NÓMADAS - REVISTA CRÍTICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURÍDICAS
12-2005/2 | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730
Joseph de Maistre entre la Revolución y la Guerra
Maria Soledad Catoggio
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RESUMEN.- Este trabajo se propone reseñar, a la vez que analizar, los fundamentos de la obra de Joseph De Maistre. Las diversas filiaciones que han sido adjudicadas a su pensamiento que van desde el liberalismo en los análisis de Émile Cioran hasta el fascismo moderno en la perspectiva de Isaiah Berlín, más que justificar la actualidad de su obra, alimentan nuestra intriga frente a ella: ¿cuáles son los conceptos fundamentales del pensamiento de De Maistre? ¿es posible descubrir núcleos en su organización interna? ¿quiénes son sus interlocutores? ¿a qué tradiciones de pensamiento ha contribuido?. Estos son los interrogantes que recorren este proyecto.

 
I. Introducción |
II. Consideraciones sobre Francia | III. Estudio sobre soberanía | IV. Las veladas de San Petesburgo | V. Conclusiones |


I-Introducción

 

            Para Hannah Arendt, “la guerra y la revolución constituyen aún los dos temas políticos de nuestro tiempo” (Arendt,1988: 11) y éstos son, sin duda, los dos grandes temas que articulan el pensamiento de Joseph de Maistre. Ésta es, entonces, una razón más, entre las que ya han sido expuestas por otros autores, para ubicar su obra  entre el pasado y el presente.

En efecto, según Arendt, si se consideran históricamente los rasgos distintivos del conservadurismo como de los movimientos reaccionarios a los que se haya filiado De Maistre, éstos resultan indisociables de la existencia misma de la Revolución Francesa. Es así que su primer libro publicado, Consideraciones sobre Francia (1797 (1)), es una respuesta al panfleto De la force du gouvernement actuel et de la necessité de s’ y rallier, publicado por Benjamín Constant en mayo de 1796, en el cual Constant hace una toma de partido por el Directorio Francés que contraría la posición de los emigrados radicales.

Es, entonces, “el conservadurismo, y no el pensamiento liberal o el revolucionario el que es polémico en su origen” (Arendt, 1988: 18) porque no se constituye, como sería esperable, en torno a la referencia al Ancien Régime, sino más bien partir de la centralidad de la Revolución Francesa en sus escritos. A su vez, según Arendt, es la revolución el acontecimiento político que nos pone inevitablemente ante el problema del origen y, como para De Maistre, “la sociedad y la soberanía nacieron conjuntamente y es inevitable separar estas dos ideas” (De Maistre, 1979: 19), el problema del origen a partir de la revolución exige, para el autor, un Estudio sobre la soberanía (1870(2)). Su Ensayo sobre el principio generador de las constituciones políticas y de las instituciones humanas (1809) es más bien una continuación de los temas que trabaja en sus obras anteriores.

Ahora bien, no es posible concebir ni la revolución ni la guerra fuera del marco de la violencia. Siguiendo a Arendt, ésta es el común denominador entre ambas. Así, el complemento de la teoría trascendente de la revolución es, en De Maistre, una teoría de la guerra. Esta formulación es parte de lo que es considerada su obra mayor, Las veladas de San Petersburgo (1821), más tarde publicada en forma separada en una edición titulada Sobre la Guerra (1938). Sin embargo, la importancia de la obra completa es la de proporcionar el fundamento filosófico de su teoría política. Finalmente, la consumación de su teoría política es su interpretación teocrática formulada en su obra Del Papa (1819), en la cual el dogma de la infalibilidad deriva en la pretensión de un poder terrenal y supranacional del Pontífice (Cfr. Aboy Carlés, 2004: 20).

II-Consideraciones sobre Francia (3)
     

            Desde la perspectiva de Arendt, a partir de las dos grandes revoluciones del siglo XVIII, la Revolución Americana y la Revolución Francesa, se impone un nuevo sentido al concepto de revolución ya no entendido como restauración, sino más bien asociado a la idea del comienzo súbito de un nuevo curso de la historia, donde la idea de libertad coincide con la de un nuevo origen. No es sorprendente, entonces, que la primer frase dedicada al primer capítulo, llamado “Sobre las revoluciones”, trate sobre el problema de la libertad. Para De Maistre, “estamos atados al trono del Ser supremo con una cadena flexible que nos retiene sin esclavizarnos. Lo más admirable del orden universal de las cosas es la acción de los seres libres bajo la mano divina. Libremente esclavos, actúan al mismo tiempo voluntaria y necesariamente: hacen realmente lo que quieren más sin poder alterar los planes generales.” (De Maistre, 1978: 9). Aquí encontramos un argumento que combina la voluntad de los agentes con cierta necesidad como Providencia. Sin embargo, esta necesariedad en ciertas circunstancias históricas deviene un proceso irresistible ajeno a la voluntad de los hombres. Es por eso que “en épocas de revolución, la cadena que ata al hombre se acorta bruscamente (...) entonces, arrastrado por una fuerza ignota, se irrita con ella” (De Maistre, 1978: 10). Así, “Lo que más impresiona en la Revolución Francesa es esa fuerza arrolladora que doblega todos los obstáculos. Su torbellino arrastra como briznas de paja cuanto la fuerza humana ha sabido ponerle (...) la Revolución francesa conduce a los hombres más de lo que es conducida por ellos” (De Maistre, 1978: 11-12). De este modo, De Maistre, se aproxima al concepto de “necesidad histórica” que para Arendt, cobrará fuerza paradójicamente a partir de la experiencia revolucionaria: “En suma, cuanto más se observa a los personajes aparentemente más activos de la Revolución, más halla uno en ellos algo de pasivo y mecánico” (De Maistre, 1978: 15). Sin embargo, se distancia de esta idea al reinterpretar la fuerza histórica como un milagro: “la Revolución Francesa (...) es tan prodigiosa  en su orden como la fructificación instantánea de un árbol en el mes de enero” (De Maistre, 1978: 10), así, “nunca es más visible el orden, nunca la Providencia es más palpable que cuando la acción superior sustituye a la del hombre y obra por sí sola: es lo que vemos actualmente” (De Maistre, 1978: 11). Su concepción de la revolución, entonces, queda atrapada entre la necesidad y la excepción.

            Pero, además de esta concepción mecánica de la Revolución como “fuerza irresistible”, para De Maistre, ésta tiene una función positiva de castigo y regeneración. Para el autor, Francia cometió uno de los mayores crímenes que se pueden cometer, esto es, un crimen contra la soberanía. De Maistre califica de este tipo al  regicidio de Luis XVI. Es por eso que “cada gota de sangre de Luis XVI le costará  a Francia torrentes de sangre; cuatro millones de franceses, tal vez, pagarán con sus cabezas el gran crimen nacional de una insurrección antirreligiosa y antisocial, coronada por un regicidio” (De Maistre, 1978: 21). No obstante, esta “horrible efusión de sangre” no es sólo un castigo sino también un medio. En efecto, para De Maistre, “una vez afianzado el movimiento revolucionario, Francia y la monarquía sólo podían ser salvadas por el jacobinismo” (De Maistre, 1978: 25). Esto es así porque a coalición de Austria y Prusia aliada a los emigrados franceses constituía, para el autor, una amenaza contra la integridad territorial de Francia. La “tiranía” de Robespierre tuvo, entonces, el doble efecto de decretar la indivisibilidad de la república y llevar adelante la regeneración del clero francés. En ambos casos “los crímenes de los tiranos de Francia se convertían en instrumentos de la Providencia” (De Maistre, 1978: 29).

            La idea de que el castigo puede, además, ser un medio para la regeneración lo introduce en la reflexión “Sobre la destrucción violenta de la especie humana”. La reflexión acerca de la violencia tiene aquí la forma de la guerra. Ésta no se sitúa en un estado prepolítico como podría ser un estado de naturaleza, sino más bien en un estado social, pues no sólo se ha practicado en todos los tiempos sino que “los verdaderos frutos de la naturaleza humana, las artes, las ciencias, las grandes empresas, las altas concepciones, las virtudes viriles, son propias en primer lugar del estado de guerra” (De Maistre, 1978:  41).

Pero aquí no hay una idea puramente destructiva de la guerra, sino que también convive con ella la concepción de la violencia como purificación. En este sentido, De Maistre menciona, aunque no lo desarrolla en esta obra, el dogma de la reversibilidad de los dolores de la inocencia en beneficio de los culpables, que es para él la base del cristianismo. La idea que aquí subyace es que la sangre del justo redime al mundo, degenerado por el pecado original (4). 

Hasta aquí, De Maistre considera haber tratado los aspectos morales de la Revolución Francesa, esto es en resumidas cuentas, el problema de la libertad/necesidad providencial, el del castigo/regeneración y el de la violencia como guerra. Recién en este punto, se considera en condiciones de introducirse en los aspectos políticos de la Revolución. De este modo, la guerra no constituye el fin de lo político sino que se convierte más bien, como diría Schmitt, en su horizonte (5).

Entre los aspectos políticos de la Revolución, De Maistre analiza en primer lugar la forma de gobierno republicana. Para esto recurre a la historia que es para él la política experimental (6). De allí concluye que como no hubo en cuatro mil años una gran república, “la gran república es imposible” (p.49). Aquí la historia funciona como un sedimento de la tradición que sólo es equiparable a una segunda naturaleza: “la naturaleza y la historia se unen para demostrar que una gran república indivisible es una cosa imposible” (De Maistre, 1978: 47). Una vez descartada la posibilidad de un nuevo acontecimiento, De Maistre, pone en cuestión la pretendida originalidad del sistema representativo y del papel del pueblo por los teóricos de la Revolución. Para el autor, de lo que se trata en ambos casos es de saber si el pueblo puede ser soberano: “empecemos por excluir el ejercicio de la soberanía; insistamos en este punto fundamental, que el soberano estará siempre en París, y que todo ese estrépito sobre la representación no significa nada; que el pueblo sigue siendo perfectamente ajeno al gobierno; que está más sometido que en la monarquía, y que los términos gran república se excluyen mutuamente igual que los de círculo cuadrado” (De Maistre, 1978: 54). Entonces, para De Maistre, si hay algo que convierte a la Revolución Francesa en un acontecimiento único, esto es que es radicalmente mala: “cuando uno oye a esos pretendidos republicanos hablar de libertad y de virtud, cree ver a una cortesana ajada, dándose aires de virgen con pudores de carmín” (De Maistre, 1978: 55). Por último pero por sobretodo, esta imposibilidad de ser una gran república está fundada en el carácter antirreligioso de la Revolución Francesa, puesto que, según De Maistre, “todas las instituciones imaginables reposan sobre una idea religiosa o son pasajeras. Son fuertes y durables en la medida en que son divinizadas” (De Maistre, 1978: 59).

Siguiendo a Aboy Carlés, el papel que ocupa la religión en el pensamiento demaistriano podría llevarnos a la habitual caricatura ultramontana que equívocamente ha reducido su obra. En consecuencia, haríamos un análisis superficial si pretendiéramos asignar un uso instrumental de la religión como principio de legitimación del poder a la obra demaistriana.

En efecto, para el autor, “que se ría de las ideas religiosas o que se las venere, no interesa: no por eso dejan de constituir, verdaderas o falsas, el fundamento único de todas las instituciones verdaderas” (De Maistre, 1978: 60). Entonces, la religión no es un medio sino que tiene una función especifica, tal como afirma Aboy Carlés, “ocupa en el pensamiento del saboyano el lugar del lazo social que contiene las tendencias centrífugas de la turbulenta sociedad de fines del siglo XVIII” (Aboy Carlés, 2004: 24). Estas tendencias centrífugas son identificadas aquí por De Maistre como el filosofismo  (7). Así,  afirma que “la generación  presente es testigo de los espectáculos más grandiosos que hayan ocupado alguna vez los ojos humanos: la lucha sin cuartel entre filosofismo y cristianismo” (De Maistre, 1978:  64). De este modo, según De Maistre, mientras que todas las instituciones europeas, cristianizadas, se sostienen por la religión que las anima; el filosofismo, en cambio, no sólo no puede suplir esas bases que tilda de supersticiosas, sino que es por el contrario una fuerza esencialmente desorganizadora. De Maistre se opone fuertemente a la idea de “artificio”, para él, el hombre “puede modificar todo dentro de su esfera de actividad, pero no crea nada: tal es su ley en el orden físico como en el moral (8)” (De Maistre, 1978: 69). Estas leyes, entonces, rigen un orden “natural” donde se combina el principio generador de la religión y la historia como sedimento de la tradición. En cambio, para De Maistre, el método de las ciencias naturales mata la comprensión auténtica: clasificar, abstraer y generalizar describir la superficie y dejar intactas las profundidades. En suma, “descomponer el conjunto vivo mediante un análisis artificial e interpretar erróneamente los procesos de la historia y el alma humana” (Berlín, 2002: 200).

Así,  ninguna gran institución resulta de la deliberación, y (...) las obras humanas son frágiles en proporción al número de hombres que intervienen en ellas, y al aparato de ciencia y de razonamiento que se emplea a priori en las mismas” (De Maistre, 1978: 81). En consecuencia, el error que ha servido de base a la constitución francesa de 1795 es que está hecha para el hombre, esto es, una pura abstracción “una obra de escuela fabricada para ejercitar la mente según una hipótesis ideal, y que debe ser remitida al hombre en los espacios imaginarios donde éste vive” (De Maistre, 1978: 75). En efecto, para De Maistre, en la formación de las constituciones (9), Dios, que no consideró oportuno emplear medios sobrenaturales, dispuso al menos circunscribir la acción humana, hasta el punto de que las circunstancias lo hacen todo, y los hombres son meras circunstancias. Entonces, ¿qué es una constitución? Es la solución del siguiente problema: “Dadas la población, las costumbres, la religión, la situación geográfica, las relaciones políticas, las riquezas, las buenas y malas cualidades de determinada nación, hallar las leyes que le convienen” (De Maistre, 1978: 75). Es así  que De Maistre opone, a la idea moderna de individuo, la idea de nación. En efecto, “son las costumbres, las creencias, los valores de cada sociedad, los que en De Maistre explican y fundamentan un orden político” (Aboy Carlés, 2004: 25) En este mismo sentido, “ninguna nación puede darse la libertad si no la tiene (...) la influencia humana no se extiende más allá de derechos existentes, pero negados o discutidos. Si algunos imprudentes sobrepasan esos límites con reformas temerarias, la nación pierde lo que poseía sin conseguir lo que quiere. De allí viene la necesidad de no innovar sino muy raramente, y siempre con mesura y temblor” (De Maistre, 1978: 71). Tal como propone Zeitlin, De Maistre sostenía que el hombre es y ha sido siempre un ser social y que el desarrollo histórico de la sociedad está orientado por la Providencia omnisciente. Entonces, el hombre que no es omnisciente no debe entrometerse en la sociedad e intentar reformarla, porque el remedio será siempre peor que el presunto mal. Es de este modo como el autor interpreta el legado del “demonio revolucionario”: “la constitución no es más que una tela de arañas, y el poder se permite horribles ultrajes. El matrimonio se reduce a una prostitución legal; han desaparecido la autoridad paterna, el horror al crimen, el refugio para la indigencia. El horroroso suicidio le anuncia al gobierno la desesperación de los desgraciados que lo acusan. El pueblo se desmoraliza en la forma más pavorosa; y la abolición del culto unida a la ausencia total de educación pública, prepara para Francia una generación cuya sola idea hace estremecerse” (De Maistre, 1978: 122). Para Zeitlin, el desorden, la anarquía y los cambios radicales que los conservadores, entre los que incluye a De Maistre, observaron después de la Revolución, fueron decisivos para la centralidad que adquirieron los conceptos de orden y de estabilidad en su pensamiento. Así, desde la perspectiva demaistriana, cuando el hombre trabaja para restablecer el orden, “es favorecido por la naturaleza, es decir, por el conjunto de causas segundas, que son los ministros de la Divinidad. Su acción tiene algo de divino” (De Maistre, 1978: 18).

Ahora bien, ¿qué es, entonces, la contrarrevolución sino una nueva reforma del orden político?. Ésta es la convicción generalizada contra la cual trata de argumentar De Maistre. Es para contrarrestar esta idea que hace la famosa afirmación de que “La contrarrevolución no será en absoluto una revolución contraria sino lo contrario de la revolución” (De Maistre, 1978: 147). Aquí coincidimos con Aboy Carlés en que Arendt se apresura en calificar de ingenua esta afirmación. En efecto, para Aboy Carlés, a la primera lectura en clave teológica que establece como principio de inteligibilidad del proceso histórico la secuencia crimen (pecado) - castigo (expiación) -regeneración (redención), a la que hemos referido más arriba, subyace “una idea de compromiso entre pasado y presente. No hay en De Maistre esperanza alguna de una simple vuelta atrás, de una restauración sin más del orden previo a la Revolución” (Aboy Carlés, 2004: 15). Esto es lo que distingue su pensamiento entre los llamados reaccionarios, es lo que lo distancia de su contemporáneo, Louis de Bonald, y la causa de sus  enemistades entre los círculos de emigrados. Dicha afirmación, entonces, no es un mero juego de palabras sino el convencimiento de que en la restauración no había lugar para la venganza: “la anarquía hace necesaria la venganza; el orden la excluye” (De Maistre, 1978: 143). En este sentido, “el retorno del orden no puede ser doloroso, porque será natural, y porque será favorecido por una fuera secreta, cuya acción es en todo creadora. Se verá exactamente lo contrario de cuanto se ha visto. En lugar de esas conmociones violentas, (...) cierta estabilidad, un reposo indefinible, un bienestar universal anunciarán la presencia de la soberanía” (De Maistre, 1978: 147). En consecuencia, si la reforma queda asociada a la revolución y la tiñe de su  connotación negativa, la restauración puede ser llevada acabo sin una revolución.

Pero, esta presencia de la soberanía, para De Maistre, sólo puede concebirse bajo la forma de la monarquía hereditaria. En efecto, “sólo el rey, y el rey legítimo, alzando desde lo alto de su trono el cetro de Carlomagno, puede extinguir o desarmar todos los odios, frustrar todos los proyectos siniestros, poner un orden entre los hombres, tranquilizar los ánimos excitados, y crear súbitamente en torno al poder ese cercado mágico que es su verdadero guardián” (De Maistre, 1978: 130).

Siguiendo a Berlín, De Maistre opone  al carácter autodestructor de las instituciones racionales aquello que está impermeabilizado contra la crítica racional por ser intrínsecamente misterioso e inexplicable. Este es el caso privilegiado de la monarquía hereditaria en desmedro de la pretendida racionalidad que despierta la monarquía electiva. En este tipo de argumentación, que es recurrente en su obra, se fundamenta la caracterización del pensamiento demaistriano como “irracionalista”.  Pero esto no lo vuelve inaprensible sino que, por el contrario, según Schmitt, “la imagen metafísica que de su mundo se forja una época determinada tiene la misma estructura que la forma de la organización política tiene por evidente. La comprobación de esa identidad constituye la sociología del concepto de la soberanía” (Schmitt,1985: 113).

III. Estudio sobre Soberanía

            La escritura de esta obra es del mismo período que las Consideraciones sobre Francia, de modo que algunos tópicos son recurrentes. Sin embargo, la centralidad que tiene aquí el problema de la soberanía, a propósito del cual De Maistre realiza un estudio crítico del Contrato Social de Rousseau, le otorga una originalidad que justifica el análisis.

             “De Maistre siente especial afición a la soberanía que en él significa decisión. (...) La infalibilidad constituye a sus ojos la esencia de la decisión inapelable; infalibilidad del orden espiritual y soberanía del orden político son esencialmente la misma cosa” (Schmitt, 1985: 129). En efecto, De Maistre sacraliza el origen político que, a su vez, se confunde con el origen de la sociedad: “la soberanía proviene de Dios, ya que él es el autor de todo, salvo del mal, y es en particular el autor de la sociedad que no puede subsistir sin soberanía” (De Maistre, 1979: 10). Para el autor no puede existir una asociación humana sin algún tipo de dominación, de modo que para el hombre nunca habría habido un tiempo anterior al de la sociedad política, porque antes de esto “el hombre no era del todo hombre” (De Maistre, 1979: 14). Aquí hay una clara alusión, aunque hecha de modo indirecta, al estado de naturaleza rousseauniano. Para  Zeitlin, De Maistre atribuye erróneamente a Rousseau la antítesis entre el hombre natural y el hombre social, al ignorar que Rousseau opuso al “hombre natural” sólo ciertas formas definidas del estado social. Sin embargo, más allá de esta digresión, lo interesante es que no hay en el pensamiento demaistriano un origen social, y si hay que buscar un origen, éste es exterior a la naturaleza, que es siempre social: “el estado de naturaleza para el hombre es, pues, ser lo que es hoy y lo que ha sido siempre, es decir, sociable” (De Maistre, 1979: 17-18).

Sin embargo, De Maistre no se conforma con afirmar dogmáticamente el origen divino de la sociedad y de la soberanía, sino que recurre a la objetividad de las creencias colectivas: “cuanto más nos remontamos en la antigüedad, más religiosa hallamos a la legislación. Todo lo que las naciones nos cuentan sobre sus orígenes prueba que concuerdan en considerar a la soberanía como de esencia divina. Jamás nos hablan de contrato primordial (...) Es una verdadera locura imaginarse que semejante prejuicio universal sea obra de los soberanos. El interés particular puede abusar de la creencia general, pero no puede crearla. (...) En general toda idea universal es natural” (De Maistre, 1979: 26). En consecuencia, para De Maistre, pensar que la sociedad se crea por un contrato es una quimera. Por el contrario, del mismo modo que la soberanía en general, cada forma de soberanía, es decir, las soberanías particulares son el resultado inmediato de la voluntad del Creador. Las soberanías particulares son modificaciones de la soberanía según los distintos caracteres (10) de las naciones. En efecto, para De Maistre, la naciones tienen un alma colectiva que les confiere una verdadera unidad moral. Esta unidad se anuncia sobretodo en la lengua (11). Así, De Maistre, opone la idea de nación a la de individuo como la de razón nacional a la de razón individual: “la razón humana, reducida a sus solas fuerzas, es absolutamente impotente, no sólo para crear, sino incluso para conservar cualquier asociación religiosa o política, porque no suscita más que disputas (...) Es preciso que haya una religión de Estado, tanto como una política de Estado; o –más bien- es necesario que los dogmas políticos y religiosos, mezclados y confundidos, conformen una razón universal o nacional suficientemente fuerte como para reprimir las aberraciones de la razón individual” (De Maistre, 1979: 59). Esto es lo que denomina el patriotismo. Aquí, el patriotismo adquiere el mismo estatuto que la religión. En efecto, “si indagamos, cuáles son las grandes y sólidas bases de todas las instituciones posibles (...) siempre encontraremos a la religión y al patriotismo. Y si reflexionamos sobre ello más atentamente todavía, hallaremos que ambas cosas se confunden” (De Maistre, 1979: 83).

            Sin embargo, si De Maistre hace concesiones, sacralizando lo que bien podría ser un culto secular a la nación, en cambio, se mantiene fiel a su formación católica y considera que la educación es un bastión a defender. Frente a la pretensión de la Convención Nacional de establecer un sistema nacional de educación, De Maistre reivindica la obra jesuítica, a la que debe su formación: “si de la educación se trata, se puede desafiar osadamente a los legisladores todopoderosos de Francia, no ya a que funden un gobierno duradero, sino, solamente una escuela primaria que cuente con la aprobación de la razón universal, es decir con el principio de la duración” (De Maistre, 1979: 75).

            En efecto, para De Maistre, la secta filosófica que brega por la razón individual, no hizo sino minar las bases del orden moral y político. Así se refiere a dos de sus máximos exponentes: “los escritos corrosivos de Voltaire han roído durante sesenta años los muy cristianos cimientos de ese soberbio edificio cuya caída hizo estremecer a Europa, y la elocuencia seductora de  Rousseau arrastró a la multitud, sobre quien la imaginación tiene más imperio que la razón. Propagó por doquier el desprecio a la autoridad y el espíritu de insurrección” (p.83) . De este modo, “el uno minó la política al corromper la moral, y el otro minó la moral al corromper la política” (De Maistre, 1979: 83).

            Si más arriba decíamos que el concepto de soberanía, en De Maistre, es esencialmente decisión, esto es porque para él autoridad es buena por el sólo hecho de existir. En este sentido, sostiene que todo soberano es despótico y que no hay más que dos actitudes posibles a su respecto: la obediencia o la insurrección. Según, Schmitt, esto es por la sencilla razón de que “en la mera existencia de la autoridad va implícita una decisión y la decisión tiene valor en sí misma, dado que en las cosas de mayor cuantía importa más decidir que el modo en que se decide (...) En la práctica lo mismo da no estar sujeto a error que no poder ser acusado de error; lo esencial es que ninguna instancia superior pueda revisar la decisión” (Schmitt, 1985: 130). De esto se sigue que para De Maistre todo gobierno es absoluto e inviolable. Ahora, ¿qué importancia tiene entonces la forma de gobierno?.

            Esta naturaleza absoluta e inviolable hace a la soberanía en general, pero como monarquía es tan natural y tan antigua, los hombres la identifican con la soberanía. Este es, entonces, el gobierno más natural al hombre. Sin embargo, no todos los pueblos tienen el mismo gobierno porque la libertad no está al alcance de todos los pueblos. Así, todos los pueblos tienen el gobierno que les conviene y ninguno ha elegido el suyo. Entonces, “cuando más de acuerdo esté una nación sobre una nueva constitución, cuantas más voluntades concurran a sancionar el cambio, cuantos más obreros unidos en el sentimiento, haya para construir un nuevo edificio y sobre todo cuantas más leyes escritas calculadas a priori haya, más completamente quedará probado que lo que la multitud quiere no sucederá” (De Maistre, 1979: 104).

            Lo que hace deseable el gobierno monárquico es que la monarquía es una aristocracia centralizada (12). Aquí el rey es el centro de la aristocracia. Esta suerte de aristocracia piramidal garantiza la mayor igualdad y libertad para los hombres: “el hombre de pueblo, que se siente demasiado pequeño cuando se compara con un gran señor, se compara a la vez con el soberano, y ese título de súbdito, que los somete a uno y a otro al mismo poder y a la misma justicia, constituye una suerte de igualdad que calma los inevitables sufrimientos del amor propio” (De Maistre, 1979: 108-109). En cuanto a la libertad, para De Maistre, hablando con propiedad, todos los gobiernos son monarquías que no se diferencian sino en que el monarca sea vitalicio o temporal, hereditario o electivo, individuo o cuerpo. Pero, de todos los monarcas, el más despótico, el más intolerable, es el monarca pueblo. Así, en toda república de cierta extensión lo que se llama libertad es el sacrificio de un gran número de hombres en beneficio del orgullo y la independencia de unos pocos. De este modo, el autor pone en cuestión la naturaleza sustantiva de los principios modernos de igualdad y libertad.

            Por otra parte, según De Maistre, en el gobierno de varios la unidad de la soberanía es sólo una entidad metafísica, mientras que en la monarquía la unidad de la soberanía se confunde con el cuerpo del soberano y produce otra impresión sobre el espíritu: tiene más intensidad y fuerza moral. No obstante, la monarquía prescinde de la habilidad del monarca y ésta es tal vez su mayor ventaja. La monarquía es una máquina cuyo mayor mérito es que cualquier hombre mediocre puede ponerla en funcionamiento. Esta metáfora maquinal, lejos de tratarse de una idea de artificio que viene a contradecir el concepto de monarquía como el gobierno más natural, confirma el carácter instrumental del hombre, como individuo, en el plan divino.

            Sin embargo, la monarquía no se ha mantenido idéntica así misma. Si hay algo que diferencia las monarquías antiguas (griegas) de las monarquías de carácter europeo es la participación en la cosa pública. Al hacer esta distinción, De Maistre extiende el sentido de “libertad” manteniéndose dentro de los límites de la monarquía. En efecto, para Arendt, muchas veces se confunde la liberación con la libertad. Mientras que la liberación es el deseo de ser libre de la opresión, garantía que dan los derechos civiles, que puede muy bien realizarse bajo un gobierno monárquico, la libertad consiste en la participación en los asuntos públicos. Este es, para Arendt, el objeto de las revoluciones. Para De Maistre, en cambio, la libertad propiamente dicha es anterior a la revolución. Así, por ejemplo, “la libertad inglesa debe buscarse mucho antes de la revolución de 1688” (De Maistre, 1979:  41).

            Ahora bien, si bien la monarquía es la forma de gobierno que garantiza la mayor libertad para los hombres, ésta no debe confundirse con una asociación libre: “en todos los países del mundo existen asociaciones voluntarias de hombres que se han reunido con ciertos fines de interés o de beneficencia. Esos hombres se han sometido voluntariamente a determinadas reglas, las que observan en tanto les parece bien, se han sometido incluso a ciertas penas, que sufren cuando han contravenido los estatutos de la asociación. Pero tales estatutos no tienen otra sanción más que la voluntad misma de aquellos que los han establecido, y, desde que hay disidentes, no existe en absoluto entre ellos fuerza coercitiva para obligarlos” (De Maistre, 1979: 135). Esto es, entonces, lo que, para De Maistre, distingue a la monarquía de las repúblicas: que ningún pueblo, ni individuo puede tener un poder coercitivo sobre sí mismo. As, el poder represivo que actúa sobre el súbdito se encuentra fuera de él: en el soberano propiamente dicho. Ahora bien, siguiendo a Aboy Carlés, al poner a la persona del soberano como antecesor al pueblo, se corre el riesgo de dejar un hombre-rey por fuera de la sociedad y caer en contradicción con la idea de que no hay hombre por fuera de la sociedad. Por esta razón se hace necesario extender la sacralización de los orígenes de la soberanía a la persona del  monarca: “el autor de todas las cosas no tiene más que dos maneras de dar gobierno a un pueblo: casi siempre se reserva mas inmediatamente su formación haciéndolo (...) por el concurso de una infinidad de causas que llamamos fortuitas; pero cuando quiere establecer de una sola vez los fundamentos de un edificio político (...) confía sus poderes a hombres extraordinarios” (De Maistre, 1979: 36). Es importante resaltar que este carácter extraordinario proviene de la misión otorgada a dichos hombres, más allá de sus habilidades particulares: “para hacerlos dignos de estas obras particulares, Dios los inviste de un extraordinario poder, a menudo desconocido por sus contemporáneos y acaso por ellos mismos” (De Maistre, 1979: 37).

            De un modo privilegiado en esta obra, encontramos que, tal como propone Zeitlin, por ironía de las cosas, a pesar de la fuerte impronta teológica de las formulaciones demaistrianas, se condensa aquí una fuente histórica que reúne los principales conceptos e ideas sociologías (13) que más tarde desarrollará Emile Durkheim, tales como: la naturaleza social, la existencia de un alma colectiva, la objetividad de las creencias colectivas, la existencia de una coerción que es exterior a los individuos, la centralidad de las instituciones. 
 

IV – Las veladas de San Petersburgo

            Esta obra tiene la forma de un diálogo que finge ser una conversación entre un senador ruso, un caballero francés y un conde que evoca la figura de De Maistre. Esta ficción en la que los personajes entablan discusiones filosóficas permite a De Maistre alejarse de la formulación dogmática de su teoría política y proporcionar las bases filosóficas de su obra. En este intento, vuelve muchas veces a caer en la formulación dogmática a partir de la justificación de la existencia necesaria de las ideas innatas. Así, De Maistre “es un pensador dogmático cuyas premisas y principios últimos nadie puede hacer temblar, y cuyo ingenio y cuya capacidad intelectual considerables se consagran a la tarea de conseguir que los hechos encajen en sus ideas preconcebidas” (Berlín, 2002: 257).

            El tema que estructura las veladas es el dogma de la reversibilidad de los dolores del inocente en beneficio de los culpables (14). De Maistre se propone recorrer el “el misterio de la metafísica divina”, esto es, los caminos de la Providencia en el mundo moral. Pero este dogma es, en realidad, el punto de llegada de largas discusiones acerca de el origen del mal, la justicia de las penas o castigos temporales, la prosperidad del crimen y las desgracias de la virtud, que concluyen en la proposición de que “es falso que la virtud padezca en este mundo, la naturaleza humana padece y siempre por culpa suya” (De Maistre, 1943: 190). Esta antropología negativa encuentra su fundamento en la teoría del pecado original: “a Maistre, al menos en las obras de madurez, le consume la idea del pecado original, la maldad y la indignidad de la estupidez autodestructiva de los hombres cuando se les deja libres a sí mismos. Insiste una y otra vez en el hecho de que sólo el sufrimiento puede impedir a los seres humanos caer en el abismo sin fondo de la anarquía y la destrucción de todos los valores” (Berlín, 2002: 201). En efecto, esta antropología negativa no sólo tiene el propósito teológico de justificar la omnipotencia y la bondad de Dios, sino que al mismo tiempo justifica la existencia del orden político: “puesto que la esfera de lo político está determinada, en última instancia, por la posibilidad real de un enemigo, las concepciones y las teorías políticas no pueden fácilmente tener como punto de partida un ‘optimismo’ antropológico. De otro modo eliminarían, junto con la posibilidad del enemigo, también toda consecuencia específicamente política. La conexión de las teorías políticas con los dogmas teológicos del pecado, que se presenta particularmente clara en Bossuet, Maistre, Bonald, Donoso Cortés y F. J. Stahl (...) se explica teniendo en cuenta la afinidad de estos necesarios presupuestos del pensamiento. El dogma teológico fundamental de la pecaminosidad del mundo (...) conduce  (...) exactamente como la distinción entre amigo y enemigo, a una división de los hombres, a una “separación”, y hace imposible el optimismo indiferenciado propio del concepto universal de hombre” (Schmitt, 1984: 60-61).

De este modo, De Maistre, fundamenta, por una lado, la necesidad de la jerarquía puesto que “en un mundo bueno entre hombres buenos domina naturalmente sólo la paz, la seguridad y la armonía de todos con todos; los sacerdotes y los teólogos son aquí tan superfluos como los políticos y los hombres de estado” (Schmitt, 1984: 61); y, por el otro, la dimensión coercitiva tanto en el plano providencial como en el temporal: “las calamidades que nos afligen, y que tan justamente  se las llama rayos del cielo, presentan a nuestra vista las leyes de la naturaleza  a semejanza de los suplicios, que son las leyes de la sociedad” (De Maistre, 1943: 190). En efecto, para De Maistre, Dios ha querido gobernar a los hombres por medio de los hombres; es por eso que ha concedido a los soberanos la prerrogativa del castigo de los crímenes. Para el autor, ésta prerrogativa es en virtud de que son principalmente sus representantes. De esta prerrogativa resulta la necesaria existencia de un hombre destinado a imponer a los hombres los castigos decretados por la justicia humana:  el verdugo. Así, “toda grandeza, todo poder toda subordinación descansa en el ejecutor: es el horror y el nudo de la asociación humana. Quitad del mundo ese agente incomprensible, y en el instante mismo el orden deja su lugar al caos, los tronos se hunden, y la sociedad desaparece” (De Maistre, 1943: 24). Sin duda, De Maistre, supo captar muy bien la centralidad del castigo supliciante en la economía de poder que más tarde Foucault denominará “sociedad de soberanía”. Esquematizando la formulación foucaultiana, en el derecho monárquico, el castigo supliciante es un ceremonial de soberanía que utiliza marcas rituales de venganza que aplica sobre el cuerpo del condenado. Aquí, el suplicio es un dispositivo de docilidad en la medida en que despliega un efecto de terror ante el pueblo, que es tanto más intenso cuanto más discontinuo e irregular (Cfr. Foucault, 2002).

Sin embargo, ese derecho de matar sin cometer un crimen no está sólo confiado al verdugo, sino también al soldado. De estos dos “matadores de profesión”, uno es infame y el otro muy honrado. Ahora bien, ¿qué es lo que distingue al soldado?. Para responder este interrogante primero es necesario mencionar que para De Maistre la guerra no es “más que un capítulo de la ley general que gravita sobre el universo. En el vasto dominio de la naturaleza viviente reina una violencia manifiesta, una especie de rabia prescrita, que arma todos los seres in mutua funera; desde que salís del reino insensible, os encontráis con el decreto de la muerte violenta escrito sobre las fronteras mismas de la vida. (...) Una fuerza oculta y palpable a la vez se muestra continuamente ocupada en poner al descubierto el principio de la vida por medios violentos. (...) No pasa un instante en que un ser viviente no sea devorado por otro” (De Maistre, 1943: 166). Así, la guerra no es sino la continuación de la naturaleza por otros medios. Aquí, el hombre es el encargado de degollar al hombre. ¿Pero, se pregunta De Maistre, cómo podrá ejecutar semejante ley un ser compasivo como el hombre?. Esta es la tarea del soldado. La guerra, entonces, tiene una fuerza purificadora a la que no alcanza la justicia humana, reservada tan sólo para los culpables: “si la justicia humana hiriese a todos, no habría guerra” (De Maistre, 1943: 168). Es paradójico, quizás, que esta concepción irracionalista y purificadora de la violencia que sirve a De Maistre para justificar una teoría de la guerra es, a la vez, lo que lo aproxima a la teoría de la revolución de Sorel. En efecto, para Sorel, el mito de la huelga general es el conjunto indiviso de sentimientos e imágenes que cristaliza las luchas donde el proletariado aprehende el socialismo y es, a la vez, la representación que hace eficaz la intervención violenta del proletariado para destruir el orden burgués y la decadencia de sus instituciones en que se cristaliza sociedad burguesa (Cfr. Sorel, 1972).

Por otra parte, para Berlín, es esta obsesión por la violencia y por la sangre la que hace afín el pensamiento de De Maistre con el mundo paranoico del fascismo moderno. En este sentido, “sus obras son significativas no como un final sino como un principio. Importan porque fue el primer teórico de una tradición grande y potente que culminó con Charles Maurras, un precursor de los fascistas, y en los católicos antidreyfusards y partidarios del régimen de Vichy” (Berlín, 2002: 267).

Sin embargo, tal como propone Aboy Carlés, sería excesivo suponer una identidad acabada entre el pensamiento demaistriano y las formulaciones del fascismo moderno pues el mismo De Maistre formula su aversión a mezclar la política con las armas, su rechazo llevar a cabo una contrarrevolución en términos de venganza, su propuesta de amnistía para los revolucionarios (exceptuando a los involucrados directamente en el regicidio).

Entonces, ¿cómo definir el campo del enemigo en el pensamiento de De Maistre? Siguiendo a Berlín, si hay un enemigo claro en De Maistre éste es el filosofismo, que en numerosas oportunidades llama “la secta”. Aquí, incluye no sólo a los teóricos de la revolución, cuyos exponentes más citados son Rousseau y Voltaire y a los científicos naturales identificados sobre todo con Bacon, Locke y Hume; sino también a los protestantes y a los llamados “iluminados”, es decir, los francmasones franceses que atentan contra la soberanía del Papa. En todos los casos, su aversión a la autoridad mina los cimientos de la religión. Este es el principio que los homogeiniza y los incluye a todos dentro de la misma “secta”.

El caso de los teóricos de la revolución ya ha sido suficientemente expuesto más arriba. Con respecto a los científicos naturales, De Maistre, pone en evidencia su ferviente espiritualismo al rechazar fundamentalmente sus teorías materialistas de la causalidad y su consecuente negación de la existencia de las ideas innatas. Para De Maistre, la filosofía del siglo XVIII está enferma de Theophobia: “ciertos filósofos se han convenido en este siglo en hablar de las causas; pero ¿cuándo se querrá comprender que no puede haber causas en el orden material, y que todas ellas deben buscarse en otro orden?

(...)  La consecuencia legítima es la de que es necesario, subordinar todos nuestros conocimientos a la Religión; creo firmemente que se estudia orando, y, sobre todo, cuando nos ocupemos de filosofía racional no olvidemos jamás que toda proposición de metafísica que no se funde en un dogma cristiano no es ni puede ser más que una culpable falsedad” (De Maistre, 1943:  234-235).

Del mismo modo, “¿cuántos baldones no merece Locke y cómo pudiera disculpársele, después de haber alterado la moral, para destruir las ideas innatas sin saber qué atacaba? Él mismo en el fondo de su corazón sentía que se hacía culpable” (De Maistre, 1943: 142).

   Para De Maistre la religión es la madre de todas las ciencias por eso éstas tienen siempre un principio misterioso que no es lícito conocer ni explicar sin falsear la verdad: “cuando penetréis la verdad de ese dogma, perderéis el mérito de la fe, no solamente sin ningún provecho, sino hasta con gran peligro para vos, porque os expondríais a trastornaos la cabeza” (De Maistre, 1943: 235-236). Así, para el autor, la sumisión religiosa a la autoridad del dogma es la única actitud capaz de evitar la corrupción de la ciencia, que librada a sí misma no hace más que dividir.

En cuanto a su relación con los protestantes, De Maistre, al establecer la distinción entre el espíritu y la letra, los acusa de fundamentalistas en su esfuerzo por defender lo que para él es la única interpretación legítima de la palabra divina: “sólo nosotros creemos en la palabra, mientras que nuestros caros enemigos se obstinan en creer únicamente en la escritura:¡como si Dios hubiese podido o querido cambiar la naturaleza de las cosas cuyo autor es, e infundir a la escritura la vida y la eficacia que no tiene! (...) Que otros invoquen, pues tanto como gusten a LA PALABRA MUDA, nosotros nos reiremos tranquilamente de ese falso dios, aguardando siempre con afectuosa impaciencia el momento en que sus partidarios desengañados se arrojen a nuestros brazos, abiertos desde casi tres siglos” (De Maistre, 1979b: 233-234).

Otra vez, lo que aquí se pone en peligro es el carácter infalible y absoluto de la autoridad, en este caso capaz de definir cuál de todas las interpretaciones posibles es la legítima. Así, se pone en cuestión el carácter decisionista de la autoridad, cuya singularidad es la capacidad de decidir sobre el estado de excepción.

Por último, la secta de los iluminados si bien puede ser útil en los países separados de la Iglesia, porque conservan un espíritu religioso, es, en cambio, tan dañina para el protestantismo como para el catolicismo porque se propone destruir en sus cimientos a la autoridad que es la base de la religión. Sin embargo, “no se sigue de aquí que deje de haber, y realmente las hay, en sus obras cosas verdaderas, razonables e interesantes; pero se hallan desfiguradas por lo que les han añadido de falso y peligroso, sobre todo a causa de su aversión a toda autoridad y jerarquía sacerdotal. (...) El más instruido, el más inteligente y el más elegantes de los teósofos modernos, Saint-Martín (15), cuyas obras fueron del código de sectarios de quienes hablo, participó, no obstante, de esa misma inquina” (De Maistre, 1943:  260).

            Así, como propone Nisbet, el pensamiento de De Maistre expresa la fuerza anti-iluminista propia del conservadurismo de comienzos de siglo XIX, cuyo ethos central es esencialmente la tradición medieval: “en realidad no hay una sola palabra, una sola idea central de aquel renacimiento conservador que no procure refutar las ideas de los philosophes” (Nisbet,1969: 13).

V-Conclusiones

            Siguiendo a Nisbet, “La paradoja de la sociología (...) reside en que si por sus objetivos, y por los valores políticos y científicos que defendieron sus principales figuras, debe ubicársela dentro de la corriente central del modernismo, por sus conceptos esenciales y sus perspectivas implícitas, está en general, mucho más cerca del conservadurismo filosófico. La comunidad, la autoridad, la tradición, lo sacro: estos temas fueron, en esa época, principalmente preocupación de los conservadores” (Nisbet, 1969: 18). En este sentido, en el pensamiento de De Maistre encontramos una fuerte presencia de los que para Nisbet son las ideas-elementos del pensamiento sociológico contemporáneo. Éstas son la ideas que persistieron  a través de la época clásica de la sociología y llegan hasta el presente.

            En efecto, la mayoría de los análisis de la obra de De Maistre se concentran en presentar la actualidad de su pensamiento, ya sea filiándolo a la tradición sociológica, a las formulaciones del fascismo moderno o a la producción soreliana. De hecho, nosotros también hemos tratado de contribuir con este propósito al ubicar al pensamiento de De Maistre entre la revolución y la guerra. En este esfuerzo, a veces, se corre el riesgo de creer que hay signos que existen originariamente, como señales coherentes, sistemáticas y acabadas que nos permitirían encontrar el origen de una u otra tradición de pensamiento. Pensar, más bien, en el concepto de signo, de obra, como un “juego de fuerzas reactivas” que hace infinita la posibilidad de la interpretación, condenándonos a ser intérpretes en el mismo momento que interpretamos, nos corre de este difícil lugar de tener que justificar la actualidad de las lecturas que elegimos.

VI- Notas

(1)     Siguiendo a Aboy Carlés, esta obra fue escrita por De Maistre en Laussanne entre septiembre de 1796 y febrero de 1797 y publicadas en abril de ese mismo año. Sin embargo, De Maistre no sólo se esforzó, aunque sin resultados, por mantener oculta su autoría, sino que incluso las antedató con este mismo fin. La causa de dicha maniobra está fundada en la posible incidencia de sus consideraciones en las tareas diplomáticas  que desempeñaba en el reino de Cerdeña y Piemonte, especialmente a partir de las campañas napoleónicas y el armisticio de Cherasco. Esto explicaría las disímiles dataciones de la obra, por ejemplo, el ejemplar de la Editorial Dictio, que aquí manejamos, mantiene como fecha de primera publicación el año 1796.

(2)     Aquí también hay inconvenientes con la datación de la obra. Según la datación de la Editorial Dictio, la obra fue escrita entre 1794 y 1796, pero publicada post mortem, en 1870. Posiblemente, dado que pertenecen al mismo período, la aclaración hecha acerca de Consideraciones sobre Francia, sirva para explicar esta publicación tardía.

(3)     Algunos autores encuentran especialmente en esta obra la impronta de su antecesor irlandés, Edmund Burke, que en 1790 publicó su obra Reflexiones sobre la Revolución de Francia (Cfr. Aboy Carlés, 2004:14).

(4)     Retomaremos la concepción de la violencia en la obra demaistriana para ponerlos en relación a los aportes de Berlín cuando abordemos el análisis de Las Veladas de San Petersburgo.

(5)     Tal como propone Aboy Carlés, De Maistre, prefiere no mezclar las armas con la política: “es duro, sin duda, el combatir por le comité de salud pública; pero habría algo  que sería más fatal todavía, el volver nuestras armas contra él. En el instante en que el ejército se mezcle con la política, el Estado será disuelto; y los enemigos de Francia aprovechando este momento de disolución la penetrarán y dividirán” (Aboy Carlés, 2004: 27).

(6)     Este concepto es desarrollado en su Estudio sobre la soberanía: “la historia es la política experimental, es decir, la única buena; y así como en física cien volúmenes de teorías especulativas desaparecen ante un solo experimento, del mismo modo en la ciencia política ningún sistema puede ser admitido si no es el corolario más o menos probable de hechos bien establecidos” (De Maistre, 1978: 102).

(7)     Más adelante desarrollaremos la relación entre De Maistre y los diversos exponentes de esta tendencia agrupada por el autor bajo el nombre despectivo de filosofismo o secta.

(8)     La cursiva es nuestra.

(9)     En su obra Ensayo sobre el principio generador de las constituciones políticas y de las demás instituciones humanas (1809) trata nuevamente los argumentos que aquí presenta, pero de manera separada y en una constante comparación entre la constitución francesa (hecha a priori) y la constitución inglesa (fundada en la tradición).

(10) En efecto, en “Fragmentos sobre Francia”, tomados de sus Obras Completas, Lyon-París, Emmanuel Vitte, 1924, tomo I, publicados en Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1979, De Maistre analiza en particular el carácter de la nación francesa cuya supremacía sobre Europa proviene de su espíritu proselitista y de la superioridad de su lengua, razón por la cual su misión es el magisterio sobre el continente.

(11) En  su obra Las veladas de San Petersburgo, De Maistre desarrolla su teoría acerca del lenguaje. Aquí sólo mencionaremos brevemente su concepción de que el lenguaje, al igual que cualquier institución social, no puede ser creado por deliberación desde el momento en que el origen de las ideas se confunde con el del lenguaje (Cfr. pp.46 a 56).

(12) El reinado de Luis XIV es el sustrato empírico de este modelo arquetípico: “ningún soberano del universo fue más rey que este príncipe: bajo su reinado la obediencia fue un verdadero culto, y nunca fueron los franceses más sumisos, ni más grandes” (p.195).

(13) No perdemos de vista la importancia de Consideraciones sobre Francia, donde hay un primer esbozo de algunas de estas ideas.

(14) Ya hemos hecho una referencia a este dogma en el apartado dedicado a Consideraciones sobre Francia.

(15) De este modo, De Maistre reconoce su filiación intelectual con Saint-Martín y , a la vez, establece una distancia. En efecto, siguiendo a Berlín, su simpatía hacia los masones moderados dejó una huella en su pensamiento en lo que respecta a la exigencia de una vida virtuosa y en la oposición al materialismo y a las verdades de las ciencias naturales. En especial, influyeron en él las obras de Louis-Claude de Saint-Martín y de su predecesor Martinès de Pasqually.


VII- Bibliografía.

  • (2004)  ABOY CARLÉS, G.,  “Pasión y provocación: Joseph De Maistre, un anti-Rousseau saboyano”, en Claudia Hilb (coord..), Cuando el pasado y ano alumbra el provenir. La modernidad política y sus críticos, Ediciones El Molino, Buenos Aires.
  • (1988) ARENDT, H. “Guerra y revolución”, en Sobre la Revolución, Alianza, Madrid.
  • (2002) BERLÍN, I.,  “José De Maistre y los orígenes del fascismo”, en El fuste torcido de la humanidad, Península, Barcelona.
  • (1943) DE MAISTRE J., Las veladas de San Petersburgo, Espasa-Calpe, Buenos Aires.
  • (1978) DE MAISTRE, J., Estudio sobre la soberanía, Dictio, Buenos Aires.
  • (1979) DE MAISTRE, J.,  Consideraciones sobre Francia, Dictio, Buenos Aires.
  • (1979b) DE MAISTRE, J., Ensayo sobre el principio generados de las constituciones políticas y demás instituciones humanas, Dictio, Buenos Aires.
  • (1979c), DE MAISTRE, J., Fragmentos sobre Francia, Dictio, Buenos Aires.
  • (2004) FOUCAULT, M., Vigilar y Castigar. Nacimiento de la prisión, Siglo XXI Editores Argentina, Buenos Aires.
  • (1969) NISBET, R., La formación del pensamiento sociológico, Amorrortu, Buenos Aires.
  • (1984) SCHMITT, C.,  El concepto de lo político, Folios ediciones, México.
  • (1985) SCHMITT, C., Teología política, Struhart & Cía, Buenos Aires.
  • (1972) SOREL, G., Reflexiones sobre la violencia, Alianza Editorial, Madrid.
  • (1973) ZEITLIN, I., Ideología y teoría sociológica,  Amorrortu, , Buenos Aires.



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