NÓMADAS - REVISTA CRÍTICA
DE CIENCIAS SOCIALES Y JURÍDICAS 12-2005/2 | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730 |
Joseph de Maistre entre la Revolución y la Guerra |
Maria Soledad Catoggio >>> CV |
RESUMEN.- Este
trabajo se propone reseñar, a la vez que analizar, los fundamentos
de la obra de Joseph De Maistre. Las diversas filiaciones que han sido adjudicadas
a su pensamiento que van desde el liberalismo en los análisis de Émile
Cioran hasta el fascismo moderno en la perspectiva de Isaiah Berlín,
más que justificar la actualidad de su obra, alimentan nuestra intriga
frente a ella: ¿cuáles son los conceptos fundamentales del
pensamiento de De Maistre? ¿es posible descubrir núcleos en
su organización interna? ¿quiénes son sus interlocutores?
¿a qué tradiciones de pensamiento ha contribuido?. Estos son
los interrogantes que recorren este proyecto.
I. Introducción |
Para Hannah Arendt, “la guerra y la revolución constituyen
aún los dos temas políticos de nuestro tiempo” (Arendt,1988:
11) y éstos son, sin duda, los dos grandes temas que articulan el pensamiento
de Joseph de Maistre. Ésta es, entonces, una razón más,
entre las que ya han sido expuestas por otros autores, para ubicar su obra entre el pasado y el presente.
En efecto, según Arendt,
si se consideran históricamente los rasgos distintivos del conservadurismo
como de los movimientos reaccionarios a los que se haya filiado De Maistre,
éstos resultan indisociables de la existencia misma de la Revolución
Francesa. Es así que su primer libro publicado, Consideraciones
sobre Francia (1797 (1)), es una respuesta al panfleto
De la force du gouvernement actuel et de la necessité de s’ y rallier,
publicado por Benjamín Constant en mayo de 1796, en el cual Constant
hace una toma de partido por el Directorio Francés que contraría
la posición de los emigrados radicales.
Es, entonces, “el conservadurismo,
y no el pensamiento liberal o el revolucionario el que es polémico
en su origen” (Arendt, 1988: 18) porque no se constituye, como sería
esperable, en torno a la referencia al Ancien Régime, sino
más bien partir de la centralidad de la Revolución Francesa
en sus escritos. A su vez, según Arendt, es la revolución el
acontecimiento político que nos pone inevitablemente ante el problema
del origen y, como para De Maistre, “la sociedad y la soberanía nacieron
conjuntamente y es inevitable separar estas dos ideas” (De Maistre, 1979:
19), el problema del origen a partir de la revolución exige, para el
autor, un Estudio sobre la soberanía (1870(2)).
Su Ensayo sobre el principio generador de las constituciones políticas
y de las instituciones humanas (1809) es más bien una continuación
de los temas que trabaja en sus obras anteriores.
Ahora bien, no es posible concebir
ni la revolución ni la guerra fuera del marco de la violencia. Siguiendo
a Arendt, ésta es el común denominador entre ambas. Así,
el complemento de la teoría trascendente de la revolución es,
en De Maistre, una teoría de la guerra. Esta formulación es
parte de lo que es considerada su obra mayor, Las veladas de San Petersburgo
(1821), más tarde publicada en forma separada en una edición
titulada Sobre la Guerra (1938). Sin embargo, la importancia de la
obra completa es la de proporcionar el fundamento filosófico de su
teoría política. Finalmente, la consumación de su teoría
política es su interpretación teocrática formulada en
su obra Del Papa (1819), en la cual el dogma de la infalibilidad
deriva en la pretensión de un poder terrenal y supranacional del
Pontífice (Cfr. Aboy Carlés, 2004: 20).
II-Consideraciones sobre Francia
(3)
Desde la perspectiva de Arendt, a partir de las dos grandes revoluciones
del siglo XVIII, la Revolución Americana y la Revolución Francesa,
se impone un nuevo sentido al concepto de revolución ya no entendido
como restauración, sino más bien asociado a la idea del comienzo
súbito de un nuevo curso de la historia, donde la idea de libertad
coincide con la de un nuevo origen. No es sorprendente, entonces, que la
primer frase dedicada al primer capítulo, llamado “Sobre las revoluciones”,
trate sobre el problema de la libertad. Para De Maistre, “estamos atados
al trono del Ser supremo con una cadena flexible que nos retiene sin esclavizarnos.
Lo más admirable del orden universal de las cosas es la acción
de los seres libres bajo la mano divina. Libremente esclavos, actúan
al mismo tiempo voluntaria y necesariamente: hacen realmente lo que quieren
más sin poder alterar los planes generales.” (De Maistre, 1978: 9).
Aquí encontramos un argumento que combina la voluntad de los agentes
con cierta necesidad como Providencia. Sin embargo, esta necesariedad en
ciertas circunstancias históricas deviene un proceso irresistible ajeno
a la voluntad de los hombres. Es por eso que “en épocas de revolución,
la cadena que ata al hombre se acorta bruscamente (...) entonces, arrastrado
por una fuerza ignota, se irrita con ella” (De Maistre, 1978: 10). Así,
“Lo que más impresiona en la Revolución Francesa es esa fuerza
arrolladora que doblega todos los obstáculos. Su torbellino arrastra
como briznas de paja cuanto la fuerza humana ha sabido ponerle (...) la Revolución
francesa conduce a los hombres más de lo que es conducida por ellos”
(De Maistre, 1978: 11-12). De este modo, De Maistre, se aproxima al concepto
de “necesidad histórica” que para Arendt, cobrará fuerza paradójicamente
a partir de la experiencia revolucionaria: “En suma, cuanto más se
observa a los personajes aparentemente más activos de la Revolución,
más halla uno en ellos algo de pasivo y mecánico” (De Maistre,
1978: 15). Sin embargo, se distancia de esta idea al reinterpretar la fuerza
histórica como un milagro: “la Revolución Francesa (...) es
tan prodigiosa en su orden como la fructificación
instantánea de un árbol en el mes de enero” (De Maistre, 1978:
10), así, “nunca es más visible el orden, nunca la Providencia
es más palpable que cuando la acción superior sustituye a
la del hombre y obra por sí sola: es lo que vemos actualmente” (De
Maistre, 1978: 11). Su concepción de la revolución, entonces,
queda atrapada entre la necesidad y la excepción.
Pero,
además de esta concepción mecánica de la Revolución
como “fuerza irresistible”, para De Maistre, ésta tiene una función
positiva de castigo y regeneración. Para el autor, Francia cometió
uno de los mayores crímenes que se pueden cometer, esto es, un crimen
contra la soberanía. De Maistre califica de este tipo al regicidio de Luis XVI. Es por eso que “cada gota de
sangre de Luis XVI le costará a Francia
torrentes de sangre; cuatro millones de franceses, tal vez, pagarán
con sus cabezas el gran crimen nacional de una insurrección antirreligiosa
y antisocial, coronada por un regicidio” (De Maistre, 1978: 21). No obstante,
esta “horrible efusión de sangre” no es sólo un castigo sino
también un medio. En efecto, para De Maistre, “una vez afianzado el
movimiento revolucionario, Francia y la monarquía sólo podían
ser salvadas por el jacobinismo” (De Maistre, 1978: 25). Esto es así
porque a coalición de Austria y Prusia aliada a los emigrados franceses
constituía, para el autor, una amenaza contra la integridad territorial
de Francia. La “tiranía” de Robespierre tuvo, entonces, el doble
efecto de decretar la indivisibilidad de la república y llevar adelante
la regeneración del clero francés. En ambos casos “los crímenes
de los tiranos de Francia se convertían en instrumentos de la Providencia”
(De Maistre, 1978: 29).
La idea de que el castigo puede, además, ser un medio para
la regeneración lo introduce en la reflexión “Sobre la destrucción
violenta de la especie humana”. La reflexión acerca de la violencia
tiene aquí la forma de la guerra. Ésta no se sitúa en
un estado prepolítico como podría ser un estado de naturaleza,
sino más bien en un estado social, pues no sólo se ha practicado
en todos los tiempos sino que “los verdaderos frutos de la naturaleza humana,
las artes, las ciencias, las grandes empresas, las altas concepciones, las
virtudes viriles, son propias en primer lugar del estado de guerra” (De Maistre,
1978: 41).
Pero aquí no hay una
idea puramente destructiva de la guerra, sino que también convive
con ella la concepción de la violencia como purificación. En
este sentido, De Maistre menciona, aunque no lo desarrolla en esta obra, el
dogma de la reversibilidad de los dolores de la inocencia en beneficio de
los culpables, que es para él la base del cristianismo. La idea que
aquí subyace es que la sangre del justo redime al mundo, degenerado
por el pecado original (4).
Hasta aquí, De Maistre
considera haber tratado los aspectos morales de la Revolución Francesa,
esto es en resumidas cuentas, el problema de la libertad/necesidad providencial,
el del castigo/regeneración y el de la violencia como guerra. Recién
en este punto, se considera en condiciones de introducirse en los aspectos
políticos de la Revolución. De este modo, la guerra no constituye
el fin de lo político sino que se convierte más bien, como
diría Schmitt, en su horizonte (5).
Entre los aspectos políticos
de la Revolución, De Maistre analiza en primer lugar la forma de gobierno
republicana. Para esto recurre a la historia que es para él la política
experimental (6). De allí concluye que como no hubo
en cuatro mil años una gran república, “la gran república
es imposible” (p.49). Aquí la historia funciona como un sedimento
de la tradición que sólo es equiparable a una segunda naturaleza:
“la naturaleza y la historia se unen para demostrar que una gran república
indivisible es una cosa imposible” (De Maistre, 1978: 47). Una vez descartada
la posibilidad de un nuevo acontecimiento, De Maistre, pone en cuestión
la pretendida originalidad del sistema representativo y del papel del pueblo
por los teóricos de la Revolución. Para el autor, de lo que
se trata en ambos casos es de saber si el pueblo puede ser soberano: “empecemos
por excluir el ejercicio de la soberanía; insistamos en este
punto fundamental, que el soberano estará siempre en París,
y que todo ese estrépito sobre la representación no significa
nada; que el pueblo sigue siendo perfectamente ajeno al gobierno;
que está más sometido que en la monarquía, y que los
términos gran república se excluyen mutuamente igual
que los de círculo cuadrado” (De Maistre, 1978: 54). Entonces,
para De Maistre, si hay algo que convierte a la Revolución Francesa
en un acontecimiento único, esto es que es radicalmente mala: “cuando
uno oye a esos pretendidos republicanos hablar de libertad y de virtud,
cree ver a una cortesana ajada, dándose aires de virgen con pudores
de carmín” (De Maistre, 1978: 55). Por último pero por sobretodo,
esta imposibilidad de ser una gran república está fundada en
el carácter antirreligioso de la Revolución Francesa, puesto
que, según De Maistre, “todas las instituciones imaginables reposan
sobre una idea religiosa o son pasajeras. Son fuertes y durables en la medida
en que son divinizadas” (De Maistre, 1978: 59).
Siguiendo a Aboy Carlés,
el papel que ocupa la religión en el pensamiento demaistriano podría
llevarnos a la habitual caricatura ultramontana que equívocamente
ha reducido su obra. En consecuencia, haríamos un análisis superficial
si pretendiéramos asignar un uso instrumental de la religión
como principio de legitimación del poder a la obra demaistriana.
En efecto, para el autor, “que
se ría de las ideas religiosas o que se las venere, no interesa: no
por eso dejan de constituir, verdaderas o falsas, el fundamento único
de todas las instituciones verdaderas” (De Maistre, 1978: 60). Entonces,
la religión no es un medio sino que tiene una función especifica,
tal como afirma Aboy Carlés, “ocupa en el pensamiento del saboyano
el lugar del lazo social que contiene las tendencias centrífugas de
la turbulenta sociedad de fines del siglo XVIII” (Aboy Carlés, 2004:
24). Estas tendencias centrífugas son identificadas aquí por
De Maistre como el filosofismo (7). Así, afirma que “la
generación presente es testigo de los
espectáculos más grandiosos que hayan ocupado alguna vez los
ojos humanos: la lucha sin cuartel entre filosofismo y cristianismo” (De Maistre,
1978: 64). De este modo, según De Maistre,
mientras que todas las instituciones europeas, cristianizadas, se sostienen
por la religión que las anima; el filosofismo, en cambio, no sólo
no puede suplir esas bases que tilda de supersticiosas, sino que es por el
contrario una fuerza esencialmente desorganizadora. De Maistre se opone fuertemente
a la idea de “artificio”, para él, el hombre “puede modificar todo
dentro de su esfera de actividad, pero no crea nada: tal es su ley
en el orden físico como en el moral (8)” (De Maistre,
1978: 69). Estas leyes, entonces, rigen un orden “natural” donde se combina
el principio generador de la religión y la historia como sedimento
de la tradición. En cambio, para De Maistre, el método de las
ciencias naturales mata la comprensión auténtica: clasificar,
abstraer y generalizar describir la superficie y dejar intactas las profundidades.
En suma, “descomponer el conjunto vivo mediante un análisis artificial
e interpretar erróneamente los procesos de la historia y el alma humana”
(Berlín, 2002: 200).
Así,
“ninguna gran institución resulta de la deliberación,
y (...) las obras humanas son frágiles en proporción al número
de hombres que intervienen en ellas, y al aparato de ciencia y de razonamiento
que se emplea a priori en las mismas” (De Maistre, 1978: 81).
En consecuencia, el error que ha servido de base a la constitución
francesa de 1795 es que está hecha para el hombre, esto es,
una pura abstracción “una obra de escuela fabricada para ejercitar
la mente según una hipótesis ideal, y que debe ser remitida
al hombre en los espacios imaginarios donde éste vive” (De
Maistre, 1978: 75). En efecto, para De Maistre, en la formación de
las constituciones (9), Dios, que no consideró oportuno
emplear medios sobrenaturales, dispuso al menos circunscribir la acción
humana, hasta el punto de que las circunstancias lo hacen todo, y los hombres
son meras circunstancias. Entonces, ¿qué es una constitución?
Es la solución del siguiente problema: “Dadas la población,
las costumbres, la religión, la situación geográfica,
las relaciones políticas, las riquezas, las buenas y malas cualidades
de determinada nación, hallar las leyes que le convienen” (De
Maistre, 1978: 75). Es así que De Maistre
opone, a la idea moderna de individuo, la idea de nación. En efecto,
“son las costumbres, las creencias, los valores de cada sociedad, los que
en De Maistre explican y fundamentan un orden político” (Aboy Carlés,
2004: 25) En este mismo sentido, “ninguna nación puede darse la libertad
si no la tiene (...) la influencia humana no se extiende más allá
de derechos existentes, pero negados o discutidos. Si algunos imprudentes
sobrepasan esos límites con reformas temerarias, la nación
pierde lo que poseía sin conseguir lo que quiere. De allí viene
la necesidad de no innovar sino muy raramente, y siempre con mesura y temblor”
(De Maistre, 1978: 71). Tal como propone Zeitlin, De Maistre sostenía
que el hombre es y ha sido siempre un ser social y que el desarrollo histórico
de la sociedad está orientado por la Providencia omnisciente. Entonces,
el hombre que no es omnisciente no debe entrometerse en la sociedad e intentar
reformarla, porque el remedio será siempre peor que el presunto mal.
Es de este modo como el autor interpreta el legado del “demonio revolucionario”:
“la constitución no es más que una tela de arañas, y
el poder se permite horribles ultrajes. El matrimonio se reduce a una prostitución
legal; han desaparecido la autoridad paterna, el horror al crimen, el refugio
para la indigencia. El horroroso suicidio le anuncia al gobierno la desesperación
de los desgraciados que lo acusan. El pueblo se desmoraliza en la forma
más pavorosa; y la abolición del culto unida a la ausencia
total de educación pública, prepara para Francia una generación
cuya sola idea hace estremecerse” (De Maistre, 1978: 122). Para Zeitlin,
el desorden, la anarquía y los cambios radicales que los conservadores,
entre los que incluye a De Maistre, observaron después de la Revolución,
fueron decisivos para la centralidad que adquirieron los conceptos de orden
y de estabilidad en su pensamiento. Así, desde la perspectiva demaistriana,
cuando el hombre trabaja para restablecer el orden, “es favorecido por la
naturaleza, es decir, por el conjunto de causas segundas, que son
los ministros de la Divinidad. Su acción tiene algo de divino” (De
Maistre, 1978: 18).
Ahora bien, ¿qué
es, entonces, la contrarrevolución sino una nueva reforma del orden
político?. Ésta es la convicción generalizada contra
la cual trata de argumentar De Maistre. Es para contrarrestar esta idea que
hace la famosa afirmación de que “La contrarrevolución
no será en absoluto una revolución contraria
sino lo contrario de la revolución” (De Maistre, 1978: 147).
Aquí coincidimos con Aboy Carlés en que Arendt se apresura en
calificar de ingenua esta afirmación. En efecto, para Aboy Carlés,
a la primera lectura en clave teológica que establece como principio
de inteligibilidad del proceso histórico la secuencia crimen (pecado)
- castigo (expiación) -regeneración (redención), a
la que hemos referido más arriba, subyace “una idea de compromiso
entre pasado y presente. No hay en De Maistre esperanza alguna de una simple
vuelta atrás, de una restauración sin más del orden
previo a la Revolución” (Aboy Carlés, 2004: 15). Esto es lo
que distingue su pensamiento entre los llamados reaccionarios, es lo que
lo distancia de su contemporáneo, Louis de Bonald, y la causa de sus enemistades entre los círculos de emigrados.
Dicha afirmación, entonces, no es un mero juego de palabras sino
el convencimiento de que en la restauración no había lugar
para la venganza: “la anarquía hace necesaria la venganza; el orden
la excluye” (De Maistre, 1978: 143). En este sentido, “el retorno del orden
no puede ser doloroso, porque será natural, y porque será favorecido
por una fuera secreta, cuya acción es en todo creadora. Se verá
exactamente lo contrario de cuanto se ha visto. En lugar de esas conmociones
violentas, (...) cierta estabilidad, un reposo indefinible, un bienestar
universal anunciarán la presencia de la soberanía” (De Maistre,
1978: 147). En consecuencia, si la reforma queda asociada a la revolución
y la tiñe de su connotación negativa,
la restauración puede ser llevada acabo sin una revolución.
Pero, esta presencia de la soberanía,
para De Maistre, sólo puede concebirse bajo la forma de la monarquía
hereditaria. En efecto, “sólo el rey, y el rey legítimo, alzando
desde lo alto de su trono el cetro de Carlomagno, puede extinguir o desarmar
todos los odios, frustrar todos los proyectos siniestros, poner un orden
entre los hombres, tranquilizar los ánimos excitados, y crear súbitamente
en torno al poder ese cercado mágico que es su verdadero guardián”
(De Maistre, 1978: 130).
Siguiendo a Berlín, De
Maistre opone al carácter autodestructor
de las instituciones racionales aquello que está impermeabilizado
contra la crítica racional por ser intrínsecamente misterioso
e inexplicable. Este es el caso privilegiado de la monarquía hereditaria
en desmedro de la pretendida racionalidad que despierta la monarquía
electiva. En este tipo de argumentación, que es recurrente en su obra,
se fundamenta la caracterización del pensamiento demaistriano como
“irracionalista”. Pero esto no lo vuelve inaprensible
sino que, por el contrario, según Schmitt, “la imagen metafísica
que de su mundo se forja una época determinada tiene la misma estructura
que la forma de la organización política tiene por evidente.
La comprobación de esa identidad constituye la sociología del
concepto de la soberanía” (Schmitt,1985: 113).
La escritura de esta obra es del mismo período que las Consideraciones
sobre Francia, de modo que algunos tópicos son recurrentes. Sin
embargo, la centralidad que tiene aquí el problema de la soberanía,
a propósito del cual De Maistre realiza un estudio crítico
del Contrato Social de Rousseau, le otorga una originalidad que justifica
el análisis.
“De Maistre siente especial afición
a la soberanía que en él significa decisión. (...) La
infalibilidad constituye a sus ojos la esencia de la decisión inapelable;
infalibilidad del orden espiritual y soberanía del orden político
son esencialmente la misma cosa” (Schmitt, 1985: 129). En efecto, De Maistre
sacraliza el origen político que, a su vez, se confunde con el origen
de la sociedad: “la soberanía proviene de Dios, ya que él
es el autor de todo, salvo del mal, y es en particular el autor de la sociedad
que no puede subsistir sin soberanía” (De Maistre, 1979: 10). Para
el autor no puede existir una asociación humana sin algún
tipo de dominación, de modo que para el hombre nunca habría
habido un tiempo anterior al de la sociedad política, porque antes
de esto “el hombre no era del todo hombre” (De Maistre, 1979: 14). Aquí
hay una clara alusión, aunque hecha de modo indirecta, al estado
de naturaleza rousseauniano. Para Zeitlin, De
Maistre atribuye erróneamente a Rousseau la antítesis entre
el hombre natural y el hombre social, al ignorar que Rousseau opuso al “hombre
natural” sólo ciertas formas definidas del estado social. Sin embargo,
más allá de esta digresión, lo interesante es que no
hay en el pensamiento demaistriano un origen social, y si hay que buscar
un origen, éste es exterior a la naturaleza, que es siempre social:
“el estado de naturaleza para el hombre es, pues, ser lo que es hoy y lo
que ha sido siempre, es decir, sociable” (De Maistre, 1979: 17-18).
Sin embargo, De Maistre no se
conforma con afirmar dogmáticamente el origen divino de la sociedad
y de la soberanía, sino que recurre a la objetividad de las creencias
colectivas: “cuanto más nos remontamos en la antigüedad, más
religiosa hallamos a la legislación. Todo lo que las naciones nos
cuentan sobre sus orígenes prueba que concuerdan en considerar a la
soberanía como de esencia divina. Jamás nos hablan de contrato
primordial (...) Es una verdadera locura imaginarse que semejante prejuicio
universal sea obra de los soberanos. El interés particular puede abusar
de la creencia general, pero no puede crearla. (...) En general toda idea
universal es natural” (De Maistre, 1979: 26). En consecuencia, para De Maistre,
pensar que la sociedad se crea por un contrato es una quimera. Por el contrario,
del mismo modo que la soberanía en general, cada forma de soberanía,
es decir, las soberanías particulares son el resultado inmediato de
la voluntad del Creador. Las soberanías particulares son modificaciones
de la soberanía según los distintos caracteres (10) de las naciones. En efecto, para De Maistre, la naciones
tienen un alma colectiva que les confiere una verdadera unidad moral. Esta
unidad se anuncia sobretodo en la lengua (11). Así,
De Maistre, opone la idea de nación a la de individuo como la de razón
nacional a la de razón individual: “la razón humana, reducida
a sus solas fuerzas, es absolutamente impotente, no sólo para crear,
sino incluso para conservar cualquier asociación religiosa o política,
porque no suscita más que disputas (...) Es preciso que haya una religión
de Estado, tanto como una política de Estado; o –más bien-
es necesario que los dogmas políticos y religiosos, mezclados y confundidos,
conformen una razón universal o nacional suficientemente fuerte como
para reprimir las aberraciones de la razón individual” (De Maistre,
1979: 59). Esto es lo que denomina el patriotismo. Aquí, el patriotismo
adquiere el mismo estatuto que la religión. En efecto, “si indagamos,
cuáles son las grandes y sólidas bases de todas las instituciones
posibles (...) siempre encontraremos a la religión y al patriotismo.
Y si reflexionamos sobre ello más atentamente todavía, hallaremos
que ambas cosas se confunden” (De Maistre, 1979: 83).
Sin embargo, si De Maistre hace concesiones, sacralizando lo que bien
podría ser un culto secular a la nación, en cambio, se mantiene
fiel a su formación católica y considera que la educación
es un bastión a defender. Frente a la pretensión de la Convención
Nacional de establecer un sistema nacional de educación, De Maistre
reivindica la obra jesuítica, a la que debe su formación: “si
de la educación se trata, se puede desafiar osadamente a los legisladores
todopoderosos de Francia, no ya a que funden un gobierno duradero, sino,
solamente una escuela primaria que cuente con la aprobación de la
razón universal, es decir con el principio de la duración”
(De Maistre, 1979: 75).
En efecto, para De Maistre, la secta filosófica que brega por
la razón individual, no hizo sino minar las bases del orden moral
y político. Así se refiere a dos de sus máximos exponentes:
“los escritos corrosivos de Voltaire han roído durante sesenta años
los muy cristianos cimientos de ese soberbio edificio cuya caída hizo
estremecer a Europa, y la elocuencia seductora de Rousseau
arrastró a la multitud, sobre quien la imaginación tiene más
imperio que la razón. Propagó por doquier el desprecio a la
autoridad y el espíritu de insurrección” (p.83) . De este
modo, “el uno minó la política al corromper la moral, y el
otro minó la moral al corromper la política” (De Maistre,
1979: 83).
Si más arriba decíamos que el concepto de soberanía,
en De Maistre, es esencialmente decisión, esto es porque para él
autoridad es buena por el sólo hecho de existir. En este sentido,
sostiene que todo soberano es despótico y que no hay más que
dos actitudes posibles a su respecto: la obediencia o la insurrección.
Según, Schmitt, esto es por la sencilla razón de que “en la
mera existencia de la autoridad va implícita una decisión y
la decisión tiene valor en sí misma, dado que en las cosas de
mayor cuantía importa más decidir que el modo en que se decide
(...) En la práctica lo mismo da no estar sujeto a error que no poder
ser acusado de error; lo esencial es que ninguna instancia superior pueda
revisar la decisión” (Schmitt, 1985: 130). De esto se sigue que para
De Maistre todo gobierno es absoluto e inviolable. Ahora, ¿qué
importancia tiene entonces la forma de gobierno?.
Esta naturaleza absoluta e inviolable hace a la soberanía en
general, pero como monarquía es tan natural y tan antigua, los hombres
la identifican con la soberanía. Este es, entonces, el gobierno más
natural al hombre. Sin embargo, no todos los pueblos tienen el mismo gobierno
porque la libertad no está al alcance de todos los pueblos. Así,
todos los pueblos tienen el gobierno que les conviene y ninguno ha elegido
el suyo. Entonces, “cuando más de acuerdo esté una nación
sobre una nueva constitución, cuantas más voluntades concurran
a sancionar el cambio, cuantos más obreros unidos en el sentimiento,
haya para construir un nuevo edificio y sobre todo cuantas más leyes
escritas calculadas a priori haya, más completamente quedará
probado que lo que la multitud quiere no sucederá” (De Maistre, 1979:
104).
Lo que hace deseable el gobierno monárquico es que la monarquía
es una aristocracia centralizada (12). Aquí el rey
es el centro de la aristocracia. Esta suerte de aristocracia piramidal garantiza
la mayor igualdad y libertad para los hombres: “el hombre de pueblo, que
se siente demasiado pequeño cuando se compara con un gran señor,
se compara a la vez con el soberano, y ese título de súbdito,
que los somete a uno y a otro al mismo poder y a la misma justicia, constituye
una suerte de igualdad que calma los inevitables sufrimientos del amor
propio” (De Maistre, 1979: 108-109). En cuanto a la libertad, para De Maistre,
hablando con propiedad, todos los gobiernos son monarquías que no
se diferencian sino en que el monarca sea vitalicio o temporal, hereditario
o electivo, individuo o cuerpo. Pero, de todos los monarcas, el más
despótico, el más intolerable, es el monarca pueblo.
Así, en toda república de cierta extensión lo que se
llama libertad es el sacrificio de un gran número de hombres
en beneficio del orgullo y la independencia de unos pocos. De este
modo, el autor pone en cuestión la naturaleza sustantiva de los principios
modernos de igualdad y libertad.
Por otra parte, según De Maistre, en el gobierno de varios
la unidad de la soberanía es sólo una entidad metafísica,
mientras que en la monarquía la unidad de la soberanía se confunde
con el cuerpo del soberano y produce otra impresión sobre el espíritu:
tiene más intensidad y fuerza moral. No obstante, la monarquía
prescinde de la habilidad del monarca y ésta es tal vez su mayor
ventaja. La monarquía es una máquina cuyo mayor mérito
es que cualquier hombre mediocre puede ponerla en funcionamiento. Esta metáfora
maquinal, lejos de tratarse de una idea de artificio que viene a contradecir
el concepto de monarquía como el gobierno más natural,
confirma el carácter instrumental del hombre, como individuo, en
el plan divino.
Sin embargo, la monarquía no se ha mantenido idéntica
así misma. Si hay algo que diferencia las monarquías antiguas
(griegas) de las monarquías de carácter europeo es la participación
en la cosa pública. Al hacer esta distinción, De Maistre extiende
el sentido de “libertad” manteniéndose dentro de los límites
de la monarquía. En efecto, para Arendt, muchas veces se confunde
la liberación con la libertad. Mientras que la liberación es
el deseo de ser libre de la opresión, garantía que dan los
derechos civiles, que puede muy bien realizarse bajo un gobierno monárquico,
la libertad consiste en la participación en los asuntos públicos.
Este es, para Arendt, el objeto de las revoluciones. Para De Maistre, en
cambio, la libertad propiamente dicha es anterior a la revolución.
Así, por ejemplo, “la libertad inglesa debe buscarse mucho antes de
la revolución de 1688” (De Maistre, 1979: 41).
Ahora bien, si bien la monarquía es la forma de gobierno que
garantiza la mayor libertad para los hombres, ésta no debe confundirse
con una asociación libre: “en todos los países del mundo existen
asociaciones voluntarias de hombres que se han reunido con ciertos fines
de interés o de beneficencia. Esos hombres se han sometido voluntariamente
a determinadas reglas, las que observan en tanto les parece bien, se han
sometido incluso a ciertas penas, que sufren cuando han contravenido los estatutos
de la asociación. Pero tales estatutos no tienen otra sanción
más que la voluntad misma de aquellos que los han establecido, y,
desde que hay disidentes, no existe en absoluto entre ellos fuerza coercitiva
para obligarlos” (De Maistre, 1979: 135). Esto es, entonces, lo que, para
De Maistre, distingue a la monarquía de las repúblicas: que
ningún pueblo, ni individuo puede tener un poder coercitivo sobre
sí mismo. As, el poder represivo que actúa sobre el súbdito
se encuentra fuera de él: en el soberano propiamente dicho. Ahora
bien, siguiendo a Aboy Carlés, al poner a la persona del soberano
como antecesor al pueblo, se corre el riesgo de dejar un hombre-rey por fuera
de la sociedad y caer en contradicción con la idea de que no hay hombre
por fuera de la sociedad. Por esta razón se hace necesario extender
la sacralización de los orígenes de la soberanía a la
persona del monarca: “el autor de todas las cosas
no tiene más que dos maneras de dar gobierno a un pueblo: casi siempre
se reserva mas inmediatamente su formación haciéndolo (...)
por el concurso de una infinidad de causas que llamamos fortuitas; pero cuando
quiere establecer de una sola vez los fundamentos de un edificio político
(...) confía sus poderes a hombres extraordinarios” (De Maistre, 1979:
36). Es importante resaltar que este carácter extraordinario proviene
de la misión otorgada a dichos hombres, más allá de
sus habilidades particulares: “para hacerlos dignos de estas obras particulares,
Dios los inviste de un extraordinario poder, a menudo desconocido por sus
contemporáneos y acaso por ellos mismos” (De Maistre, 1979: 37).
De un modo privilegiado en esta obra, encontramos que, tal como propone
Zeitlin, por ironía de las cosas, a pesar de la fuerte impronta teológica
de las formulaciones demaistrianas, se condensa aquí una fuente histórica
que reúne los principales conceptos e ideas sociologías (13) que más tarde desarrollará Emile Durkheim,
tales como: la naturaleza social, la existencia de un alma colectiva, la
objetividad de las creencias colectivas, la existencia de una coerción
que es exterior a los individuos, la centralidad de las instituciones.
IV – Las veladas de San Petersburgo
Esta
obra tiene la forma de un diálogo que finge ser una conversación
entre un senador ruso, un caballero francés y un conde que evoca la
figura de De Maistre. Esta ficción en la que los personajes entablan
discusiones filosóficas permite a De Maistre alejarse de la formulación
dogmática de su teoría política y proporcionar las bases
filosóficas de su obra. En este intento, vuelve muchas veces a caer
en la formulación dogmática a partir de la justificación
de la existencia necesaria de las ideas innatas. Así, De Maistre “es
un pensador dogmático cuyas premisas y principios últimos nadie
puede hacer temblar, y cuyo ingenio y cuya capacidad intelectual considerables
se consagran a la tarea de conseguir que los hechos encajen en sus ideas
preconcebidas” (Berlín, 2002: 257).
El tema que estructura las veladas es el dogma de la reversibilidad
de los dolores del inocente en beneficio de los culpables (14).
De Maistre se propone recorrer el “el misterio de la metafísica divina”,
esto es, los caminos de la Providencia en el mundo moral. Pero este dogma
es, en realidad, el punto de llegada de largas discusiones acerca de el origen
del mal, la justicia de las penas o castigos temporales, la prosperidad del
crimen y las desgracias de la virtud, que concluyen en la proposición
de que “es falso que la virtud padezca en este mundo, la naturaleza humana
padece y siempre por culpa suya” (De Maistre, 1943: 190). Esta antropología
negativa encuentra su fundamento en la teoría del pecado original:
“a Maistre, al menos en las obras de madurez, le consume la idea del pecado
original, la maldad y la indignidad de la estupidez autodestructiva de los
hombres cuando se les deja libres a sí mismos. Insiste una y otra
vez en el hecho de que sólo el sufrimiento puede impedir a los seres
humanos caer en el abismo sin fondo de la anarquía y la destrucción
de todos los valores” (Berlín, 2002: 201). En efecto, esta antropología
negativa no sólo tiene el propósito teológico de justificar
la omnipotencia y la bondad de Dios, sino que al mismo tiempo justifica la
existencia del orden político: “puesto que la esfera de lo político
está determinada, en última instancia, por la posibilidad real
de un enemigo, las concepciones y las teorías políticas no
pueden fácilmente tener como punto de partida un ‘optimismo’ antropológico.
De otro modo eliminarían, junto con la posibilidad del enemigo, también
toda consecuencia específicamente política. La conexión
de las teorías políticas con los dogmas teológicos del
pecado, que se presenta particularmente clara en Bossuet, Maistre, Bonald,
Donoso Cortés y F. J. Stahl (...) se explica teniendo en cuenta la
afinidad de estos necesarios presupuestos del pensamiento. El dogma teológico
fundamental de la pecaminosidad del mundo (...) conduce
(...) exactamente como la distinción entre amigo y enemigo,
a una división de los hombres, a una “separación”, y hace imposible
el optimismo indiferenciado propio del concepto universal de hombre” (Schmitt,
1984: 60-61).
De este modo, De Maistre, fundamenta,
por una lado, la necesidad de la jerarquía puesto que “en un
mundo bueno entre hombres buenos domina naturalmente sólo la paz,
la seguridad y la armonía de todos con todos; los sacerdotes y los
teólogos son aquí tan superfluos como los políticos
y los hombres de estado” (Schmitt, 1984: 61); y, por el otro, la dimensión
coercitiva tanto en el plano providencial como en el temporal: “las calamidades
que nos afligen, y que tan justamente se las
llama rayos del cielo, presentan a nuestra vista las leyes de la
naturaleza a semejanza de los suplicios, que
son las leyes de la sociedad” (De Maistre, 1943: 190). En efecto, para
De Maistre, Dios ha querido gobernar a los hombres por medio de los hombres;
es por eso que ha concedido a los soberanos la prerrogativa del castigo de
los crímenes. Para el autor, ésta prerrogativa es en virtud
de que son principalmente sus representantes. De esta prerrogativa resulta
la necesaria existencia de un hombre destinado a imponer a los hombres los
castigos decretados por la justicia humana: el
verdugo. Así, “toda grandeza, todo poder toda subordinación
descansa en el ejecutor: es el horror y el nudo de la asociación humana.
Quitad del mundo ese agente incomprensible, y en el instante mismo el orden
deja su lugar al caos, los tronos se hunden, y la sociedad desaparece” (De
Maistre, 1943: 24). Sin duda, De Maistre, supo captar muy bien la centralidad
del castigo supliciante en la economía de poder que más tarde
Foucault denominará “sociedad de soberanía”. Esquematizando
la formulación foucaultiana, en el derecho monárquico, el castigo
supliciante es un ceremonial de soberanía que utiliza marcas rituales
de venganza que aplica sobre el cuerpo del condenado. Aquí, el suplicio
es un dispositivo de docilidad en la medida en que despliega un efecto de
terror ante el pueblo, que es tanto más intenso cuanto más discontinuo
e irregular (Cfr. Foucault, 2002).
Sin embargo, ese derecho de
matar sin cometer un crimen no está sólo confiado al verdugo,
sino también al soldado. De estos dos “matadores de profesión”,
uno es infame y el otro muy honrado. Ahora bien, ¿qué es lo
que distingue al soldado?. Para responder este interrogante primero es necesario
mencionar que para De Maistre la guerra no es “más que un capítulo
de la ley general que gravita sobre el universo. En el vasto dominio de la
naturaleza viviente reina una violencia manifiesta, una especie de rabia
prescrita, que arma todos los seres in mutua funera; desde que salís
del reino insensible, os encontráis con el decreto de la muerte violenta
escrito sobre las fronteras mismas de la vida. (...) Una fuerza oculta y
palpable a la vez se muestra continuamente ocupada en poner al descubierto
el principio de la vida por medios violentos. (...) No pasa un instante en
que un ser viviente no sea devorado por otro” (De Maistre, 1943: 166). Así,
la guerra no es sino la continuación de la naturaleza por otros medios.
Aquí, el hombre es el encargado de degollar al hombre. ¿Pero,
se pregunta De Maistre, cómo podrá ejecutar semejante ley un
ser compasivo como el hombre?. Esta es la tarea del soldado. La guerra, entonces,
tiene una fuerza purificadora a la que no alcanza la justicia humana, reservada
tan sólo para los culpables: “si la justicia humana hiriese a todos,
no habría guerra” (De Maistre, 1943: 168). Es paradójico, quizás,
que esta concepción irracionalista y purificadora de la violencia
que sirve a De Maistre para justificar una teoría de la guerra es,
a la vez, lo que lo aproxima a la teoría de la revolución de
Sorel. En efecto, para Sorel, el mito de la huelga general es el conjunto
indiviso de sentimientos e imágenes que cristaliza las luchas donde
el proletariado aprehende el socialismo y es, a la vez, la representación
que hace eficaz la intervención violenta del proletariado para destruir
el orden burgués y la decadencia de sus instituciones en que se cristaliza
sociedad burguesa (Cfr. Sorel, 1972).
Por otra parte, para Berlín,
es esta obsesión por la violencia y por la sangre la que hace afín
el pensamiento de De Maistre con el mundo paranoico del fascismo moderno.
En este sentido, “sus obras son significativas no como un final sino como
un principio. Importan porque fue el primer teórico de una tradición
grande y potente que culminó con Charles Maurras, un precursor de
los fascistas, y en los católicos antidreyfusards y partidarios del
régimen de Vichy” (Berlín, 2002: 267).
Sin embargo, tal como propone
Aboy Carlés, sería excesivo suponer una identidad acabada entre
el pensamiento demaistriano y las formulaciones del fascismo moderno pues
el mismo De Maistre formula su aversión a mezclar la política
con las armas, su rechazo llevar a cabo una contrarrevolución en términos
de venganza, su propuesta de amnistía para los revolucionarios (exceptuando
a los involucrados directamente en el regicidio).
Entonces, ¿cómo
definir el campo del enemigo en el pensamiento de De Maistre? Siguiendo a
Berlín, si hay un enemigo claro en De Maistre éste es el filosofismo,
que en numerosas oportunidades llama “la secta”. Aquí, incluye
no sólo a los teóricos de la revolución, cuyos exponentes
más citados son Rousseau y Voltaire y a los científicos naturales
identificados sobre todo con Bacon, Locke y Hume; sino también a
los protestantes y a los llamados “iluminados”, es decir, los francmasones
franceses que atentan contra la soberanía del Papa. En todos los casos,
su aversión a la autoridad mina los cimientos de la religión.
Este es el principio que los homogeiniza y los incluye a todos dentro de
la misma “secta”.
El caso de los teóricos
de la revolución ya ha sido suficientemente expuesto más arriba.
Con respecto a los científicos naturales, De Maistre, pone en evidencia
su ferviente espiritualismo al rechazar fundamentalmente sus teorías
materialistas de la causalidad y su consecuente negación de la existencia
de las ideas innatas. Para De Maistre, la filosofía del siglo XVIII
está enferma de Theophobia: “ciertos filósofos se han
convenido en este siglo en hablar de las causas; pero ¿cuándo
se querrá comprender que no puede haber causas en el orden
material, y que todas ellas deben buscarse en otro orden?
(...) La
consecuencia legítima es la de que es necesario, subordinar todos
nuestros conocimientos a la Religión; creo firmemente que se estudia
orando, y, sobre todo, cuando nos ocupemos de filosofía racional no
olvidemos jamás que toda proposición de metafísica que
no se funde en un dogma cristiano no es ni puede ser más que una culpable
falsedad” (De Maistre, 1943: 234-235).
Del mismo modo, “¿cuántos
baldones no merece Locke y cómo pudiera disculpársele, después
de haber alterado la moral, para destruir las ideas innatas sin saber qué
atacaba? Él mismo en el fondo de su corazón sentía que
se hacía culpable” (De Maistre, 1943: 142).
Para De Maistre la religión es la madre de todas las ciencias
por eso éstas tienen siempre un principio misterioso que no es lícito
conocer ni explicar sin falsear la verdad: “cuando penetréis la verdad
de ese dogma, perderéis el mérito de la fe, no solamente sin
ningún provecho, sino hasta con gran peligro para vos, porque os expondríais
a trastornaos la cabeza” (De Maistre, 1943: 235-236). Así, para el
autor, la sumisión religiosa a la autoridad del dogma es la única
actitud capaz de evitar la corrupción de la ciencia, que librada
a sí misma no hace más que dividir.
En cuanto a su relación
con los protestantes, De Maistre, al establecer la distinción entre
el espíritu y la letra, los acusa de fundamentalistas en su esfuerzo
por defender lo que para él es la única interpretación
legítima de la palabra divina: “sólo nosotros creemos en
la palabra, mientras que nuestros caros enemigos se obstinan en
creer únicamente en la escritura:¡como si Dios hubiese
podido o querido cambiar la naturaleza de las cosas cuyo autor es, e infundir
a la escritura la vida y la eficacia que no tiene! (...) Que otros invoquen,
pues tanto como gusten a LA PALABRA MUDA, nosotros nos reiremos tranquilamente
de ese falso dios, aguardando siempre con afectuosa impaciencia el
momento en que sus partidarios desengañados se arrojen a nuestros
brazos, abiertos desde casi tres siglos” (De Maistre, 1979b: 233-234).
Otra vez, lo que aquí
se pone en peligro es el carácter infalible y absoluto de la autoridad,
en este caso capaz de definir cuál de todas las interpretaciones posibles
es la legítima. Así, se pone en cuestión el carácter
decisionista de la autoridad, cuya singularidad es la capacidad de decidir
sobre el estado de excepción.
Por último, la secta
de los iluminados si bien puede ser útil en los países
separados de la Iglesia, porque conservan un espíritu religioso, es,
en cambio, tan dañina para el protestantismo como para el catolicismo
porque se propone destruir en sus cimientos a la autoridad que es la base
de la religión. Sin embargo, “no se sigue de aquí que deje
de haber, y realmente las hay, en sus obras cosas verdaderas, razonables e
interesantes; pero se hallan desfiguradas por lo que les han añadido
de falso y peligroso, sobre todo a causa de su aversión a toda autoridad
y jerarquía sacerdotal. (...) El más instruido, el más
inteligente y el más elegantes de los teósofos modernos, Saint-Martín
(15), cuyas obras fueron del código de sectarios
de quienes hablo, participó, no obstante, de esa misma inquina”
(De Maistre, 1943: 260).
Así, como propone Nisbet, el pensamiento de De Maistre expresa
la fuerza anti-iluminista propia del conservadurismo de comienzos de siglo
XIX, cuyo ethos central es esencialmente la tradición medieval:
“en realidad no hay una sola palabra, una sola idea central de aquel renacimiento
conservador que no procure refutar las ideas de los philosophes” (Nisbet,1969:
13).
Siguiendo a Nisbet, “La paradoja de la sociología (...) reside
en que si por sus objetivos, y por los valores políticos y científicos
que defendieron sus principales figuras, debe ubicársela dentro de
la corriente central del modernismo, por sus conceptos esenciales y sus perspectivas
implícitas, está en general, mucho más cerca del conservadurismo
filosófico. La comunidad, la autoridad, la tradición, lo sacro:
estos temas fueron, en esa época, principalmente preocupación
de los conservadores” (Nisbet, 1969: 18). En este sentido, en el pensamiento
de De Maistre encontramos una fuerte presencia de los que para Nisbet son
las ideas-elementos del pensamiento sociológico contemporáneo.
Éstas son la ideas que persistieron a
través de la época clásica de la sociología y
llegan hasta el presente.
En efecto, la mayoría de los análisis de la obra de
De Maistre se concentran en presentar la actualidad de su pensamiento, ya
sea filiándolo a la tradición sociológica, a las formulaciones
del fascismo moderno o a la producción soreliana. De hecho, nosotros
también hemos tratado de contribuir con este propósito al ubicar
al pensamiento de De Maistre entre la revolución y la guerra. En
este esfuerzo, a veces, se corre el riesgo de creer que hay signos que existen
originariamente, como señales coherentes, sistemáticas y acabadas
que nos permitirían encontrar el origen de una u otra tradición
de pensamiento. Pensar, más bien, en el concepto de signo, de obra,
como un “juego de fuerzas reactivas” que hace infinita la posibilidad de
la interpretación, condenándonos a ser intérpretes en
el mismo momento que interpretamos, nos corre de este difícil lugar
de tener que justificar la actualidad de las lecturas que elegimos.
VI- Notas
(1)
Siguiendo a Aboy Carlés,
esta obra fue escrita por De Maistre en Laussanne entre septiembre de 1796
y febrero de 1797 y publicadas en abril de ese mismo año. Sin embargo,
De Maistre no sólo se esforzó, aunque sin resultados, por mantener
oculta su autoría, sino que incluso las antedató con este
mismo fin. La causa de dicha maniobra está fundada en la posible incidencia
de sus consideraciones en las tareas diplomáticas que desempeñaba en el reino de Cerdeña
y Piemonte, especialmente a partir de las campañas napoleónicas
y el armisticio de Cherasco. Esto explicaría las disímiles
dataciones de la obra, por ejemplo, el ejemplar de la Editorial Dictio, que
aquí manejamos, mantiene como fecha de primera publicación el
año 1796.
(2)
Aquí también hay
inconvenientes con la datación de la obra. Según la datación
de la Editorial Dictio, la obra fue escrita entre 1794 y 1796, pero publicada
post mortem, en 1870. Posiblemente, dado que pertenecen al
mismo período, la aclaración hecha acerca de Consideraciones
sobre Francia, sirva para explicar esta publicación tardía.
(3)
Algunos autores encuentran especialmente
en esta obra la impronta de su antecesor irlandés, Edmund Burke, que
en 1790 publicó su obra Reflexiones sobre la Revolución de
Francia (Cfr. Aboy Carlés, 2004:14).
(4)
Retomaremos la concepción
de la violencia en la obra demaistriana para ponerlos en relación
a los aportes de Berlín cuando abordemos el análisis de
Las Veladas de San Petersburgo.
(5)
Tal como propone Aboy Carlés,
De Maistre, prefiere no mezclar las armas con la política: “es duro,
sin duda, el combatir por le comité de salud pública; pero
habría algo que sería más
fatal todavía, el volver nuestras armas contra él. En el
instante en que el ejército se mezcle con la política, el
Estado será disuelto; y los enemigos de Francia aprovechando este
momento de disolución la penetrarán y dividirán” (Aboy
Carlés, 2004: 27).
(6)
Este concepto es desarrollado
en su Estudio sobre la soberanía: “la historia es la política
experimental, es decir, la única buena; y así como en física
cien volúmenes de teorías especulativas desaparecen ante
un solo experimento, del mismo modo en la ciencia política ningún
sistema puede ser admitido si no es el corolario más o menos probable
de hechos bien establecidos” (De Maistre, 1978: 102).
(7)
Más adelante desarrollaremos
la relación entre De Maistre y los diversos exponentes de esta tendencia
agrupada por el autor bajo el nombre despectivo de filosofismo o secta.
(9)
En su obra Ensayo sobre el
principio generador de las constituciones políticas y de las demás
instituciones humanas (1809) trata nuevamente los argumentos que aquí
presenta, pero de manera separada y en una constante comparación entre
la constitución francesa (hecha a priori) y la constitución
inglesa (fundada en la tradición).
(10) En efecto,
en “Fragmentos sobre Francia”, tomados de sus Obras Completas, Lyon-París,
Emmanuel Vitte, 1924, tomo I, publicados en Ediciones Dictio, Buenos Aires,
1979, De Maistre analiza en particular el carácter de la nación
francesa cuya supremacía sobre Europa proviene de su espíritu
proselitista y de la superioridad de su lengua, razón por la cual
su misión es el magisterio sobre el continente.
(11) En su obra
Las veladas de San Petersburgo, De Maistre desarrolla su teoría
acerca del lenguaje. Aquí sólo mencionaremos brevemente su
concepción de que el lenguaje, al igual que cualquier institución
social, no puede ser creado por deliberación desde el momento en que
el origen de las ideas se confunde con el del lenguaje (Cfr. pp.46 a 56).
(12) El reinado
de Luis XIV es el sustrato empírico de este modelo arquetípico:
“ningún soberano del universo fue más rey que este príncipe:
bajo su reinado la obediencia fue un verdadero culto, y nunca fueron los
franceses más sumisos, ni más grandes” (p.195).
(13) No perdemos de vista la importancia
de Consideraciones sobre Francia, donde hay un primer esbozo de algunas
de estas ideas.
(14) Ya hemos hecho una referencia a este
dogma en el apartado dedicado a Consideraciones sobre Francia.
(15) De este modo, De Maistre reconoce
su filiación intelectual con Saint-Martín y , a la vez, establece
una distancia. En efecto, siguiendo a Berlín, su simpatía hacia
los masones moderados dejó una huella en su pensamiento en lo que
respecta a la exigencia de una vida virtuosa y en la oposición al
materialismo y a las verdades de las ciencias naturales. En especial, influyeron
en él las obras de Louis-Claude de Saint-Martín y de su predecesor
Martinès de Pasqually.
VII- Bibliografía.