –según él- sí lo demostraban (47) Weismann rechaza unos y de los otros ofrece una interpretación alternativa basada en la selección natural. Por tanto, la labor de Weismann fue de tipo jurídico: trasladar la carga de la prueba sobre los partidarios de la herencia de los caracteres adquiridos; son ellos quienes deben “probar”. Fue una reflexión de enorme éxito; a partir de sus escritos le dieron la vuelta al problema, repitiendo una y otra vez que la tesis -desde entonces ligada a Lamarck de manera definitiva- no está probada. Pero Weismann fue mucho más allá: la tarea de probarlo le resulta “teóricamente inverosímil”, es decir, que nunca se ha probado ni se podrá probar jamás.

Si la teoría de Lamarck no está probada sólo queda comprobar si lo está la de Weismann. La leyenda de la genética afirma que para demostrar la inconsistencia de la heredabilidad de los caracteres adquiridos, Weismann amputaba el mismo miembro de cualquier animal generación tras generación, a pesar de lo cual, dicho miembro reaparecía en cada recién nacido. Nunca existió tal experimento, pero de esa manera absurda se ha pretendido ridiculizar a Lamarck con una caricatura de experimento, cuando sería el experimentador el que hubiera quedado ridiculizado. No hacía falta ningún experimento; los judíos llevan siglos circuncidándose y, a pesar de ello, el prepucio reaparece en cada nueva generación; los hijos de los cojos a quienes se le coloca una prótesis ortopédica no nacen con las piernas de madera y, a pesar de las penetraciones sexuales desde los más remotos tiempos de la humanidad, las mujeres siguen naciendo con el himen intacto...

Pero el objetivo del ataque de Weismann no es la heredabilidad de los caracteres adquiridos: es Lamarck, es toda su obra la que se propone derribar. Como la heredabilidad de los caracteres adquiridos es el único mecanismo explicativo que Lamarck propone y es errónea, afirma Weismann, todo su sistema biológico se hunde. Todos los demás biólogos quedan a salvo del naufragio, incluso el mismo Weismann, que había defendido esa misma concepción hasta el dia anterior. Había algo en la obra de Lamarck que a finales del siglo parecía necesario erradicar. Sin embargo, convenía salvar a Darwin porque éste redujo al ámbito de acción de la herencia de los caracteres adquiridos con su teoría de la selección natural. Había que preservar ese residuo darwinista, el principio de la evolución exclusivamente por medio de la selección natural, algo que contradice al mismo Darwin. Esa era la línea directriz a seguir por la biología en el futuro.

Pero además de eso es necesaria una teoría de la herencia que sustituya a la de Lamarck. Por eso, aunque él sostiene que ambas son independientes, Weismann contrapone su hipótesis a la neolamarckista.

En este asunto lo verdaderamente sorprendente es la rapidez con que a partir de 1883 se abandona la pauta anterior y se inicia una nueva sin grandes resistencias. En muy poco tiempo la herencia de los caracteres adquiridos pasó de ser un principio incontrovertible, incluso para los fijistas, a ser el más controvertido de toda la biología. Fue un giro fulgurante, aunque lo más sorprende es que no se fundamentara en hechos sino en contraponer una hipótesis a otra. Si no aportaba evidencias empíricas se trata de comprobar si existían grandes virtudes teóricas en la propuesta de Weismann, desde luego muy superiores a la predominante hasta entonces.

La conclusión es rotundamente negativa. Según Weismann la dotación genética (“plasma germinal”, la llamó) determina unilateralmente los rasgos morfológicos de los seres vivos. Las células de éstos aparecen divididas en dos universos metafísicamente contrapuestos: un elemento activo y otro pasivo. Hasta la fecha, la división dominante en los organismos vivos se establecía entre la especie (o el individuo) y el medio; a partir de entonces esa división separa el plasma de todo lo demás, calificado de “medio exterior”. Aunque Weismann se guarda de reconocerlo, esta teoría era una crítica directa contra Darwin, para quien el esperma emana de todas las células corporales (pangénesis). La concepción de Darwin era la tradicional, ya que deriva de la filosofía griega. Reconoce la interacción entre todas las partes del cuerpo, es decir, que no separa al plasma del resto del organismo. Según Darwin cada célula del cuerpo produce unas partículas, a las que llama “gémulas”, que transportadas por los fluidos orgánicos, llegaban a los órganos reproductores, donde permanecían en espera de la fertilización. El semen es una réplica concentrada del hombre que le da origen, de manera que si el hombre cambia, cambia su réplica seminal. Cada gémula reproducía una parte específica del cuerpo. En consecuencia, es el cuerpo el que engendra la materia seminal, y no al revés como afirma Weismann. Darwin proponía que el uso extraordinario de un órgano produce cantidades anormalmente altas de gémulas con las características de ese órgano, con lo que se refuerza el mismo en la progenie. De manera inversa, el poco uso de otro órgano provocaría una producción anormalmente baja de gémulas relacionadas con dicho órgano, por lo que habría un desarrollo cada vez más deficiente del mismo en las progenies sucesivas.

La pangénesis de Darwin conduce directamente a la herencia de los caracteres adquiridos, le proporciona un fundamento fisiológico, pues las gémulas recogen los cambios que sufren las partes del organismo de las que proceden. Por el contrario, Weismann crea la noción de “linaje” celular: las células sexuales provienen exclusivamente de otras células sexuales. La separación entre el plasma y el cuerpo no es un añadido que Weismann aporta al darwinismo sino un giro conceptual; mientras con su pangénesis Darwin relacionaba a todas las células del cuerpo entre sí, Weismann rompe esa interacción mutua y sólo reconoce los efectos del plasma sobre el cuerpo pero nunca los del cuerpo sobre el plasma. La nueva orientación conceptual de Weismann se expresa en la vieja paradoja del huevo y la gallina. ¿Quién aparece primero, la gallina o el huevo? Desde Aristóteles hasta Darwin los biólogos habían afirmado que primero fue la gallina; para Weismann lo primero es el huevo. Empezando con él y acabando con Dawkins ya no es la gallina la que pone huevos sino los huevos los que ponen gallinas. De acuerdo con Weismann, la gallina es simplemente un dispositivo del huevo que posibilita la postura de otro huevo; la gallina acabará desapareciendo de la biología y con ella el concepto mismo de vida. La biología ya no es la ciencia que trata de la vida sino de otros fenómenos, o bien la vida se confundirá con esos otros fenómenos (células, cromosomas, genes).

Por lo demás, la concepción de Weismann no sólo no precisa el concepto de “medio” sino que pretende darle “una gran amplitud”. Es una buena prueba de que se había impuesto la concepción abstracta de Comte. Como buen zoólogo, Weismann era un observador perspicaz y había leido a Lamarck mucho mejor que sus contemporáneos. Sabía que el francés se apoyaba en el “uso y desuso” y no en el ambiente exterior. Pero, según Weismann, el uso y desuso no puede ejercer una influencia “directa” de transformación de la especie tan grande como los factores ambientales. De esta manera, Weismann se enfrenta directamente a los neolamarckistas de su tiempo sobre dos ejes básicos:

a) los cambios individuales no afectan a la especie; si se toma al individuo aisladamente, todas las influencias exteriores no pueden transformar la especie
b) en la crítica el factor ambiental queda definido como la “acción directa del medio exterior”, una expresión que repite varias veces

En fin, para Weismann esos cambios inducidos por el ambiente exterior son como el bronceado veraniego: se van con los primeros fríos. Sin embargo, parece claro observar que la afirmación micromerista de que los cambios exteriores sólo pueden afectar a un único individuo es absurda: el verano broncea por igual a todos los que se exponen a los rayos del sol. Las modificaciones ambientales afectan a todos los organismos a los que alcanza su radio de acción. Pero eso es exactamente lo que Weismann critica y su conclusión hará fortuna. Todos los caracteres debidos a las acciones exteriores, afirma Weismann, quedan limitados al individuo afectado y, además, desaparecen muy rápido, mucho antes de su muerte, concluyendo de una forma rotunda sin intentar siquiera ninguna clase de prueba: “No hay un solo caso en el cual el carácter en cuestión se haya convertido en hereditario” (48).

La de Weismann no es una crítica de los postulados del contrario sino de la interpretación que él mismo ofrece de esos postulados. Es un aspecto en el que Weismann deja de ser el biológo minucioso y atento para desplegar un ataque en toda la línea del frente que, en aquel momento, estaba compuesta por todos los demás. Es una crítica genérica de toda una corriente, el neolamarckismo, presentada de una manera uniforme sobre la base de conceptos imprecisos, como el “medio exterior”, cuya precisión se difumina aún más.

Sin embargo, Weismann defiende el transformismo, por lo que tiene que recurrir a otros mecanismos teóricos diferentes, es decir, tiene que explicar la transformación sin herencia de los caracteres adquiridos. Éste es uno de los problemas más profundos de la biología, advierte Weismann; su solución es decisiva para comprender la formación de las especies y los cambios en los organismos vivos. Weismann tiene que introducir un cambio previo que los cause, el plasma germinal: no hay cambio en la especie sin previo cambio del plasma: “Nunca he dudado de que modificaciones que dependen de una modificación del plasma germinal, y por tanto de las células reproductoras, sean transmisibles, incluso siempre he insistido en el hecho de que son ellas, y sólo ellas, las que deben ser transmitidas” (49). El problema cambia de sitio: ahora se trata de saber qué es lo que causa esas modificaciones del plasma que a su vez causan modificaciones del cuerpo. Entonces critica a Nägeli, para quien las modificaciones son de tipo “interno” de modo que todo el desarrollo de las especies estaba ya previamente escrito en la estructura del primer organismo simple y todas las demás proceden de él. Según Weisman las causas son “externas”, lo cual parece dar la razón a los neolamarckistas, o al menos permite una síntesis: no habría una acción “directa” del medio exterior sino que ésta sería “indirecta”. Weismann no lo dice pero sólo cabría esa reflexión.

La insistencia de Weismann en criticar la “acción directa del medio exterior” y en relacionar esta concepción exclusivamente con Lamarck es altamente sospechosa por varias razones a las que merece la pena dedicar un poco de atención. Quien había hablado antes de esto mismo no era Lamarck sino Darwin, así que es una oportunidad para volver a comprobar que persistió un inusitado interés por volcar sobre el francés las concepciones a criticar. Además también servirá refutar el supuesto darwinismo de Weismann.

Lamarck no conoció la separación establecida por Weismann entre el plasma y el cuerpo. La única dicotomía que él aceptó fue la del cuerpo y el medio. A diferencia de él, Darwin sí conoció esa distinción y cita dos veces expresamente a Weismann a partir de la cuarta edición de “El origen de las especies”, que data de 1866, para aludir precisamente a la “acción directa del medio exterior”. Cuestión distinta es que Darwin no aceptara esa separación entre el plasma y el cuerpo en los mismos términos que Weismann, lo cual parece claro porque dio lugar a un nuevo marco conceptual en la biología, radicalmente distinto del anterior. Sólo en este punto las divergencias entre Darwin y Weismann se expresan en tres aspectos. El primero es que cuando Darwin habla de “medio exterior” se refiere al ambiente externo al animal, mientras que cuando lo hace Weismann, alude a todo lo que no es el plasma, es decir, tanto al ambiente como al cuerpo. La segunda aparece cuando pretendemos averiguar sobre qué actúa el medio exterior: para Darwin ese sujeto pasivo es el cuerpo mientras que para Weismann es el plasma. La tercera es que mientras Weismann sólo habla de una “acción directa”, Darwin reconoce una directa (sobre el cuerpo) y otra indirecta (sobre el cuerpo a través del sistema reproductor). En Darwin esto es tan claro que lo repite en otras obras suyas, tales como “El origen del hombre” y “La variación en plantas y animales sometidos a domesticación” (50). Parece obvio concluir que la diferenciación entre plasma y cuerpo no fue algo intrascendente en biología y que si es posible afirmar que Weismann es neodarwinista, entonces el neodarwinismo no tiene nada que ver con Darwin.

A partir de ahí las explicaciones de la nueva biología son ambiguas y quedan en una nebulosa. Weismann dice que la selección opera no sobre el cuerpo sino sobre “variaciones germinales”, pero no explica por qué se producen esas variciones, salvo que son de naturaleza distinta a las variaciones del cuerpo. También alude a las “tendencias de desarrollo” del germen, lo que parece una vuelta a Nägeli. En cualquier caso, la biología posterior se olvidó de esta parte de la concepción de Weismann, de modo que el plasma no podía resultar influenciado por nada ajeno a él mismo. El motivo es bastante claro: la acción indirecta del medio exterior sobre el plasma no era más que un retorno apenas disimulado de la heredabilidad de los caracteres adquiridos con la que se pretendía acabar. Una mala teoría siempre se puede empeorar y a los continuadores de Wiesmann les pareció preferible acabar con las medias tintas y las ambigüedades.

También es nebulosa la misma concepción del plasma germinal, que no es un organismo “en el sentido de un prototipo microscópico que engordaría para transformarse en un organismo completo” (52). Sabemos lo que no es pero Weismann no dice lo que sí es y todo vuelve a la nebulosa. No obstante, avanza dos conjeturas de largo alcance. Primero sitúa al plasma germinal en el núcleo de la célula porque a veces se refiere a ella como “sustancia nuclear”, lo que le convierte en un precedente de la teoría cromosómica de Morgan. Además, habla de que el plasma dispone de una “estructura molecular específica” y determinadas “propiedades químicas” que no concreta, y posiblemente no podía concretar en aquel momento. No obstante, esas alusiones son suficientes para concluir que Weismann parece conceder al plasma una estructura material.

Este fue otro vuelco importante producido en el seno de la biología, pero no es original de Weismann sino que le llega de Descartes por influencia inmediata de Buffon. Hasta entonces la idea de herencia había estado vinculada a nociones filosóficas idealistas de origen aristotélico y escolástico. La herencia era la “forma” de Aristóteles y, en cuanto tal, se oponía a la materia. Según el hilemorfismo, la forma no nace sino que se realiza en un cuerpo; no sólo es la causa sino el motor del cuerpo, “la razón de la cual la materia es algo definido” (53). Descartes fue el primero que materializó la transmisión de la herencia, dándole un sentido mecánico y determinista. El mérito de Descartes fue que precedió al descubrimiento del espermatozoide (1677), del óvulo (1827) y de la fecundación (1875). La filosofía ya lo había anticipado pero que lo dijera un biólogo, aunque no probara nada, le otorgó un estatuto muy diferente dentro del mundillo científico, facilitando su difusión.

A la conjetura de Weismann se le da el nombre de “teoría de la continuidad”, si bien sería mejor llamarle teoría de la inmortalidad y es interesante entender los motivos. De la teoría celular se extrajo la idea peregrina de que los organismos unicelulares no mueren nunca, ya que carecen de órganos reproductores y se multiplican con la totalidad de su cuerpo mediante divisiones sucesivas e idénticas que mantienen su vida indefinidamente, al menos en teoría. Parece que, por el contrario, los organismos más complejos, que tienen órganos reproductores diferenciados del resto del cuerpo, fallecen. Weismann opina lo contrario y afirma que precisamente el plasma germinal no muere nunca; lo único que muere es el cuerpo, mientras que el plasma continúa en los descendientes. El primero de los artículos teóricos de Weismann se titula “La duración de la vida”, donde la apariencia científica apenas puede encubrir el viejo misticismo: los organismos inferiores no mueren nunca, los individuos mueren pero la especie es eterna, el cuerpo se descompone pero el plasma perdura, etc. La escisión que establecía entre parte reproductora y parte reproducida, también separaba la parte mortal de la inmortal. Es el componente místico de la teoría. Aunque parece concederle una composición material, el plasma germinal de Weismann es el viejo alma (“pneuma”, “anima”) de la vieja filosofía idealista. El plasma es inmortal, lo mismo que el alma. El alma mueve al mundo, pero ¿qué mueve al alma? ¿Acaso el alma no se mueve? ¿No cambia? ¿No crece? ¿No se desarrolla? Como el plasma, el alma no tiene origen: se reencarna, emigra de unos cuerpos a otros, siempre idéntica a sí misma. La tesis de la generación de Lamarck no resulta criticada porque se conciba como espontánea sino porque no hay tal generación. El mundo no cambia nunca.

Esta es una concepción que perdura hasta la actualidad. Algunos manuales universitarios de genética comienzan así precisamente, por la continuidad de la vida y la explicación de la vida como un fenómeno continuo, de modo que aseveran a los lectores que “el plasma germinal es potencialmente inmortal”, que “todo organismo procede de la reproducción de otros preexistentes” y que “la biogénesis se eleva de la categoría de ley corroborada por los datos empíricos a la de teoría científica”. Ahora bien, otro de los dogmas que el referido manual quiere cohonestar con el anterior es el que nada tiene sentido en biología si no es a la luz de la evolución, aunque nada argumenta para fundir ambos principios (54), que parecen radicalmente incompatibles. En torno a la continuidad de la vida hay organizadas varias sectas oscurantistas, entre ellas la de algunos micromeristas como Monod, para quien la vida podría ser eterna porque hay una “perfección conservativa de la maquinaria” animal; pero en el funcionamiento molecular se van produciendo errores que se acumulan fatalmente (55). Frente a estas divagaciones hay que poner de manifiesto que en la ciencia de la vida la muerte desempeña un papel capital, por más que no se mencione casi nunca. A lo máximo algunos biólogos aluden a la senectud y a los intentos de prolongar la vida, pero nunca a su destino inexorable, que es la muerte, la contrapartida dialéctica de la vida. Waddington sostenía que es la muerte la que logra que la evolución no se detenga: si cada individuo fuera inmortal no habría espacio para otros ensayos de nuevos ejemplares y variedades. La muerte de los individuos deja lugar para la aparición de nuevos tipos susceptibles de ser ensayados; es el único camino para evitar el estancamiento evolutivo y, en consecuencia, forma parte integrante de la evolución (56). En esta misma línea Engels sostuvo lo siguiente: “Ya no se considera científica ninguna fisiología si no entiende la muerte como un elemento esencial de la vida, la negación de la vida como contenida en esencia en la vida misma, de modo que la vida se considera siempre en relación con su resultado necesario, la muerte, contenida siempre en ella, en germen. La concepción dialéctica de la vida no es más que esto. Pero para quien lo haya entendido, se terminan todas las charlas sobre la inmortalidad del alma. La muerte es, o bien la disolución del cuerpo orgánico, que nada deja tras de sí, salvo los constituyentes químicos que formaban su sustancia, o deja detrás un principio vital, más o menos el alma, que entonces sobrevive a todos los organismos vivos, y no sólo a los seres humanos. Por lo tanto aquí, por medio de la dialéctica, el solo hecho de hablar con claridad sobre la naturaleza de la vida y la muerte basta para terminar con las antiguas supersticiones. Vivir significa morir” (57).

Otra consecuencia mística de la teoría de Weismann: si el plasma germinal no cambia, no existen padres e hijos y todos los hombres somos hermanos. Si la herencia se distribuye de esa manera horizontal, si no hay sucesión generacional, tampoco hay manera de concebir siquiera ninguna clase de evolución; ni tampoco el tiempo. En castellano la palabra “generación” traiciona a Weismann en sus dos acepciones: en cuanto que expresa el surgimiento de algo nuevo y en cuanto que expresa el relevo y la sucesión de ascendientes a descendientes. De ahí que haya que concluir que Weismann en particular y el neodarwinismo en general no son evolucionsitas sino involucionistas.

Weismann apenas podía disimular de dónde había extraído sus concepciones. De manera inmediata de la formulación que Virchow hace de la teoría celular: la vida es eterna porque la vida sólo procede de la vida.

Respecto a esta parte de la teoría de Weismann cabe apuntar varias observaciones, aunque sea de manera muy resumida:

a) cuando se dice que algo no tiene fin es porque tampoco tiene principio y por eso, aunque Weismann critica a Nägeli, no acaba de romper con él; Darwin tituló su libro “el origen de las especies” y los fósiles demuestran el final de las mismas

b) a pesar de lo que diga Weismann, las células sí mueren, pero es aún más necesario recordar en qué condiciones se puede prolongar su existencia: cambiando el medio externo

c) en los embriones, las células germinales se forman después de las demás y, por tanto, a partir de ellas, justo todo lo contrario de lo que cabría esperar de la tesis de Weismann

Aunque a partir de Weismann se sigue hablando en los mismos términos que Darwin, el marco conceptual había cambiado radicalmente. Así, reconoce Jacob, se concibe que la selección natural ya no opera sobre el cuerpo sino sólo sobre las células germinales, con lo cual “la concepción de la herencia sufre así una transformación total” (58). Además, la selección natural, en contra de lo que Darwin había repetido, se convierte en el único mecanismo de la evolución. Si a partir de la primera edición de su obra se consideró “muy tergiversado” a causa de ello, en el futuro las cosas iban a ser mucho peores (58b). Eso sí: todo en nombre del propio Darwin.

A partir de este vuelco en la biología sólo quedaba explicar lo inexplicable: cómo era posible que algo que no cambiaba nunca pudiera determinar algo que es cambiante, es decir, que un mismo factor (gen) produjera efectos diferentes a lo largo del tiempo. Jan Sapp ha llamado “paradoja del desarrollo” a una constatación parecida, la diferenciación celular (59). En este fenómeno, escribió Waddington, “ha de intervenir algo más que procesos puramente químicos. El desarrollo ontogénico parte de un huevo más o menos esférico para terminar en un animal adulto, que es todo menos esférico, y que tiene brazos, piernas, cabeza, rabo y otras partes anatómicas, así como órganos internos de caracteres morfológicos precisos. No se puede explicar todo esto por medio de una teoría que se limite a formular hipótesis basadas en la química, como es la de que los genes gobiernan la síntesis de determinadas proteínas” (59b).

Sobre la generación, esto es, sobre el origen de los genes ni siquiera cabe preguntar. Empezaba la gran paradoja de la genética: no podía explicar la génesis.

El espejo del alma

En 1900 a las tesis de Weismann se le suman las del monje checo Mendel, que también escribía en alemán. Es lo que habitualmente se califica como el “redescubrimiento” de las “leyes” que Mendel había formulado ya en 1865. Décadas después esas leyes se pretendieron utilizar como punta de lanza contra Darwin.

A partir del siglo XX parece que las ciencias necesitan un único fundador y a Mendel le ha correspondido ser el padre fundador de la genética. La leyenda dice que el monje checo empezó desde abajo, desde cero, que puso la primera piedra donde antes no había nada porque ese el significado exacto de la palabra inventar. Es como el dios creador que engendra el universo en medio del vacío. Como todos los pioneros tienen que estar envueltos en el misterio, como personajes adelantados a su tiempo, precursores que nadie fue capaz de entender en su momento. Su lanzamiento e instrumentalización tuvo una estrecha relación con las querellas que se entablaron entre los tres “redescubridores” por la prelación de sus descubrimientos. Hugo de Vries se había adelantado publicando un artículo en francés (“Sur la loi de disjonction des hybrides”) en el que resumía sus ensayos de hibridación, coincidentes con los de Mendel, pero en los que no le mencionaba para atribuirse la primicia. Entonces, Karl Correns en Alemania estaba corrigiendo las pruebas de imprenta con sus propios resultados sobre el mismo asunto cuando conoció el artículo de De Vries, añadiendo un “Epílogo tras la corrección”, donde indicaba la paternidad de Mendel para dejar en evidencia a De Vries. Por ello éste reaccionó publicando una segunda versión en alemán de su artículo (“Das Spaltungsgesetz der Bastarde”) en el que ya mencionaba al monje checo como auténtico descubridor.

El mito de Mendel comienza afirmando que su obra fue ignorada por sus contemporáneos. Esto es tan falso que, no por casualidad, su “redescubrimiento” sucedió en tres lugares distintos (Holanda, Austria y Alemania) por tres biólogos también distintos: Hugo De Vries, Erich von Tschermack-Seysenegg y Karl Correns). Los experimentos de Mendel no pasaron, en absoluto, desapercibidos en el ámbito científico. Nägeli mantuvo correspondencia con él y en su tesis doctoral sobre híbridos, leida en 1875, el biólogo ruso I.F.Schmalhausen realizó una reseña detallada de sus reglas de disyunción. En 1881 Wilhelm Olbers Focke le mencionó 15 veces en su obra “Die Pflanzen-Mischlinge: Ein Beitrag zur Biologie der Gewächse”. Se trataba de una verdadera enciclopedia de la hibridación que todos los botanistas tenían en sus librerías, en donde una mención bastaba para ser conocido en ese ámbito. Como muchos otros que ni siquiera le mencionan, Focke considera que los estudios de Mendel sobre los guisantes son irrelevantes en comparación con los de otros investigadores de la misma época como Kölreuter, Gärtner o Wichura. Los hibridistas de la época no prestaron atención a sus tesis porque no eran generalizables. Sin embargo, sus tres “redescubridores” posteriores, también hibridistas todos ellos, sí le prestaron atención tres décadas después, y eso exige una explicación. Para prestar atención a Mendel en 1900 tuvieron que desencadenarse otra serie de circunstancias en paralelo. En la biología las cosas habían cambiado totalmente desde 1865. Los biólogos leen a Mendel en 1900 con unas gafas que no tenían antes. Son las gafas de Weismann, que habían aportado dos nuevos cristales a la biología.

El primero fue la liquidación de la herencia de los caracteres adquiridos, que había dejado huérfana a la biología, necesitada de una concepción nueva en este punto que sólo Mendel proporcionaba. A su vez, para acabar con la herencia de los caracteres adquiridos había que acabar antes con la pangénesis. Precisamente De Vries comenzó en 1876 sus ensayos de hibridación para contrastar la pangénesis de Darwin, sobre la cual escribió en 1888 su obra “Intracellulare pangenesis”. El punto de partida de De Vries era micromerista: según él la noción de especie debía pasar a un segundo plano ante la idea de su composición por factores independientes. Este punto de partida era opuesto al de Darwin: donde la pangénesis concebía a las células interrelacionadas, De Vries partió de la independencia de esos factores, así como su capacidad para combinarse. Por tanto, partió de una segregación y eso le condujo a deducir otra segregación. En su obra De Vries también discutía dos hipótesis adicionales: si cada factor contiene todas las características o si, por el contrario, cada factor condiciona un único carácter, decidiéndose por esta última.

La segunda perspectiva que introdujo Weismann para poder asimilar a Mendel fue la separación que estableció entre el plasma y el cuerpo, en donde el plasma, lo mismo que el cuerpo, también tenía un carácter material, resultó providencial. Los “factores constantes” (genes) de los que hablaba Mendel eran abstracciones, elementos puramente formales e independientes de los caracteres concretos que determinaban, una reminiscencia de la concepción hilemorfista de la materia y la forma expuesta con otras palabras que velaban su origen filosófico y teológico. Mendel no le dio un nombre en particular pero por la misma época abundaban los neologismos para hablar de ello: idioplasma, plastidulas, bioforas, gémulas, pangenes, etc. Siempre se trataba de un ente especial e inmaterial del que la materia era expresión, el “semen lógico” de los estoicos que con distintas variantes expone el comienzo del Evangelio de Juan: al principio fue el verbo que luego se hizo carne. Hoy los genetistas repiten eso mismo en un rebuscado lenguaje criptográfico, convirtiendo el verbo divino en un código o en información génica. Con el tiempo las mismas nociones fueron mutando y concretándose (encarnándose) en diferentes componentes materiales del cuerpo porque la ciencia repudia las abstracciones sobre las que no puede experimentar y manipular. Otra versión de esa misma dicotomía metafísica ancestral es la del óvulo (parte femenina) como la materia inerte a la que el espermatozoide (parte masculina), ánima o espíritu, insufla dinamismo; en las células el citoplasma es esa parte femenina inactiva cuya función es esencialmente nutritiva, mientras el núcleo es la parte masculina, activa, que se alimenta de la anterior. La concepción de Weismann está basada en la herejía de Tertuliano: el alma no proviene de dios, no se crea en cada gestación sino que la transmite el padre, que a su vez la ha recibido de sus ancestros. Lo mismo que la forma de Aristóteles, los “factores constantes” son anteriores al cuerpo.

Con otros nombres, la escisión genotipo-fenotipo (plasma-cuerpo en Weismann, factor-carácter en Mendel) tiene, pues, un origen muy antiguo. Una noción subyacente a esas concepciones, además de su separación, es que el genotipo es el motor y la causa de todo lo demás. El alma utiliza al cuerpo para expresarse, decía Aristóteles, y el genotipo hace lo mismo con el fenotipo, lo cual se expresa en el viejo refrán popular de que “la cara es el espejo del alma”. Ahora bien, la copia (el cuerpo) nunca puede ser tan perfecto como el original (el alma). El cuerpo es mortal pero el alma es inmortal.

Expuesto de esta forma hubiera sido inconcebible que esa clase de concepciones prosperaran en el ambiente positivista de mediados del siglo XIX. Los biólogos no podían admitir que “formas”, “entes de razón” y abstracciones filosóficas semejantes pudieran influir sobre un cuerpo material. Lo mismo que Mendel, Weismann también dijo que los “factores” eran diferentes de los caracteres que determinaban (la forma es distinta de la materia), pero sobre todo introdujo la noción de su soporte material, el plasma germinal, de aquellos “factores” de los que hablaba Mendel. Los factores de Mendel son el plasma de Weismann.

No hubo “redescubrimiento” porque las leyes de Mendel eran conocidas con anterioridad a él. Si sus contemporáneos no apreciaron sus conclusiones no fue por su originalidad sino precisamente por su falta de originalidad. Antes que Mendel la conclusión a la que llegó el francés Charles Naudin fue que los híbridos de la primera generación presentan un aspecto uniforme intermedio respecto al de los padres, es decir, se anticipa a la primera ley de Mendel. A partir de la segunda generación consideraba que aparecía una variedad abigarrada de formas que se aproximaba más o menos a alguno de los progenitores. Para explicarlo introdujo el concepto de “disyunción”, es decir, la coexistencia en la descendencia híbrida de factores (“esencias” las llamaba) no mezclados. Es lo que habitualmente se conoce como la tercera ley de Mendel. Antes se creía que las células sexuales no contenían más que un único factor pero, según Naudin, el híbrido era un mosaico de componentes discretos que se combinan de manera aleatoria.

Por tanto, la diferencia entre Mendel y Naudin no son las leyes, que el francés fija con cierta precisión, sino que mientras Naudin se interesa por la especie con la que está experimentando, por la totalidad de sus caracteres, a Mendel sólo le interesan algunos de ellos. Como consecuencia de ello, mientras Naudin cruza especies distintas, Mendel cruza a una especie consigo misma. Esto se explica porque a Mendel no le interesa la estabilidad de dicha especie, que está asegurada de antemano, sino la de sus rasgos característicos. No le importaba la especie en sí sino determinados rasgos de la misma y la manera en que se podía lograr (o impedir) la transmisión hereditaria de los mismos, una vez obtenidos. Eso significaba que en un ser vivo unos componentes se podían separar de los otros y que los unos se podían transmitir independientemente de los otros. De ahí derivaba, a su vez, la cuestión de la “pureza”, concentrando en una estirpe determinadas características. Los guisantes de Mendel no eran el objeto sino el instrumento de estudio. Para un botánico que únicamente trabajó con guisantes es muy significativo que nadie se interesara nunca por lo que Mendel dijo de ellos.

No es ninguna casualidad que todos los hibridadores del siglo XIX trabajaran con un número enorme de variedades mientras Mendel sólo experimentó con una. El monje checo no fue el primero en usar guisantes para experimentar pero sí fue el único que limitó sus experimentos a los guisantes. Por el contrario, Focke experimentó con al menos 98 tipos diferentes de plantas. Luego el mendelismo ha convertido en ley general unos ensayos restringidos sobre los que Mendel nunca pretendió establecer leyes generales que comprendieran a todas las especies vivas. No todos los vegetales reunen las características del guisante, cuya planta es autógama, es decir, que se autofecunda. Además, también hay muchas variedades distintas de guisantes. Por eso, las excepciones a sus leyes superan, con mucho, los casos que las confirman y, para evitar su derrumbe, los mendelistas han ido colocando un remiendo detrás de otro. El propio Mendel pudo comprobarlo. Nägeli le sugirió que estudiara otras plantas para ver si confirmaban los resultados obtenidos con los guisantdos es. Mendel empleó cinco frustrantes años pero los ensayos con otro tipo de plantas no coincidieron con los de los guisantes. Mendel comprobó que sus resultados eran de aplicación limitada. Correns criticó a De Vries por haber supuesto la existencia de unas leyes de la herencia, que él prefirió calificar como reglas para destacar ese valor limitado. Desde 1900 hasta 1927 Correns se dedicó a experimentar para probar precisamente el carácter limitado de las reglas de Mendel. Fue el primero en clasificar los fenómenos hereditarios en mendelianos y no mendelianos.

Mientras Naudin consideró que los híbridos eran inestables y que no existía un orden en la herencia, Mendel afirmó todo lo contrario. Pero Mendel no era mendelista; lo mismo que Lamarck y Darwin, él tampoco es responsable de lo que 35 años después sus “redescubridores” quisieran leer en sus escritos. La propia leyenda fabricada en torno a los guisantes poco tiene que ver con el original. Los experimentos de Mendel, como él mismo dijo en el título de su conferencia, se referían a la hibridación de una planta concreta. No habló nunca de la existencia de unas supuestas “leyes” de la herencia de validez universal (60). Lo que Mendel dijo exactamente de su concepción fue lo siguiente: “Todavía no se ha podido llegar a deducir, por la formación y el desarrollo de los híbridos, una ley extensible a todos los casos sin excepción; eso no podría dejar de extrañar a cualquiera que conozca la extensión del problema y sepa apreciar las dificultades que uno tiene que superar en ensayos de esta naturaleza. Una solución definitiva sólo podrá intervenir como consecuencia de experiencias detalladas hechas en las más variadas familias vegetales. Si se echa un vistazo de conjunto a los trabajos acometidos en este terreno, se llegará a la conclusión de que, entre numerosos intentos, no hay ninguno que se haya ejecutado con suficiente amplitud y método para permitir fijar el número de las diferentes formas en las cuales aparecen los descendientes de los híbridos, clasificar esas formas con seguridad en cada generación y establecer las relaciones numéricas que hay entre esas formas. En efecto, es necesario tener un cierto coraje para emprender un trabajo tan considerable. Sin embargo, sólo él parece poder conducir finalmente a resolver una cuestión cuya importancia no hay que ignorar para la historia de la evolución de los seres organizados”.

La conclusión que se puede extraer de ese monocultivo de guisantes es que Mendel no relaciona a las especies entre sí sino a una especie consigo misma. En consecuencia si su concepción no está dirigida contra la evolución, es al menos ajena por completo a ella. Como cualquier otro experimento sobre hibridación de la época, las conclusiones de Mendel tienen poco que ver con la evolución. Más bien responden a un tipo de prácticas botánicas tradicionales. En el siglo XVIII y primera mitad del XIX tanto en Europa central como en Inglaterra existían numerosos párrocos de provincias que eran botánicos aficionados. La “teología natural” de aquellos naturalistas era una forma de honrar al creador estudiando las maravillas de había sembrado en la tierra. Como sus predecesores, Mendel era creacionista, defensor de la estabilidad de las especies y fue esa concepción suya la que le permitió dar un vuelco al enfoque que sobre la hibridación había prevalecido hasta entonces: “Era necesaria una orientación radicalmente diferente para descifrar la clave hereditaria. En lugar de estudiar la variación ‘per se’, en lugar de ponderar el cambio progresivo de una especie animal o vegetal conforme al tiempo geológico, era necesario concentrarse sobre la estabilidad en medio de la variabilidad, sobre la continua reaparición de un rasgo invariable. Y esto desde luego es precisamente lo que hizo Gregor Mendel durante sus ocho años de labor experimental de crianza” (61). Darwin y Mendel se ignoraron mutuamente. Conoció los escritos de Darwin y sus “caracteres constantes” eran opuestos a la teoría de la evolución (61b). Lo mismo cabe decir de la noción de “estabilidad de los genes” de la que luego hablaría Morgan.

Mendel fue utilizado en 1900 contra Darwin. No fueron sus “redescubridores” quienes le lanzaron a la fama, sino William Bateson (1861-1926), que le tradujo al inglés, el idioma de la genética naciente. De Vries, Correns y Tschermack eran centroeuropeos y el centro del mundo estaba entonces en Inglaterra. Bateson, al que Lysenko califica de “oscurantista” necesitaba utilizar a Mendel en contra de los darwinistas, con los que estaba enfrentado. Bateson publicó el primer manual sobre la herencia basado en sus leyes, en donde anticipaba una buena parte de la nueva terminología (alelomorfos, heterocigoto). Según Bateson, el descubrimiento de dichas leyes auguraba una nueva fase en la teoría de la evolución. Bateson partió de Galton, era partidario de las teorías catastrofistas de Couvier y su crítica a Darwin alcanzaba varios puntos: pangénesis, herencia de los caracteres adquiridos y cambios graduales.

La oposición entre Mendel y Darwin es clara en la continuidad o discontinuidad de los caracteres. Mientras Darwin desarrolla un modelo basado en la continuidad, descartando los saltos y la discontinuidad, las leyes de Mendel eran discretas, requieren rasgos morfológicos contrastables o “puros”. Por otro lado, Mendel sólo tomó en consideración unos pocos y secundarios rasgos de la planta, ignorando otras diferencias porque no eran suficientemente contrastables. Sus ensayos eran impracticables con tipos intermedios que, como el tamaño de las hojas y de las flores, presentan un amplio rango de variaciones. Los guisantes debían ser amarillos o verdes y no valían las tonalidades intermedias. Para obtener lo “impuro” primero hay que disponer de lo “puro”, de manera que la reproducción asexual preserva el patrimonio hereditario (permite la continuidad de la “pureza”) en tanto la sexual propicia la hibridación (permite la “impureza”).

El éxito de las leyes de Mendel en 1900 también hay que ponerlo en relación con otras “leyes” que con anterioridad Galton había establecido sobre el mismo asunto. Los biometristas, defensores del darwinismo, afirmaban que los caracteres importantes no se regían por las leyes de Mendel sino por las de Galton. Pero éstas no sólo no explicaban la biodiversidad sino que pronosticaban la mediocridad, es decir, la tendencia de las especies a la uniformidad y, en el hombre, la tendencia sociológica hacia la denominada “clase media”. La cantidad se opone a la calidad. Para impedir la regresión a la mediocridad, la burguesía implementó toda esa batería de políticas aberrantes de tipo aristocrático en los países capitalistas más “avanzados”. Como los miserables se reproducen más que los burgueses, no solamente había que impedir la hibridación interclasista sino que había que esterilizarlos.

Con Mendel el asunto se podía presentar de otra forma. Sus leyes demostraban que la hibridación no sepultaba los caracteres “puros” más que aparentemente porque en la segunda generación reaparecían. Era una explicación convincente de algo que venía preocupando a los biólogos: la involución y los atavismos, esto es, el retorno de caracteres pasados en las nuevas generaciones. Había algo en la forma-factor-gen que no se manifestaba, que quedaba latente, escondido en medio de la impureza. Las leyes de Mendel proporcionaban un método para sacarlo a la luz, que fue el utilizado por los eugenistas y racistas para extraer la pureza en medio de la mezcla degenerativa.

El reduccionismo progresivo condujo en 1900 a la teoría de las mutaciones que, habitualmente, se presenta con la muletilla de “mutaciones al azar”. La teoría de las mutaciones fue una de las razones que impulsaron el “redescubrimiento” de Mendel contra Darwin. Las mutaciones que explicaban la evolución eran saltos cualitativos que hacían aparecer nuevas especies diferentes de las anteriores. La argumentación es de tipo genético: lo que mutaban eran los genes y, a su vez, estas mutaciones engendraban especies diversas. No existían cambios graduales y, desde luego, ningún papel desempeñaba el entorno. Las mutaciones eran automutaciones de naturaleza genética y, por supuesto, no explicaban nada, como tampoco nada había explicado la teoría de los cataclismos de Couvier cien años antes. La biodiversidad se explicaba por las mutaciones pero las mutaciones carecían de explicación porque aquí hablar del azar es hablar de la nada. No hay causalidad y, por tanto, no hay ciencia. Como ha escrito Israel, “no existen fenómenos aleatorios por naturaleza porque los fenómenos físicos se rigen por el principio de razón suficiente” (62).

Este recurso oportunista al azar contrasta poderosamente con el determinismo estricto que se otorga a los factores genéticos en la configuración del fenotipo y es buena prueba de la inconsistencia interna de la teoría de las mutaciones. Por otro lado, si hay azar no hay evolución porque el azar no liga el pasado al presente, ni éste al futuro. Su introducción en la genética proviene de la escisión entre la generación y la herencia; al poner todo el énfasis en ésta desaparece cualquier posibilidad de innovación. En este sentido el azar desempeña el papel creador de lo nuevo y ese es el verdadero significado de la mutación como salto cualitativo, como auténtico acto de creación “ex novo”. La teoría de las mutaciones es un creacionismo laico, un retorno bíblico bajo nuevas apariencias. Las mutaciones se explican así sin necesidad de previos cambios cuantitativos, graduales, evolutivos. En la herencia hay continuidad sin cambio y en la mutación hay cambio sin continuidad. Monod lo expresó de una manera extremadamente dogmática: “Por sí mismo el azar es la fuente de toda novedad, de toda creación en la biosfera. El azar puro, el azar exclusivamente, libertad absoluta pero ciega, en la raíz misma del prodigioso edificio de la evolución: esta noción central de la biología moderna ya no es hoy una hipótesis entre otras posibles o al menos concebibles. Es la única concebible, la única compatible con los hechos de observación y de experiencia. Y nada permite suponer (o esperar) que nuestras concepciones sobre este punto deban o incluso puedan ser revisadas” (63). Otro punto y final para la ciencia; no hay nada más que decir al respecto.

Con la teoría de las mutaciones la genética adopta un ademán matemático abstracto o, como diría Lysenko, formal. Ya los trabajos de Mendel presentaban un sesgo probabilístico y estadístico pero fue la propia utilización de Mendel contra Darwin la que impulsó el tratamiento abstracto de la genética. Frente a los mendelistas como Bateson, los biometristas siguieron defendiendo a Darwin. Los primeros empezaron a ganar la partida, pero hacia los años veinte los biometristas lograron imponer su concepción estadística y se produjo la primera síntesis: ambas concepciones no eran incompatibles; Darwin y Mendel podían convivir. Los modelos estadísticos elaborados por los genetistas soviéticos, dados a conocer en los países capitalistas por Fisher, Haldane y Wright como si fueran previos, abrieron la vía a la “genética de poblaciones” y al tratamiento estadístico de la herencia que facilitó la amalgama entre Mendel y Darwin. Engels ya había puesto de manifiesto que “también los organismos de la naturaleza tienen sus leyes de población prácticamente sin estudiar en absoluto, pero cuyo descubrimiento será de importancia decisiva para la teoría de la evolución de las especies”. Ahora bien, los modelos estadísticos poblacionales se fundamentaban en dos de las claves de la ideología burguesa en materia biológica: micromerismo y malthusianismo, la “lucha por la existencia” y la competencia entre los seres vivos. Para introducir cualquier modelo estadístico hay que partir de una muestra de suscesos independientes entre sí. El protipo burgués es Robin Crusoe. Los animales silvestres son como los hombres en la sociedad: están atomizados, enfrentados unos con otros, sin vínculos mutuos de sociabilidad. Somos como las moléculas de gas en un recipiente cerrado, rebotando unos contra otros. No existen familias, ni rebaños, ni enjambres. Pero no todas las relaciones sociales son independientes, bilaterales e iguales. Por ejemplo, en el terreno reproductivo, hay una norma general que prohibe el incesto, hay impúberes que dependen de sus padres, etc. La lucha por la existencia es otra de esas expresiones que, según Engels, puede abandonarse. Según Engels la lucha por la existencia no tiene el carácter de mecanismo único de la evolución: “puede tener lugar” en la naturaleza pero “sin necesidad de interpretación malthusiana”. La sociedad capitalista se basa en la sobreproducción y el exceso; crea mucho más de lo que puede consumir por lo que se ve obligada a destruir en masa lo producido: “¿Qué sentido puede tener seguir hablando de la ‘lucha por la vida’?”, concluye Engels (64).

A partir de la teoría de las mutaciones, se impone abiertamente la idea de “código” genético donde todo está ya escrito desde tiempo inmemorial. El gen aparece entonces como una abstracción matemática o, mejor dicho, se encubre bajo ella, deja de ser una partícula material. Como escribió uno de los defensores de esta concepción, el matemático R.A.Fisher, las poblaciones estudiadas son abstracciones, agregados de individuos pero no los individuos mismos y, en cuanto a los resultados, tampoco son individuales sino “un conjunto de posibilidades” (65). Por supuesto, las abstracciones matemáticas resultan inalcanzables por cualquier fenómeno físico exterior. Pero el gen ya no es algo encerrado dentro de una caja fuerte sino como la combinación de esa caja fuerte, su secreto. Los genetistas han hablado del “desciframiento” del genoma humano como si su tarea fuese de tipo criptográfico.

Excusamos argumentar con detalle que, a su vez, la matemática se había desarrollado a lomos de la física, o mejor dicho, de la mecánica y también que no faltaron intentos de suplantar a la biología con la matemática (y con la estadística). No había analogía entre los modelos físico-matemáticos sino identidad. Cabe indicar también que esta infiltración matemática reforzaba la teoría mutacionista de las variaciones al azar. Fisher explicaba la selección natural como si se tratara de un caso de teoría cinética de los gases. La equiparación de los animales (y los hombres) con las “máquinas químicas”, es otra de esas extrapolaciones mecanicistas sobre las que está construida esta teoría. La genética se rige por las leyes de la termodinámica, por lo que entonces cada gen, como cada molécula, debería tener una incidencia insignificante sobre el carácter, es decir, se pierde la individualización gen-carácter.

Esta teoría catapultó a Mendel a un olimpo del que aún no le han bajado. Mendel es un mito al que los mendelianos le rinden el culto debido, sin escatimar adjetivos que harían sonrojar al propio monje agustino. Por ejemplo, Rostand se atreve a decir que toda la genética está contenida en las 40 páginas en las que Mendel resumió sus experimentos sobre hibridación: “Leyendo hoy esas cuarenta páginas, a uno le sorprende a la vez la novedad de los resultados obtenidos y la circunspección del autor, que no adelanta nada más que lo perfectamente probado, y se contenta con encadenar los hechos con hipótesis estrictamente necesarias. Más de un siglo después [aún no había pasado un siglo cuando Rostand escribe] de la publicación de la memoria de Mendel, no se encuentra, por así decirlo, nada que rectificar, ni un error de hecho ni de interpretación. De un golpe Mendel vio todo lo que se podía ver y todo comprendido: es casi único en la historia de la ciencia” (66). Lleno de entusiasmo por su maestro, el biólogo soviético Medvedev le pone a la altura de Copérnico, Leonardo da Vinci, Newton, Galileo y Darwin: “El descubrimiento de Mendel es tan importante como el de Darwin” porque sólo después de haber descubierto las leyes de la herencia se pudo hacer de la teoría de la evolución la base de la biología moderna (67). ¿Cómo pudieron Lamarck y Darwin escribir sus obras sin conocer las leyes de Mendel? La historia parece vuelta del revés.

Los mendelianos se han excedido en su culto a la personalidad. Una severa crítica contra Mendel la lanzó en 1936 Fisher, argumentando que había “maquillado” sus resultados que eran “demasiado bonitos para ser ciertos” desde el punto de vista estadístico (68). Mendel concentró su atención en siete caracteres dominantes de los guisantes que, además, presentó como mutuamente independientes. Pero hoy sabemos que eso sólo es posible si cada factor que lo produce (gen) se encuentra en un cromosoma diferente. Por casualidad, Mendel se fijó en dos caracteres situados en cromosomas distintos, por lo que sus leyes pronosticaban que en la segunda generación se deberían obtener guisantes en una determinada proporción. Sin embargo, el guisante tiene un total de siete cromosomas y la probabilidad de que siete caracteres tomados al azar pertenezcan cada uno de ellos a un cromosoma distinto es de 1 entre 163. Lo más normal es que uno o varios formen parte del mismo cromosoma, por lo que se heredan de forma conjunta y, por tanto, la proporción prevista por Mendel no podía funcionar en la mayor parte de las ocasiones. De hecho, los genetistas usan la proporción en que dos caracteres distintos se heredan de forma conjunta para calcular la distancia a la que se localizan estos dos genes en un mismo cromosoma. De los siete caracteres que Mendel estudió, y que presentó como independientes, sólo dos eran realmente independientes. El resto no podía cumplir sus leyes. La conclusión fue que las había elaborado no como conclusión de sus experimentos, sino calculando numéricamente cuál sería el resultado si todos los caracteres se transmitieran de manera independiente. Sus leyes eran un fraude.

Si las cifras son incongruentes resulta absurdo que los mendelistas destaquen en su obra precisamente sus resultados cuantitativos, es decir, su aspecto menos interesante. Tampoco cabe apreciar el carácter experimental de sus hibridaciones, un tópico de moda en la botánica del siglo XIX. Como dijo Bateson, uno de sus primeros fieles, los escritos de Mendel no son una descripción literal de sus investigaciones sino una “reconstrucción” de las mismas. Sus referencias al cultivo de guisantes no eran más que la ilustración del mensaje que Mendel pretendía transmitir, de su concepción de la variabilidad vegetal. Hasta entonces había habido muchos hibridadores que habían destacado un sinfín de observaciones empíricas y de metodologías de cultivo. Por eso nadie prestó atención a Mendel hasta 1900, porque parecía otra experiencia más, esta vez de alcance mucho más reducido. Sobraban los ensayos sin teoría previa, sin hipótesis de trabajo. Mendel tenía un teoría en una disciplina en la que nadie se había preocupado por alcanzar ninguna. Eso es lo que le vuelve contradictorio: él sí tenía una teoría capaz de resultar contrastada. Hasta entonces los hibridadores no esperaban nada de sus cultivos. El caso de Mendel es totalmente distinto; concibió un modo de transmisión hereditaria de los caracteres y lo contrastó en una serie de ensayos, confesando que recomenzó sus pruebas cuando comprobó que los resultados no eran los esperados. En una carta a Nageli de 8 de abril de 1867 Mendel le dice: “La realización de una gran cantidad de fecundaciones entre 1863 y 1864 me convenció de que no era fácil encontrar plantas apropiadas para una amplia serie experimental y de que en caso favorable podrían transcurrir años sin obtener la conclusión deseada”. Por eso sólo experimentó con guisantes, la “planta apropiada” y también por eso se pudo descubrir el fraude de sus resultados cuantitativos.

Bateson advirtió que en sus experimentos Mendel no utilizó líneas puras para los siete rasgos estudiados, de manera que coexistían rasgos múltiples en la misma planta. Era necesario empezar por obtener ejemplares genéticamente puros, lo cual no es fácil. Al mismo tiempo, a fin de que la experimentación se pueda repetir, es necesario definir un tipo igual de cobaya, como propuso Morgan con sus moscas, lo cual tampoco es fácil porque los organismos nunca coinciden genéticamente de manera exacta. Por eso cuando aluden al desciframiento del genoma humano, no dicen el de quién exactamente. Para obtener ejemplares parecidos se crían artificialmente en invernaderos o laboratorios, en condiciones muy diferentes de las que existen en la naturaleza. No obstante, se pretende que esas condiciones de laboratorio reproducen con cierta fidelidad los fenómenos de la naturaleza. Así, en ocasiones se pretende extrapolar el cultivo de enfermedades en un ratón de laboratorio con las que se observan espontáneamente en el hombre. Ni los guisantes, ni las moscas, ni los ratones, silvestres o de diseño, sirven para establecer leyes generales sobre la evolución de todos los seres vivos.

La diosificación de Mendel ha convertido a todos los demás en herejes. La crítica del mendelismo se presenta en sociedad como una crítica a la genética, como una crítica a la totalidad de la ciencias, como si genética fuera sinónimo de mendelismo. Como los fundamentos son erróneos, desde el comienzo se va tejiendo la genética con continuas amalgamas entre concepciones dispares, con un remiendo detrás de otro para no dejar caer a los mitos sobre los que se ha construido. Con la teoría de las mutaciones los factores-genes siguieron su andadura. Lo crean todo y no son afectados por nada. La evolución se detiene a sus puertas. Como escribió Bertalanffy, la biología podía ser evolucionista pero la genética quedaba como el reducto de la estabilidad. A partir de entonces y sobre fundamentos tan poco claros, la genética se convierte en el centro de las ciencias biológicas. A ella se subordinan la citología, la embriología, la paleontología, la antropología, la medicina y otras disciplinas.

No es un fenómeno exclusivamente científico, sino también mediático, es decir, ideológico, político y económico. Los genetistas acaparan los premios Nóbel, aparecen en primera plana en los medios de comunicación y conceden ruidosas conferencias de prensa. Cualquier fenómeno publicitario de esa naturaleza tiene como contrapartida el silenciamiento de otro tipo de investigaciones y concepciones y, en consecuencia, un determinado tipo de explicaciones aparece como la única explicación existente, o incluso posible. Una interesante investigación de Matiana González Silva ha sido sugestivamente titulada de la forma siguiente: “Del factor sociológico al factor genético. Genes y enfermedad en la páginas de ‘El País’ (1996-2002)”, donde analiza cómo ha cambiado la divulgación periodística acerca de las causas de las enfermedades, a favor de una explicación genética y, lógicamente, en detrimento de otra clase de explicaciones (69). La genética lo invade todo porque hay poderosos intereses económicos, bélicos y políticos que así lo determinan. Los intereses estrictamente científicos no coinciden necesariamente con ellos. Pero donde estaba ocurriendo eso era en los países capitalistas precisamente, por más que la burguesía intente proyectar sus quimeras contra la URSS.

En definitiva, lo que se observa con el cambio de siglo es la emergencia de dos teorías de marcado sesgo antievolucionista, la de Weismann y la de Mendel, que se ensamblan y, paradógicamente, se incorporan al evolucionismo distorsionándolo. No era la primera síntesis ni será la última. Cada una de esas confusas amalgamas no hace más que poner de manifiesto los endebles fundamentos sobre los que ha pretendido construirse el edificio, la insuficiencia conceptual y la precariedad de hipótesis que son clave para futuros desarrollos.

La teoría sintética de Rockefeller

Desde mediados del siglo XIX el positivismo confió en la posibilidad de extraer la ideología (y la filosofía) de la ciencia, que podría seguir su marcha sin adherencias extrañas. Influidas por él, algunas corrientes marxistas, como el estructuralismo de Althusser, han sostenido el mismo criterio. Incluso han llegado a convencerse de que eso se ha podido lograr con el propio desarrollo científico, de modo que les repugna que una ideología aparezca explícitamente “mezclada” en las investigaciones científicas. Pero lo novedoso no consiste en “introducir” la filosofía en la ciencia sino en el hecho previo de haberla sacado previamente de ahí. Por lo demás, la repugnancia por la mezcla sólo se experimenta cuando esa ideología no es la suya propia. En ocasiones algún científico manifiesta carecer de ideología alguna, o ser neutral ante todas ellas, o ser capaz de dejarlas al margen. Lo que sucede en esos casos es que se deja arrastrar por la ideología dominante, que queda como un sustrato sobreentendido de sus concepciones científicas y, en consecuencia, no se manifiesta conscientemente como tal ideología.

En ocasiones eso se debe a la ignorancia de la filosofía, pero también a la pretensión de originalidad, de ausencia de precedentes; a veces porque parece poco científico mencionar, por ejemplo, las mónadas de Leibniz como un antecedente de los factores de Mendel, de las bioforas, del plasma de Weismann o de los genes. Un concepto filosófico, por su propia naturaleza, siempre le parece especulativo al científico, nunca parece probado y siempre vulnerable a la crítica. Prefiere inventar un neologismo, aunque la idea sea exactamente la misma.

Esa actitud positivista, que es ideológica en sí misma, es lo que hace que el linchamiento de Lysenko reincida en dos puntos que, al parecer, resultan impensables fuera de un país como la URSS. Uno de ellos es la injerencia coactiva y omnipresente del Estado en la investigación científica, y el otro, la no menos asfixiante injerencia de una ideología, la dialéctica materialista, en detrimento de otras ideologías y, por supuesto, de la ciencia, que debe permanecer tan pura como la misma raza.

Sin embargo, en los países capitalistas, que habían entrado ya en su fase imperialista, las ciencias padecían esas y otras influencias, de manera que los científicos estuvieron directa e inmediatamente involucrados en los peores desastres padecidos por millones de seres humanos en la primera mitad del siglo pasado (70). Ahora bien, subjetivamente los científicos no perciben como influencia extraña aquella que se acopla a su manera previa de pensar, sobre todo si dicha influencia está generosamente recompensada con suculentas subvenciones. Por eso prefieren ponerse al servicio de las grandes multinaciones que al de un Estado socialista, que les resulta extraño.

En particular, la genética fue seriamente sacudida por la crisis capitalista de 1929. A partir de aquel momento, la Fundación Rockefeller inicia un giro en su política de subvenciones favorable a la nueva ciencia y en detrimento de otras, como la matemática o la física. Entre 1932 y 1945 dicha Fundación contribuyó con aproximadamente 25 millones de dólares de la época para financiar la nueva genética sintética o “formalista”.

En la Fundación Rockefeller no había ningún interés de carácter estrictamente científico; se trataba de un proyecto hegemónico imperialista cuya clave está en la guerra bacteriológica, que inició su andadura con el lanzamiento masivo de gases letales durante la I Guerra Mundial. En 1931 Cornelius P. Rhoades, del Instituto Rockefeller de Investigaciones Médicas, infectó a seres humanos con células cancerígenas, falleciendo 13 personas. Rhoades dirigía los servicios de salud del Instituto de Medicina Tropical en San Juan de Puerto Rico. Desde allí escribió varias cartas a sus amigos en Estados Unidos en las que describía su odio hacia los puertorriqueños. Hablaba de ellos con desprecio: “Los puertorriqueños son sin duda la raza de hombres más sucia, haragana, degenerada y ladrona que haya habitado este planeta. Uno se enferma de tener que habitar la misma isla que ellos. Son peores que los italianos. Lo que la isla necesita no es trabajo de salud pública, sino una marejada o algo para exterminar totalmente a la población. Entonces pudiera ser habitable”. En una de aquellas cartas, fechada el 11 de noviembre de 1931, confesaba sus crímenes. Reconocía haber implantado células cancerígenas a pacientes puertorriqueños sin su consentimiento. Las cartas fueron interceptadas por los nacionalistas puertorriqueños pero, en lugar de encarcelar a Rhoades, le pusieron a cargo de los proyectos de guerra bacteriológica del ejército estadounidese en Maryland, Utah y en Panamá. Fue condecorado por el gobierno con la medalla meritoria de la Legión. Tras la II Guerra Mundial, le nombraron director de investigaciones del hospital Sloan Kettering Memorial de Nueva York, el centro oncológico más importante del mundo. En sus instalaciones Rhoades emprendió la investigación de 1.500 tipos de gas mostaza nitrogenado con la excusa de un supuesto tratamiento contra el cáncer. Utilizaron isótopos radioactivos con mujeres embarazadas y virus patógenos en otros pacientes. Luego Rhoades formó parte de la Comisión de Energía Atómica de Estados Unidos, donde siguió experimentando con radiaciones tanto en soldados como en pacientes de hospitales civiles. La Comisión de Energía Atómica cumplimentó un papel fundamental en la imposición de la hegemonía científica de la teoría sintética. Su interés por los efectos genéticos de las radiaciones permitió que Dobzhansky, entre otros, tuvieran acceso a una fuente constante de financiación y colaboradores, mientras que la mayoría de estudios de evolución desde otros campos quedaron relegados (71). La teoría sintética es, pues, el reverso de la bomba atómica de modo que los propios físicos que habían contribuido a fabricarla pasaron luego a analizar sus efectos en el hombre.

El proyecto de Rockefeller se articuló en cuatro fases sucesivas: la primera es el malthusianismo, control demográfico y planes antinatalistas; el segundo es la eugenesia, la nueva genética, la esterilización y el apartheid; el tercero es la “revolución verde”, los fertilizantes, abonos y pesticidas usados masivamente en la agricultura a partir de 1945; el cuarto son los transgénicos, el control de las semillas y de la agricultura mundial. La Fundación Rockefeller colaboró con el Instituto Kaiser Guillermo III y con Ernst Rüdin, el arquitecto de la política eugenista del III Reich. A pesar de los asesinatos de presos antifascistas en los internados y campos de concentración, continuó subvencionando en secreto las “investigaciones” nazis al más alto nivel al menos hasta 1939, sólo unos meses antes de desatarse la II Guerra Mundial. Los gases sarín, tabún y VX, fueron descubiertos en Alemania a partir de las investigaciones sobre pesticidas. El doctor Schrader trabajó de 1930 a 1937 para Bayer y sintetizó más de 2.000 compuestos químicos, desde insecticidas hasta gases que se utilizaron experimentalmente en los campos de concentración. Dentro del consorcio I.G.Farben, Bayer fabricó el famoso gas Zyklon B, utilizado en los campos de concentración nazis. Tras la guerra, Schrader se refugió en Estados Unidos y, como tantos otros, encontró allí impunidad por sus crímenes, a cambio de colaboración científica. Los pesticidas que se utilizaron en la “revolución verde” eran derivados químicos de las sustancias utilizadas como armamento en la I Guerra Mundial y producidas por los mismos laboratorios que fabricaron las bombas químicas arrojadas durante la guerra de Corea. Se trata de un proceso que no ha terminado. A través de la multinacional suiza Syngenta y del CGIAR (Grupo Consultivo Mundial de Investigación Internacional Agraria), hoy Rockefeller sigue manteniendo su red para el control de la población mundial y de sus fuentes de alimentación. En Puerto Rico los experimentos bioquímicos con la población han sido una constante. En los años sesenta utilizaron mujeres puertorriqueñas como conejillos de indias para probar anticonceptivos. Algunas murieron. La población de El Yunque fue irradiada para probar el agente naranja con el que se bombardeó Vietnam; hasta finales de los años noventa utilizaron cancerígenos sobre la población de Vieques; contaminaron con iodo radioactivo a pacientes en el antiguo hospital de veteranos; profanaron cadáveres o partes de ellos de la antigua Escuela de Medicina Tropical y los enviaron a Estados Unidos para analizarlos (72).

La nueva política de subvenciones favorable a la genética fue impulsada por el matemático Warren Weaver que en 1932 fue nombrado director de la División de Ciencias Naturales del Instituto Rockefeller, cargo que ejerció hasta 1959. Una de las primeras ocurrencias de Weaver nada más tomar posesión de su puesto fue inventar el nombre de “biología molecular”, lo cual ya era una declaración de intenciones de su concepción micromerista. En la posguerra Weaver fue quien extrapoló la teoría de la información más allá del área en la que Claude Shannon la había concebido. Junto con la cibernética, la teoría de la información de Weaver, verdadero furor ideológico de la posguerra, asimilaba los seres vivos a las máquinas, los ordenadores a los “cerebros electrónicos”, el huevo (cigoto) a la cinta magnética del ordenador, al tiempo que divagaba sobre “inteligencia” artificial y demás parafernalia adyacente.

Rockefeller y Weaver no fueron neutrales; no financiaron cualquier área de investigación en genética sino únicamente aquellas que aplicaban técnicas matemáticas y físicas a la biología. Otorgaron fondos a laboratorios y científicos que utilizaban métodos reduccionistas, cerrando las vías a cualquier otra línea de investigación diferente (73). A partir de entonces muchos matemáticos y físicos se pasaron a la genética, entre ellos Erwin Schrödinger que escribió al respecto un libro que en algunas ediciones tradujo bien su tituló “¿Qué es la vida? El aspecto físico de la célula viva” (74). La mayor parte eran físicos que habían trabajado en la mecánica cuántica y, por tanto, en la fabricación de la bomba atómica. Junto con la cibernética y la teoría de la información, la física de partículas fue el tercer eje sobre el que desarrolló la genética en la posguerra.

El destino favorito del dinero de Rockefeller fue el laboratorio de T.H.Morgan en Pasadena (California), que se hizo famoso por sus moscas. El centro de gravedad de la nueva ciencia se trasladó al otro lado del Atlántico y la biología dejó de ser aquella vieja ciencia descriptiva, adquiriendo ya un tono claramente experimental. Generosamente subvencionados por Rockefeller y Weaver, numerosos genetistas europeos pasaron por los laboratorios de Morgan en Pasadena para aprender las nuevas maravillas de la teoría sintética que con Morgan adopta dos vectores, no siempre bien articulados.

El más importante de ellos es la llamada teoría cromosómica, según la cual los determinantes hereditarios se alojaban exclusivamente en aquellos filamentos del núcleo celular que se presentaban normalmente por parejas homólogas, unos procedentes del padre y otros de la madre. De esta manera concreta en los cromosomas el plasma germinal del que Weismann había hablado. Los cromosomas, sostiene Morgan, “son las últimas unidades alrededor de las cuales se concentra todo el proceso de la transmisión de los caracteres hereditarios” (75). A partir de entonces los genetistas empezaron a decir que los genes eran cada uno de los eslabones de las cadenas de cromosomas. Así, un gen es un “lugar” o una posición dentro de un cromosoma.

La teoría cromosómica es consecuencia del micromerismo, que Morgan defiende con claridad:

“El individuo no es en sí mismo la unidad en la herencia sino que en los gametos existen unidades menores encargadas de la transmisión de los caracteres.

“La antigua afirmación rodeada de misterio, del individuo como unidad hereditaria ha perdido ya todo su interés” (76).

El micromerismo le sirve para alejar un misterio... a cambio de sustituirlo por otro: esas unidades menores de las que nada aclara, y cuando se dejan las nociones en el limbo es fácil confundir las unidades de la herencia con las unidades de la vida. Naturalmente que aquella “antigua afirmación rodeada de misterio” a la que se refería Morgan era la de Kant; por tanto, el misterio no estaba en Kant sino en Morgan. Con Morgan la genética perdió irremisiblemente la idea del “individuo como unidad” a favor de otras unidades más pequeñas. A este respecto Morgan no tiene reparos en identificarse como mecanicista: “Si los principios mecánicos se aplican también al desarrollo embrionario, el curso del desarrollo puede ser considerado como una serie de reacciones físico químicas, y el individuo es simplemente un término para expresar la suma total de estas reacciones, y no habría de ser interpretado como algo diferente de estas reacciones o como más de ellas” (77).

El otro descubrimiento de Morgan, al que ya nos hemos referido, demostró la falsificación de los resultados expuestos de Mendel en su memoria: la independencia de los genes que, según Morgan, aparecían asociados entre sí. Los genes interactuaban, al menos consigo mismos. Cada gen (“factor” lo llama Morgan) no incide sobre una parte sino sobre varias del cuerpo al mismo tiempo. Pero Morgan se cuida de no poner de manifiesto la contradicción de su descubrimiento con las leyes de Mendel, que “se aplica a todos los seres de los reinos animal y vegetal” (78). Morgan tapaba una falsedad colocando otra encima de ella.

Morgan acabó convencido de que sus descubrimientos habían acabado con el engorroso asunto del “mecanismo” de la herencia de manera definitiva, pero a costa de seguir arrojando lastre por la borda: “La explicación no pretende establecer cómo se originan los factores [genes] o cómo influyen en el desarrollo del embrión. Pero éstas no han sido nunca partes integrantes de la doctrina de la herencia” (79). De esta manera absurda es como Morgan encubría las paradojas de la genética: sacándolas de la genética, como cuestiones extrañas a ella. Morgan establecía ahí una separación ficticia entre genética (transmisión de los caracteres) y embriología (expresión de los caracteres), en donde esta última no tiene ninguna relevancia para la biología evolutiva. Esto tipo de concepciones erróneas tuvieron largo aliento en la biología moderna, de modo que sus estragos aún no han dejado de hacerse sentir. A su vez, esas concepciones son consecuencia de la ideología positivista, que se limita a exponer el fenómeno tal y como se desarrolla delante del observador, que se atiene a los rasgos más superficiales del experimento. La transmisión, la herencia, es algo diferente de la generación; el “mecanismo” de Morgan significa que sólo se transmite lo que ya existe previamente pero no cabe preguntar de dónde surge y cómo evoluciona eso que existe (80). El binomio generación y herencia se ha roto definitivamente en dos pedazos metafísicamente incompatibles y ese artificio positivista es el que impide plantear siquiera la heredabilidad de los caracteres adquiridos.

El método de Morgan era experimental; no salía de su laboratorio y sólo miraba a través de su microscopio. Ya no tenía sentido aludir al ambiente porque no había otro ambiente que una botella de cristal. Aquel ambiente creaba un mundo artificial. Morgan no cazaba moscas sino que las criaba en cautividad, sometiéndolas a condiciones muy distintas de las que encuentran en su habitat natural, por ejemplo, en la oscuridad o a bajas temperaturas. De esa manera lograba mutaciones que cambiaban el color de sus ojos. Pero esas mutaciones eran mórbidas, es decir, deformaciones del organismo. Sólo una de cada cinco mil o diez mil moscas mutantes con las que Morgan experimentaba era viable (81). Tenían los ojos rojos y él decía que las cruzaba con moscas de ojos blancos. Ahora bien, no existen moscas de ojos blancos en la naturaleza sino que las obtenía por medios artificiales. Por tanto, no se pueden fundamentar las leyes de la herencia sobre el cruce de un ejemplar sano con otro enfermo. Como bien decía Morgan con su teoría de los genes asociados, esas mutaciones no sólo cambian el color de los ojos a las moscas sino que provocan otra serie de patologías en el insecto. Una alteración mórbida es excepcional y no puede convertirse la excepción en norma, es decir, en un rasgo fenotípico de la misma naturaleza que los rasgos morfológicos habituales: color del pelo, estatura, etc.

Morgan era plenamente consciente de ello y la manera en que elude la crítica es destacable por la comparación que establece: también en física y astronomía hay experimentos antinaturales. De nuevo el reduccionismo y el mecanicismo juegan aquí su papel: las moscas son como los planetas y la materia viva es exactamente igual que la inerte. Las moscas obtenidas en el laboratorio (sin ojos, sin patas, sin alas) son de la misma especie que las silvestres y, en consecuencia, comparables (82). Morgan confundía una variedad de una especie con una especie enferma.

Los genetistas de la época de Morgan se llamaban darwinistas y defendían aparentemente la evolución. No obstante, bajo el mismo nombre los conceptos habían vuelto a cambiar. El antiguo método especulativo, decía Morgan, trataba la evolución como un fenómeno histórico; por el contrario, el método actual es experimental, lo cual significa que no se puede hablar científicamente de la evolución que hubo en el pasado. La evolución significa que los seres vivos que hoy existen descienden de los que hubo antes: “La evolución no es tanto un estudio de la historia del pasado como una investigacioón de lo que tiene lugar actualmente”. El reduccionismo positivista tiene ese otro componente: también acaba con el pasado y, por si no fuera suficiente, también con el futuro, es decir, con todas las concepciones finalistas herederas de Kant: la ciencia tiene que abandonar las discusiones teleológicas dejándolas en manos de los metafísicos y filósofos; el finalismo cae fuera de la experimentación porque depende exclusivamente del razonamiento y de la metafísica (83). Como no hay historia, no es necesario indagar por el principio ni tampoco por el final. Paradógicamente la evolución es un presente continuo, el día a día.

Tampoco hay ya lucha por la existencia, dice Morgan: “La evolución toma un aspecto más pacífico. Los caracteres nuevos y ventajosos sobreviven incorporándose a la raza, mejorando ésta y abriendo el camino a nuevas oportunidades”. Hay que insistir menos en la competencia, continúa Morgan, “que en la aparición de nuevos caracteres y de modificaciones de caracteres antiguos que se incorporan a la especie, pues de éstas depende la evolución de la descendencia”. Pero no sólo habla Morgan de “nuevos caracteres” sino incluso de nuevos factores, es decir, de nuevos genes “que modifican caracteres”, añadiendo que “sólo los caracteres que se heredan pueden formar parte del proceso evolutivo” (84).

Sorprendentemente esto es un reconocimiento casi abierto de la tesis de la heredabilidad de los caracteres adquiridos. En realidad, las investigaciones de Morgan confirmaban la tesis lamarckista, es decir, que al cambiar las condiciones ambientales, las moscas mutaban el color de sus ojos y transmitían esos caracteres a su descendencia. No hay acción directa del ambiente sobre el organismo; la influencia es indirecta, es decir, el mismo tabú que antes había frenado a Weismann. No es la única ocasión en la que Morgan se deja caer en el lamarckismo, al que critica implacablemente. También al tratar de explicar la “paradoja del desarrollo” incurre en el mismo desliz. Morgan reconoce la existencia de la paradoja y esboza sucesivamente varias posibles explicaciones, que no son -todas ellas- más que otras tantas versiones de la heredabilidad de los caracteres adquiridos. Según Morgan quizá no todos los genes entren en acción al mismo tiempo; a medida que el embrión pasa por las sucesivas fases de desarrollo diferentes baterias de genes se activan una después de la otra: “En las diferentes regiones del huevo tienen lugar reacciones distintas que comprenden diferentes baterías de genes. A medida que las regiones se diferencian, otros genes entran en actividad y otro cambio tiene lugar en el protoplasma, el cual ahora reaciona nuevamente sobre el complejo de genes. Este punto de vista presenta una posibilidad que debemos tener en consideración”. Luego esboza otra posible explicación de la paradoja: en lugar de suponer que todos los genes actúan siempre de la misma manera y de suponer que los genes entran en acción de manera sucesiva, cabe imaginar también que el funcionamiento de los genes “sufre un cambio como reacción a la naturaleza del protoplasma donde se encuentran” (85). De ahí se desprende que los genes no regulan sino que son regulados, que es el citoplasma, el cuerpo de la célula, el que reacciona sobre los genes y los pone en funcionamiento en función del estadio de desarrollo alcanzado por la célula.

En otro apartado Morgan vuelve a reconocer la herencia de lo adquirido. Hay casos -dice- en los que “queda demostrado que el ambiente actúa directamente sobre las células germinales por intermedio de agentes que, al penetrar en el cuerpo, alcanzan dichas células”. Pone el ejemplo de las radiaciones. Las células germinales son especialmente sensibles a ellas; afectan más a los cromosomas que al citoplasma y causan esterilidad en los embriones. La debilidad y los defectos que provocan en los organismos pueden ser transmitidos a generaciones posteriores, aún por la progenie que aparentemente es casi o completamente normal. Pero este hecho evidente no se puede emplear como prueba de la herencia lamarckiana: “No cabe duda que esos efectos nada tienen que ver con el problema de la herencia de los caracteres adquiridos, en el sentido que se le ha atribuido siempre a este término”. ¿Por qué? Morgan no nos lo explica. Quizá la clave esté en ese enigmático “sentido” que “siempre” se le ha atribuido (¿quién?) a dicho término: bastaría, pues, atribuirle otro “sentido” distinto y ya estaría solucionada la cuestión. Pero Morgan ni siquiera se atreve a entrar en ese galimatías lingüístico. No obstante, se despacha a gusto con la herencia de los caracteres adquiridos: se trata de una superstición derivada de pueblos antiguos, teoría frágil y misteriosa, una pesadilla de lógica falsa sustentada en pruebas sin consistencia ninguna. Resulta desmoralizante -añade Morgan- perder tanto tiempo en refutar esta teoría que “goza del favor popular” y tiene un componente emotivo envuelto en un misterio. Precisamente el papel de la ciencia consiste en destruir las supersticiones perniciosas “sin tener en cuenta la atracción que puedan ejercer sobre los individuos no familiarizados con los métodos rigurosos exigidos por la ciencia” (86). De ahí que los genetistas siguieran implacables a la caza de Lamarck y los restos que quedaban de las tesis ambientalistas. El 7 de agosto de 1926 Gladwyn Noble publicó en la revista “Nature” un informe denunciando que los experimentos realizados por el biólogo autriaco Paul Kammerer con sapos parteros criados en el agua para demostrar la influencia sobre ellos del cambio de medio, eran fraudulentos. El suicidio de Kammerer pocos días después ejemplificaba la suerte futura de este tipo de teorías. Kammerer fue arrojado al basurero de la historia, del que aún no ha salido. También Mendel había falsificado las suyas pero un fraude no se compensa con otro (al menos en la ciencia). Por lo demás, estaba claro que el mendelismo tenía bula pontificia y el fraude de Kammerer pareció cometido por el mismísimo Lamarck en persona. Era un anticipo de lo que le esperaba a Lysenko. Al fin y al cabo Kammerer era socialista y se aprestaba a impartir un ciclo de conferencias en la URSS cuando se pegó un tiro en la cabeza.

En el confuso estado que mantenían, los ingredientes ideológicos de la genética se convierten en dominante en la cultura capitalista y propician el racismo y la xenofobia. En 1900 se descubren los grupos sanguíneos, de los cuales se extraen otras tantas nociones oscurantistas a sumar a las que la genética formal engendraba por sí misma. Los lazos nacionales y raciales son una extensión de los familiares y éstos se basan en la consanguinidad. La sangre es la unión más próxima y más íntima; en la Biblia está asociada al alma. Pero pronto el papel místico de la sangre pasará a ser desempeñado por lo genético. Se forma un “darwinismo social” que divide a los seres humanos entre los ostentadores de un pedigrí secular, una estirpe superior, y los portadores de malformaciones hereditarias, predestinados al exterminio.

Tres tendencias en la genética soviética

Las posiciones de la dialéctica materialista respecto de la biología, harto resumidas, ya fueron expuestas en los inicios mismos del darwinismo por Engels en el “Anti-Dühring” y la “Dialéctica de la naturaleza”, aunque este último texto no se conoció hasta su publicación en 1928 aproximadamente. Engels destacó que un fenómeno tan complejo como la evolución sólo se podría explicar sobre la base de una colaboración entre multiples disciplinas científicas. Como ciencia de los organismos vivos, la biología involucra de una manera directa las cuestiones decisivas de la dialéctica: la producción y la reproducción, la continuidad y la discontinuidad, la herencia y el medio, entre otras cuestiones.

En su “Dialéctica de la naturaleza” Engels recoge la siguiente tesis de Häkel como núcleo central de la teoría evolucionista: “Desde la simple célula en adelante, la teoría de la evolución demuestra que cada avance hasta la planta más complicada, por un lado, y hasta el hombre, por el otro, se realiza en el continuo conflicto entre la herencia y la adaptación [...] Se puede concebir la herencia como el lado positivo, conservador, y la adaptación como el lado negativo que destruye continuamente lo que heredó, pero de la misma manera se puede tomar la adaptación como la actividad creadora, activa, positiva, y la herencia como la actividad resistente, pasiva, negativa” (87).

La tesis de Engels está tan lejos del reduccionismo genetista como del reduccionismo ambientalista. En cuanto a éste, dijo que era unilateral, “como si la naturaleza fuese la única que reacciona sobre el hombre y las condiciones naturales determinasen en todas partes, y de manera exclusiva, su desarrollo histórico [...] Olvida que el hombre también actúa sobre la naturaleza, la cambia y crea nuevas condiciones de existencia para sí” (88). Es muy corriente en determinados medios progresistas otorgar una relevancia especial a los factores ambientales, por encima de cualesquiera otros, tanto en biología como en sociología, a pesar de la multiplicidad de condicionantes que concurren y de que no todos los factores ambientales influyen siempre, ni influyen de la misma manera y mucho menos influyen de manera permanente, generación tras generación. Engels sostenía la mutua interacción de los dos factores fundamentales: genotipo y fenotipo, en donde éste tiene un carácter dominante o principal respecto al primero. En la epigenética actual se utiliza en ocasiones una fórmula parecida que enmascara la acción del medio ambiente: genotipo + ambiente -> fenotipo. Esta fórmula es confusa y lo que pretende sostener es que el ambiente no incide sobre la dotación genética sino sólo sobre sus efectos. Para superar las lagunas de la genética formalista, los científicos han vuelto a tener que recurrir a continuos remiendos como ese, que es el fundamento de la epigenética actual, prueba de la insuficiencia y de las lagunas de las teorías sobre las que han venido apoyándose. La epigenética es un retorno de la herejía, de la heredabilidad de los caracteres adquiridos (89). Como afirma E.B.Ford, “se observó muy pronto que los genes sufren la acción del medio ambiente, y recíprocamente”. Este mismo genetista añade también otra noción básica de la dialéctica: que “el medio no es sólo externo sino interno” (90). El organismo vivo forma una unidad de contrarios con su medio, con el aire (o el agua), con la alimentación, con la luz y las radiaciones, con la temperatura, etc. No se puede estudiar al medio por un lado y al organismo por otro. El organismo debe mantener unas constantes, un equilibrio homeostático, que el ambiente altera continuamente, obligándole a reaccionar. El medio influye sobre el organismo normalmente a través de una metabolización o transformación previa del propio organismo. Según Engels, “la vida es un continuo intercambio metabólico con el medio natural [...] El metabolismo consiste en la absorción de sustancias cuya composición química se modifica, que son asimilados por el organismo y cuyos residuos se segregan junto con los productos de descomposición del propio organismo” (91). Por otro lado, la distinción entre lo interno y lo externo es relativa; en unos casos determinados componentes del medio son externos y en otros internos. En una colmena de abejas, la flora circundante es el medio frente al cual las abejas forman una unidad; pero para cada una de ellas, las demás abejas también son su medio e interactúan unas con otras. En unos casos las bacterias son externas al organismo humano y en otras forman parte de él, desempeñando determinadas funciones vitales o mortales.

Además, la dialéctica exige estudiar los seres vivos en su ciclo de desarrollo y cambio permanente, no como elementos estáticos: “Cuando se quiere hacer algo en el campo de la ciencia teórica a un nivel que abarque el conjunto, no hay que considerar los fenómenos naturales como unas cantidades inmutables, como hacen la mayoría de las personas, sino considerarlos, al contrario, en su evolución, como susceptibles de modificación, de evolución, fluidos. Y todavía hoy es en Hegel donde esto se aprende con más facilidad” (92). Por ejemplo, una embarazada no puede exponerse a radiaciones que, aunque sean inocuas para ella, afectan al feto; luego una misma causa provoca efectos diferentes según la fase de desarrollo en que se encuentre el organismo. Otro ejemplo: las enfermedades tienen un origen muy diferente; unas son de origen predominantemente genético, otras son predominantemente ambientales. Pero, cualquiera que sea su origen, una enfermedad no afecta lo mismo a un niño que a un adulto. Así, se conocen unas 5.000 enfermedades catalogadas como genéticas, de las cuales sólo 1.600 se consideran causadas por un único gen. De éstas, en un 90 por ciento de los casos ese gen no afecta al portador, no se manfiesta en él como enfermedad. Por lo tanto, el gen está muy lejos de tener el carácter ineluctable que le atribuyen; en consecuencia, además del gen serán necesarias otras circunstancias para que la enfermedad se manifieste. La enfermedad denominada “corea de Huntington” (“baile de San Vito”) es de tipo monogénico pero sólo se manifiesta a partir de la edad madura del individuo. Además del gen, son necesarias otras explicaciones para saber por qué durante la juventud el paciente no experimenta la enfermedad. Para cubrir esas lagunas apareció la epigenética a finales del siglo pasado.

A pesar de la Revolución de 1917, la biología en Rusia seguía su propia inercia (93), que la influencia de Engels, como es lógico, no podía contrarrestar de manera decisiva. En consecuencia, el caso de Rusia, con algunos matices, no es diferente del de ningún otro país de la época. El elemento fundamental a tener en cuenta en la polémica que se iba a abrir inmediatamente es que no solamente no existió una “injerencia” del marxismo sobre la genética sino que el impacto fue en la dirección contraria, de la genética (y de las nuevas ciencias) sobre los postulados marxistas. Los nuevos descubrimientos y progresos, especialmente la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica, abrieron nuevos interrogantes dentro el marxismo como dentro de tantas otras corrientes ideológicas. A partir de esos interrogantes se desarrollaron concepciones divergentes, algunas de las cuales permanecieron dentro del marxismo y otras se escaparon fuera de él. Este fenómeno no sólo ocurrió en la URSS sino en todo el movimiento comunista internacional, especialmente en Gran Bretaña y Francia.

Desde comienzos del siglo XX coexistían en Rusia tres corrientes dentro de la biología. La primera de ellas, de tipo simbiótico, fue rescatada en 1902 por la obra del anarquista Kropotkin “El apoyo mutuo, un factor de la evolución” ensalzado por el periódico “Times” como “posiblemente el libro más importante del año”. En su estudio Kropotkin acusaba a Darwin de despreciar la cooperación de los organismos frente a la lucha por la existencia. Muy pocos años después el biólogo ruso Konstantin S. Mereshkovski (1855-1921) formalizó la teoría de la simbiogénesis.

Mucho antes, en plena marejada darwinista, Engels ya había sostenido la validez científica de esta concepción. En 1875 en su carta a Piotr Lavrov, Engels le manifiesta su desacuerdo con la idea darwiniana de que la “lucha de todos contra todos” fue la primera fase de la evolución humana, sosteniendo que la sociabilidad instintiva “fue una de las palancas más esenciales del desarrollo del hombre a partir del mono”. Al mismo tiempo y de forma paralela, en otra obra suya destacó el carácter predarwiniano de esta concepción, así como su unilateralidad: “Hasta Darwin, lo que subrayaban sus adictos actuales es precisamente el funcionamiento cooperativo armonioso de la naturaleza orgánica, la manera en que el reino vegetal da alimento y oxígeno a los animales, y éstos proveen a las plantas de abono, amoniaco y ácido carbónico. Apenas se reconoció a Darwin, ya esas mismas personas veían ‘lucha’ en todas partes. Ambas concepciones están justificadas dentro de límites estrechos, pero las dos tienen una igual característica de unilateralidad y prejuicio. La interacción de cuerpos en la naturaleza no viviente incluye a la vez la armonía y los choques; la de los cuerpos vivientes, la cooperación conciente e inconciente, así como la lucha conciente e inconciente. Por lo tanto, inclusive en lo que se refiere a la naturaleza, no es posible inscribir sólo, de manera unilateral, la ‘lucha’ en las banderas de uno. Pero es en absoluto pueril querer resumir la múltiple riqueza de la evolución y complejidad históricas en la magra frase unilateral de ‘lucha por la existencia’. Eso dice menos que nada” (94).

La obra de Mereshkovski, como cualquier otra que no es de origen anglosajón, fue absolutamente ignorada, salvo para los biólogos marxistas (95) y, naturalmente, para los biólogos soviéticos. En 1924 Kozo-Poljanski publicó su obra “Bosquejo de una teoría de la simbiogénesis” y en 1933 el también soviético Keller expuso la misma teoría, que también pasó completamente desapercibida (96). En las corrientes dominantes no fue tomada en consideración hasta 1966, cuando fue rescatada del olvido por la investigadora estadounidense Lynn Margulis, defensora de esta teoría simbiótica. Hasta esa fecha no tuvo ninguna influencia fuera de la URSS, quedando la obra de Kropotkin como una de esas exóticas incursiones de los políticos, en este caso anarquistas, en la ciencia. Un ejemplo de ello es la referencia despectiva que le dirigió Morgan: “Los argumentos que empleó [Kropotkin] harían sonreir a la mayoría de los naturalistas y muchas de sus anécdotas deberían en realidad figurar en algún libro de cuentos para niños” (97). Ese es el estilo crítico con el que los mendelistas juzgan las opiniones que menosprecian, y el tiempo es tan cruel que mientras Kropotkin ha madurado, Morgan parece mucho más cerca de los cuentos infantiles.

La segunda corriente es la mendeliana, introducida en la Rusia prerrevolucionaria por Yuri A.Filipchenko (1882-1930), un seguidor de la escuela alemana de Nägeli, Hertwig y Von Baer, que creó una sociedad de eugenesia en 1922 que difundía su propia revista de la que Filipchenko era editor. Fue la única experiencia de ese tipo que se conoció en la URSS. A Filipchenko le cupo el honor de descubrir el efecto mutágeno de las radiaciones, que se suele atribuir al estadounidense H.J.Muller. De las aulas de Filipchenko salió uno de los creadores de la teoría sintética, Theodosius Dobzhansky (1900-1975), que estudió en la Universidad de Kiev, emigrando en 1927 a Estados Unidos, donde trabajó con Morgan, siendo el fundamento de su trabajo la necesidad de conciliar el evolucionismo con la Biblia vaticana. En Estados Unidos Dobzhansky, que había impartido clases a Lysenko, destacó por ser un antilysenkista feroz. La corriente mendelista, aunque siempre estuvo presente, tampoco tuvo mucha influencia en la URSS a causa de la propia revolución de 1917. Sin embargo, en Estados Unidos Dobzhansky fue uno de los impulsores de la teoría sintética que bajo una apariencia darwinista logró recuperar terreno dentro de la genética soviética.

La tercera corriente, representada por el científico K.A.Timiriazev (1843-1920), es la que se denomina a sí misma como evolucionista y darwinista, aunque en sus concepciones es evidente la presencia también de Lamarck. Además de Timiriazev, las prácticas agrícolas de I.V.Michurin (1860-1935) corresponden también a la Rusia prerrevolucionaria que, después de 1917, es la que inicialmente se abre camino. Otro de los impulsores del darwinismo en la URSS fue Alexander I.Oparin, que publicó en 1923 su trascendental obra “El origen de la vida” que, sin embargo, tampoco fue conocida en los países capitalistas hasta que en 1967 John D. Bernal lo incluyó en su “The origin of life”.

En su obra “Anarquismo o socialismo”, escrita en 1907, Stalin denunció las tergiversaciones de los seguidores caucasianos de Kropotkin, para quienes el marxismo se apoyaba en el darwinismo “sin espíritu crítico”. Sin embargo, aquellas referencias de Stalin a Lamarck y Darwin eran muy someras y se utilizaban como ejemplo de la validez universal de la leyes de la dialéctica. Engels defendió a Darwin de las críticas de Dühring pero, al mismo tiempo, era plenamente consciente de las limitaciones y del carácter unilateral de las explicaciones de aquel: “Yo acepto la teoría de la evolución de la doctrina de Darwin pero no acepto su método de demostración (‘struggle for life, natural selection’) salvo como primera expresión, provisional e imperfecta, de una realidad recién descubierta”. El británico, añade Engels en otra obra, habría puesto el acento en los efectos pero no en las causas de la selección natural. Además, “el hecho de que Darwin haya atribuido a su descubrimiento [la selección natural] un ámbito de eficacia excesivo, que le haya convertido en la palanca única de la alteración de las especies y de que haya descuidado las causas de las repetidas alteraciones individuales para atender sólo a la forma de su generalización, todo eso es un defecto que comparte con la mayoría de las personas que han conseguido un progreso real” (98).

Hacia 1928 las nuevas corrientes sintéticas en la genética, con su aparente integración del darwinismo, se introdujeron con fuerza dentro de la URSS, del Partido bolchevique, de las universidades y los centros de investigación, abriendo una larga polémica. Tras la muerte de Michurin en 1935 Lysenko pasó a encabezar las posiciones científicas evolucionistas, pero la correlación de fuerzas no tardó en cambiar. Aunque fue elegido presidente de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas en 1937, Lysenko empezaba a estar en minoría y no pudo tener los apoyos políticos y oficiales que la campaña quiere hacer creer.

Los polemistas se lanzaron entre sí mutuas acusaciones porque los unos tergiversaban las posiciones de los otros, de modo que aparentemente se habían formado dos posiciones contrapuestas. Incluso el biólogo soviético Stoletov resumía esas posiciones en el titular de su libro: “¿Mendel o Lysenko? Dos caminos en biología” (99). Pero no se puede resumir la polémica en dos posiciones y, desde luego, esas posiciones no formaban una alternativa entre Mendel y Lysenko. Hubo posiciones intermedias y hubo quien, aún declarándose michurinista, no secundaba las tesis de Lysenko, o no las secundaba en su integridad. Es igualmente comprobable que ni todos los que le defendían ni todos los que le criticaban exponían los mismos argumentos. Por ejemplo, no es fácil compartir los motivos del británico George Bernard Shaw para defender a Lysenko, que se apoyaban en una vaga comprensión de los términos del debate. Shaw decía que frente al mecanicismo vulgar de la teoría sintética, Lysenko defendía una concepción integral de los organismos de la naturaleza como seres dotados de vida. En una carta publicada por el “Saturday Review of Literature”, el genetista Dunn, que había viajado por la Unión Soviética protestaba por la equiparación de todo el conjunto de la biología soviética con las tesis lysenkistas, que no representaban la doctrina “oficial” del país, poniendo un ejemplo odioso para comparar: no se puede juzgar a la biología soviética desde la óptica de Lysenko del mismo modo que no se puede juzgar a la biología estadounidense desde el punto de vista de los creacionistas. Lo mismo expuso el británico Eric Ashby en 1945. También había viajado por la URSS, donde estuvo una larga temporada, publicando a su regreso varios libros sobre la situación de las ciencias soviéticas, su organización académica y científica y sus métodos de investigación. Ashby apreció que en la URSS concurrían diversas corrientes científicas, desde aquellas que manifestaban cierto rechazo hacia la investigación occidental hasta otras que seguían los mismos derroteros que ella. No obstante, considera que, en general, la ciencia soviética era equiparable a la occidental y no parecía estar influida por la filosofía marxista “en absoluto” (100).

A mi juicio el núcleo de la postura de Lysenko no es positiva sino negativa y está constituida por su rechazo a las teorías sintéticas que defendían un mecanismo unilateral por el cual la herencia determina la constitución de los organismos vivos, y si hay que indicar un rasgo positivo fundamental de su pensamiento no es el de ambiente sino el de desarrollo. En muchos aspectos su concepción es similar a la de Conrad H.Waddington (1905-1975) que, no por casualidad, fue entonces equiparado a Lysenko e incluido en el índice de los malditos de la biología (101). Frente a la escisión entre genotipo y fenotipo, Waddington propuso el término epigénesis, referido al proceso de desarrollo de los organismos, ontogénesis, de los que se había olvidado la genética formalista. Waddington habló de una “asimilación genética”, considerando que los organismos eran capaces de reaccionar a las presiones del entorno modificando su comportamiento, e incluso su estructura. Para Waddington, la capacidad de reacción no era pasiva sino activa y estaba dirigida por los genes. Por medio de la asimilación genética, un tejido convierte un estímulo externo (ambiental) en otro interno (genético) de modo que se vuelve independiente del inductor ambiental. Otro biólogo maldito de la misma época, Richard Goldschmidt (1878-1958), sugirió que la información contenida en el fenotipo, adquirida a lo largo de la vida, se integraba en el genotipo en determinadas condiciones, fijándose en el genoma y transmitiéndose así a las generaciones sucesivas.

Mantengo dudas, que no estoy en condiciones de resolver ahora, acerca de si la crítica de los lysenkistas fue, al mismo tiempo, capaz de asimilar la médula racional de la genética formalista o si, por el contrario, adoptaron la misma posición errónea que éstos, un rechazo en bloque de sus concepciones. La propaganda burguesa sostiene que existió un repudio total de las concepciones genetistas a causa de su naturaleza idealista. Esta ridícula línea argumental conduciría al absurdo de proceder de idéntica manera con Kant o con Hegel y reprobar, por ejemplo, la dialéctica a causa de su origen idealista. El criterio de Marx y Engels fue otro. Consistió en criticar aquellas concepciones que fueran falsas o erróneas y, por el contrario, incorporar al acerbo científico aquellas nociones certeras, cualquiera que fuese su origen. Pero por encima de todo ello, considero esencial que gracias a la firmeza que demostró en la defensa de sus postulados (otros dirían dogmatismo, fanatismo, intolerancia), la URSS fue uno de los pocos países del mundo en los que pudo contrarrestarse la influencia de la teoría sintética. A causa de ello la propaganda imperialista lanzó en la posguerra su ofensiva de acusaciones falsas en su contra según la cual sus tesis habían conducido a la prohibición de la genética, al cierre de los laboratorios y el encarcelamiento de los biólogos opuestos a sus tesis.

Vamos a comprobar la falsedad de esta campaña.

Un campesino humilde en la Academia

En 1917 llegaron al poder en Rusia los obreros y los campesinos más pobres, los que hasta entonces habían sido siervos humildes y analfabetos, como Michurin, un obrero ferroviario apasionado de la botánica, y como Lysenko, un campesino ucraniano, a quienes el poder soviético permitió estudiar y adecuar la ciencia a las prácticas agrícolas y ganaderas más avanzadas del momento para ponerlas al servicio de los sectores más oprimidos y de sus necesidades.

Lysenko y otros como él se pusieron a la cabeza de las instituciones sociales que se ocupaban de las ciencias, para lo cual antes hubo que desalojar de esas mismas instituciones a los burgueses académicos, universitarios y oscurantistas que hasta entonces habían manejado la ciencia en provecho de su clase, de la explotación y de sus intereses particulares. En 1917 la población sometida a la autocracia zarista era analfabeta, los estudiantes eran una casta privilegiada procedente de la aristocracia y la alta burguesía. Los poco más de 11.000 científicos, que cobraban 20 ó 30 veces más que un obrero especializado, vivían a espaldas de las necesidades y de los intereses de los obreros y campesinos. Tras la revolución de octubre su situación fue idéntica a la de los demás especialistas, artistas e intelectuales; unos se exiliaron y otros permanecieron, bien para colaborar lealmente en la construcción del socialismo o bien para sabotearlo. Unos permanecieron en la posición que habían adoptado inicialmente y otros la modificaron, cambiando de bando en un momento determinado de su biografía personal o de la historia del país. Como consecuencia de esa evolución y del propio proceso de alfabetización, la composición de clase de los científicos cambió radicalmente y sus condiciones materiales de vida también cambiaron, especialmente en los años veinte, cuando surgieron los llamados “científicos descalzos”, de los que Lysenko fue el prototipo, técnicos surgidos desde las entrañas mismas de la nueva sociedad. Como muchos otros, Lysenko era un humilde campesino que tuvo la oportunidad de formarse y llegó hasta la presidencia de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas. La alfabetización y las facilidades para cursar estudios avanzados promocionaron a estos “científicos descalzos”. Fue un cambio a la vez cualitativo y cuantitativo que se produjo en medio de una guerra, de un bloqueo internacional y de una situación económica lamentable. A pesar de las dificultades de la guerra civil, dice Medvedev, los científicos “recibieron un apoyo inmenso, tomando en consideración los recursos limitados de un país empobrecido”. Se fundaron nuevos laboratorios e institutos de investigación: “Si se compara el grado de adelanto científico y tecnológico en la Unión Soviética entre 1922 y 1928 con el de un periodo similar anterior a la Revolución, se descubre un enorme impulso en los programas de investigación y educación” (102). Entre 1929 y 1937 se triplicó el número de académicos y el de estudiantes de agricultura aumentó seis veces. Si en 1913 había en Rusia menos de 300 universidades, escuelas superiores y centros de investigación, en 1940 el número superaba los 2.359. En los años veinte el número de investigadores se acercó ya a los 150.000, en 1953 subió a 250.000 y en 1964 a 650.000. En 1922 el número de publicaciones de investigación se cuadruplicó respecto al año anterior y al siguiente se multiplicó por ocho.

La revolución de 1917 no sólo alteró los fundamentos económicos de la vieja sociedad zarista, sino que sembró de interrogantes todas las concepciones del mundo que hasta aquel momento se habían presentado como intocables. No existían precedentes de un cambio tan drástico que, además, acarreó en algunas corrientes la pretensión errónea de que todo -absolutamente todo- debía cambiar, de que había que empezar desde cero, de que nada de lo anterior era válido. Estimuló las discusiones hasta extremos difícilmente concebibles, cuando no existían modelos previos sobre los que asentar algunas conclusiones previas. A modo de ejemplo del ambiente en el que disputaban todas aquellas corrientes, puede ponerse el caso de Bogdanov, cuyo nombre real era A.A.Malinovski. Médico y autor de un manual clásico de economía marxista, Bogdanov había sido dirigente del Partido bolchevique, aunque fue expulsado de él en 1909 por su incorporación al empiriocriticismo. No obstante, siguió siendo muy influyente en los distintos círculos marxistas rusos, incluso después de la Revolución de 1917. Sus concepciones alcanzaban áreas tan variadas como la economía, el arte, la ciencia y la filosofía, en las que realizó aportaciones que, al margen de su acierto, eran enormemente originales (103). En torno a sus concepciones se creó el movimiento “proletkult” o “cultura proletaria”, una de las que pretendía hacer tabla rasa del pasado. Fue el movimiento “proletkult” el que impulsó en la URSS la idea errónea de la existencia de “dos ciencias” de naturaleza distinta y enfrentadas entre sí por su propio origen de clase. Reivindicaba no las creaciones intelectuales del proletariado como clase sino cualquier clase de creación cuyo origen estuviera en uno de aquellos nuevos “científicos descalzos”. Pero una cosa era estimular la ciencia entre los trabajadores y campesinos y otra, muy distinta, dar validez científica a cualquier clase de aportación por el mero hecho de su origen social. Los “científicos descalzos” se equivocan tanto como los de traje y corbata. No obstante, concepciones de esa naturaleza estuvieron presentes en los debates científicos a partir de los años treinta, a pesar de las críticas que contra ellas expuso el Partido bolchevique. Stalin los califico de “trogloditas”. Sin embargo, muchas de las concepciones expresadas por los seguidores de “proletkult” pasan como si se tratara del punto de vista oficial del Partido bolchevique o de todos los marxistas soviéticos porque la propaganda les presenta a todos como si formaran parte de un mismo bloque monolítico.

Los debates científicos empezaron a presentar un nuevo aspecto. Dejaron de ser el reducto de una élite reducida y en ellas se vio involucrado el marxismo de una manera multifacética. Por ejemplo, en genética hubo militantes del Partido bolchevique que defendieron el mendelismo, como los había que defendieron la posición contraria. Se dieron toda clase de combinaciones ideológicas y científicas imaginables. Por eso es difícil hablar de una influencia del marxismo sobre la ciencia en la URSS, cuando bajo el marxismo existían distintas corrientes en conflicto interno.

Las academias fueron uno de aquellos centros de discusión científica e ideológica. No habían sido una creación soviética sino que su existencia se remonta a Pedro I El Grande en el siglo XVIII, eran de carácter estrictamente científico, se regían por sus propios estatutos y sus cargos se elegían mediante escrutinio secreto. Sin embargo, la de Ciencias Agrícolas fue fundada por Vavilov, quien en 1919, en plena guerra civil, organizó en Petrogrado un laboratorio de botánica aplicada que luego se convirtió en Instituto de Agronomía Experimental y finalmente, en 1929, en la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas, presidida por el propio Vavilov. Con excepción de su escaño como diputado del Soviet Supremo, ese fue el único cargo que desde 1937 ocupó Lysenko a lo largo de toda su vida y era un nombramiento de enorme prestigio incluso fuera de la URSS. Un asiento en cualquier academia era el puesto de más prestigio para cualquier científico; otorgaba derecho a un sueldo vitalicio que era mayor que el de un ministro del gobierno: “Aún en la actualidad -escribía Medvedev en los años setenta- el cargo de presidente de la Academia de Ciencias de la URSS tiene más influencia que el de ministro del gobierno, y su sustitución es un asunto más importante para el Partido que el reemplazo de un ministro en la mayor parte de las ramas de la industria” (104). La Academia no era un órgano del Ministerio de Agricultura, ni del Partido bolchevique sino una asociación de científicos de las más variadas procedencias ideológicas para discutir y debatir acerca de asuntos de su especialidad (105). Desde luego la política agraria implementada en la URSS quedaba fuera de la competencia de la Academia.

Como en cualquier otro país, en la URSS coexistían tanto organizaciones científicas públicas como privadas. Funcionaban nada menos que 118 Academias de Ciencias, de las cuales 29 tenían relación con las distintas ramas de la biología; además había otros 965 Institutos de Investigación Científica, estaciones y explotaciones agrarias experimentales dependientes del Ministerio de Agricultura y unos pocos más dependientes de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas. También existía la Asociación de Científicos y Técnicos para el Apoyo de la Construcción Socialista (Varnitso), dirigida por el bioquímico A.N.Bach, militante del Partido bolchevique desde 1912. Además del Ministerio (Comisariado del Pueblo) de Agricultura, existía también el Ministerio de Educación y Ciencia (Narkompros), del cual dependía una agencia pública específica encargada de promover la investigación científica (Glavnauka). La enseñanza universitaria tampoco dependía de la Academia que presidía Lysenko sino de los referidos Ministerios. El de Agricultura, por ejemplo, disponía de 14.000 investigadores sobre el terreno. En todos esos organismos concurrían diferentes correlaciones de fuerzas entre una corrientes y otras. Pero a su vez, todos ellos dependían para su financiación del Consejo Supremo de Economía (VSNJ), también afectado por las polémicas científicas e ideológicas del momento. Un panorama muy distinto y muchísimo más complejo del que la campaña de linchamiento quiere hacer creer. Lo que parece evidente es que cualquiera de esas organizaciones tuvo un protagonismo en las discusiones mucho mayor que el Partido bolchevique, que pocas “órdenes” podía impartir cuando, a su vez, estaba muy dividido.

En todo el mundo los genetistas académicos siempre consideraron a Lysenko como un advenedizo, un intruso porque no procedía de la universidad, no tenía título. En lugar de alegrarse por la llegada de alguien de fuera de su círculo de referencia, de un trabajador humilde, les salió a relucir su estrecha mentalidad burguesa en la que encierran un odio de clase apenas disimulado. En 1937 a un profesor universitario le sucedió un campesino autodidacta en la presidencia de la Academia, poniéndose por encima de todos los licenciados, a quienes cabe imaginar carcomidos por los celos y la envidia. Aunque la campaña imperialista en su contra, entre otros insultos, le califica como demagogo, sus investigaciones fueron apoyadas, dentro y fuera de la URSS, por numerosos científicos de varias especialidades. En su condición de botánico, el mencionado Eric Ashby se entrevistó personalmente con Lysenko, de quien critica muy duramente sus concepciones científicas. Le describe como un hombre nervioso y tímido, pero –según Ashby- en ningún caso ambicioso, añadiendo además que tampoco es ningún charlatán ni un “showman”. En su opinión, “Rusia ha hecho notables contribuciones a la genética” y, además, añade que ningún observador puede negar que el materialismo dialéctico “ha dado nuevos ímpetus a la investigación científica en la Unión Soviética” (106). Rostand también reconoció el 9 de setiembre de 1948 en la revista “Combat” las “notables realizaciones de la ciencia soviética”, e incluso fue más allá y afirmó lo siguiente: “Lysenko es un hombre de ciencia muy estimable al que debemos importantes investigaciones principalmente en el terreno de la fisiología vegetal aplicada a la agricultura”. Este reconocimiento no le impide a Rostand criticar las tesis lysenkistas. Otro crítico de Lysenko, Haldane, también reconoció que él y sus colegas habían descubierto algunos fenómenos genéticos importantes (107).

Por méritos propios Lysenko fue presidente de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas hasta 1956, volvió a ser reelegido en 1961 durante cinco años más y luego continuó siendo miembro de la misma hasta su fallecimiento veinte años después. Durante todo ese tiempo también dirigió una estación agrícola experimental cerca de Moscú en la que trabajaban 300 investigadores. No obstante, a pesar de lo que diga la propaganda imperialista, no fue nunca miembro del PCUS y tampoco coincidió personalmente con Stalin (fuera de los actos oficiales, naturalmente). El agrónomo soviético inició sus experimentos de hibridación por su propia iniciativa, sin ninguna clase de apoyo oficial. No existieron gigantescos presupuestos, ni inversiones, ni viveros, ni cámaras térmicas, ni sofisticados laboratorios, ni centros universitarios. Todo empezó de una manera mucho más modesta y sencilla, como empezaban las iniciativas de los obreros y campesinos en la URSS, basándose en el entusiasmo y en el esfuerzo colectivo de las organizaciones populares.

En los escritos de Lysenko sobresale la idea de la selección “artificial”, superpuesta a la selección “natural” de Darwin, esto es, la idea de que la naturaleza no es un paisaje fijo sino que es posible actuar sobre ella en interés de los obreros y campesinos. De un modo dialéctico, Lysenko estudia la flora en su desarrollo; cita continuamente a Timiriazev para recordar la “historia” de cada especie y de cada planta dentro de ella, tratando de observar la manera en que se puede dirigir y controlar ese desarrollo.

La selección “artificial” de Lysenko no tiene nada que ver con la moderna “ingeniería genética” de las multinacionales cuyas mutaciones provocan cambios imprevisibles en los organismos vivos. Lo que Lysenko pretendía obtener eran cambios planificados, a fin de orientar el desarrollo natural de los organismos para mejorar el rendimiento agrícola.

No obstante, Lysenko no aporta una nueva teoría relevante a la biología. Él rechaza considerarse lamarckista, que es la acusación que le lanzan sus oponentes y, desde luego, es claro que no admite las concepciones ambientalistas tal y como las exponían los neolamarckistas. No obstante, Lamarck está presente en su concepción general del desarrollo de los organismos. Explícitamente Lysenko se apoya en concepciones de otros autores, de quienes enfatiza determinados aspectos que juzga importantes. En consecuencia, quienes dicen criticar sus supuestas teorías, están criticando esos precedentes, que están en Lamarck, Darwin y Timiriazev. A pesar de ello, la campaña de linchamiento presenta a Lysenko como un agrónomo original, aislado, sin precedentes, cuyas disquisiciones absurdas forman una rama separada y ya desaparecida para siempre de la biología. Además, pasando por alto la disputa entre las diversas corrientes, se responsabiliza de sus tesis a todos los científicos soviéticos, es decir, que su caso sería un mero ejemplo de un caso general, ilustrativo de las intromisiones políticas en la ciencia y de la imposición forzada de un canon científico único y exclusivo.

Lysenko tampoco realiza innovaciones prácticas sustanciales a las que ya eran conocidas desde tiempos lejanos. Cuando en ocasiones su linchamiento se extiende también a Michurin, pretendiendo generalizarlo a toda la ciencia soviética, debería incluirse a botánicos de otros países cuyas prácticas eran idénticas. El caso más singular al respecto es el del norteamericano Luther Burbank (1849-1926), también olvidado, autor de la magnífica autobiografía “La cosecha de los años”. Si Michurin había creado 300 nuevos frutales, Burbank, calificado por Medvedev como el “Michurin americano”, creó 800 nuevas variedades de flores, hortalizas y plantas, una de ellas una opuntia o cactus comestible y sin espinas. Los tres artesanos, Burbank, Michurin y Lysenko, fueron los últimos pioneros de una estirpe de botanistas innovadores sepultados hoy por un olvido que no tiene nada que ver con la ciencia. A ellos cabría añadir al también estadounidense Frederic Clemens, uno de los precursores de la ecología cuyas concepciones son idénticas a las de Lysenko.

Hay algo en lo que Lysenko destaca por encima de todo: su certera oposición al erróneo modelo de Weismann, Mendel, Morgan y el “dogma central” de la genética. No solamente Lysenko no es en absoluto dogmático sino que el objeto de su crítica es precisamente el dogmatismo seudocientífico que se había infiltrado en el terreno de las ciencias biológicas. Por lo demás, él no fue el único en oponerse a la genética formalista. En la URSS, Oparin sostuvo posiciones científicas equivalentes y lo mismo sucedió con Waddington y Goldschmidt en el mundo anglosajón y otros en diferentes países. Pero una de las claves de toda buena campaña de guerra sicológica consiste siempre en personalizar los males -reales o fingidos- en una única persona que debe ser utilizada como chivo expiatorio.

La técnica de vernalización

El 15 de diciembre de 2006 científicos de la Universidad de California acabaron de identificar los tres segmentos del ADN del trigo y la cebada que controlan la vernalización con el fin de lograr por métodos de la denominada “ingeniería genética” lo que Lysenko había logrado por métodos naturales 80 años antes.

A finales de 1925 Lysenko inició sus primeras investigaciones en la sementera de Kirovabad (Gandja), en Azerbaián. Empezó a estudiar los factores que regulan la duración del periodo vegetativo de las plantas cultivadas. Los resultados de sus experimentos los expuso en el Congreso de Genética celebrado en Leningrado en enero de 1929.

Aquel mismo verano la prensa soviética anunció que en Ucrania una prueba con trigo de invierno de la variedad “ukrainka” sembrado en primavera había espigado exitosamente. El experimento lo había llevado a cabo el padre del agrónomo soviético a petición de su hijo en el terreno que él mismo trabajaba por su cuenta en la región de Poltava. Fue un hito de la agronomía; por primera vez el trigo de invierno espigaba completamente con un rendimiento de 24 quintales por hectárea. El 6 de noviembre de 1933 el botánico soviético N.I. Vavilov (1887–1943), habitualmente presentado como enemigo y víctima de Lysenko, apoyaba públicamente en el diario “Izvestia” sus métodos agrícolas como un descubrimiento revolucionario de la investigación soviética.

En vista del éxito, el Comisariado del Pueblo (Ministerio) de Agricultura decidió crear un laboratorio especial en el Instituto de Génética y Selección de Odessa para analizar detenidamente aquel experimento. Al año siguiente centenares de investigadores koljosianos repitieron el mismo ensayo. Se trataba de explotar el descubrimiento de que era posible regular la duración del periodo vegetativo de las plantas cultivadas.

En 1935 más de 40.000 koljoses y sovjoses llevaron el experimento al campo, sembrando más de dos millones de hectáreas de cereales de primavera con simiente vernalizada.

Impuesto por Lysenko, desde 1929 el término “vernalización” (yarovización) es ya corriente en botánica. Hasta entonces era una práctica tradicional de la que se tenía un conocimiento empírico y fragmentario. En 1918 G.Glasser desarrolló una técnica de germinación en frío de los cereales de invierno a temperaturas ligeramente inferiores a cero grados centígrados, pero era inutilizable en la agricultura. El primer estudio sistemático lo escribió Lysenko en 1935 y lleva el título “Las bases teóricas de la vernalización”. El método inventado por Lysenko era diferente del de Glasser. Consistía en humedecer las semilas y mantenerlas entre 35 y 50 días a una temperatura entre 0 y 3 grados centígrados según las variedades. Había que tener mucho cuidado en mantener las semillas siempre húmedas en un granero. Si no se podían sembrar inmediatamente o si había que transportarlas durante un largo trayecto, había que secarlas antes al aire libre.

Hasta entonces la ciencia agrícola creía que el frío, al ralentizar las funciones fisiológicas de la planta, era lo que provocaba la hibernación. Lysenko demostró que el frío, por el contrario, acaba con la hibernación. Demostró también que las reacciones a las bajas temperaturas tienen lugar en los puntos de crecimiento de la planta y que el estado vernalizado se transmite por división célular en esos puntos vegetativos. El tratamiento de frío inventado por Lysenko fue el primer medio de regular la velocidad de desarrollo de las plantas. Las especies y variedades cuyo desarrollo no se acomodaba a las condiciones climáticas y geográficas de la región, eran simplemente desechadas. Entre éstas estaban hasta entonces los cereales de invierno, una variedad que se consideraba estéril. Lysenko demostró que este tipo de cereales no sólo soportan las bajas temperaturas sino que éstas son necesarias para su desarrollo y que, además, son más productivas. Como dijo Lysenko, era un método que “marca el comienzo de una era en la que el hombre dirije de manera consciente el desarrollo de las plantas en los campos”.

La vernalización es una técnica de una complejidad enorme (108). No todas las especies requieren vernalización, ni tampoco todas las variedades de una misma especie. Son muchas las especies de clima templado que requieren las bajas temperaturas del invierno para florecer en primavera: remolacha, cebolla, zanahoria y otras. La manera de llevar a cabo la vernalización depende de la especie. No todas las vernalizaciones son iguales, ni se deben llevar a cabo a la misma edad de la planta, a la misma temperatura o durante los mismos periorodos de tiempo. Así la Arabidopsis thaliana hay que vernalizarla entre 9 y 15 semanas y el pisum sativum no es necesario vernalizarlo pero si se hace, se desarrolla mucho más rápidamente. Hay plantas que se deben vernalizar en el estadio de semillas, como el trigo, pero hay otras que eso no es necesario ya que es posible hacerlo con la planta desarrollada (vernalización madura). Para que la vernalización tenga éxito, no basta que se cumplan una o dos condiciones sino un cúmulo de ellas. Los botánicos Mathon y Stroun, por ejemplo, destacaron la importancia del oxígeno. En aquella época no existían frigoríficos por lo que la vernalización se debía llevar a cabo a temperaturas ambientales, que difícilmente se lograban mantener constantes. Se trataba, pues, de una técnica precisa que requería entrenamiento y experiencia para que la semilla no se malograra. Al llevarla a la práctica, los investigadores de los koljoses y sovjoses cometieron numerosos errores de método que Lysenko fue el primero en advertir, indicando el riguroso cumplimiento de una serie de requisitos imprescindibles para su éxito. En su informe a la Conferencia soviética consagrada a los problemas de la resistancia de los vegetales al invierno, el 24 de junio de 1934, y en la sesion científica del Instituto de Genética de la Academia de Ciencias, el 6 de enero de 1935, rindió cuenta detallada los errores cometidos en los experimentos de vernalización llevados a cabo en distintos lugares. Esas reuniones eran públicas y en ellas participaron tanto científicos como especialistas de las cooperativas agrarias.

La vernalización, concluyen Mathon y Stroun, “ofrece una nueva orientación a la ecología y la geografía botánica” y ha abierto un nuevo capítulo de la fisiología vegetal: “La comprensión de numerosas prácticas agrícolas se ha renovado y ampliado. Las repercusiones del control de la floración que resulta de los estudios sobre vernalización son innombrables, tanto en el campo de los grandes cultivos como en el de la horticultura y la arboricultura” (109) Lysenko demostró la posibilidad de acelerar el ciclo vegetativo de las plantas, pudiendo obtener -en determinadas condiciones- dos cosechas anuales donde antes sólo se podía lograr una sola. Como escribió Maximov, la teoría de la vernalización “representa un gran paso en el esclarecimiento de las leyes del desarrollo vegetal y suministra métodos útiles para dirigirlo en la dirección deseada” (110). En efecto, no se pueden saltar las etapas del desarrollo de las plantas pero sí se puede acortar la duración de su ciclo vegetativo. La vernalización permite eludir las sequías que padecen determinadas regiones a finales del verano y en el otoño; también en aquellas regiones frías cuyo verano es muy corto; finalmente, aumenta los rendimientos en cualquier región que se practique.

Dejando aparte los improperios, una de las pocas críticas rigurosas que recibió Lysenko en el terreno científico provino del gran biólogo escocés C.H.Waddington y concernía precisamente a la vernalización. El núcleo de la crítica de Waddington no se centraba en la vernalización en sí misma sino en el hecho de que por esa vía se pueda alterar la dotación génica. El escocés no descarta que “en circunstancias especiales” eso fuera posible, es decir, no descarta que modificaciones de los caracteres puedan provocar alteraciones en los genes. Así -afirma- el trigo de invierno sembrado en primavera “puede llegar a convertirse en una variedad heredable que madura en el verano inmediatamente después de sembrado, sin tener que pasar por el periodo de tiempo frío en invierno”. Sin embargo, fuera de Rusia, la mayor parte de los científicos no lo creen posible porque, añade Waddington, es posible que el trigo de invierno no fuera puro, es decir, que incluyera semillas de una variedad de primavera. Cuando en otros países se han intentado repetir los experimentos soviéticos, nunca se han visto coronados por el éxito, lo que le lleva a concluir: “Por supuesto, resulta muy difícil probar experimentalmente que tales efectos no pueden ocurrir. Podría ser que sólo ocurrieran muy raramente y en condiciones muy particulares”. Muy pocos biólogos aceptan que los soviéticos hayan podido lograr modificar la composición génica modificando las condiciones externas, afirma Waddington. Por tanto, Waddington acogía la concepción genetista que trataba de preservar el núcleo inaccesible de la dotación génica y proporcionaba otra explicación de la vernalización según la cual ésta afectaría únicamente al cuerpo, al componente nutritivo de la semilla, esto es, afectaría solamente a la generación presente pero no a las futuras (111).

Waddington no critica directamente a Lysenko, a quien no menciona, sino a lo que califica como “una escuela de genetistas rusos”. En estos términos es difícil comprobar si dicha crítica está justificada, es decir, si dentro de quienes apoyaron a Lysenko los hubo que consideraron que la vernalización demostraba la tesis de la herencia de los caracteres adquiridos. Desde luego, no es el caso del propio Lysenko quien, paradógicamente, defendía una concepción biológica idéntica (o muy próxima al menos) a la de Waddington que se puede calificar de “ontogénica” o de biología del desarrollo. Lysenko no dice que haya dos variedades de trigo, una de invierno y otra de primavera; tampoco dice que esas dos variedades correspondan a otras tantas dotaciones génicas. Lo que él sostiene es que entre los cereales de invierno y los de primavera hay un continuo de variedades intermedias y que su clasificación en una u otra variedad no depende sólo de la dotación génica de la misma sino también de las condiciones ambientales en que se desarrollen las plantas.

El agrónomo ucraniano inserta la vernalización en una concepción amplia del desarrollo de los vegetales que llamó “teoría fásica”. Lysenko dividía el desarrollo de las plantas en una etapa vegativa y otra reproductiva, ambas cualitativamente distintas. Diferenciaba el crecimiento (aumento de tamaño) del desarrollo, caracterizando a éste por cambios cualitativos que, en ocasiones, no son observables aparentemente. Antiguamente los biólogos pensaban que la edad era el factor único del desarrollo, que estaba ya predeterminado por componentes hereditarios y, en consecuencia, que las etapas eran iguales e independientes del medio. A fines del siglo XIX Klebs demostró que no era así y que el medio no actúa sobre el organismo de una manera directa sino a través de cambios internos del propio organismo. Entre los factores ambientales, Klebs destacó especialmente la importancia de la luz.

La teoría fásica de Lysenko demuestra que su concepción no se puede calificar de ambientalista porque él situaba al desarrollo de la planta en el centro de su investigación y analizaba los organismos vegetales en su proceso de cambio. Cada fase sólo empieza cuando termina la anterior, cuando ha agotado sus posibilidades e inicia un cambio cualitativo; cada fase requiere un determinado ambiente para que el organismo se desarrolle. A través del organismo en proceso de cambio, Lysenko precisa el significado del término “ambiental”. Según el ucraniano bajo el concepto de medio se alude habitualmente a circunstancias muy diversas, de las cuales no todas tienen la misma importancia. La operatividad de esas circunstancias depende del ciclo concreto en el que se encuentre la planta, destacando la vernalización como la primera de ellas, y el fotoperiodismo como la segunda, de modo que si la temperatura es el factor dominante en la primera fase, la luz lo es en la segunda.

La idea de “potencialidad” es otra de las aportaciones significativas de Lysenko, directamente enfilada contra Vavilov y el determinismo genetista. El determinismo de Vavilov adoptó la forma de una supuesta “ley”, otra más, de las series homólogas cuyo fundamento está en la ineluctabilidad del desarrollo de los organismos. Según esa “ley”, el desarrollo es unilateral y viene impuesto por la dotación genética. Según Lysenko, esa “ley” contradice la biodiversidad. La dotación genética se puede inhibir en unos casos y reforzar en otros, en función de las circunstancias, y para demostrarlo parte precisamente de uno de los descubrimientos de Mendel: la existencia de unos caracteres dominantes y otros recesivos. Pero los genetistas se han limitado a constatar este hecho, dice Lysenko, sin llegar al fondo del problema que, según él, radica en la adaptación a las circunstancias ambientales. La existencia de dominancia, afirma Lysenko, demuestra precisamente la inconsistencia del ciego determinismo genético porque no es posible conocer de antemano qué rasgo va a prevalecer sobre el otro. El genotipo no es más que un punto de partida a partir del cual se va a desarrollar el organismo.

Significativamente, esa misma idea de potencialidad también estaba en Waddington, quien la introduce en el terreno de la embriología y la relaciona con lo que llama “inducción”. Según él las primeras células del embrión son inestables; pueden desarrollarse en múltiples direcciones; el hecho de que tomen una vía u otra depende de la inducción, que las dirige en una sentido determinado. Esto no sólo ocurre una vez sino que se repite a lo largo de varios estadios. Cuando se produce un estado de indecisión y no aparecen los inductores, la célula no se desarrolla. Esa inducción no es interna, no depende de sí misma sino del medio externo, algo que podría ratificar Lysenko: “Uno de los principales avances en nuestro conocimiento de la biología fue el descubrimiento de que las potencialidades hereditarias que llevan consigo todos los cromosomas dependen, para su realización, del medio ambiente inmediato. De hecho, la interacción entre los genes y el tipo concreto de citoplasma que los envuelve es lo que determina los cambios de composición de las células. Por tanto, podemos ver que distintas regiones de la célula huevo originaria darán lugar a grupos de células que se desarrollarán en direcciones distintas, pese a la identidad evidente de sus cromosomas” (112).

Genética y racismo

El debate suscitado por Lysenko en 1948 en la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas concentró durante una semana entera al mayor número de científicos que se ha conocido nunca en ningún país, salvo en la URSS, donde tales acontecimientos no eran infrecuentes. Como escribió Stalin, “no hay ciencia que pueda desarrollarse y expandirse sin una lucha de opiniones, sin libertad de crítica” (113). Se tomaron actas taquigráficas del debate, se publicaron y se tradujeron a varios idiomas. Si se leen es fácil observar que todas las intervenciones, tanto en uno como en otro sentido, fueron aplaudidas por cada grupo de partidarios, es decir, que no fue el típico acto protocolario, hipócrita y formalista al que estamos acostumbrados en los países capitalistas.

A lo largo de las semanas siguientes, la prensa soviética, y “Pravda” en concreto, fue publicando las intervenciones de diversos académicos en aquella sesión. Como no interesará las que fueron a favor, diré que también publicaron las críticas a Lysenko en defensa de las tesis genéticas formalistas los siguientes: A.Shebrak, B.Zavadovski, S.Alijanian, P.M.Zhukovski, I.I.Schmalhausen, J.Poliakov, D.Kislovski, V.S.Nemchinov y J.A.Rapoport. Varios millones de soviéticos pudieron conocer los puntos de vista de ambas partes y opinar al respecto. Esto no tiene precedentes en la historia de la ciencia, absolutamente ninguno.

En cualquier caso es importante tener en cuenta que tanto en una como en otra corriente de la biología soviética había científicos que se declaraban los verdaderos marxistas (y otros que no se declaraban marxistas en absoluto). Por ejemplo, en 1945 el genetista soviético A.R.Shebrak publicó en la revista americana “Science” un breve artículo titulado “Soviet biology” criticando las teorías de Lysenko (114). En 1947, dos biólogos, Efroimson y Liubishev, se dirigieron al Comité Central por escrito manifestando su desacuerdo con el lysenkismo. En abril del siguiente año se produjo un ataque de Yuri Zhdanov contra Lysenko dentro –nada menos- que de la sección científica del Comité Central, lo cual nos ofrece una perspectiva muy distinta del “caso Lysenko”, sobre todo si tenemos en cuenta quién era Y.Zhdanov: químico, hijo del conocido dirigente comunista Andrei Zhdanov y yerno del mismísimo Stalin. Pocas semanas después, en agosto, después del debate de la Academia, Yuri Zhdanov publica una autocrítica en la que reconoce que sus posiciones eran equivocadas, pero sigue manteniendo su desacuerdo con Lysenko.

La propaganda imperialista sostiene que después del debate de 1948 la discusión se resolvió con decretos y represalias ordenadas por Stalin. Lo cierto es que las tesis de Lysenko siguieron siendo muy discutidas entre los científicos de la URSS. Los genetistas formales siguieron con las espadas en alto. Se agruparon en torno a la “Revista Botánica”, dirigida por V.N.Sujatsev, que se convirtió entonces en el principal crítico de Lysenko, secundado por otros científicos como N.V.Turbin y N.D.Ivanov (115). Los mendelistas no fueron represaliados a causa de sus concepciones científicas. Por poner un ejemplo, Dubinin, uno de los principales representantes de las tesis formalistas en la URSS, a quien Lysenko ataca en su informe de 1948, publicó en 1976 (el año de la muerte de Lysenko) un artículo que está traducido al castellano y que se titula “La filosofía dialéctico-materialista y los problemas de la genética” (116), lo cual significa dos cosas: que el denostado Dubinin seguía en activo y que en esencia seguía defendiendo sus tesis de siempre, las de Mendel, Weismann y Morgan. A diferencia de Lysenko, Dubinin sí era militante bolchevique y el título del artículo también evidencia que Dubinin defendía que las concepciones formalistas eran conformes a la dialéctica materialista.

La amplia polémica que se estaba desarrollando en la URSS contrasta poderosamente con la censura que el evolucionismo padecía en los países capitalistas, especialmente en Estados Unidos, donde en 1925 se celebró el llamado “juicio del mono” en el que el Tribunal Supremo de Tenesee condenó a un profesor por violar la ley Butler que declaraba ilegal enseñar cualquier teoría que negara la creación divina del hombre a partir de la nada que enseña la Biblia. La censura científica en Estados Unidos llega hasta nuestros días. La la ley Butler no fue derogada hasta 1967 y un profesor de química de la Universidad de Oregón, Ralph Spitzer, fue despedido en 1959 por enseñar las teorías de Lysenko en su aula. A la carta de despido el rector aportó como prueba un artículo de Spitzer en la revista “Chemical and Engineering News” defendiendo a Lysenko. El rector, según su propias manifestaciones, podía tolerar el error del profesor al impartir doctrinas equivocadas, pero en ningún caso podía admitir la divulgación de enseñanzas marxistas. Su carta de despido fue ampliamente difundida por toda la prensa estadounidense en primera plana. Spitzer había sido miembro de la asociación “Estudiantes por una Sociedad Democrática” y del Partido Progresista de Henri Wallace, pero fue condenado por marxista junto con su mujer, también despedida. En los artículos científicos se puede citar a Platón, a Descartes o a Comte, pero en ningún caso a Marx.

En una entrevista muy reciente al biólogo Jan Sapp publicada por “Sciences et Avenir” los periodistas le comentan que las observaciones que contradicen el neodarwinismo son antiguas, preguntándole seguidamente acerca de los motivos por los cuales se han ocultado durante tanto tiempo. Sapp responde que ello se debe a múltiples razones de tipo político. Afirma que en los años cincuenta era peligroso hablar de herencia citoplasmática y del papel de la simbiosis en la adaptación: “Abordar esas cuestiones suponía arriesgarse a pasar por lamarckiano, o peor, por un discípulo del soviético Lysenko, es decir, por un comunista”. El propio Sapp confiesa que él mismo fue censurado en Estados Unidos y tuvo que marcharse a trabajar a Canadá: “Cuando me interesé por esos grandes biólogos de la posguerra que habían trabajado sobre otros modelos diferentes del neodarwinismo, como Tracy Morton Sonneborn o Victor Jollos, ¡Se me acusó de comunista! Tuve que abandonar Estados Unidos y salir a Canadá, el único medio para mí de redescubrir los trabajos pioneros de esos sabios que habían huido del racismo de la Alemania hitleriana y que se metieron en una trampa por la intolerancia académica en su exilio americano” (117).

Como suele suceder en lo que concierne a la URSS, la historia ha sido vuelta del revés porque el denominado “caso Lysenko” no es un supuesto que demostraría la censura allí imperante sino justamente lo contrario, la existencia de una amplia y libre discusión de ideas. Por lo demás quienes han dado la vuelta al asunto son los mismos que hasta la fecha de hoy pretenden mantener a la teoría de la evolución fuera del ámbito académico.

En la URSS se debatió abierta, pública y libremente sobre toda clase de asuntos, incluidos los científicos y nunca se dejó de debatir acerca de ningún asunto en todos los ámbitos sociales, políticos y universitarios.

Stalin estaba muy interesado en la discusión sobre la genética, siguió el debate muy de cerca y aunque no existen escritos suyos, en las reuniones siempre defendió las tesis evolucionistas de Lamarck, Darwin y Lysenko. En el diario de V.Malishev, vicepresidente del gobierno en la época, hay una anotación con algunos comentarios suyos sobre Lysenko en los que dijo que era el continuador de Michurin, habló de sus defectos y de los errores que había cometido “como científico y como ser humano”, que había que supervisar sus experimentos, pero que también había que impedir su destrucción como científico porque eso significaba ponerlo en manos de los “shebrakianos”. Con esta designación Stalin se refería a A.R.Shebrak, un genetista formal que había dirigido en 1946 la sección científica del Comité Central. En la polémica soviética nunca hubo un intento de liquidar al formalismo genetista sino que se trataba justamente de lo contrario: de evitar que esa corriente aplastara a su contraria, la que encabezaba Lysenko. De ese modo volvemos a descubrir que la falsificación de la historia ha vuelto las cosas del revés, poniendo a las víctimas en el lugar que corresponde a los victimarios.

No obstante, lo más importante es que aquella batalla ideológica contribuyó a frenar la proliferación de teorías racistas y eugenésicas en la URSS. En realidad, detrás de las nuevas teorías y prácticas “científicas” de la genética formal se escondía el racismo, que a comienzos del siglo XX se había convertido en la religión de los imperialistas. Impulsado por la burguesía, el racismo se presentó como algo “científico” y “progresista”, como una aplicación natural del conocimiento sobre la reproducción al campo de la sociedad y con el fin de mejorarla.

La biología nació como una ciencia taxonómica cuyo objeto era clasificar a las especies vivas. Cuando ese mismo objetivo se impuso a la sociedad, la biología se convirtió en eugenesia, en el intento de clasificar (y por tanto de dominar) a los hombres, de establecer diferencias entre ellos y, en consecuencia, justificar las políticas de desigualdad social. La confusión entre la genética y la estadística (biometría) no es más que otra prueba de lo mismo porque la estadística es otra ciencia de la clasificación: establece una “media” y las “desviaciones” y “regresiones” que aparecen a partir de ella (118). La biología está repleta de “monstruos” que rompen la norma de la especie, como la medicina de enfermos y la sociedad de “desviados”, de modo que unos son llevados a los laboratorios, otros a los hospitales y otros a los siquiátricos, a las cárceles o a los campos de concentración, lugares en los que se puede experimentar con ellos, practicar lobotomías, electrochoques o drogas. En unos casos la justificación es la enfermedad y la delincuencia, pero en otros es suficiente con la “peligrosidad social”. Entonces ni siquiera es necesario un juicio previo para encerrarles porque el Estado actúa con el benéfico fin de curarles.

El planteamiento eugenista de Morgan, por ejemplo, sigue el siguiente discurso “científico”: antes de empezar a utilizar métodos genéticos para “regular las caraterísticas de la raza humana” hay que determinar un canon de lo que es un ser humano, un prototipo del hombre que queremos alcanzar. Estamos de acuerdo en que no queremos imbéciles, pero ¿quiénes son imbéciles? Tampoco queremos enfermos, pero ¿quiénes están enfermos? ¿A quién corresponde tomar las decisiones “científicas”? Morgan no lo aclara ¿Serán personajes cualificados como el propio Morgan, que obtuvo el premio Nóbel de Medicina? Pero prosigamos con los argumentos de Morgan: “No cabe duda alguna” de que las personas defectuosas son una carga “perpetua” para la sociedad “que se ve en la obligación de confinarlos en asilos y penitenciarías”. Así ha sucedido “desde largo tiempo atrás”, por lo que la eugenesia no es ninguna novedad. El dilema es el siguiente: si es más conveniente el confinamiento o que queden en libertad previa esterilización. Morgan tampoco nos aclara para quién es más conveniente una u otra opción. Lo que sí recomienda, sobre la base de criterios genéticos estrictos, es la segregación, aunque reconoce que un gobierno puede hacerlo de forma arbitraria. La conclusión “científica” a la que llega es la siguiente: la democracia garantiza que todos los individuos tengan las mismas oportunidades pero “el conocimiento más elemental de la especie humana sabe que semejante conclusión no es sino una ilusión”; luego la democracia contradice la genética (119). Por tanto, lo mejor es que el mundo se organice no en torno a la democracia sino en torno a este tipo de argumentos “científicos”, que son tan “elementales”.

Una de las maneras de clasificar a las personas consiste en otorgarles una nacionalidad, cuyo fundamento, en los países del norte de Europa, es el “ius sanguinis”, el derecho de sangre, es decir, que son alemanes, por ejemplo, los descendientes de padres alemanes, cualquiera que sea su lugar de nacimiento, cualquiera que sea el lugar donde residan, y aunque ignoren el idioma o la cultura de su país de origen. Según el pangermanismo, las fronteras del Estado deben extenderse hasta el lugar en donde se encuentren esos alemanes. Luego, siguiendo las leyes de Mendel, los posteriores cruces se encargarían se eliminar las impurezas de sangre adheridas a lo largo de la historia procedentes de razas inferiores.

La sangre ocupó antiguamente el papel que hoy ocupan los genes. Antes que los genes se concibió la sangre como ese fluido misterioso omnipresente que todo lo condicionaba. En Japón la obsesión por el grupo sanguíneo está muy extendida, mucho más que el signo astrológico en occidente. Fomentada por los medios de comunicacion, esta subcultura se ha convertido allá en un estilo de vida que nadie cuestiona, de manera que algunas guarderías educan a los niños de manera distinta según su grupo sanguíneo. Según la Biblia, el alma y, por tanto, la vida, está en la sangre, que es sagrada: “No comeréis la sangre de ninguna carne, porque la vida de toda carne es su sangre” (Levítico 17:13). Las leyes sobre la sangre son una manera de inculcar el sentido sagrado de la vida. El cuerpo le pertenece al hombre pero la sangre (el alma) le pertenece sólo a dios y por eso en los sacrificios rituales hay derramamiento de sangre y los Testigos de Jehová no permiten transfusiones. La aristocracia tiene la sangre de color azul; ser de buena familia es ser de “buena cuna”, es decir, algo que no surge en la vida sino que se lleva dentro desde siempre. Como la solera para el buen vino, lo aristocrático es lo rancio, cuanto más antiguo mejor, como si sobre el presente influyeran las generaciones pretéritas, como si así tuviera todo más arraigo.

A esta mitología la genética ha contribuido con otra más: la creación de ”grupos de riesgo”, esto es, personas normales aparentemente pero que portan genes defectuosos que los hacen propensos a enfermedades o comportamientos fuera de la norma. Ya hay pólizas de seguros y profesiones para las que se exigen pruebas genéticas previas.

La genética se está convirtiendo en una cuestión de política económica. Las deformaciones que se están difundiendo acerca de las enfermedades hereditarias (confundidas con las genéticas, las congénitas y las innatas) conducen a políticas eugenésicas. Antiguamente la gente que padecía enfermedades hereditarias, como la diabetes, se morían jóvenes y no tenían descendencia. Pero ahora ya es posible curarlas, al menos en parte, por lo cual ya no se mueren como antes y transmiten sus genes defectuosos a su descendencia. La sanidad generalizada no permite que opere la selección natural, es decir, que se mueran los menos aptos, por lo que en los siglos futuros aumentarán las enfermedades genéticas. Además las radiaciones, las drogas, la proliferación de productos químicos, los pesticidas, la contaminación, el napalm de Vietnam y las explosiones atómicas aceleran las mutaciones genéticas y crearán graves perturbaciones en la salud que se transmitirán de generación en generación provocando graves crisis médicas “para socorrer a una sociedad tiranizada por la enfermedad y ayudar a millones de tullidos durante toda su vida” (120).

Uno de los detractores de Lysenko es Julian Huxley, nieto del conocido defensor de Darwin y miembro la “Sociedad Eugenésica” (o sea, racista) desde 1931, lo que no le impidió llegar a ser el primer Secretario General de la UNESCO en 1946. Escribió un libro contra Lysenko (121), y también cosas como ésta:

“Por grupo social problemático entiendo a esa gente de las grandes ciudades, demasiado conocida por los trabajadores sociales, que parece desinteresarse de todo y continuar simplemente su existencia desnuda en medio de una extrema pobreza y suciedad. Con demasiada frecuencia deben ser asistidos por fondos públicos, y se vuelven una carga para la comunidad. Desgraciadamente, tales condiciones de existencia no les impiden seguir reproduciéndose, y sus familias son en promedio muy grandes, mucho más grandes que las del país en su conjunto.

“Diversos tests, de inteligencia y de otro tipo, revelaron que tienen un C.I. [cociente intelectual] muy bajo, y que están genéticamente por debajo de lo normal en muchas otras cualidades, como la iniciativa, el interés y afán general exploratorio, la energía, la intensidad emocional y el poder de la voluntad. Esencialmente, no son culpables de su miseria e imprevisión. Pero tienen la mala suerte de que nuestro sistema social abona el suelo que les permite crecer y multiplicarse, sin otra expectativa que la pobreza y la suciedad”.

Como muestran estas afirmaciones, el racismo no era un problema étnico sino social. Las políticas racistas van dirigidas contra los trabajadores y los sectores sociales oprimidos y marginados en su conjunto.

Los ataques contra Lysenko en la posguerra trataron de desviar la atención sobre las teorías seudocientíficas de los imperialistas que habían conducido a los campos de concentración, a la eugenesia y la esterilización, no sólo en la Alemania nazi sino en Gran Bretaña, Estados Unidos, Suecia y otros países capitalistas. Sólo la URSS se había librado de aquella repugnante plaga “científica”.

Los supuestos fracasos agrícolas de la URSS

La campaña propagandística reincide en los repetidos fracasos de los experimentos lysenkistas, que no se ciñen al aspecto científico sino que se trasladan al económico. Lysenko sería así el responsable último de unas supuestas malas cosechas, que a su vez causaron otras supuestas hambrunas, que a su vez causaron millones de muertos. Tratándose de la URSS todo vale y siempre se mide por millones porque cualquier otra cifra no es noticiable. Es enormemente interesante analizar esta acusación porque originalmente no aparece para nada en 1948 y años subsiguientes. El vacío atraviesa la época de Stalin, la peor considerada en los medios capitalistas, e incluso va más allá de los tiempos de Jrushov. Lo que resulta aún más sorprendente todavía es que se trata de un argumento que, como veremos, nace de una forma modesta en la propia Unión Soviética dentro de las pugnas internas que condujeron a la destitución de Jrushov. Por si no hubieran aparecido suficientes argumentos fuera de sus fronteras, los revisionistas soviéticos aportaron uno más, otra falsedad a añadir al cúmulo de las que habían ido surgiendo. Sólo hubo que dramatizarlo y exagerar hasta el ridículo para ligarlo a un acontecimiento pretérito, la colectivización agraria, que había ocurrido 35 años antes. Así quedaba unido estrechamente a Stalin.

El decreto de 1917 que nacionalizaba la tierra, la colectivización, los koljoses y la política agraria soviética acabaron con el secular problema del hambre en menos de diez años de revolución socialista. La alimentación de los trabajadores (para impedir los estallidos revolucionarios) ha sido una preocupación hasta hace bien poco. La URSS padeció una gran hambruna en 1921, a causa, fundamentalmente, de la guerra civil y del acaparamiento (122). Diez años después de la revolución, en 1927, los problemas se habían solucionado en lo fundamental, cuando se acabaron el paro y las cartillas de racionamiento. Esos éxitos contrastan poderosamente con la pavorosa situación en los países capitalistas más importantes, donde la población padecía la miseria más espantosa. Se pretende trasladar a la URSS un problema como el hambre cuando por aquellas mismas fechas, en 1929, el capitalismo entraba en una de sus peores crisis económicas jamás conocidas.

Si pasamos a la situación económica de la posguerra, sólo encontramos menciones a Lysenko en el manual de Alec Nove (123) que repite la letanía de memoria. Para Nove Lysenko era un charlatán pseudocientífico que triunfó “con ayuda de la máquina del Partido” imponiendo sus ideas en las granjas “al tiempo que se prescindía de los auténticos expertos en Genética”, una ciencia que fue “destruida”. Los bolcheviques pusieron a “pequeños Stalin” como éste al frente de cada rama de las ciencias y de las artes, afirma Nove, los cuales torpedearon los contactos con la ciencia mundial. Sin embargo, Nove no refiere ninguna muerte, ni habla tampoco de hambre; únicamente alude a la escasez de reservas alimenticias, lo cual hizo que se retrasara el racionamiento existente durante la guerra mundial. Tampoco Harry Schwartz refiere hambre ni muertes (124). Durante la guerra la agricultura de las zonas ocupadas fue devastada; unos siete millones de caballos murieron o fueron saqueados por los nazis, así como 17 millones de cabezas de ganado bovino. En 1946 hubo una terrible sequía, según Cafagna, la peor en medio siglo. Como consecuencia de todo ello, este historiador refiere precariedad pero tampoco hambre ni muertes a causa de ello (125). A pesar de las destrucciones de los campos y de los tractores causadas por la guerra y de la reducción en un tercio del número de trabajadores koljosianos, las cosechas recuperaron casi inmediatamente el nivel de 1940. Se enviaron a las cooperativas más de 120.000 agrónomos y técnicos y se empezaron a roturar más de 17 millones de hectáres de tierras vírgenes. En 1958 se logró obtener la cosecha máxima de la historia, e incluso pudieron exportar trigo al extranjero.

Esta situación también contrasta con la de los países capitalistas, en donde aún en 1948 la población pasaba hambre en países como Holanda, por ejemplo, donde fallecieron 30.000 personas. Por ese motivo, para calmar el descontento, llegó el Plan Marshall desde Estados Unidos. A diferencia de la URSS, Europa occidental no se recuperó por sí misma de la devastación bélica. En la posguerra la agricultura capitalista comenzó a padecer los desastres ecológicos de la “revolución verde” impuesta en todo el mundo por Rockefeller. El éxito de la agricultura soviética en la posguerra no necesitó de la incorporación de la química industrial. Por eso Harry Schwartz pone de manifiesto el “retraso” que experimentaba la URSS en la introducción de fertilizantes y pesticidas en la agricultura (126). A su vez ese “retraso” derivaba de que la Unión Soviética no estaba experimentando con armas químicas ni bacteriológicas, que fueron el venero de la evolución de la química en los países capitalistas en la primera mitad del siglo XX.

Desde el punto de vista científico, las concepciones de Lysenko tampoco constituyeron ningún fracaso. La agronomía, como muchas otras materias, entre ellas la medicina, tiene mucho que ver con el arte, desde luego bastante más que con las llamadas ciencias “exactas” (si es que existe alguna ciencia de esas características). El método de Lysenko era empírico, basado en la prueba y el error, idéntico al del resto de los experimentos biológicos. De ahí que medio siglo después de su informe hubo 280 intentos fracasados antes de lograr clonar a la primera oveja, intentos que comprometieron a un número mucho mayor de personal investigador y más medios técnicos. No obstante, en una ciencia mediática como la biología, los errores no son nunca noticia, salvo aquellos que tengan su origen en la agricultura soviética.

Esa concepción de la ciencia avanzando linealmente con sus velas desplegadas también es fruto de una ideología burguesa basada en la competencia y el éxito. Los fracasados nunca cuentan, como si el éter o el flogisto nunca hubieran sido concebidos por la física. Para que exista Copérnico antes debió existir Ptolomeo. Para que unos científicos avancen otros han debido errar y entrar en vías muertas. El experimento fallido es tan importante como el fructífero y nadie ha dejado de ser reputado como científico por el hecho de haber fracasado. La burguesía tiene una manera muy curiosa de presentar las noticias. Así, la clonación saltó a las primeras páginas de los periódicos del mundo el 23 de marzo de 1997, cuando hacía ya varias semanas que existía la oveja Dolly. El retraso en dar a conocer la noticia es que Dolly fue el único ejemplar clónico que había prosperado entre los cientos de intentos realizados con anterioridad. Antes de anunciarlo públicamente los científicos querían asegurarse de que no se iba a morir en seguida, como había ocurrido con los ejemplares anteriores. Lo que no es noticia son hechos como los siguientes: Dolly fue la primera oveja clónica y (casi) la única; no ha vuelto a crearse ninguna otra. Dolly fue una verdadera excepción porque la clonación animal (casi) no es operativa. A día de hoy, hay especies a las que no se ha conseguido clonar, y de cada cien intentos de clonación animal nace un porcentaje entre el cero y el cuatro por ciento; de ese cuatro por ciento que nace, la mayoría muere dentro de las primeras 24 horas. Pero como los fracasos no son noticia, se ha convertido la excepción en norma, transmitiendo una imagen falsa del estado de la ciencia.

En su informe de 1948 Lysenko dijo algo capaz de convencer a cualquiera: con los métodos michurinistas se han creado 300 nuevas variedades de plantas. Cualquiera que hubiera estado allí hubiera preguntado, ¿cuántas han creado los genetistas formales? La respuesta es: ninguna. Los primeros transgénicos se obtuvieron medio siglo después de que Lysenko leyera su informe. Un discurso pronunciado por Lysenko en 1941 es bastante ilustrativo de la diferencia entre un país socialista y un país capitalista en materia de investigación científica: los norteamericanos realizan experimentos genéticos con moscas, decía Lysenko, nosotros lo hacemos con patatas. Hace bien poco, a finales de 1996, la revista “Nature Genetics” publicaba un artículo del genetista Dean Hamer titulado “La felicidad heredable”. Se había gastado muchos millones, un laboratorio y un equipo de “investigadores” trabajando durante años para descubrir el gen de la felicidad. El año anterior ya dijo en el mismo medio haber descubierto el de la homosexualidad (127). Quizá lo que nos quieren decir es que, pase lo que pase, siempre van a ser felices los mismos, es decir, que la felicidad también es hereditaria y que nunca lograremos nada con cambios ambientales (sociales, políticos, económicos) sino que necesitamos terapia génica...

Los lysenkistas y el desarrollo de la genética

Los vergonzosos ataques contra Lysenko prostituyen hasta el ridículo sus tesis, que tratan de presentar como si fueran incompatibles con los descubrimientos de la genética. Por ejemplo, Medvedev afirma que hubo una “negación integral de la genética” (128). Este es el tópico usual al que recurren los intoxicadores. La tesis de Haldane es mucho más matizada. Según el británico, muchos genetistas y la mayoría de los vulgarizadores “se habían dejado engañar” por su propio vocabulario, y Lysenko se basó en ello “para desprestigiar a la teoría genética en general y para proponer una tarea con mucha menos base científica que el mendelismo” (129). Por lo menos a partir de aquí podemos empezar a sospechar que no se trataba de una guerra contra la genética sino contra el mendelismo, si bien hay quien no concibe la genética sin las leyes de Mendel o a dios sin el Talmud. Pero éste es otro problema distinto. Lo cierto es que ni Lysenko ni la URSS se opusieron al desarrollo de la genética en los centros educativos y en los laboratorios, de manera que se pudieron conocer todas las corrientes existentes en el mundo, y así, por ejemplo, la Sociedad de Naturalismo de Moscú siempre se destacó en la defensa de los principios mendelistas.

Las aportaciones soviéticas en este terreno científico también son muy importantes, en algunos casos anteriores a las anglosajonas y, desde luego desconocidas, descuidadas o ignoradas por su propio origen, por lo que conviene recordarlas. Entre 1922 y 1929 Vavilov reunió en sus expediciones la colección de plantas y semillas más importante del mundo, cuyo destino era la selección y la hibridación y, por consiguiente, el mejoramiento en la calidad de los cultivos agrarios. En 1924 Oparin expuso la primera hipótesis científica sobre el origen de la vida. Ese mismo año A.N.Bach creó el primer Instituto de Investigación Bioquímica del mundo y expuso las primeras nociones bioquímicas sobre la oxidación. Aunque el efecto mutagénico de las radiaciones sobre los cromosomas se atribuye al estadounidense H.J.Muller, y por eso le concedieron el premio Nóbel, sus verdaderos descubridores fueron los soviéticos G.A.Nadson y G.C.Filipchenko, que observaron el efecto en levaduras y hongos, adelantándose en dos años a Muller. En 1927 S.S.Chetverikov fue el primero en formular las leyes del polimorfismo genético que constituye la base de la genética de poblaciones, adelantándose en varios años a Wright, Fisher y Haldane, que pasan por ser sus creadores. Ese mismo año G.D.Karpechenko, por medio de la ploidización, creó la primera planta sintética del mundo, a la que dio el nombre de “Raphanobrassica” (raphanus sativus y brassica cleracea), un híbrido del rábano y la col (repollo o coliflor). Ese mismo año N.K.Koltsov fue el primero en describir la estructura de los cromosomas como moléculas gigantescas capaces de reproducirse por medio de un mecanismo de templete, concepto que relacionaba la genética con la bioquímica. No obstante, como todos los genetistas de la época, Koltsov pensaba que esa molécula era una proteina y no un ácico, el ADN, como se supo después. La noción de biosíntesis permitió entender la autoreplicación genética. En 1927 A.R.Serebrobsky estudió la primera variación intragenética de la mutabilidad. En 1935 A.N.Belozersky logró aislar ADN en forma pura por primera vez y dos años después N.P.Dubinin, enemigo de Lysenko, fue el primero en descubrir en una población de moscas drosophilas al menos un dos por ciento de mutantes espontáneas.

Las desinformaciones presentan a la ciencia soviética como una laguna aislada, ajena y extraña a las corrientes de la genética en otros países, consecuencia a su vez del aislamiento internacional de la URSS que, naturalmente, era una política deliberadamente perseguida por la diplomacia soviética, como si los demás países no tuvieran ninguna responsabilildad en ello. También aquí hay que proceder a una verdadera reconstrucción de los hechos casi completa. La URSS estuvo durante muchos años fuera de la Sociedad de Naciones, sometida a un riguroso bloqueo internacional. En líneas generales y, especialmente en lo que a la ciencia respecta, desde su mismo nacimiento, la URSS buscó desarrollar toda clase de intercambios con terceros países, a cuyos efectos creó una Oficina para el Estudio de la Ciencia y la Tecnología Extranjera. En 1924 organizó la Sociedad para las conexiones culturales con los países extranjeros: “Con posterioridad a 1920 la Academia de Ciencias primero y después otros centros de investigación, tomaron medidas para establecer relaciones directas con centros de investigación del extranjero. Aun cuando al principio la cooperación internacional fue muy modesta, tuvo sin embargo extraordinaria importancia para el desarrollo de la ciencia soviética” (130). La gran crisis capitalista de 1929 favoreció los intercambios. Al acabar con los presupuestos para educación e investigación en Estados Unidos, la URSS invitó a muchos científicos y técnicos extranjeros que se habían quedado en el paro a instalarse allá, e incluso se construyeron urbanizaciones y ciudades enteras para ellos. Otros ya se habían instalado anteriormente. Un conocido eugenista como Leslie Clarence Dunn viajó a la URSS en 1927 con una beca de Rockefeller. También H.J.Muller, un discípulo de Morgan, que presidió el Instituto de Genética de Moscú desde 1933 hasta 1937, fecha en la que vino a España como miembro de las Brigadas Internacionales. En una conferencia impartida en Moscú en 1936 Muller estableció el puente que unió la química y la genética: el portador de la información genética era un polímero compuesto por una serie aperiódica de subunidades.

El caso de Muller es bastante singular e ilustra sobre la verdadera situación de la genética en aquella época, ya que recorrió todo el espectro ideológico imaginable. Su “redescubrimiento” del efecto mutágeno de las radiaciones sobre los cromosomas en 1927 fue trascendental; su manual “Principles of Genetics” tuvo una amplia difusión universitaria por todo el mundo y fue muy pronto traducido al ruso. Fue uno de los fundadores del Consejo Nacional de Amistad Americano-Soviética y presidente de la Sociedad Científica Americano-Soviética. Muller publicó varios artículos en la prensa soviética elogiando la colectivización agrícola y apoyando la investigación científica soviética. En ellos criticaba el lamarckismo y defendía que la genética formalista era una aplicación del marxismo a la biología. Pero también era eugenista y acabaría militando en las filas del anticomunismo más salvaje. Muller creía que la Unión Soviética era el Estado ideal para llevar a cabo experimentos eugenistas de mejora de la raza humana porque las barreras de clase habían desaparecido. En mayo de 1936 le envió a Stalin un ejemplar de su libro “Out of the night” en el que defendía la eugenesia. En esa obra, lo mismo que en las conferencias científicas en las que intervino mientras permaneció en la URSS, Muller sostuvo que la inseminación artificial entre los soviéticos podría asegurar la victoria del socialismo. Había que mejorar la dotación genética de la clase obrera y del campesinado para suplir su inferioridad natural.

La genética soviética estuvo siempre estrechamente imbricada con la de los demás países del mundo. Sus científicos formaron parte de academias e institutos de investigación de otros países, del mismo modo que existieron científicos de otros países que formaron parte de las universidades y laboratorios soviéticos. Así el biometrista Chester Bliss, al quedarse en el paro en Estados Unidos, se trasladó a Leningrado, donde trabajó de 1936 a 1937 en el Instituto Botánico. En los libros soviéticos publicados no hay más que repasar la bibliografía y las citas para observar cómo los avances de otros países también fueron conocidos por los científicos soviéticos, así como sus manuales, de los que existen numerosas traducciones. Lo mismo cabe decir de los fondos bibliográficos disponibles en bibliotecas y librerías.

Una de las acusaciones lanzadas en contra de Lysenko es su negativa a reconocer los genes, cuestión que él abordó en varios textos con bastante claridad. A lo que él se oponía era al concepto de gen como corpúsculo portador de la herencia, y pone un ejemplo: no por negar que existan partículas o una sustancia de la temperatura, se niega la existencia de ésta como medida de un estado de la materia: “Nosotros negamos que los genetistas, y con ellos los citólogos, puedan percibir un día los genes por el microscopio. Se podrá y se deberá discernir en el microscopio detalles cada vez más ínfimos de la célula, del núcleo, de los cromosomas, pero eso serán parcelas de la célula, del núcleo o del cromosoma, y no lo que los genetistas entienden por gen. El patrimonio hereditario no es una sustancia distinta del cuerpo, que se multiplica a partir de él mismo. La base de la herencia es la célula que se desarrolla, se transforma en organismo. Esta célula comporta unos orgánulos con fines diversos. Pero no hay en ella ninguna partícula que no se desarrolle, que no evolucione”.

Esta concepción no fue exclusiva de Lysenko sino que también puede encontrase en Oparin, quien desde el punto de vista del origen de la vida criticó la teoría de las mutaciones al azar:

“En el problema mismo del origen de la vida, muchos naturalistas continúan sosteniendo, aun después de Darwin, el anticuado método metafísico de atacar este problema. El mendelismo-morganismo, muy usual en los medios científicos de América y de Europa occidental, mantiene la tesis de que los poseedores de la herencia, al igual que de todas las demás particularidades sustanciales de la vida, son los genes, partículas de una sustancia especial acumulada en los cromosomas del núcleo celular. Estas partículas habrían aparecido repentinamente en la Tierra, en alguna época, conservando práctica e invariablemente su estructura definitiva de la vida, a lo largo de todo el desenvolvimiento de ésta. Vemos, por consiguiente, que desde el punto de vista mantenido por los mendelistas-morganistas, el problema del origen de la vida se constriñe a saber cómo pudo surgir repentinamente esta partícula de sustancial especial, poseedora de todas las propiedades de la vida.

“La mayoría de los autores extranjeros que se preocupan de esta cuestión (por ejemplo, Devillers en Francia y Alexander en Norteamérica), lo hacen de un modo por lo demás simplista. Según ellos, la molécula del gene aparece en forma puramente casual, gracias a una ‘operante’ y feliz conjunción de átomos de carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno y fósforo, los cuales se conjugan ‘solos’, para constituir una molécula excepcionalmente compleja de esta sustancia especial, que contiene desde el primer momento todas las propiedades de la vida.

“Ahora bien, esa ‘circunstancia feliz’ es tan excepcional e insólita que únicamente podría haber sucedido una vez en toda la existencia de la Tierra. A partir de ese instante, sólo se produce una incesante multiplicación del gene, de esa sustancia especial que ha aparecido una sola vez y que es eterna e inmutable.

“Está claro, pues, que esa ‘explicación’ no explica en esencia absolutamente nada. Lo que diferencia a todos los seres vivos sin excepción alguna, es que su organización interna está extraordinariamente adaptada; y podríamos decir que perfectamente adaptada a las necesidades de determinadas funciones vitales: la alimentación, la respiración, el crecimiento y la reproducción en las condiciones de existencia dadas. ¿Cómo ha podido suceder mediante un hecho puramente casual, esa adaptación interna, tan determinativa para todas las formas vivas, incluso para las más elementales?

“Los que sostienen ese punto de vista, rechazan en forma anticientífica el orden regular del proceso que infiltra origen a la vida, pues consideran que esta realización, el más importante acontecimiento de la vida de nuestro planeta, es puramente casual y, por tanto, no pueden darnos ninguna respuesta a la pregunta formulada, cayendo inevitablemente en las creencias más idealistas y místicas que aseveran la existencia de una voluntad creadora primaria de origen divino y de un programa determinado para la creación de la vida.

“Así, en el libro de Schroedinger ‘¿Qué es la vida desde el punto de vista físico?’, publicado no hace mucho; en el libro del biólogo norteamericano Alexander: ‘La vida, su naturaleza y su origen’, y en otros autores extranjeros, se afirma muy clara y terminantemente que la vida sólo pudo surgir a consecuencia de la voluntad creadora de Dios. En cuanto al mendelismo-morganismo, éste se esfuerza por desarmar en el plano ideológico a los biólogos que luchan contra el idealismo, esforzándose por demostrar que el problema del origen de la vida –el más importante de los problemas ideológicos- no puede ser resuelto manteniendo una posición materialista”.

Idéntica posición que Lysenko y Oparin expuso el genetista suizo Émile Guyénot en 1948. En su obra sobre la herencia, Guyénot inserta un epígrafe titulado “¿Existen los genes?” y reconoce que los genetistas no sabían nada cierto sobre la naturaleza de los genes: “La existencia misma del gen, al menos tal y como se le concibe generalmente, se comienza a poner en duda”. Añade también que aunque los cromosomas se pueden dividir en unidades que preservan cierta autonomía, esas posiciones diferenciables no son necesariamente genes (131).

Esa era la posición de un genetista suizo en 1948, justo cuando Lysenko lee su informe en la Academia. Parece claro, en consecuencia, que la postura de Lysenko sobre los genes era compartida, al menos por una parte de la genética mundial no anglosajona. Pero la diferencia entre Guyénot y Lysenko es que éste era soviético. Las dudas sobre la naturaleza y la existencia misma de los genes fueron muy frecuentes entre los científicos de todo el mundo hasta el descubrimiento de la estructura de doble hélice de los cromosomas en 1953. Cuando pareció que el desciframiento del genoma iba a confirmar esa tendencia favorable, resultó todo lo contrario.

Ahora la moda ha pasado pero en las primeras décadas del siglo pasado era frecuente que los genetistas hicieran cálculos sobre el tamaño de los genes que hoy nadie se atrevería. Así Morgan aseguraba que existían “cientos” de genes en cada cromosoma, cada uno de los cuales estaba fuera del alcance del microscopio, porque no eran más pequeños que algunas de las moléculas orgánicas más grandes (132). Schrödinger sostenía que la “fibra cromosómica”, a la que calificaba como “portador universal de la vida”, era un cristal aperiódico. Enumeraba varios métodos de estimación del tamaño de los genes. Uno de ellos consistía en dividir la longitud media del cromosoma por el número de características que determina y multiplicarla por la sección transversal. Refería investigaciones que calculaban el volumen de un gen como un cubo de 300 angstrom de arista. Luego afirmaba “con toda seguridad” que un gen no contiene más que un millón o unos pocos millones de átomos, aunque posteriormente reducía el tamaño: sólo cabrían unos 1.000 átomos y posiblemente menos (133). Este tipo de fantasías ya no son tan frecuentes.

Inialmente el gen nació definido como una partícula determinante de la herencia, o peor, de un solo rasgo hereditario. Según esa concepción, el gen era indivisible a pesar de formar parte de los cromosomas, que sí se dividen. Los dos cromosomas resultantes son iguales, cada uno de ellos tiene los mismos genes que el cromosoma de procedencia. Eso significa que los genes se duplican pero no se dividen, lo cual resulta extraño. Sucesivamente se dijo que los genes eran un concepto estadístico y luego que eran un lugar o una región de un cromosoma. No obstante, Barbara MCClintock demostró que la mayor parte de los cromosomas se componen de elementos móviles que se desplazan de un lugar a otro. También se han definido los genes de una manera funcional, afirmando que su tarea es la codificación de proteínas, pero la mayor parte de los cromosomas no cumplen esa función. Durante años los genetistas aseguraron que los genes provenían de los ancestros y hoy se está comprobando que también provienen de virus exteriores al organismo, utilizando la perífrasis “transferencia horizontal de genes” para enmascarar la intervención de los factores ambientales. Aún se alude hoy al genoma en singular a pesar de que cada genoma es tan diferente en cada especie y en cada individuo que el estudio de sus variaciones acabará convirtiéndose en una rama de la genética son sustantividad propia. En fin, todo apunta a que no pasará mucho tiempo antes de que el concepto de gen sea definitivamente desechado de la ciencia.

El concepto de gen es uno de los fantasmas sobre los que se ha articulado la genética, su misma médula. No es extraño, por tanto, que mostrando sus lagunas algunos lleguen a pensar que el fundamento de esa ciencia naufraga. Con el transcurso del tiempo y el denominado “descubrimiento” del genoma humano en 2000, es posible volver a establecer una evaluación acerca del concepto de gen. Sin embargo, a pesar del genoma, el mapa del tesoro, no sabemos lo que son los genes, no sabemos dónde están, no sabemos qué función cumplen, ni tampoco sabemos cuántos genes tenemos. Al principio estimaron que su número debía ser proporcional a la complejidad del organismo. Monod había anticipado con seguridad que un mamífero tendría mil veces más genes que una bacteria. Los laboratorios empezaron a trabajar en el desciframiento de los genomas de los animales más simples. En diciembre de 1998 se secuenció el genoma de la lombriz intestinal: tenía 19.098 genes. La lombriz intestinal está formada por 959 células, de las cuales 302 son neuronas cerebrales. Los humanos tienen 100 billones de células en su cuerpo, incluidas 100.000 millones de células cerebrales. Por tanto, un organismo más grande y complejo, como el ser humano, debía tener muchos más genes. Algunos calcularon que 750.000 era un número razonable, pero pronto empezaron a bajar la cifra. Randy Scott, director científico de Incyte Genomics, pronosticó en septiembre de 1999 que el hombre tendría exactamente 142.634 genes. Para descifrar el genoma humano se formaron dos equipos. Uno de ellos, dirigido por Craig Venter de la empresa Celera Genomics, encontró 26.383 genes codificadores de proteínas y otros 12.731 genes “hipotéticos”. El otro equipo dijo que existen aproximadamente 35.000 genes, aunque posiblemente la cifra podía acercarse a 40.000. Por tanto, aunque se había secuenciado el genoma los datos no cuadraban; en realidad, no había tales datos. A pesar de la secuenciación del genoma el baile de cifras acerca del número de genes del hombre no ha cesado. Lo peor de toda esta patraña es que sólo tenemos el doble de genes que una lombriz intestinal. Con un número tan modesto de genes los genetistas deben explicar –si es que pueden- la enorme complejidad del ser humano.

En fin, no sabemos qué es un gen, para qué sirve, cuántos hay, ni, menos aún, dónde están localizados. De cualquier modo, parece evidente que, de una manera solapada, el concepto de gen empieza a perder terreno y se comienzan a utilizar expresiones como cistrones, transposones, supergenes, intrones, exones, operones y otras. Hay genes formados por unos pocos miles de pares de bases y genes de millones de pares de bases, sin intrones, con unos pocos, o con muchos intrones dentro. Hay genes con genes dentro, otros que codifican una proteína, están repartidos en trozos dispersos por el genoma. Hay proteínas codificadas por varios genes independientes, y también un mismo gen (una misma secuencia) tiene significados diferentes según la posición que ocupe en el genoma. Por otra parte, hay genes que pueden codificar proteínas distintas (lo que se conoce como “splicing” alternativo), y hay genes que regulan a otros genes. Finalmente (por el momento) los genes pueden leerse de formas diversas, en distintas posiciones, en diferentes direcciones y en distintos niveles...(134)

La postura de Lysenko acerca de la genética la expuso él mismo en varias ocasiones, otorgándole una importancia capital puesto que la selección artificial debía fundamentarse en ella. Entre otras, en la sesión de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas de 23 de diciembre de 1936 dijo lo siguiente:

“Nuestros contradictores declaran que Lysenko repudia la genética, es decir, la ciencia de la herencia y de la variabilidad. Es falso. Nosotros luchamos por la ciencia de la herencia y de la variabilidad, lejos de repudiarla.

“Nosotros combatimos diversas tesis de la genética, tesis erróneas y totalmente imaginarias. Nosotros luchamos para que la genética se desarrolle sobre la base y sobre el plan de la teoría darwiniana de la evolución. Nosotros debemos asimilar la genética, que es una de las ramas más importantes de la agrobiología, debemos reconducirla con la ayuda de nuestros métodos soviéticos a lo más alto y lo más completamente posible, en lugar de adoptar pura y simplemente numerosos principios antidarwinistas que están en la base de las tesis fundamentales de la genética.

“Nadie entre nosotros sueña con negar los brillantes trabajos de la citología que han hecho progresar nuestro conocimiento de la morfología de la célula, y sobre todo el núcleo; nosotros estimulamos sin reservas esos trabajos [...] Son ramas del saber indispensables que acrecientan nuestros conocimientos”.

Es, pues, obvio que la lucha de Lysenko no se entabló contra la genética sino contra toda la amalgama de concepciones oscurantistas que pretendían introducirse junto con ella. Pero los mendelistas no conciben una genética sin la interpretación que ellos ofrecen de Mendel. La genética se confunde con Mendel lo mismo que la sicología con Skinner. Cualquiera que critique el conductismo también niega la sicología. No obstante, ni siquiera la crítica del mendelismo es una crítica de Mendel, por lo que las versiones difundidas en los países capitalistas acerca de Lysenko no pueden calificarse más que de una manipulación vergonzosa.

Si el lysenkismo era tan contrario al progreso de la ciencia, si retardó tanto el avance de la genética, alguien debería explicar cómo es posible entonces que el biólogo británico J.D.Bernal, un defensor de Lysenko, esté considerado como el fundador de la genética molecular en su país. Cabe reseñar también que, lo mismo que en la URSS, mientras un militante del Partido Comunista como Bernal defendía a Lysenko, otro militante, J.B.S.Haldane, también biólogo, defendía todo lo contrario.

Pero el lysenkismo no fue sólo un fenómeno soviético. Uno de los muchos países en los que las tesis de Lysenko tuvieron más aceptación fue China y el primer cultivo transgénico se creó en 1992 en aquel país asiático. Era una planta de tabaco a cuyo genoma se le añadió un gen de resistencia para el antibiótico kanamicina. En 1999 el Instituto de Genética Médica de Shanghai creó el primer ternero probeta transgénico utilizando las mismas técnicas que se emplearon en la obtención de la oveja clónica Dolly tres años antes. A pesar de la influencia lysenkista China se situó a la cabeza de investigación genética.

Timofeiev-Ressovski, un genetista en el gulag

En toda referencia a la URSS hay que reservar un capítulo (al menos uno) para hablar a las persecuciones, purgas y fusilamientos; de lo contrario no podríamos decir que estamos aludiendo a la URSS. Aunque hablemos de ciencia, también hay que realizar este tipo de inserciones porque la represión tiene que aparecer como el aspecto más sobresaliente (y a veces único) de la historia soviética. La receta ideológica debe quedar de esta manera: como la genética estuvo totalmente prohibida, los genetistas fueron perseguidos, encarcelados y fusilados. Cualquier otra conclusión resultaría sorprendente. Una vez que Lysenko impuso el canon científico, los que no lo aceptaron pagaron su atrevimiento con la vida. En una cuestión científica como ésta, la rentabilidad ideológica de tales afirmaciones es mucho mayor porque comienza con el domino de una mentira (Lysenko) frente a la verdad castigada (todos los demás). Así la estatura científica de éstos se agiganta mientras que la de Lysenko cae por los suelos. El crimen es mucho mayor cuando no se encarcela a un científico “cualquiera” sino a un gran científico.

Cae por su propio peso que los genetistas fueron fusilados por sus concepciones científicas. Por tanto, aunque la condena del tribunal afirme que se trataba de un saboteador, un espía o cualquier otro delito, son subterfugios que encubren los verdaderos motivos, que son exclusivamente científicos. Nadie en su sano juicio concede la más mínima credibilidad al policía soviético que detiene, al fiscal que acusa, al testigo que declara o al tribunal que sentencia. En otros países los trabajos de investigación histórica sobre este tipo de procesos político-judiciales, como el caso Rosenberg en Estados Unidos, al menos suelen acabar en dudas sobre el fundamento de las condenas. Esto no puede ocurrir, no ha ocurrido y no ocurrirá en ningún juicio político de los habidos en la URSS; es un asunto incuestionable: fueron una patraña organizada para encubrir la represión política, lo cual significa exactamente eso: represión por la defensa de unas determinadas convicciones.

En el caso de los científicos ese tipo de argumentaciones tiene una enorme dificultad que superar, por el siguiente motivo: antes, durante y después de la URSS, el sistema punitivo era concentracionario, lo cual significa que no existían cárceles cerradas, cuyo surgimiento es muy reciente. En la historia penitenciaria, mientras la cárcel cerrada está ligada a la ociosidad del recluso, en el sistema abierto o campo de concentración, está ligada al trabajo forzoso que, lejos de ser una sanción en retroceso, se va generalizando a todos los sistemas penitenciarios modernos. En el caso de los científicos condenados el trabajo forzoso comportaba el ejercicio de su disciplina científica en el “sharaga” o centro de reclusión específico creado para reunir en él a los investigadores. Por tanto, si el penado era profesor universitario debía impartir lecciones en el campo y si era investigador se le integraba en un laboratorio dentro del propio recinto. La conclusión paradógica que se obtiene de esto es la siguiente: que el condenado por expresar determinadas convicciones científicas debía seguir difundiendo esas mismas convicciones científicas.

El absurdo relato canónico de los hechos es tan uniforme y monótono como carente de datos precisos. ¿Por qué no hay un listado de genetistas perseguidos y encarcelados por su oposición a Lysenko? Hay una respuesta muy fácil: fueron tan numerosos que no se puede detallar cada uno de ellos; entonces el plumífero recurre al expediente de aludir a cientos, miles o millones, según su desparpajo. Quizá pretendan aseverar que todos fueron a la cárcel excepto el propio Lysenko. Ahora bien, el panfleto orquestado se desmorona con sólo tener en cuenta algunas circunstancias bastante precisas, algunas de las cuales ya hemos referido. Si Lysenko pretendió imponer una doctrina canónica oficial, ¿por qué fueron invitados a impartir lecciones profesores extranjeros que defendían concepciones opuestas a dicho canon? Este argumento aún podría estirarse más si se tienen en cuenta los libros, las traducciones y las ediciones de obras de todo tipo que circularon por la URSS en aquella época y cuyo rastreo es bien sencillo puesto que cada libro lleva su fecha de edición y las colecciones de ellos están catalogadas y disponibles en bibliotecas y librerías, son mencionadas en otras obras, etc.

La nómina de genetistas represaliados en la época de Lysenko se agota finalmente en dos nombres: Vavilov y Timofeiev-Ressovski. Quizá sólo se trate de los más conocidos; quizá hubo otros de segundo rango a los que no se les ha prestado la atención que se les debe como personas injustamente represaliadas... Quizá. Pero una cosa es cierta: que por mucho que se alargue la lista de represaliados, siempre habrá otros que defendieron idénticas concepciones y no padecieron esas represalias, lo cual resulta aún peor para el canon propagandístico imperialista, porque en tal caso quedaría evidenciado que los represaliados no lo fueron por sus ideas científicas sino por otro tipo de motivos ajenos a ellas. Desde luego en el caso de Timofeiev-Ressovski es evidente que no fue perseguido precisamente por sus convicciones científicas.

Nikolai V.Timofeiev-Ressovski (1900-1981) fue uno de esos científicos que resumieron en su biografía la historia de un siglo convulso. Referir algunos aspectos de su personalidad puede ayudar a comprender detalles importantes de la ciencia y de los científicos soviéticos.

Nació en Kaluga y comenzó sus estudios universitarios en Moscú en 1916, donde se convirtió en un seguidor de Kropotkin. En 1918 se unió a una pequeña unidad de la caballería anarquista para luchar en la guerra civil, el “Ejército Verde”, es decir, que no se integró en el Ejército Rojo hasta el año siguiente. Entonces Timofeiev-Ressovski luchó en Crimea y en el frente polaco.

En 1920 se incorporó como investigador de biología experimental en Moscú bajo dirección de N.K.Koltsov y a partir de 1922 enseñó zoología en la Facultad Biotécnica de la capital en un departamento dirigido por Chetverikov.

En 1924 el siquiatra y neurofisiólogo alemán Oskar Vogt visitó Moscú. Era director del Instituto Káiser Guillermo III de Investigación del Cerebro de Berlín. En virtud del tratado de Rapallo entre Alemania y la URSS, Vogt trataba de reclutar investigadores soviéticos en el campo de la genética para su Instituto en el marco de un intercambio científico entre ambos países. A cambio, los alemanes crearían un instituto de investigaciones del cerebro en Moscú. Vogt entabló buenas relaciones con el ministro de Sanidad soviético Nikolai A. Semashko, que fue quien le recomendó que se pusiera en contacto con Timofeiev-Ressovski para el laboratorio de genética de la capital alemana. Así, en el verano de 1925 Timofeiev-Ressovski, en compañía de Serguei R. Zharapkin, se trasladó a trabajar a Berlín. La estancia duró 20 años, hasta que el Ejército soviético entró en Berlín, poniendo fin a la II Guerra Mundial.

En 1929 Timofeiev-Ressovski fue nombrado director del Departamento de Genética Experimental del Instituto Káiser Guillermo III que al año siguiente, gracias al dinero de la Fundación Rockefeller, cambió su sede e inauguró nuevas instalaciones cerca de Berlín. En el Departamento, Timofeiev-Ressovski dirigía un amplio equipo multidisciplinar, parcialmente compuesto por investigadores soviéticos y de varias nacionalidades europeas. En dicho equipo estaba su mujer Elena Alexandrovna, el mencionado Zharapkin, los físicos y biólogos radiactivos Alexander Katsch y Karl Zimmer, el radioquímico Hans-Joachim Born y la asistente técnico Natasha Kromm.

Conjuntamente con el genetista franco-ruso Boris Efrussi y con el dinero de la Fundación Rockefeller, Timofeiev-Ressovski organizó una conferencia anual de genética biofísica y radiológica; en 1932 participó en el VI Congreso Internacional de Genética celebrado cerca de Nueva York, donde trabó una estrecha amistad con Vavilov, entonces presidente de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas.

El equipo de Timofeiev-Ressovski en Berlín seguía los pasos establecidos por el descubrimiento de los efectos genéticos de las radiaciones, en donde las aportaciones de los físicos eran tan importantes como las de los genetistas. Con Delbrück Timofeiev-Ressovski firmó el artículo “Sobre la naturaleza de las mutaciones y la estructura del gen” en el que explicaba las mutaciones genéticas producidas por radiaciones, lo que condujo a modelar el comportamiento genético en base a la mecánica cuántica. El artículo inspiró todas las investigaciones posteriores sobre la aplicabilidad de la teoría de la información a la genética. A partir de diferentes intensidades de fuentes de energía, Timofeiev-Ressovski determinó el número de mutaciones inducidas en la mosca de la fruta.

Con la llegada de Hitler a la cancillería en 1933, las relaciones germano-soviéticas se deterioraron. En 1937 le propusieron a Timofeiev-Ressovski abandonar Berlín y regresar a la URSS, pero rechazó la invitación, permaneciendo en Alemania, y prosiguiendo sus investigaciones en un área de interés militar preferente, sin ser jamás molestado por la Gestapo ni por las SS. Esta circunstancia es bastante sorprendente porque su amigo Oskar Vogt fue inmediatamente detenido en su Instituto e interrogado por las SA. Vogt fue denunciado por un fisiólogo del Instituto que se había incorporado al partido nazi, quien declaró que Vogt financiaba al partido comunista y mantenía vínculos con la URSS. Fue despedido del Instituto.

Cuando en 1939 Alemania invade Polonia, todos los ciudadanos soviéticos residentes en el país fueron internados en campos de concentración. No sucedió lo mismo con Timofeiev-Ressovski. Sus investigaciones encajaban a la perfección tanto con el régimen nazi como con la política científica de la Fundación Rockefeller. Sus resultados más conocidos resultaron de su colaboración con el biofísico Max Delbrück en Berlín en 1934, con quien colaboró hasta que en 1937, becado por Rockefeller, Delbrück se fue a trabajar con Morgan a California.

Timofeiev-Ressovski colaboró muy estrechamente con el químico nuclear de origen ruso Nikolaus Riehl, director científico de “Auergesellschaft”, una corporación industrial gigantesca que trabajaba para la Wehrmacht, especialmente en la producción de uranio para el proyecto atómico alemán. Las investigaciones fueron financiadas por Walter Gerlach, director de aquel programa. También colaboró con Pascual Jordan, involucrado en el mismo programa, intervino en un ciclo de conferencias para médicos nazis y publicó en las revistas médicas nazis “Ziel und Wegt” y “Der Erbarzt”. Su correspondencia oficial siempre acababa con el ¡Heil Hitler! como despedida final.

En 1943, durante la guerra mundial, el hijo mayor de Timofeiev-Ressovski, Dimitri, estudiante de la Universidad Humboldt de Berlín, fue detenido por la Gestapo acusado de formar parte del Comité de Berlín del Partido bolchevique y de mantener contacto con los presos soviéticos de los campos de concentración. Fue enviado al campo de Mathausen y fusilado por la Gestapo el 1 de mayo de 1945, poco antes de finalizar la guerra.

Pese a ello, Timofeiev-Ressovski siguió adelante con sus investigaciones que, por su carácter preferente, podía incorporar mano de obra forzosa de los campos de concentración. Con su conocimiento, sus colaboradores inyectaron torio radiactivo en seres humanos para analizar sus efectos.

Fue detenido en Berlín por las tropas soviéticas al finalizar la guerra pero fue puesto en libertad inicialmente y pudo continuar su trabajo en el Instituto Káiser Guillermo III, del que fue nombrado director. Timofeiev-Ressovski era un reputado radiobiólogo, uno de los pocos especialistas mundiales justo en un momento en que la primera bomba atómica fue ensayada sobre seres humanos en Japón. Igor V. Kurchatov, que dirigía el proyecto atómico soviético, le visitó en Berlín. Sin embargo, volvió a ser detenido el 14 de setiembre por el NKVD, juzgado y condenado por traición y colaboración con el enemigo a diez años de trabajos forzados. En la legislación penal internacional las condenas previstas para este tipo de delitos son la pena capital o la cadena perpetua. Ningún país conoce sanciones de diez años de reclusión para delitos de traición, y mucho menos en tiempo de guerra. Desde luego, según los criterios jurídicos internacionales más recientes, Timofeiev-Ressovski hubiera sido incluido entre los criminales de guerra por delitos cometidos contra la humanidad. Lo extraño, pues, no es que fuera condenado sino que fuera el único científico condenado tras la II Guerra Mundial.

Después de dos años de reclusión ociosa, Timofeiev-Ressovski fue enviado a trabajar al Laboratorio B en Sungul, que formaba parte del complejo penitenciario denominado “sharaga” al que eran deportados los científicos y especialistas. En su condición de preso obligado a trabajar, encabezó la división biológica del campo de prisioneros, dirigió el laboratorio radiológico e impartió conferencias.

Su discípulo Medvedev, que tergiversa los hechos, especialmente su complicidad con los nazis, afirma que Timofeiev-Ressovski sólo pudo ser liberado a la muerte de Stalin, como si se hubiera tratado de alguna cuestión personal entre ambos. Lo cierto es que lo fue porque había cumplido su condena, tras lo cual desplegó una gran actividad por toda la URSS en defensa de sus concepciones genetistas. En Sverdlovsk organizó un departamento de radiobiología para la sección de los Urales de la Academia de Ciencias y, en plena era lysenkista, fundó una estación experimental junto al lago Miassovo sobre genética poblacional, de la que Medvedev se permite la licencia de decir otra de sus falsedades: que fue “el primer centro científico consagrado al estudio de la genética después de la prohibición de 1948” (135). En aquel departamento había otros dos laboratorios de radiobiología genética, uno celular, dirigido por V.I.Korogodin, y otro molecular, dirigido por el propio Medvedev. Éste le considera “nuestro jefe”, el “jefe de filas de una vasta escuela de biólogos soviéticos”. Numerosos estudiantes acudían de todas partes a escuchar sus lecciones, publicó varios libros sobre genética y viajó por todo el país dando conferencias. Todos los veranos organizaba cursillos de genética para los militantes del “Komsomol”, las juventudes comunistas, en los alrededores de Moscú.

Nunca pudo volver a abandonar la URSS y tampoco fue rehabilitado de su condena hasta que en 1991 se disolvió el país (136): si no había patria tampoco había traición a la patria. Nunca la hubo. Todo fue un artificio.

Los ataques contra Lysenko fuera de la URSS

Que una sola mano movió los hilos de la campaña de linchamiento contra Lysenko parece evidente cuando se comprueba que Lysenko no copó las primeras páginas de la prensa sólo en Estados Unidos, o en Inglaterra o en Alemania, sino que se trató de un fenómeno internacional bien orquestado. Tan importante como la cantidad fue la calidad de la campaña. Para dar cuenta del informe de Lysenko a la Academia el diario “Los Angeles Times” tituló su portada “La aplicación del marxismo al crecimiento de los tomates” el 25 de agosto de 1948. Del tono de la misma da una idea el hecho de que el genetista Dobzhansky calificara a Lysenko de “hijo de puta”, y de su obra “La herencia y su variabilidad”, que Dobzhansky tradujo al inglés, dijo que era un “excremento”. Se preparaba la “caza de brujas” del senador McCarthy. No bastaron los engaños y las tergiversaciones sino que era necesario el sensacionalismo y la chabacanería más groseros. La campaña no se desplegó en revistas especializadas sino en los diarios de información general porque no era una errónea tesis científica lo que se estaba criticando sino que subyacía un problema de clase, un racismo social y un odio feroz hacia el socialismo. También se ponía de manifiesto el carácter partidista y beligerante de los científicos burgueses que en ella colaboraron, cuyo entusiasmo estuvo movido, más que nada, por motivos lucrativos. A ellos la defensa de unas determinadas concepciones científicas les traía sin cuidado; eran mercenarios. En sus firmas ponían sus títulos académicos pero los artículos poco más que desprecio se podía encontrar. Los lectores no merecían sofisticadas teorías genetistas sino descalificaciones absolutas.

Dobzhansky debía sentirse especialmente frustrado porque Lysenko había sido alumno suyo. ¿Un caso de mal aprendizaje o de enseñanza defectuosa? ¿De envidia quizá? Lo más probable es que Dobzhansky debiera eterna gratitud a su amo Rockefeller que le pagó el billete sin retorno a Estados Unidos. Probablemente se sentía frustrado porque Hitler no había logrado el propósito que perseguía cuando invadió la URSS en 1941, como Dobzhansky había pronosticado. También pronosticó que se establecería un gobierno fascista en Estados Unidos, y falló. ¿En qué acertó Dobzhansky? El ucraniano era un científico del mismo corte que Huxley; dos años antes de lanzarse a la campaña, cuando ya se conocían las atrocidades nazis había escrito un libro titulado “Herencia, raza y sociedad” para dar una nueva fundamentación al concepto de raza, que ya no debía establecerse sobre consideraciones antropológicas sino genéticas. La obra de Lysenko era un excremento, pero ¿cómo calificar la de Dobzhansky?

Lysenko fue un agrónomo influyente también fuera de la URSS, en países tan diferentes como México o Francia, país éste en el que llegó a crearse una “Sociedad de Amigos de Michurin” dirigida por el biólogo Claude Charles Mathon. Fueron numerosos los filósofos y científicos que apoyaron sus investigaciones, entre ellos Georg Lukacs (“El asalto a la razón”, 1953), Robert Boudry, Roger Garaudy (“La lutte idéologique chez les intellectuels”, 1955), Jeanne Lévy, hija de Dreyfuss y primera catedrática de medicina en Francia, Jean Toussaint Desanti, George Bernard Shaw y otros.

Cuando en 1948 estalla el “caso Lysenko” en Francia existía una corriente en biología muy distinta que en Inglaterra, la cuna de la genética. De hecho, los cien años de historia de la biología que van desde el “Origen de las especies” en 1859 al debate de 1948 son diferentes en Francia y en Inglaterra y no solamente en la biología sino en las prácticas políticas que de ellas se derivaron.

La campaña internacional en su contra desplegada en plena fría tenía como objetivo erradicar esa influencia e imponer las tesis genetistas y racistas propias de las culturas seudocientíficas germánicas y anglosajonas. No parece ninguna casualidad que el racismo y la eugenesia hayan predominado precisamente en esos dos bloques culturales.

A diferencia de Inglaterra y Alemania, en Francia Lamarck estaba sólidamente instalado en la biología. Además, a mediados del siglo XIX allí predominaban las tesis de Pasteur, que reforzaban las posiciones lamarckistas en biología por la incidencia del medio ambiente en el organismo a través de factores externos como virus y bacterias.

Como consecuencia de ello, en Francia existió toda una corriente francamente opuesta a las tesis mendelianas que no se dio en los países del eje germánico-anglosajón. Hasta 1945 la universidad de la Sorbona no tuvo una cátedra de genética, casi medio siglo después de Rusia. Ese “retraso” en integrar los postulados genetistas germánicos y anglosajones es lo que favoreció que en Francia el racismo no tuviera la misma intensidad que en otros países capitalistas.

En un contexto científico como el francés, Lysenko no sólo no era un extraño sino que encajaba como un guante en la mano. Por eso la extraordinaria campaña contra Lysenko en Francia también fue una campaña contra la influencia de Lamarck y Pasteur, una batalla por sustituir las influencias científicas autóctonas por otras de origen foráneo.

Todo comenzó el 26 de agosto de 1948 con un artículo provocador de Jean Champenois en “Lettres françaises” con un título aparentemente neutral: “Un gran acontecimiento científico: la herencia ya no está dirigida por factores misteriosos”. Sin embargo, el texto abundaba en las fórmulas de la época: persecución de las ideas científicas, imposición forzada desde el partido y el gobierno de las concepciones biológicas, etc.

Al mes siguiente toma el relevo el diario “Combat” que abre una tribuna en primera página dedicada al asunto bajo el título “¿Mendel... o Lysenko?”, con un subtítulo engañoso que prefiguraba el tono de la polémica: “¿Han ido construyéndose las ciencias de la herencia sobre un error desde hace 200 años?”. Pero “las ciencias de la herencia” no tenían 200 años sino apenas la cuarta parte de esa edad, lo cual era un calculado error de bulto para dar la impresión de que Lysenko estaba enfrentado a toda la historia de la biología, a sus mismos fundamentos. En sucesivos números aparecieron las aportaciones de Jean Rostand, Jacques Monod, Marcel Prenant y otros. En “L’Humanité”, órgano del partido comunista francés, George Cogniot replicó a Champenois, de modo que el desarrollo de la polémica, lo mismo que en la URSS, entrará dentro de la filas del propio partido comunista. En febrero de 1949, en una reunión de intelectuales comunistas en Paris, Laurent Casanova se enfrenta a su camarada y biólogo Marcel Prenant, cuyas posiciones eran eclécticas y defiende la errónea concepción según la cual existen dos tipos diferentes de ciencia según su origen de clase. Al siguiente año en la revista comunista “La Nouvelle Critique” aparece un manifiesto firmado por Laurent Casanova, Francis Cohen, Jean Toussaint Desanti y Raymond Guyot defendiendo la tesis de las “dos ciencias”, que no fue abandonado por el PCF hasta 1953.

El caso de Rostand es un prototipo del lamentable papel jugado por determinados científicos arrastrados por los pelos a la arena de un debate que les desbordaba. En 1948 Rostand confiesa que participa en la polémica sin haber leido los términos de la misma, lo cual no parece muy propio de un científico. Eso no le impide diez años después volver a la carga contra Lysenko y Lepechinskaia (137), pero esta vez con el tono completamente cambiado. La agresividad es ahora la nota dominante. ¿Se ha informado mejor esta vez? Es imposible decirlo, aunque lo cierto es que sigue sin citar ninguno de sus escritos, lo cual no le impide lanzar toda clase de insultos: fanáticos, delirio científico, politización, intoxicación doctrinal e ideológica, verdad de Estado, etc. Rostand no explica los motivos de su giro. Su caso es un buen ejemplo de un científico que afirma que “cualquier ideología es mala consejera para el investigador”. Quizá el fascismo y el eugenismo no eran ideologías sino “ciencias puras”, y por eso Rostand fue uno de los que defendieron el eugenismo en Francia antes de la guerra; sostuvo públicamente tanto las tesis eugenistas de Alexis Carrel como las leyes esterilizadoras del III Reich. Rostand es un buen ejemplo de los más bajos instintos de aquellos furibundos antylisenkistas de la posguerra. Carentes de personalidad científica propia, apenas llegan al rango de vulgarizadores que escriben al dictado de las circunstancias que, diez años después eran más desfavorables para Lysenko. Basta ojear cualquier de los escritos de Rostand para comprender que, o bien sigue sin conocer los escritos de Lysenko, o bien los falsea a su gusto. Rostand escribió numerosos libros de divulgación científica y en casi todos menciona a Lysenko, pero debería haber reservado un capítulo de su libro sobre las seudociencias para sí mismo.

Dentro del terreno del marxismo, y en Francia particularmente, fue Marcel Prenant (1893-1983), sin ningún género de dudas, quien adoptó una postura más matizada y personal, demostrando la complejidad de las relaciones entre el marxismo y la biología que venimos exponiendo. Prenant no sólo era un biólogo profesional sino uno de los fundadores del Partido Comunista de Francia, en el que militó toda su vida. Su obra demuestra, además, que tiene un profundo conocimiento de la dialéctica materialista verdaderamente inusual en un científico, incluso en aquellos que se adscriben al marxismo. Prenant tiene el interés añadido de que interviene en la campaña con su propia posición, que no coincide con la de su Partido, y también que dicha posición ya la había dado a conocer con anterioridad a desencadenarse el asunto Lysenko en 1948. Para ser un biólogo francés es tan original que no se alinea con Lamarck, aunque reconoce que el pensamiento de éste “reaparece siempre”. Sin embargo, su crítica a Lamarck, como suele suceder es más bien una crítica al ambientalismo neolamarckista de sus epígonos. Observa una contradicción en el neolamarckismo: si cada organismo estuviera adaptado al medio, desaparecería la noción misma de herencia y, por tanto, no habría lugar a heredar los caracteres adquiridos; sin esta herencia los descendientes se adaptarían igualmente al medio de manera automática. Prenant tampoco cabría dentro del neodarwinismo, tal y como existía en la primera mitad del siglo XX, pero la influencia darwinista es muy importante en su pensamiento. En contra de los neodarwinistas desarrolla críticas muy acertadas acerca de la errónea noción de mutaciones al azar y del azar mismo; también expone consideraciones rigurosas sobre la unidad dialéctica entre la generación y la transformación; pero sobre todo adelanta -sorprendentemente- dos tesis que luego irán ganando fuerza en la genética: la de la herencia citoplasmática y la epigenética. Según Prenant, aunque sólo el genotipo es hereditario, el medio influye sobre las células sexuales, de modo que el fenotipo es consecuencia tanto del genotipo como del medio: los cromosomas “no pueden ser considerados como independientes de lo que les rodea porque el núcleo está, al menos en reposo, en interacción material continua con el protoplasma. Pueden, por tanto, sufrir las acciones exteriores e, inversamente, actuar sobre el protoplasma” (138).

En lo que a la biología concierne, la obra de Prenant es la aportación marxista más importante después de la de Engels.

Los peones de Rockefeller en París

Después de la II Guerra Mundial, en toda Europa los estadounidenses imponen sus concepciones de la misma manera que sus armas nucleares y su sistema monetario. La ciencia no marcha separada de la fuerza bruta, como han demostrado las investigaciones de John Krige, la más reciente de las cuales se titula “La hegemonía americana y la reconstrucción de la ciencia en la Europa de la posguerra” (139). La ciencia de la posguerra formó parte del Plan Marshall, de modo que unos científicos cobraban en dólares mientras otros apenas podían sobrevivir. Por ejemplo, el CERN (Centro Europeo de Investigación Nuclear) fue un proyecto estadounidense destinado a evitar que los investigadores europeos resultaran atraídos por la URSS, como había sucedido en 1929. Además, en 1945 existía un gran número de científicos comunistas de enorme prestigio en el continente cuya influencia había que neutralizar. En Francia el CNRS (Centro Nacional de Investigaciones Científicas) estaba dirigido por Georges Teissier que reunía en su persona todas las contradicciones del momento: militante del PCF, cuñado de Monod y partidario del mendelismo. Por su parte, el Instituto de biología físico-química había sido fundado por Rothschild en 1927 y financiado por Rockefeller desde los años treinta del pasado siglo.

En 1948, con dinero de Rockefeller, compran unos solares cerca de París, levantan los edificios, instalan los laboratorios y también aportan su equipo de científicos incondicionales, formados en California junto a Morgan y sus moscas. En Francia no se encuentran genetistas que no estuvieran becados por su fundación; Philippe L’Héritier (1906-1990) fue otro de ellos. Uno de los más importantes genetistas de la posguerra francesa fue Boris Efrussi. Nacido en Moscú, Efrussi (1901-1979) había huido de la revolución dos años después de que estallara, instalándose en Francia, desde donde se trasladó a California en 1934 para trabajar con Morgan becado por Rockefeller. Luego regresó a Francia para impulsar allá las nuevas teorías genetistas. En 1958 el laboratorio de Efrussi se convirtió en el Centro de Genética Molecular. Por lo demás, Efrussi fue el primer catedrático de genética de la Sorbona.

Rockefeller movía los hilos de la ciencia en Europa. Además de mercancías, Europa importaba la ideología de Estados Unidos, caracterizada por el reduccionismo y el mecanicismo más groseros, que se realimentaban con su propio éxito. Algunas técnicas de investigación aplicadas en física también resultaron fructíferas en biología molecular. A comienzos de los años cincuenta el descubrimiento de la forma de la molécula de ADN por Watson y Crick fue posible gracias al empleo de instrumentos avanzados de cristalografía de rayos X. Paul Zamecnik logró identificar los ácidos del núcleo de las células utilizando las técnicas físicas de partículas radiactivas. Las marcaba mediante isótopos radiactivos, las centrifugaba y luego las detectaba mediante los contadores finos de centelleo utilizados para medir la radiactividad. Pero la física acabó deslumbrando a los biólogos con sus potentes métodos; los medios se convirtieron en fines. Al respecto ha escrito Santesmases:

Los desarrollos tecnológicos que se habían producido al amparo de la guerra marcaron las pautas de su aplicación en las investigaciones sobre las ciencias de la vida, por medio de esas políticas que se diseminaron por Europa a través de la oficina económica del Plan Marshall, la OECE -luego OCDE-. Las nuevas tecnologías hicieron algo más que eso, no sólo se diseminaron técnicas, instrumentos y sistemas experimentales en vías de diseño provistos de nuevos dispositivos, diseminaron su propio lenguaje. El ADN se convirtió en un idioma, y esto fue así porque la biología molecular asumió como propio el que se había creado para nombrar a los productos del cálculo automático, que produjo máquinas capaces de acumular información y transmitirla. La investigación biomédica experimental se encontró con una visión del organismo y de las moléculas como almacenes de información y sistemas de recuperación de esa información. Gracias al desarrollo de la cibernética, de los ordenadores y de las tecnologías de la información nuevas máquinas generaron nuevos lenguajes que se adaptaron al creciente conocimiento genético incluso antes de la descripción de la estructura de hélice doble de la molécula de ADN por James Watson y Francis Crick en 1953. El matemático húngaro emigrado a Estados Unidos, John von Neumann, el también matemático del Massachusetts Institute of Technology Norbert Wiener y el fisiólogo de Harvard Claude Shannon contribuyeron a introducir el lenguaje de esas nuevas tecnologías en el vocabulario de las ciencias de la vida desde la inmediata posguerra. Von Neumann escribió un artículo en que describía a un autómata autorreplicante, una máquina que podría construir otra igual a sí misma si disponía de instrucciones. El mecanicismo resultaba nuevamente alimentado por el desarrollo técnico y aplicado a las interpretaciones sobre los fenómenos vitales [...]

Los contactos personales de von Neuman y Wiener con experimentadores de la biología y la fisiología se encargaron de adoptar tan sugerente exposición de lo que hoy ha llegado a aceptarse como el funcionamiento de los genes. Ellos llevan escrito el libro de la vida, almacenan la información genética que con algunas sustancias capturadas del medio le permitirían reproducirse y sintetizar otras que darían lugar al organismo completo. Francis Crick usó este lenguaje por primera vez en 1957, cuando se refirió al flujo de información genética del ADN a las proteínas y forma parte hoy del vocabulario (idioma) habitual de la biología molecular y de la genética. Fueron los instrumentos técnicos matemático-físicos los que aportaron ese lenguaje y lo convirtieron a su vez en generador de pensamiento y de nuevos experimentos (140).

Monod fue uno de los principales introductores de la genética formalista en Francia en la posguerra mundial. Era un clon científico surgido de la factoría que Rockefeller, Weaver y Morgan tenían en Pasadena. Su madre era norteamericana y él desde 1936 tuvo una beca de la Fundación Rockefeller y trabajó en el laboratorio de Morgan. Monod es uno de los apóstoles del micromerismo, de la “cibernética microscópica” y de lo que él califica de “método analítico”. Como para Weaver, para Monod las personas somos “máquinas químicas” y la biología no se rige por la dialéctica de Hegel sino por el álgebra de Boole, como los programas informáticos (141).

En 1948 los imperialistas necesitaban a personajes como Monod en Francia, entonces un desconocido, para imponer sus concepciones genetistas. Monod trasladará el mecanicismo de Wiener y Weaver desde Estados Unidos a su “filosofía natural de la biología” en Francia y en tal condición estuvo entre los científicos que se prestaron a colaborar en la campaña de linchamiento contra Lysenko desde la revista “Combat”. En 1970 se publica su libro “Azar y necesidad”, en donde ataca al marxismo después de caricaturizar y tergiversar sus postulados. Ese mismo año, además de su libro, también escribió el prólogo para la traducción al francés de la obra de Jaurés Medvedev contra Lysenko. Con contribuciones políticas de esa naturaleza no es de extrañar que le regalaran el premio Nóbel de Medicina en 1965.

Como todos los enemigos de Lysenko, Monod también es un eugenista radical que no oculta sus verdaderas pretensiones. Según él, después de dominar el entorno, al hombre no le queda otro adversario que él mismo, una guerra interna dentro de la especie humana, desconocida entre los animales, que es uno de los principales factores de la selección natural. Aplaude los genocidios ancestrales porque han favorecido la expansión de los humanoides más dotados de inteligencia, voluntad y ambición. La parte cultural del hombre no pudo influenciar ese costado animal que el hombre lleva dentro. Pero ahora la parte cultural se ha impuesto y la selección natural ya no puede realizar su tarea: el único medio de mejorar la especie humana es el de realizar “una selección deliberada y severa” (142). A lo que ya no se atreve Monod es a concretar los medios por los cuales hay que proceder a ello. Las cámaras de gas estaban muy recientes.

El nombre de Monod está estrechamente relacionado con el de François Jacob, autor del libro “La lógica de lo viviente”, en donde defiende idénticas posiciones micromeristas y reduccionistas: “Toda la naturaleza se ha convertido en historia, pero una historia en la que los seres son la prolongación de las cosas y en la que el hombre se sitúa en el mismo plano que el animal” (143).

En Francia la guerra contra Lysenko no se ha agotado nunca. Otro anticomunista feroz, Denis Buican, rumano exiliado en Francia, también biólogo, publicó dos libros contra Lysenko en 1978 y 1988, contra el que ya había abierto varias campañas en las universidades de su país en la posguerra (144). Poco después los hermanos Kotek publicaron simultáneamente en Bélgica y Francia una nueva obra con todos los tópicos antilysenkistas de la guerra fría (145). El 8 de abril de 1998 aún se celebraba un coloquio en París sobre el asunto de Lysenko protagonizado por algunos de los supervivientes de aquellas viejas polémicas de la guerra fría de la que no acaban de apagarse los rescoldos.

Otro de los más conocidos ataques contra Lysenko es el que lanzó en 1976 el filósofo Dominique Lecourt, un discípulo de Althusser, quien le prologó su libro. La diferencia entre Lecourt y cualquier otro crítico de Lysenko es que él pretendía hacerse pasar por marxista, igual que su padrino Althusser. Otra diferencia importante es que Lecourt no escribe al dictado de los imperialistas sino de los revisionistas soviéticos. Fueron ellos los que en la época de Breznev le encargaron la redacción de su libro dentro de la campaña de desestalinización y de crítica del “culto a la personalidad”. A pesar de su éxito en determinados medios seudomarxistas, el libro de Lecourt, como él mismo reconoce, no aporta nada nuevo. Se apoya en la obra de Medvedev (146) y Joravsky (147) y resulta tan incalificable como ambas. El propio Medvedev reconoció que su libro contra Lysenko no era una obra de historia, sino “un desesperado llamamiento para atraer la atención del público hacia la situación en que se encontraba la biología soviética” (148). No pretendió ningún rigor de análisis sino difundir un panfleto que luego los demás han reconvertido en fuente historiográfica de solvencia.

Un sedicente “marxista” como Lecourt pone el acento de su crítica contra Lysenko en las afirmaciones de éste acerca de la existencia de dos ciencias. Ésta era una manera incorrecta de plantear la polémica por varias razones. La primera porque daba a entender que sólo existían dos bandos en liza, lo cual era erróneo y suscitó quejas por la adscripción de unos y otros en la facción que consideraban que no les correspondía. La segunda porque Lysenko no era una alternativa al mendelismo. Pero sobre todo, había una tercera razón, la más importante: porque pretendía la existencia de una ciencia burguesa y una ciencia proletaria. No obstante, era una expresión muy característica entre los marxistas en aquella época, consecuencia de la influencia del empiriocriticismo y de “proletkult”. Como el postivismo tiene una acepción muy restringida de la ciencia, expulsa fuera de ella todo aquello que no encaja dentro de sus estrictos límites. Por lo demás era una expresión que se puede leer también en enemigos de Lysenko, como Zavadovski. Lo que diferencia a Althusser y su discípulo Lecourt de Lysenko y de los verdaderos marxistas es que éstos no separan la ideología de la ciencia y, en consecuencia, reconocen la lucha ideológica dentro de la ciencia y desenmascaran el oscurantismo y la superchería que la burguesía trata de pasar de contrabando bajo etiquetas aparentemente científicas. No existen dos ciencias diferentes; la ciencia no tiene una naturaleza de clase, pero Lysenko y Stoletov hablaban con propiedad cuando se referían a “dos tendencias” opuestas dentro de la biología. Ese es el sentido exacto de su concepción y no lo que Lecourt pretende.

El énfasis de Althusser y Lecourt contra las dos ciencias significa lo siguiente: en biología no hay más ciencia que el mendelismo y derivados posteriores. Todo lo demás, Lysenko especialmente, es pura ideología y la ideología es algo completamente distinto de la ciencia, si no enfrentado a ella. En Weismann, Mendel y Morgan no hay ideología. Posiblemente también Marx estuviera equivocado al encontrar ideología en la economía política de Adam Smith o David Ricardo; por tanto, también se equivocó al comenzar su obra por la crítica de esas concepciones ideológicas prevalecientes dentro de la economía política de la época.

A los revisionistas franceses y soviéticos no les gustó nunca Lysenko porque su política fue la de claudicar y hacer concesiones, tanto en el terreno político como en el ideológico. Como en el caso de Stalin, Lysenko les sirve para encubrir el fracaso de sus reformas económicas. En la URSS la cosecha máxima de 1958 nunca pudo ser igualada y a partir de 1964 comenzaron las importaciones de trigo desde Estados Unidos y Canadá. Ahora bien, si los éxitos agrícolas no tuvieron su origen en Lysenko, tampoco podemos pretender atribuir los fracasos al comienzo de su linchamiento sino a la desorganización introducida por las reformas de Jrushov y, muy especialmente, a la privatización de los medios de producción agrícolas. Pero no está de más comprobar que ambos acontecimientos coinciden en el tiempo y que hubo buenas razones políticas para establecer entre ellas una relación de causa a efecto, aunque fuera saltando por encima de la historia.

Los imperialistas en el oeste y los revisionistas en el este también fueron capaces de ponerse de acuerdo en su fobia contra Lysenko, cuya marginación en su propio país es ilustrativo narrar, ya que la campaña de linchamiento incide con especial énfasis en su estrecha vinculación con Stalin. La pretensión es la tratar de ofrecer la imagen que las aberraciones seudocientíficas de Lysenko sólo son explicables en el contexto de las aberraciones políticas de Stalin, de que las unas van ligadas a las otras. No obstante, que Lysenko no fuera destituido de sus funciones sino una década después del XX Congreso muestra a las claras que no existía ese vínculo político tan estrecho entre él y Stalin. A pesar de la crítica contra Stalin iniciada por Jrushov a partir de 1956, Lysenko se mantuvo en su puesto y, de hecho, permaneció activo hasta su muerte en 1976. El cambio político no le afectó en absoluto. Es cierto que en 1956 no fue elegido para la presidencia de la Academia, pero también lo es que volvió a ocupar su cargo en 1961 durante otros cinco años y, sobre todo, que estos cambios no tenían que ver con los vaivenes políticos y económicos sino con las modificaciones introducidas por el nacimiento de la era atómica o, mejor dicho, con el aprovechamiento oportunista que los genetistas convencionales soviéticos supieron hacer de esos cambios.

Una nueva era tecnológica había aparecido irreversiblemente en 1945, ante la cual las concepciones de Lysenko, ligadas a la agricultura, parecían una antigüedad remota. La sociedad soviética también había cambiado; en 1948 la URSS ya no era un país rural y campesino sino urbano e industrial, capaz de hacer estallar una bomba nuclear e incapaz de prever sus consecuencias contaminantes sobre la salud. Los genetistas enfrentados a Lysenko maniobraron para demostrar que sólo ellos eran capaces de diagnosticar y tratar los efectos de las radiaciones atómicas. Lysenko no tenía nada que decir en radiobiología y sus enemigos abrieron una campaña de presión sobre los peligros de la radiactividad y los residuos nucleares, comprometiendo en ella a los físicos que trabajaban en los laboratorios sometidos, pues, al peligro. Los físicos nucleares eran la élite científica en la URSS, uno de los grupos de presión más poderosos y los genetistas supieron estimular su susceptibilidad hacia la radiología genética, presentándose como los únicos especialistas en el asunto. En torno a Jrushov se formó una camarilla de intrigantes compuesta por Andrei Sajarov y los hermanos Medvedev (de los cuales uno de ellos, Jaurés, era biólogo). Integrantes de una selecta casta de intelectuales, los tres mantuvieron una relación personal y política muy estrecha entre sí, así como con el entonces profesor de física Soljenitsin, que luego fue más conocido como literato. El primero era físico nuclear, sobrino del biólogo Vavilov y lanzado al estrellato en época de Jrushov como “reformador”, aunque su precipitación le llevó a convertirse en uno de los disidentes más famosos de la guerra fría. Por su parte, en 1946 Alexander Soljenitsin reprochó a Stalin no haber sido capaz de llegar a un acuerdo con Hitler que evitara la guerra entre ambos países. A causa de un intento de complot fue condenado a 8 años de reclusión, una experiencia que le condujo a novelar la vida en los campos de trabajo soviéticos. Nunca ocultó sus simpatías hacia la autocracia zarista, lo mismo que hacia el franquismo. Fue rehabilitado en 1956 tras el XX Congreso por Jrushov quien, a fin de cambiar la buena imagen que Stalin tenía entre la población soviética, le recibió personalmente en el Kremlin y a partir de 1962 promocionó sus novelas sobre el gulag. El caso de Jaurés Medvedev es parecido: biólogo, empezó junto con su hermano como estrecho colaborador de Jrushov y acabó de disidente profesional escribiendo libros anticomunistas, el primero de los cuales fue precisamente sobre Lysenko. Como las cosas no suceden por casualidad, también el físico Sajarov inició su andadura de literato disidente como crítico de Lysenko. A Sajarov le corresponde la primogenitura de otra novedad que la guerra fría no había tenido en cuenta en su munición: que las acciones de Lysenko suben en la medida en que bajan las de Vavilov, y a la inversa. Esta formulación del problema no se le había ocurrido a nadie en 1948 hasta que la lanzó Sajarov 15 años después, momento en que la propaganda empezó a relacionar las biografías de ambos de la manera vergonzante a la que nos tienen acostumbrados.

En 1956 el XX Congreso del PCUS encandiló a los físicos y, naturalmente, a los enemigos de Lysenko. Jruschov dio alas a quienes, como los intelectuales y los especialistas, querían un retorno rápido al capitalismo, abriendo un proceso de cambio que no supo cerrar, ni él ni ninguno de los que le siguieron. Pero la situación política interior se demostró muy oscilante porque las reformas de Jrushov naufragaron en casi todos los terrenos, a pesar de las numerosas concesiones ofrecidas. Su fracaso, tanto en el plano internacional (distensión) como en el interno (crisis agrícola) se observó muy rápidamente, llevando a la URSS al borde de la quiebra. Jrushov no tardó en enfrentarse con importantes sectores sociales, incluido el propio Partido Comunista. Se vio sometido a un fuego cruzado y, como en tantos otros problemas, no supo maniobrar más que con torpeza, de manera balbuceante y demagógica, iniciando un enfrentamiento solapado con los intelectuales derechistas casi desde su misma llegada al poder en 1956. Una parte de los escritores, especialistas, científicos y técnicos apoyaban los cambios pero querían más y utilizaron a Lysenko para probar hasta dónde llegaban las verdaderas intenciones de Jrushov. Ganaron la primera batalla cuando lograron destituir a Lysenko de la presidencia de la Academia en abril de aquel mismo año. Creyeron que aquello era el principio del fin de Lysenko y de lo que Lysenko simbolizaba para ellos, pero se equivocaron. En tres discursos pronunciados en 1957 Jrushov demostró su apoyo a Lysenko. Las cosas marchaban mucho más despacio de lo que ellos esperaban, e incluso también padecieron algunos reveses. En 1958 perdieron sus puestos en la redacción de la “Revista Botánica”, la de Dubinin del Instituto de Citología y Genética de Novosibirsk, así como la de V.A.Engelgardt, presidente de la división de biología de la Academia.

Pero en 1957 se había producido la primera catástrofe nuclear en Cheliabinsk que, hasta Chernobil fue el accidente nuclear más importante de la URSS. Un almacén de residuos nucleares provocó una reacción en cadena, causando una especie de erupción volcánica contaminante que inundó una región de unos 2.000 kilómetros cuadrados. El viento esparció las nubes radiactivas aún más lejos, afectando a decenas de miles de personas. Fueron trasladadas a hospitales, pero ningún médico sabía cómo proceder en un caso de esa naturaleza. Al año siguiente el gobierno soviético suspendió todas las pruebas nucleares que tenía previstas, aunque por poco tiempo. Entre los científicos se dispararon las alarmas, adquiriendo plena conciencia de los riesgos de la energía nuclear. Las presiones de los físicos lograron modificar los protocolos de manipulación de sustancias radiactivas, imponiendo controles más estrictos. En 1963 se firmó el Tratado de No proleferación Nuclear con Estados Unidos, verdadero ejemplo de lo que significaba la colusión entre ambas potencias. El Tratado les obligaba al desarme, y esa era la obligación que ellos nunca cumplieron. Quedaba la otra parte, cuyo cumplimiento trataron de imponer a todos los demás: que no podían dotarse de las mismas armas.

Al año siguiente cayó Jrushov pero no cayó Lysenko. No obstante, la veda se había abierto y comenzaron las críticas periodísticas. Al año siguiente la Academia inició una investigación sobre sus actividades y posteriormente fue destituido de su cargo de presidente. Coincidió con el centenario de Mendel, que permitió a los formalistas organizar un gran espectáculo dentro del telón de acero. En Checoslovaquia fue recuperada oficialmente la memoria del monje. Los revisionistas organizaron una gran conferencia internacional sobre genética en el teatro Janacek de Brno. La estatua de Mendel volvió a su pedestal. El obispo dio una solemne misa en su honor en la catedral de San Pedro y San Pablo, y en el monasterio de Santo Tomás, donde Mendel vivió y trabajó, se ubicó el Museo Mendel de Genética. Es un fenómeno que no sólo se experimenta en la URSS sino en todos los países del este. Cuando en 1959 la República Democrática Alemana establece el Premio Darwin, todos los galardones son acaparados por los genetistas formales: Chetverikov, Schmalhausen, Timofeiev-Ressovski y Dubinin.

En la destitución de Jrushov, según Medvedev “el más grave de los motivos aducidos” por Suslov ante la dirección del PCUS fue su apoyo a Lysenko. No obstante, parece que, una vez más, Lysenko no era más que una excusa de una batalla política que tenía otros componentes más importantes que los simbólicos. Ucraniano como Lysenko, en el nombramiento de Jrushov la dirección del PCUS había tenido en consideración sus supuestos conocimientos agrícolas. Pero en ningún terreno como en la agricultura las reformas de Jruschov habían fracasado de una manera más estrepitosa y un oportunista como Suslov sabía hilar fino: una de las causas más importantes de la destitución de Jrushov fue la crisis agrícola y, vinculando esa crisis a Lysenko, la nueva dirección del PCUS mataba dos pájaros de un tiro; también Lysenko tenía su parte de culpa en la crisis agrícola. A partir de 1964, por tanto, los antilysenkistas tenían otro argumento más para continuar su campaña: Lysenko era responsable de la crisis agraria. Dos años después perdía su cargo de presidente de la Academia y nacía otra leyenda que se fue alimentando a sí misma: crisis agrícola, hambruna, millones de muertos. Esto sucedía en 1966 pero a los oportunistas no les importa adelantar un poco las fechas y situarla 35 años antes. Al fin y a la postre la imagen que hay que ofrecer de la URSS es la de un país en crisis permanente desde su mismo origen. Ni siquiera los reformistas más acérrimos, como Medvedev, se atrevieron a realizar ese tipo de afirmaciones, que procedían de elementos, como Suslov, considerados entre los más “duros” de la dirección del PCUS. Lo cierto es que ni los unos ni los otros se salvan del naufragio.

Ni con Lysenko en el banquillo cesó la polémica. Algunos genetistas querían más: querían la eugenesia. Medvedev lo encubre de una manera sofisticada (149): después de 1965 la “auténtica ciencia” pudo dedicarse nuevamente a la investigación y la educación. Pero faltaba la “genética médica” y particularmente la “humana”, que había sido destruida por racista, sus investigadores detenidos, ya no quedaba ni uno con vida, etc. Por lo tanto, la genética sólo había sido rescatada “a medias”. El primer libro de la era postlysenkista, redactado por Lobashov en 1967, aunque criticaba el racismo, “hacía afirmaciones muy positivas sobre la eugenesia”. Surgió una discusión para crear un instituto de genética humana. Al caer Lysenko, Dubinin quedó como la máxima autoridad en genética y le tomaron como nueva cabeza de turco porque no era reduccionista: reconocía que el hombre tenía un componente biológico pero que junto a él existía otro social y cultural, que es dominante respecto al primero. Como consecuencia de ello, afirmaba que aspectos humanos tales como la personalidad y el intelecto no están determinados por el componente genético sino por el ambiente social. Otros, como el propio Medvedev, opinaban que el hombre es un animal (no llega a hablar de “máquina química”) y, por tanto, la genética se le aplica por igual lo mismo que a todos los demás animales. Repitieron con Dubinin la campaña desatada contra Lysenko. Le acusaron de prohibir y perseguir la genética humana (sólo la humana esta vez). Aunque Medvedev lo encubre bajo un aspecto médico, lo que ellos pretendían era que no hubiera medicina, es decir, la eugenesia, que la selección natural pudiera realizar su trabajo de aniquilar a los tullidos, deformes y tarados de todas las especies.

Cualquier política eugénica es un instrumento de dominación, en donde los esterilizados, encarcelados o psiquiatrizados van a ser los demás, nunca uno mismo. Los eugenistas se consideran a sí mismos por encima de la mediocridad: son los demás los destinatarios de la marginación. De ahí que sea relevante consignar la experiencia del propio Medvedev, a quien en 1970 internaron en un psiquiátrico en la URSS a causa de un diagnóstico de perturbación síquica, lo que le permitió redactar otro de sus libros, titulado “Locos a la fuerza” (150). Medvedev y los eugenistas deberían saber -mejor que nadie- que en estas cuestiones hay poca ciencia y mucha fuerza, que también los presos están encarcelados a la fuerza, que no entran en sus celdas por su propio pie. Como cualquier medicina, la eugenesia debería empezar por uno mismo; quizá el criterio “científico” de los eugenistas sería otro si llevaran a cabo experimentos eugénicos consigo mismos. Por eso es casi imposible contener una mueca de alegría ante el espectáculo del policía arrestado, el juez juzgado y el psiquiatra enfundado en una camisa de fuerza. Los dialécticos saben que el remedio está en la misma enfermedad; la vacuna que cura es el mismo virus que enferma.

La colusión entre el este y el oeste no ha dejado huecos ni dudas. Mencionar hoy a Lysenko es llenarse la boca de adjetivos truculentos. No fue Lysenko quien pulverizó a los genetistas formales en la URSS sino que fueron éstos quienes borraron a Lysenko del panorama científico de una manera brutal y sin concesiones de ninguna clase. Puede decirse que fue en 1965 cuando su pensamiento y su obra fueron laminados, pero eso hubiera resultado mucho más complicado si fuera cierto el bulo de que los genetistas formalistas estaban en el gulag. Seguían al pie del cañón como lo habían estado siempre y los revisionistas les abrieron las puertas de par en par.

La genética después de Lysenko

Con su aparente concepción restringida de la ciencia, el positivismo es incapaz de explicar las relaciones entre la ciencia y la ideología, que sigue jugando malas pasadas. No sólo ha pretendido expulsar a la ideología de la ciencia, es decir, no sólo ha pretendido expulsar de la ciencia a todas las ideologías, excepto a la ideología dominante, sino que, además, dado que no existen “dos ciencias” sino una sola, ha tratado de expulsar de ella a quienes no admiten la corriente dominante. En la genética esto ha significado que no cabe otra que el mendelismo y sus derivados, síntesis y amalgamas. Todo lo demás no es ciencia sino “política”. De ahí que en su devenir ha sembrado el campo de cadáveres, empezando por Lamarck y siguiendo por Lysenko.

Pero la ideología es inseparable de la ciencia. Sólo el progreso científico va desgranando la ideología de la ciencia, depurando a ésta de sus limitaciones y errores y formulando postulados más sólidos, mejor fundados o más profundos. La ciencia se despega entonces de la ideología a costa de introducir nuevas ideologías y de convertirse ella misma en ideología. Como toda verdad, la ciencia es relativa en cada etapa del conocimiento a la que alcanza; cuando esa verdad relativa se pretende transformar en un absoluto, en un punto y final, se ha convertido en ideología porque ese punto y final no existe: toda tesis científica va a ser mejorada y superada por otra posterior.

Exponer las limitaciones de la genética no significa combatirla o despreciarla, sino todo lo contrario. En la historia han existido puntos de partida peores que ese. Conocemos los casos de la astrología o la alquimia. Hoy se trata de disciplinas, cuando menos, despreciadas pero en su momento fueron el punto de arranque de la astronomía y de la química. Que la astronomía haya superado ampliamente la astrología no significa que en ella no se infiltren periódicamente concepciones ideológicas absurdas, como la hipótesis del “big bang”. Nadie es denostado en esa disciplina ni expulsado de ella por criticar esa u otras hipótesis, por más que se presenten en sociedad como tesis y tengan -nunca por casualidad- tamaña repercusión mediática.

Cuando una concepción es errónea no basta con criticarla, con el momento negativo, sino que es necesario, además, oponerle la concepción verdadera. La ciencia sigue un recorrido dialéctico: tesis, antítesis y síntesis. Como su propio nombre indica, la síntesis no se limita a enfrentarse con su contraria sino que la asimila en su interior, absorbe su núcleo racional, lo eleva y lo desarrolla en un plano más elevado. En toda síntesis científica hay, pues, algo de los postulados que le dieron origen y que fueron criticados. Por eso la genética del futuro partirá de los hallazgos encontrados en el siglo XX por erróneos que hayan sido sus planteamientos y fundamentos. Tendrá que partir de ahí porque no hay otros y la ciencia nunca empieza desde cero; la tabla rasa de los empiristas no existe. Tendrá que partir de ese punto y comprender sus limitaciones internas, que son muchas y muy importantes, de las cuales la principal es que ha convertido una verdad relativa en una verdad absoluta. Cuando una verdad se presenta como absoluta es falsa con toda seguridad, lo cual no quiere decir que sea completamente falsa; lo que quiere decir es que, en realidad, es una verdad relativa.

Ningún fenómeno se puede analizar de forma estática, y la ciencia tampoco. En cada etapa del conocimiento no es posible saber qué postulados son verdaderos y cuáles falsos, cuáles se pueden reputar como ciencia y en dónde se ha infiltrado la ideología. Pero sí se pueden aventurar líneas de desarrollo, aunque para ello no basta ser un buen científico en una determinada especialidad sino que hay que conocer la historia de las ciencias (no de una sino de varias) y conocer cómo son sus evoluciones. Pero esto es algo vedado por el positivismo que no gusta ni del pasado ni del futuro. La ciencia se ahorraría muchos esfuerzos si fuera capaz de vislumbrar las líneas de desarrollo, para lo cual necesita conocer su propia historia. En el caso de la genética se trata de saber si esos desarrollos han ido confirmando las expectativas de las teorías formalistas o si, por el contrario, siguen derroteros diferentes. A mi juicio, 60 años después del informe de Lysenko podemos decir que la experimentación genética ha demostrado la teoría de la herencia de los caracteres adquiridos y, por el contrario, ha derribado las tesis oscurantistas sobre las que se ha pretendido edificar la genética, empezando por las leyes de Mendel y la teoría cromosómica y acabando por su “dogma central”.

Pero eso no es ninguna novedad porque desde 1925 se sabía que los genes se podían alterar mediante radiaciones y las experiencias al respecto se han ido acumulando con el paso del tiempo. Dos años después Muller lo confirmaba en Estados Unidos y doce años después, Teissier y L’Heritier repitieron la experiencia en Francia con el gas carbónico. La interacción ambiental se ha demostrado no sólo con las radiaciones (naturales y artificiales) sino con las sustancias químicas ingeridas en los alimentos o en el aire que respiramos y con los virus o bacterias con los que el organismo entra en contacto. Pero no hay demostración más dramática de la tesis de la herencia de lo adquirido que las secuelas de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki sobre los supervivientes y las generaciones sucesivas de afectados. En la guerra de Vietnam, los estadounidenses bombardearon a la población con el “agente naranja” que contenía dioxinas, una sustancia tóxica que ha pasado de generación en generación provocando la aparición de tumores, leucemias linfáticas, anormalidades fetales y alteraciones del sistema nervioso en tres millones de vietnamitas. Todo eso a pesar de que la herencia de los caracteres adquiridos no está demostrada. ¿Qué hará falta para demostrarlo?

Uno de los ejemplos más conocidos de transmisión de los caracteres adquiridos es fruto de un descubrimiento que se llevó a cabo en todo el mundo en los años sesenta del siglo pasado: los antibióticos generan resistencias en las bacterias que tratan de combatir. Numerosos gérmenes muy sensibles a los antibióticos se volvieron reacios a ellos de manera que era necesario aumentar la dosis o aplicar antibióticos diferentes. Al principio la explicación de esta resistencia seguía un modelo darwinista: el abuso de antibióticos creaba bacterias más resistentes a través de una selección en la que morían las más débiles y sobrevivían las más resistentes. Entre los millones de bacterias que contiene cualquier tejido humano, algunas son ya resistentes a los antibióticos. Si la persona toma un antibiótico, muere la inmensa mayoría de las bacterias y sólo sobreviven las más resistentes. Una vez aniquilada la competencia, las bacterias resistentes proliferan sin impedimentos. El antibiótico, por tanto, no vuelve resistentes a las bacterias, sino que se limita a seleccionar a las que ya lo eran.

Después de numerosos ensayos se comprobó que, en realidad, las bacterias segregaban una enzima que hacía inoperante a la penicilina. La resistencia de las bacterias se debía a una mutación génica: algunas habían producido un gen que sintetizaba la enzima enemiga. Por tanto, el gen no era creador sino criatura. Un factor ambiental, el antibiótico, perturba la existencia de la bacteria y ésta reacciona desactivando los sistemas que normalmente vigilan que la replicación del ADN sea precisa. El resultado es que la bacteria acumula una enorme cantidad de mutaciones en sus genes. El microbio genera millones de variantes de sí mismo. Algunas de ellas resultan ser resistentes al antibiótico en cuestión, y entonces empiezan a proliferar. Pero lo interesante es que el fármaco crea resistencias nuevas que luego se heredan en las sucesivas generaciones de bacterias. Es más: éstas intercambian la información que les permite constituir el gen no sólo dentro de la misma especie, sino de una a otra especie.

Por tanto, en todo caso los genes no son puros conceptos estadísticos sino que algo material hay detrás. Pero sobre todo, la noción de gen encerrado en una caja fuerte inaccesible se ha venido abajo estrepitosamente. Los genes interactúan: consigo mismos, con los demás componentes del citoplasma de cada célula y, por fin, con el ambiente externo. Si los genes son materia no podía ser de otra forma porque toda la materia del universo forma una unidad, está interrelacionada. También es conocido que unos genes se activan y otros permanecen latentes, que unos se expresan en determinadas personas y en otras no, que unos empiezan a cumplir su función en un determinado ciclo del desarrollo y otros en otro, etc.

La teoría cromosómica de Morgan y el “dogma central” de la genética, consecuencia de ella, también se han hundido. Según la teoría cromosómica el monopolio de la herencia se conserva en el núcleo celular. El ADN tendría ese monopolio de manera que todo el secreto de la herencia está en el ADN y sólo hay ADN en los cromosomas del núcleo celular. Ni el ARN ni el citoplasma celular desempeñan ninguna función, según el “dogma”. Este principio se ha venido abajo. Los genes no se localizan exclusivamente en los cromosomas nucleares, según puso de manifiesto el descubrimiento de factores hereditarios en el citoplasma, singularmente en las mitocondrias y cloroplastos. Cada célula tiene cientos de mitocondrias, y algunas, como las hepáticas, más de mil. Son el pulmón celular. Pero, además, cada mitocondria tiene su propio ADN, al que se le suponen 37 genes. Por tanto, el ADN mitocondrial suma en cada célula casi tantos genes como el ADN nuclear. Del ADN mitocondrial depende casi un millar de proteínas que son enviadas al núcleo celular e intervienen decisivamente en la programación de la información genética nuclear. También es interesante poner de relieve que la herencia mitocondrial sólo se transmite por vía materna y que su “código” es diferente del cromosomático. Finalmente, cabe añadir también que en el imaginario genetista convencional el citoplasma donde se alojan las mitocondrias forma parte del “cuerpo” de la célula, por lo que no existe esa separación estricta entre plasma germinal y cuerpo de la que hablaba Weismann.

A diferencia de la teoría cromosómica de Morgan, que concede la exclusiva de la dotación hereditaria al núcleo de la célula, ésta no habla de exclusividad, es decir, de que la herencia sólo se encuentre en el citoplasma, sino que ambos, núcleo y citoplasma, participan en la transmisión hereditaria. Ahora bien, lo más importante, según Prenant, es que este tipo de herencia es la responsable principal de las características fundamentales del organismo, es decir, de aquellos rasgos que distinguen los grupos taxonómicos superiores. De acuerdo con este enfoque, la herencia nuclear es responsable sólo de los aspectos más superficiales organismo: “Los caracteres hereditarios más fundamentales dependen esencialmente del citoplasma y de sus localizaciones germinales. La herencia de base material nuclear, que es más conocida, y sobre la que, por esta razón, normalmente se atiende más, no tiene, no hay que olvidarlo, más que un papel secundario”. Es el citoplasma el que orienta el conjunto del desarrollo embrionario, mientras que el núcleo lo modifican ligeramente a cada instante. El citoplasma celular es más estable que el núcleo y sufre menos las influencias del entorno (151).

A pesar de la censura oficial, la tesis de la herencia citoplasmática se fue abriendo camino en la posguerra y fue comprobada experimentalmente por el belga Maurice Chevremont en 1972. En 1988 se lograron aislar las mitocondrias del resto de la célula, observando entonces que las mitocondrias y cloroplastos no son unas partículas celulares como las demás, sino que en realidad son bacterias alojadas simbióticamente dentro de nuestras células. Más de 200 genes del genoma humano provienen de bacterias. En consecuencia, los seres vivos intercambian genes entre sí de manera horizontal y natural, no sólo a través de la reproducción, sino también a través de la actividad de virus y bacterias. Este intercambio se ha dado siempre entre especies cercanas o compatibles entre sí y está modificando la concepción de la evolución. El origen de la célula eucariota y, por tanto, de los primeros componentes de los seres vivos tiene su origen en el acoplamiento de virus y bacterias. Éstas bacterias no sólo fueron los primeros organismos vivos que aparecieron en la Tierra sino las creadoras de las condiciones para la aparición de la vida. Su desarrollo se produjo por asociación de esos organismo simples: unas bacterias asimilaron a otras pero no las digirieron. Esas bacterias son nuevas adquisiciones del organismo procedentes del exterior que se transmiten por herencia. Según esta concepción, los seres vivos serían agregados de bacterias que se van especializando progresivamente con el transcurso del tiempo.

La tesis de la herencia citoplasmática también ha sido combatida con saña en los medios académicos oficiales. La presión ideológica sobre la genética ha sido tan fuerte que una investigación tan importante como la de Barbara McClintock (1902-1992), que rompía bastantes moldes, fue silenciada durante más de 30 años. La conferencia que dio en 1983 al recibir el premio Nóbel se titulaba “El significado de las respuestas del genoma a los estímulos” (152). En ella explicó cómo las células responden a la presión ambiental a la que se ven sometidos los organismos vivos mediante una reestructuración de su genoma. En los genomas hay secuencias de ADN, llamados transposones, que cambian de lugar. Cuantitativamente esos elementos móviles forman la mayor parte del cromosoma, aunque inicialmente se le consideró como parte integrante del ADN “basura” porque no cumplían la función genética prevista. Además, esos cambios de posición no sólo tienen un origen externo al genoma sino que los transposones también parecen tener un origen vírico, dando lugar a lo que se ha calificado como una “transferencia horizontal de genes”, esto es, que se trataría de genes que no se transmiten de padres a hijos sino que provienen de otras especies. Finalmente, una vez modificada, la reestructuración del genoma se transmite hereditariamente a los hijos.

Ni por su origen ni por su función la concepción genómica actual tienen nada que ver con la antigua. Hoy está comprobado que el flujo de información genética también puede marchar en contra de la dirección prevista: del ARN al ADN. Así se observó experimentalmente en 1971 tanto en virus (Howard Temin y David Baltimore) como en bacterias (Mirko Beljanski). El ARN tiene capacidad de replicarse a sí mismo y, además, de traducirse en ADN. Los retrovirus son capaces de invertir el flujo normal de información genética que va del ADN al ARN y de éste a las proteinas. El material genético de un retrovirus es ARN. Algunos virus tienen la potestad de sintetizar ADN mediante una polimerasa, la transcriptasa inversa, que tiene ARN como molde para fabricar ADN. El ADN vírico puede integrarse por sí mismo en el genoma de la célula anfitriona. Como parte de los genes del anfitrión, el ADN vírico permanece latente hasta que, tras activarse, fabrica nuevas partículas de fagos.

En lugar de acción génica se habla de activación génica, de genes que se activan y desactivan por influjo del ambiente externo, que actúa como un conmutador. Es el entorno el que hace que unos genes se enciendan y otros se apaguen. Lo que hace funcionar a los genes es lo que está fuera de ellos mismos. Ellos no son reguladores sino parte integrante de un sistema regulado o, en otras palabras, el ADN no crea la vida sino que es la vida la que crea el ADN.

Los factores ambientales son también el fundamento de la epigenética, que no es más que un retorno a la vieja herejía lamarckista y, lo que es peor, lysenkista. La epigenética “redescubre” la epigénesis, es decir, la construcción progresiva de los organismos en su proceso de desarrollo embrionario. Es una teoría que nace para suplir las insuficiencias de la genética y enlaza con la idea de que no todo está ya escrito en los genes sino que depende de las condiciones en las que se desarrollen los embriones. La forma de vida va dejando sus huellas en el ADN en forma de genes que se encienden y se apagan. De ahí que lo realmente importante no sea la composición del genoma, el ADN y su configuración, sino lo que le rodea. No somos lo que está escrito en nuestros genes, sino lo que hacemos con ellos, cómo vivimos, qué comemos y lo que respiramos. Las influencias ambientales activan o inhiben la expresión de los genes sin alterar su configuración básica. Algunos estudios han encontrado que el tipo de alimentación de los abuelos tiene un efecto sobre el riesgo que tienen los nietos de desarrollar diabetes o enfermedades cardiovasculares. Un estudio de la Universidad de California analizó los efectos del hambre de 1945 en Holanda, cuando murieron más de 30.000 personas. Los análisis médicos realizados 60 años después a los supervivientes encontraron en la descendencia rastros genéticos de delgadez. No sólo somos lo que comemos nosotros, sino lo que comieron y respiraron nuestros ancestros. Somos guardianes de nuestro genoma. Los descendientes sufren los excesos y se benefician de los cuidados de sus progenitores. Por eso actualmente en todos los países del mundo se están abriendo laboratorios de epigenética.

La epigenética surgió a comienzos de los años cuarenta por iniciativa de algunos biólogos marginados como teóricos, entre ellos Waddington y Goldschmidt. La tesis del biólogo soviético I.I.Schmalhausen era parecida, llamándola “selección estabilizadora”, una especie de retroalimentación negativa procedente del entorno. Lo mismo sostuvo el científico francés Jean Piaget. En 1961 Monod y Jacob propusieron el modelo del operón que regulaba la actividad de los genes y extiendieron esa idea a otros mecanismos análogos en los que se observan variaciones en el desarrollo embrionario y, singularmente, la diferenciación celular. Esto significaba que los genes no controlaban sino que, por el contrario, debían ser controlados o regulados. ¿Quién regula al regulador? La respuesta de Jacob y Monod fue que otros genes, llamados operones, era los reguladores de los demás genes. Según esto habría unos genes codificadores y otros reguladores de los anteriores. Era como la pescadilla que se muerde la cola: unos genes controlan a otros genes y unos programas a otros programas... así hasta el infinito. La explicación de Jacob y Monod no parecía creíble.

Se conocen diversos tipos de alteraciones epigenéticas. En 1975 se observó un mecanismo de control: la modificación de los componentes de la cromatina. Otro mecanismo epigenético es una modificación bioquímica del ADN llamada metilación, es decir, la transferencia de grupos metilos CH3 a las citosinas del ADN. La metilación del ADN provoca cambios en las histonas, las gigantescas proteínas que empaquetan el ADN en la célula. El ADN es una estructura tridimensional envuelta alrededor de unas bolas hechas de histonas. Es una manera de que el ADN quepa en nuestras células. Las histonas sirven también para regular la expresión génica. Los genes que están muy dentro de la bola no se expresan y los que están fuera sí porque están más accesibles. Los niveles inadecuados de metilación pueden contribuir a desencadenar enfermedades. Cuando son excesivos pueden desactivar los genes o cuando son bajos los activan en un momento o en una célula equivocados. La metilación actúa a modo de reloj biológico, indicando cuántas veces se ha dividido una célula. De ahí que condicione el proceso de desarrollo y el envejecimiento. El genoma cambia durante la vida de una persona, lo que explica el aumento con el paso de los años de la susceptibilidad a ciertas enfermedades. La metilación del genoma cambia con la edad y, además, los cambios son similares entre los individuos de una misma familia. El hecho de que la metilación aumente en unas personas y disminuya en otras sugiere que lo importante no es la edad en sí misma, sino otros factores genéticos o ambientales que pueden influir. ¿Por qué se produce una metilación incorrecta? La respuesta conduce a los factores ambientales: tabaco, radiaciones, alimentación, contaminación, etc.

Un tercer mecanismo epigenético es la impronta genética, una noción que ha sustituido a la antigua concepción mendeliana de los factores dominantes y recesivos. Normalmente cada gen está duplicado, siendo uno de ellos de origen materno y el otro paterno. Los dos ejemplares no pueden estar activados al mismo tiempo así que uno de ellos es silenciado. Su grado respectivo de expresión o silenciamiento depende también de metilaciones diferenciales que se pueden reprogramar en las líneas germinales. Los transposones contribuyen a esa redundancia génica, a la proliferación de segmentos idénticos de ADN repartidos en uno o varios cromosomas, a veces de manera incompleta o fragmentaria. Ahora parece que la mayor parte de los genes no sirven para nada, que los organismos pueden pasar sin ellos porque carecen de repercusiones sobre el fenotipo: existe un “gran exceso” de DNA, dicen los manuales; solamente el 10 por ciento de las secuencias del genoma de los vertebrados son vitales para el organismo (153). La inactivación de genes plantea dudas de enorme calado en la genética. Los genes no se conocían por sí mismos sino por sus efectos. La existencia de los genes se suponía sobre la base de sus mutaciones, seguidas de las repercusiones visibles en el fenotipo. La expresión fenotípica era el marcador que indicaba la mutación y, por tanto, la existencia y función del gen. Cuando la inactivación demostró que no cambiaba nada, los genes se hicieron invisibles y, desde luego, dejaron de ser tan esenciales y se empezó a hablar de redundancia y polimorfismo genético. Darwin decía que la selección natural impide que haya despilfarro en la naturaleza. Como el capitalismo, el mundo vivo se fundamenta en el ahorro, la economía y la austeridad, no en la ornamentación ni en la belleza; si cada organismo cumple su función, no pueden subsistir elementos superfluos: “La estructura de todos los seres vivientes es actualmente o fue antiguamente, de alguna utilidad directa o indirecta a su poseedor”. Los caracteres inútiles para los seres vivos no podrían haber sido sometidos a la acción de la selección natural (154). ¿Cómo es posible que haya permitido la subsistencia de genes redundantes? Si no presentan ninguna ventaja evolutiva ¿por qué persisten? “La redundancia amenaza a todo el armazón explicativo del paradigma genético”, asegura Keller (155).

Estamos asistiendo a la prehistoria de una ciencia. Con el tiempo es casi seguro que buena parte de la bibliografía sobre la que se soporta se tenga que adquirir en las librerías en la sección de ocultismo, junto al “Corpus Hermeticum”. Richard Dawkins compartirá estantería con Paracelso, lo cual constituirá un enorme descrédito para el gran alquimista. La genética volverá a demostrar que en la historia de la ciencia siempre ganan los herejes. Es una ciencia que tiene que liberarse del estigma de un siglo de controversias en donde los victimarios se han querido pasar por vícimas. No obstante, la burguesía tiene poderosas razones para seguir anclada en un dogma infundado, por razones que poco tienen que ver con la ciencia y que no son sólo ideológicas. Hoy, además de la verdad, sobre la biología gravitan los poderosos intereses de las multinacionales de la genética, los transgénicos y la ingeniería genética. Con ellas colabora a jornada completa la Fundación Rockefeller. A los viejos argumentos oscurantistas contra el darwinismo se le han sumado los más transparentes del dinero, de las gigantescas multinacionales y el no menos gigantesco de las inversiones públicas en biotecnología. Sólo el descifrado del genoma humano consumió tres mil millones de dólares en un proyecto de dudoso calado científico pero de gigantesco rendimiento mediático. Esto es algo que la genética comparte con la carrera espacial donde también hay grandes derroches de dinero para un rendimiento científico insignificante. En ambos casos el objetivo es aparente y parcialmente publicitario; lo habitual es que muchas partidas encubran proyectos de guerra bacteriológica o sean subproductos de ella.

Por eso los genes y el ADN son siempre noticia. La biología es una ciencia mediática desde los tiempos de Darwin, la batalla ideológica no va a remitir y los que se oponen a algunos postulados ridículos de los científicos seguirán apareciendo como enemigos jurados de la ciencia.

Notas:

(1) La CIA y la guerra fría cultural, Debate, Madrid, 2001.
(2) Prólgo al libro de D.Lecourt: Lysenko. Historia real de una ‘ciencia proletaria’, Laia, Barcelona, 1978, pg.14.
(3) Ciencia falsa y pseudo ciencias, Tecnos, Madrid, 1961, pg. 46.
(4) Un buen ejemplo es el libelo de Pablo Francescutti: Por un puñado de guisantes. La genética soviética proscrita por Stalin, en Historia 16, núm.214, febrero de 1994, pgs. 113 y stes.
(5) F.S.Collins: ¿Cómo habla Dios? La evidencia científica de la fe, Temas de Hoy, Madrid, 2007.
(6) http://www.beliefnet.com/News/Science-Religion/2006/08/God-Is-Not-Threatened-By-Our-Scientific-Adventures.aspx
(7) Erwin Schrödinger: ¿Qué es la vida? El aspecto físico de la célula viva, Tusquets, Barcelona, 3ª Ed., 1988, pg.66.
(8) Marx y Engels: Cartas sobre las ciencias de la naturaleza y las matemáticas, Anagrama, Barcelona, 1975, pg.49.
(9) El origen de las especies, Edaf, Madrid, 1979, pg.218.
(10) El origen de las especies, cit., pg.113.
(11) El origen de las especies, cit., pg.253.
(12) El origen de las especies, cit., pg.186.
(13) El origen de las especies, cit., pg.152.
(14) El origen de las especies, cit., pg.157.
(15) El origen del hombre, Edimat, Madrid, 2006, tomo I, pgs.261 a 263.
(16) Física, Gredos, Madrid, 1998, pg.111; Metafísica, Sarpe, Madrid, 1985, pg.114.
(17) El origen de las especies, cit., pgs.102, 114,122 y 123.
(18) El origen de las especies, cit., pgs.159,160 y 167 y 239.
(19) Georges Canguilhem: Études d’histoire et de philosophie des sciences, Paris, 1975, pg.65.
(19b) C.U.M.Smith: El problema de la vida, Alianza Editorial, Madrid, 1977, pg.335.
(20) La selección y la teoría fásica del desarrollo de las plantas, en Agrobiología. Genética, selección y producción de semillas, pgs.38 y stes.
(21) I.Kant: Crítica del juicio, Espasa-Calpe, Madrid, 5ª Ed., 1991, pg.371.
(22) Crítica del juicio, cit., pg.346.
(23) Kant, Crítica del juicio, cit., pgs.327 y stes.
(24) Hegel, Lógica, Folio, Barcelona, 2002, tomo II, pgs.149 y stes.
(25) El origen de las especies, cit., pg.150.
(26) El origen de las especies, cit., pg.160.
(27) El origen de las especies, cit., pg.173.
(28) El origen de las especies, cit., pg.182.
(29) El origen de las especies, cit., pg.208.
(30) Dialéctica de la naturaleza, Akal, Madrid, 1978, pgs.186 y 202.
(31) C.H.Waddington: Biología hoy, Teide, Barcelona, 1967, pg.53.
(32) La naturaleza de la vida, Editorial Norte y Sur, Madrid, 1963, pgs.105,136,146 y 151.
(33) ¿Qué es la vida?, cit., pgs.41-42 y 45.
(34) ¿Qué es la vida?, cit., pgs.79 y 92.
(35) La lógica de lo viviente. Una historia de la herencia, Tusquets, Barcelona, 1999, pgs.174,176 y 179.
(36) Sechs Vorlesungen über die darwinische theorie, Leipzig, 1868.
(37) L‘heridité et les grands problémes de la biologie générale, Schleicher Frères, Paris, 2ª Ed., 1903, pgs.449 y 453.
(38) L’atomisme en biologie, Gallimard, Paris, 4ª Ed., 1956, pgs.102 y stes.
(39) R.A.Fisher: The genetical théory of natural selection, Dover, Nueva York, 1958, pgs.189 y stes.
(40) Lógica, cit., tomo II, pgs.43 y stes.
(41) La naturaleza de la vida, cit., pgs.28 y 78.
(42) François Jacob: La lógica de lo viviente cit., pg.213.
(43) Marx, carta a Laura y Paul Lafargue de 15 de febrero de 1869; Engels, carta a Piotr Lavrov de 12-17 de noviembre de 1875, en Cartas, cit., pgs.71 y 84 y stes.
(44) Carta a Piotr Lavrov de 10 de agosto de 1878, en Cartas, cit., pg.96.
(45) La base científica de la evolución, Espasa-Calpe, Buenos Aires, 2ª Ed., 1949, pgs.181 y stes.
(46) L’atomisme, cit., pgs.35 y stes.
(46b) Smith: El problema de la vida, cit., pg.345.
(47) Zum probleme der Vererbung, en Archiv f. Phisiol. der Pflüger, t.41, 1887.
(48) Essais sur l’heredité et la sélection naturelle, Paris, Reinwald, 1892, pg.528.
(49) Essais, cit., pg.535.
(50) El origen de las especies, cit., pgs.60 y 159; El origen del hombre, cit., pg.226.
(52) Essais, cit., pg.526.
(53) Aristóteles, Metafísica, cit., pgs.218 y 230.
(54) M.J.Puertas: Genética. Fundamentos y perspectivas, McGraw-Hill, Madrid, 1991, pgs.3,4 y 51.
(55) Le hasard y la nécessité. Essai sur la philosophie naturelle de la biologie moderne, Seuil, Paris, 1970, pg.146.
(56) Waddington, Biología hoy, cit., pgs.138-139.
(57) Dialéctica de la naturaleza, cit., pg.235.
(58) La lógica de lo viviente, cit., pg.207.
(58b) El origen de las especies, cit., pg.471.
(59) The nine lives of Gregor Mendel, en Experimental Inquiries, Kluwer Academic Publishers, 1990, pgs. 137-166.
(59b) La naturaleza de la vida, cit., pg.102.
(60) D.Briggs y S.M.Walters: Evolución y variación vegetal, Guadarrama, Madrid, 1969, pg.72.
(61) Smith, El problema de la vida, cit., pg.346.
(61b) L.A. Callender: Gregor Mendel: An opponent of descent with modification, en History of Science, 26, 1988; B.E. Bishop: Mendel’s opposition to evolution and to Darwin, en Journal of Heredity, 87, 1996.
(62) La mathématisation du réel. Essai sur las modélisation mathématique, Seuil, Paris, 1996, pg.241.
(63) Le hasard y la nécessité, cit., pg.148.
(64) Anti-Dühring, Grijalbo, México, 2ª Ed., 1968, pg.57; carta a Piotr Lavrov de 12-17 de noviembre de 1875, en Cartas, cit., pg.87.
(65) Les méthodes statistiques adaptées a la recherche scientifique, Presses Universitaires de France, Paris, 1947.
(66) L’atomisme, cit., pg.45.
(67) Savants sovietiques et relations internationales, Paris, Julliard, 1973, pg.102.
(68) R.A.Fisher: Has Mendel’s work been rediscovered?, Annals of Science, 1, 1936, pgs.115 y stes.
(69) http://www.ugr.es/~amenende/docencia/Genes_Pais.pdf
(70) Ann Finkbeiner: Los jasones. La historia secreta de los científicos de la guerra fría, Paidós, Barcelona, 2007.
(71) J.Beatty: Opportunities for genetics in the atomic age, Hellon Symposium: Institutional and Disciplinary Contexts of the Life Sciences, MIT, Cambridge, Mass., 1994; cit. Máximo Sandín: Teoría sintética: crisis y revolucion, en Arbor, núm. 623-624, tomo CLVIII, noviembre-diciembre de 1997.
(72) Edwin Vázquez, en El Nuevo Día, 13 de abril de 2003.
(73) Pnina Abir-Am: The discourse of physical power and biological knowledge in the 1930s: a reappraisal of the Rockefeller Foundation’s policy in molecular biology, en Social Studies of Science, vol. 12, 1982; Lily E.Kay: The Molecular Vision of Life. Caltech, the Rockefeller Foundation and the New Biology, Oxford University Press, 1993.
(74) Erwin Schrödinger: ¿Qué es la vida? El aspecto físico de la célula viva, Tusquets, Barcelona, 3ª Ed., 1988.
(75) Morgan: Evolución y mendelismo. Crítica de la teoría de la evolución, Calpe, Madrid, 1921, pg.84.
(76) Morgan, Evolución y mendelismo, cit., pg.50.
(77) Evolución y mendelismo, cit., pgs.51-52 .
(78) Evolución y mendelismo, cit., pgs.81.
(79) Evolución y mendelismo, cit., pgs.128.
(80) Marcel Prenant: Darwin y el darvinismo, Grijalbo, México, 1969, pg.110.
(81) La base científica de la evolución, cit., pg.136.
(82) Evolución y mendelismo, cit., pgs.76 y 77.
(83) La base científica de la evolución, cit., pgs.13-15 y 17.
(84) Evolución y mendelismo, cit., pgs.1, 78 y 79.
(85) La base científica de la evolución, cit., pgs.270-271.
(86) La base científica de la evolución, cit., pgs.190-206.
(87) Dialéctica de la naturaleza, cit., pg.170.
(88) Dialéctica de la naturaleza, cit., pgs.184-185.
(89) S.Varmuza: Epigenetics and the renaissance of heresy, en Genome, vol. 46, núm. 6, diciembre de 2003; David Haig: Weismann Rules! OK? Epigenetics and the lamarckian temptation, en Biology and Philosophy, 22, 2007 (www.oeb.harvard.edu/faculty/haig/Publications_files/Weismann.pdf).
(90) E.B.Ford: Mendelismo y evolución, Labor, 2ª Ed., Barcelona, 1973, pgs.33 y stes.
(91) Dialéctica de la naturaleza, cit., pg.240.
(92) Engels: artículo necrológico sobre Carl Schorlemmer, en Vorwärts, núm.153, 3 de julio de 1892; también en Cartas, cit., pg.123.
(93) Cfr. Daniel P.Todes: Darwin without Malthus: The struggle for existence in russian evolutionary thought, Oxford University Press, 1989.
(94) Cartas, cit., pg.88 y Dialéctica de la naturaleza, cit., pg.244.
(95) Marcel Prenant: Biologie et marxisme, Editions Sociales Internationales, Paris, 1936, pgs.99 y 106.
(96) A.I.Oparin: El origen de la vida, Losada, Buenos Aires, 4ª Ed., 1960, pg.190.
(97) La base científica de la evolución, cit., pgs.120-121.
(98) Carta Piotr Lavrov de 12-17 de noviembre de 1875 y Anti-Dühring, cit., pg.58.
(99) V.Stoletov: ¿Mendel o Lysenko? Dos caminos en biología, Lautaro, Buenos Aires, 1951.
(100) Scientist in Russia, Penguin Books, Nueva York, 1947, pg.99.
(101) Evelyn Fox Keller: El siglo del gen. Cien años de pensamiento genético, Península, Barcelona, 2002, pg.127.
(102) Jaurés Medvedev: La ciencia soviética, Fondo de Cultura Económica, México, 1980, pgs.24 y 30.
(103) A.Bogdanov: La scienza, l’arte e la classe operaia, Mazzotta, Milan, 1978.
(104) La ciencia soviética, cit., pg.201.
(105) Gennadi Fish: A People’s Academy, Foreign Languages Publishing House, Moscú, 1949.
(106) Scientist in Russia, cit., pgs.106 y stes.
(107) El tiempo en la biología, UNAM, México, 1967, pg.16.
(108) Historia general de las ciencias. vol.V. La ciencia contemporánea. II. El siglo XX, Destino. Barcelona, 1975, pg.798.
(109) Température et floraison (la vernalisation), Presses Universitaires de France, 1962, pg.121.
(110) N.I.Maximov: Fisiología vegetal, Buenos Aires, 1946, pgs.381-382.
(111) Biología hoy, cit., pgs.133-134.
(112) Biología hoy, cit., pgs.50. y 55 y stes.
(113) Le marxisme et les problèmes de la linguistique, Editions en Langues Étrangères, Pekin, 1975, pgs.28-29.
(114) A.R.Shebrak: Soviet biology, en “Science”, vol.102, 1945, pgs.357 y 358.
(115) Gustav A.Wetter: Filosofía y ciencia en la Unión Soviética, Guadarrama, Madrid, 1968, pg.121.
(116) En la obra colectiva Aspectos filosóficos de la Biología, Academia de Ciencias de la URSS, Moscú, 1978.
(117) http://olivier.pingot.free.fr/dossiers%20scientifiques/darwin/darwin_texte_08.html
(118) Alain Desrosières: La política de los grandes números. Historia de la razón estadística, Melusina, Barcelona, 2004.
(119) La base científica de la evolución, cit., pgs.217-217.
(120) John J.Fried: El misterio de la herencia, Alianza Editorial, Madrid, 1973, pgs. 15 a 20.
(121) La genética soviética y la ciencia mundial. Lisenko y el significado de la herencia, Hermes, México, 1952.
(122) Sigrid Grosskopf: La alianza obrera y campesina en la URSS (1921-1928). El problema de los cereales, Fondo de Cultura Económica, México, 1983, pgs.38 y stes.
(123) Historia económica de la Unión Soviética, Alianza Editorial, Madrid, 1973, pgs. 315-316 y 337.
(124) La economía soviética desde Stalin, Ediciones de Cultura Popular, Barcelona, 1965, pgs.140 a 147.
(125) Luciano Cafagna: La economía de la Unión Soviética, UTEHA, México, 1961, pg.93.
(126) La economía soviética, cit., pgs.157 y 158.
(127) Bertrand Jordan: Los impostores de la genética, Península, Barcelona, 2001, pgs.74 a 76.
(128) Savants sovietiques, cit., pg.124.
(129) El tiempo en la biología, cit., pg.16.
(130) Medvedev, La ciencia soviética, cit.,pg.33.
(131) L‘heredité, París, 4ª Ed., 1948, pgs.303, 455 y 468-469.
(132) La base científica de la evolución, cit., pgs. 26-27.
(133) ¿Qué es la vida?, cit., pgs.9, 20, 51, 52, 77, 95 y 96.
(134) E.F.Keller: El siglo del gen, cit., pgs.72 y stes.; André Pichot: Histoire de la notion de gène, Flammarion, Paris, 1999.
(135) Savants sovietiques, cit., pg.130.
(136) Diane B.Paul y Costas M.Krimbas: Nikolai V. Timofeev-Ressovski, en Investigación y Ciencia, núm.187, abril de 1992, pgs.70 y stes.
(137) Ciencia falsa y pseudo ciencias, cit., pgs. 43 y stes.; también en L’atomisme, cit.
(138) Biologie et marxisme, cit., pgs.170 y stes.; también en Darwin y el darvinismo, cit., pg.128.
(139) American hegemony and the postwar reconstruction of science in Europe, MIT Press, 2006.
(140) María Jesús Santesmases: ¿Artificio o naturaleza? Los experimentos en la historia de la biología, Theoria, Segunda Época, Vol. 17/2, 2002, pg.290.
(141) Le hasard y la nécessité, cit., pg.67.
(142) Le hasard y la nécessité, cit., pgs.204-206.
(143) La lógica de lo viviente, cit., pg.174.
(144) L’éternel retour de Lyssenko, Copernic, Paris, 1978 y Lyssenko et le lyssenkisme, PUF, 1988.
(145) Joel y Dan Kotek: L’affaire Lysenko ou l’histoire réelle d'une science prolétarienne en Occident, Complexe, Bruselas, 1986.
(146) Rise and Fall of T.D.Lysenko, Columbia University Press, 1969.
(147) The Lysenko affair, University of Chicago Press, 1970.
(148) La ciencia soviética, cit., pg.12.
(149) La ciencia soviética, cit., pgs.331 y stes.
(150) Locos a la fuerza. La odisea de los científicos rusos encerrados en hospitales psiquiátricos, Destino, Barcelona, 1973.
(151) Prenant, Biologie et marxisme, cit., pgs.156-157, 172-173 y 187-188.
(152) The significance of responses of the genome to challenge, en Science, 16, noviembre de 1984
(http://nobelprize.org/nobel_prizes/medicine/laureates/1983/mcclintock-lecture.pdf)
(153) Bruce Alberts y otros: Biología molecular de la célula, Omega, Barcelona, 1966, pgs.363 y 366.
(154) El origen de las especies, cit., pgs.170, 212 y 221.
(155) E.F.Keller: El siglo del gen, cit., pg.121.

Otra biliografía es posible

Obras de Lysenko:

- La herencia y su variabilidad, La Habana, 1946.
- Heredity and its variability, King’s Crown Press, Nueva York, 1946.
- Soviet Biology: Report to the Lenin Academy of Agricultural Sciences, Moscú, 1948 (también en Birch Books, Londres, 1948)
- The science of biology today, International Publishers, 1948.
- New developments in the science of biological species, Foreign Languages Publishing House, Moscú, 1952.
- Agrobiology: Essys on Problems of Genetics, Plant Breeding and Seed Growing, Foreign Languages Publishing House, Moscú, 1954.
- Agrobiologie. Arbeiten über Fragen der Genetik, der Züchtung und des Samenbaus, Verlag Kultur und Fortschritt, Berlin, 1951.
- Agrobiologie. Génétique, sélection et production des semences, Éditions en Langues Etrangères, Moscú, 1953.
- Soil Nutrition of Plants, Foreign Languages Publishing, Moscú, 1957.

Documentos:

- Academia Lenin de Ciencias Agrícolas de la URSS: La situación en las ciencias biológicas. Actas taquigráficas de la sesión de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas de la URSS. 31 de julio-7 de agosto de 1948, Editorial Sendero, Buenos Aires, 1949.
- Michurin, Ivan V.: Selected works, Foreign Languages Publishing House, Moscú, 1949.
- Murneek, A. E. y Whyte, R. O.: Vernalization and photoperiodism: A symposium, Waltham, Mass: Chronica Botanica, 1948
- Safonov, Vadim A.: El país verde, Futuro, Buenos Aires, 1945.

Obras lysenkistas:

- Bacarev, A.N., Miciurin grande trasformatore della natura, Universale Economica, Milano, 1953.
- Clements, Frederic et al.: Adaptation and origin in the plant world: The role five years of soviet natural science, Foreign Languages Publishing House, Moscú, 1944.
- Fraser, Allan: Animal husbandry heresies, Crosby Lockwood & Son Ltd., Londres, 1960.
- Fish, Gennadi: A People’s Academy, Foreign Languages Publishing House, Moscú, 1949.
- Fyfe, James: Lysenko is right, Lawrence and Wishart, Londres, 1950.
- Khalifman, I.: Bees: A book on the biology of the bee-colony and the achievements of bee-science, Foreign Languages Publishing House, Moscú, 1951.
- Lévy, Jeanne: L’oeuvre de Lyssenko et l’evolution de la génétique, en La Pensée, núm. 21, noviembre-diciembre de 1948.
- Mathon, Claude-Charles: Guide mitchouriniene d’expérimentations paysannes, AFAM, Paris, 1952.
- Mathon, Claude-Charles: La pomme de terre. Essai mitchourinien, La biliothèque fraçaise, Paris, 1953.
- Mathon, Claude-Charles: La greffe végétale, Presses Universitaires de France, 1959.
- Mathon, Claude-Charles: La vie des plantes. Ecologie végétale, Presses Universitaires de France, 1966.
- Mathon, Claude-Charles: Biogéographie des plantes alimentaires de ramassage en Europe de l’Ouest (Écologie et biogéographie), Faculté des sciences, 1983.
- Mathon, Claude-Charles: L’origine des plantes cultivées: Phytogéographie Appliquée, Masson, 2007.
- Mathon, Claude-Charles y Maurice Stroun: Les céréales. Éssai mitchourinienn, AFAM, Paris, 1955.
- Mathon, Claude-Charles y Maurice Stroun: Lumière et floraison: le photopériodisme, Presses Universitaires de France, 1960.
- Mathon, Claude-Charles y Maurice Stroun: Température et floraison (la vernalisation), Presses Universitaires de France, 1962.
- Maximov, A.N.: Fisiología vegetal, Buenos Aires, 1948.
- Molodcikov A.: Miciurin, Lysenko, Burbank trasformatori della natura, Firenze, Macchia, 1949.
- Pérez Hernández, J.M.: Problemas filosóficos de las ciencias modernas, Contracanto, Madrid, 1989.
- Segal, J.: Miciurin, Lysenko e il problema dell’eredit, Universale Economica, Milano 1952.
- Shaw, George Bernard: The Lysenko muddle, en Labour Monthly, enero de 1949.
- Shaw, George Bernard: Behind the Lysenko controversy, en The Saturday Review of Literature, 16 de abril de 1949.
- Stoletov, V.: ¿Mendel o Lysenko? Dos caminos en biología, Lautaro, Buenos Aires, 1951.
- Stoletov, V.: Principes élémentaires de biologie mitchourinienne, Editions en Langues Étrangères, Moscú, 1951.
- Stoletov, V.N.: The fundamentals of Michurin biology, Foreign Languages Publishing House, Moscú, 1953 (también en University Press of the Pacific, 2002).
- Stroun, Maurice: Contribution a l’étude du developpement des céréales. Le photostade, l‘hibrydation végétative. Essai mitchourinien, L‘Enciclopedie biologique, Paul Lechevalier, Paris, 1956.
- Tsitsin, N.: Science at the service of soviet agriculture, Foreign Languages Publishing House, Moscú, 1939.
- Vasilyev, L.M.: Wintering of plants, Amer. Inst. Biol. Sciences, Wash., 1961.

Obras generales:

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- Ashby, Eric: Genetics in the Soviet Union, reimpreso por Nature: The Tension Between Mendelism And Michurin Genetics, 1948.
- Cordón, Faustino: El pensamiento de Lamarck en su contexto histórico, en Asclepio, Revista de historia de la medicina y de la ciencia, vol. 48, 1996.
- Cordón, Faustino: Historia de la bioquímica: consideración histórico-crítica de la bioquímica desde la teoría de los niveles biológicos de integración, Compañía Literaria, Madrid, 1997.
- Fataliev, J.M.: Marxismo-leninismo y ciencias naturales, Editorial Pueblos Unidos, Montevideo, 1965.
- Fataliev, Kh.: Le matérialisme dialectique et les sciences de la nature, Éditions du Progrès, Moscú, 1963.
- Gayon, Jean y Daniel Jacobi: L’éternel retour de l’eugénisme, Presses Universitaires de France, 2006.
- Goldschmidt, Richard: Le déterminisme du sexe et l’intersexualité, Félix Alcan, 1937.
- Goldschmidt, Richard: The material basis of evolution, New York University Press, 1940.
- Graham, Loren R.: Ciencia y filosofía en la Unión Soviética, Siglo XXI, Madrid, 1976.
- Graziosi, F.: La discussione sulla genetica nell‘URSS, en Società, núm. 1, 1949.
- Haig, David: Weismann Rules! OK? Epigenetics and the Lamarckian temptation, en Biology and Philosophy, 22, 2007 (www.oeb.harvard.edu/faculty/haig/Publications_files/Weismann.pdf)
- Hudson, P.S. y R.H.Richens: The new genetics in the Soviet Union, Cambridge, 1946.
- Jablonka, Eva y Marion J. Lamb: Epigenetic inheritance and evolution: The lamarckian dimension, Oxford University Press, 1995.
- Jablonka, Eva y Marion J. Lamb: The ancestor’s tale: A pilgrimage to the dawn of life, MIT Press, 2005.
- Jablonka, Eva y Marion J. Lamb: Evolution in four dimensions. Genetic, epigenetic, behavioural, and symbolic variation in the history of life, MIT Press, 2005.
- Jahn Ilse, Rolf Löther y Konrad Senglaub: Historia de la biología. Teorías, métodos, instituciones y biografías breves, Labor, Barcelona, 1990.
- Manevich, Eleanor D.: Such were the times: A personal view of the Lysenko era in the USSR, Pittenbruach Press, 1990.
- Margulis, Lynn y Dorion Sagan: Captando genomas: una teoría sobre el origen de las especies, Kairós, Barcelona, 2003.
- Margulis, Lynn y Karlene V. Schwartz: Cinco reinos: guía ilustrada de los phyla de la vida en la Tierra, Barcelona, Labor, 1985.
- Margulis, Lynn y Dorion Sagan: Microcosmos: cuatro mil millones de años de evolución desde nuestros ancestros microbianos, Barcelona, Tusquets, 1995.
- Margulis, Lynn: El origen de la célula, Reverté, Barcelona, 1986.
- Margulis, Lynn: Planeta simbiótico: un nuevo punto de vista sobre la evolución, Debate, Barcelona, 2002.
- Margulis, Lynn y Dorion Sagan: ¿Qué es la vida?, Tusquets, Barcelona, 1996.
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- Morange, Michel: Histoire de la biologie moléculaire, La Découverte, Paris, 2003.
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- Oparin, A.I.: El origen de la vida, Losada, Buenos Aires, 1960.
- Ortiz Picón, J.M.: Cinco ensayos históricos sobre biología, Editorial Garsi, Madrid, 1988.
- Pichot, André: Histoire de la notion de vie, Gallimard, Paris, 1993.
- Pichot, André: Histoire de la notion de gène, Flammarion, Paris, 1999.
- Pichot, André: La société pure. De Darwin à Hitler, Flammarion, Paris, 2000.
- Pichot, André: Aux origines des théories raciales. De la Bible à Darwin, Flammarion, Paris, 2008.
- Prenant, Marcel: Biologie et marxisme, Editions Sociales Internationales, Paris, 1936.
- Prenant, Marcel: Un débat scientifique en URSS. Entre la ‘génétique classique’ et la ‘génétique nouvelle’, en La Pensée, núm. 21, noviembre-diciembre de 1948.
- Prenant, Marcel: Darwin y el darvinismo, Grijalbo, México, 1969.
- Prenant, Marcel: Les problèmes biologiques. Une mise au point, en La pensée, núm. 72, 1957.
- Sandín, Máximo: Lamarck y los mensajeros: la función de los virus en la evolución, Istmo, Madrid, 1995.
- Sandín, Máximo: ADN, La molécula milagrosa, en Foros 21, mayo de 2003 (http://www.uam.es/personal_pdi/ciencias/msandin/ADN.htm)
- Sandín, Máximo: Teoría sintética: crisis y revolución, en Arbor, núm. 623-624, noviembre-diciembre de 1997.
- Sapp, Jan ed.: Microbial phylogeny and evolution: Concepts and controversies, Oxford University Press, Nueva York, 2005.
- Sapp, Jan: Genesis: The evolution of biology, Oxford University Press, Nueva York, 2003.
- Sapp, Jan: What is natural? Coral reef crisis, Oxford University Press, Nueva York, 2003.
- Sapp, Jan: Evolution by association. A history of symbiosis, Oxford University Press, Nueva York, 1994.
- Sapp, Jan: Where the truth lies. Franz Moewus and the origins of Molecular Biology, Cambridge University Press, Nueva York, 1990.
- Sapp, Jan: Beyond the gene: Cytoplasmic inheritance and the struggle for authority in genetics, Oxford University Press, Nueva York, 1987.
- Sapp, Jan: The nine lives of Gregor Mendel, en Experimental Inquiries, H.E.Le Grand Ed., Kluwer Academic Publishers, 1990 (http://www.mendelweb.org/MWsapp.intro.html)
- Sapp, Jan: The prokaryote-eukaryote dichotomy: Meanings and mythology, Microbiology and Molecular Biology Reviews, 69, 2005.
- Sapp, Jan: The bacterium’s place in nature, en J. Sapp ed., Microbial evolution concepts and controversies, Oxford University Press, Nueva York, 2005.
- Sapp, Jan: The dynamics of symbiosis. An historical overview, Canadian Journal of Botany, 82, 2004.
- Steele, Edward J., Robyn A. Lindley y Robert V. Blanden: Lamarck’s signature: How retrogenes are changing Darwin’s natural selection paradigm, Reading, Mass., Perseus, 1998.
- Todes, Daniel P.: Darwin without Malthus: The struggle for existence in russian evolutionary thought, Oxford University Press, 1989.
- Varmuza, S.: Epigenetics and the renaissance of heresy, Genome, vol. 46, núm. 6, diciembre de 2003.
- Waddington, C.H.: La naturaleza de la vida, Editorial Norte y Sur, Madrid, 1963.
- Waddington, C.H.: Biología hoy, Teide, Barcelona, 1967.
- Waddington, C.H. y otros: Hacia una biología teórica, Alianza Editorial, Madrid, 1976.