NÓMADAS - REVISTA CRÍTICA
DE CIENCIAS SOCIALES Y JURÍDICAS 12-2005/2 | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730 |
Las
crisis de las vanguardias artísticas y el debate modernidad - postmodernidad |
Adolfo Vásquez Rocca >>> CV |
Examinaré la reconfiguración
del arte como paradigma de la postmodernidad,
como su clave hermenéutica, con la consiguiente revitalización
que para la filosofía significa el salir del estrecho ámbito
en que permanecía recluida por el paradigma cientificista aceptado
y canonizado por la tradición moderna.
Mostraré cómo
la expansión de las categorías estéticas proporciona
el único paradigma posible en las nuevas condiciones de nuestro trato
con la realidad. Mi opinión es que nuestra concepción
–postmoderna– de la realidad, nuestra “filosofía primera”,
se ha vuelto, en un sentido elemental, estética. “Filosofía
primera” es el título de aquel capítulo de la ciencia en donde
se hacen las afirmaciones fundamentales sobre la realidad.
Metodológicamente, al
ocuparme del problema de la crisis de la modernidad y de la naturaleza del
así llamado momento postmoderno, estaré dando
cuenta de cómo el devenir de los movimientos artísticos jamás
ha sido indiferente o ajeno a la marcha y desarrollo de las ideas o de
lo que llamamos pensamiento filosófico y viceversa.
Pretendo, finalmente, realizar
un enfoque holístico que se encuentre también abierto a las
consideraciones societales y políticas que asume la obra de arte,
a fenómenos como la producción industrial de la conciencia,
de lo que hoy –a partir de la revolución informática– puede
definirse como la construcción discursiva y mediática de la
realidad.
El carácter
ficcional de la realidad.
En el presente ensayo debatiré
las propuestas filosóficas que parten de la constatación de
un presente caracterizado por una "estetización generalizada" y
de la afirmación del carácter ficcional de la realidad.
El uso de la expresión
"estetización generalizada" está relacionada con la interpretación
que sostiene que en la "postmodernidad" el concepto de objeto o proceso
[artístico] acentúa su propia presencia, ya sea bajo diferentes
modos de inserción en la vida cotidiana o mediante la reelaboración
de los conceptos de fenómeno artístico y experiencia estética;
lo cual antes caía fuera de los cánones de la institucionalidad
artística y de la consideración estética tradicional.
Hoy los fenómenos artísticos marcan una presencia ineludible
y, lo que es fundamental, se convierten en los nuevos objetos de nuestra
reflexión. A partir de este paradigma surge la necesidad de reformular,
desde la estética filosófica o meta-estética, tanto
el lenguaje como la índole de toda investigación filosófica.
En este sentido, "estetización
generalizada" se convierte en el marco y en el punto de arranque de análisis
estéticos que, pretendiendo dar cuenta de nuestro presente y no simplemente
acomodar las producciones y las experiencias actuales a esquemas conceptuales
previos de una estética mejor o peor interpretada, deben dejar de
lado, para poder cumplir su objetivo, categorías y formulaciones
ya caducas en lo teórico pero que siguen existiendo en los discursos
e incluso prevaleciendo en el gusto estético común.
Es así como la estética
ya no aparece como una disciplina emplazada de modo periférico en
la cartografía de la organización del saber y en la enseñanza
de las humanidades.
Imprecisas, además de
injustas son, pues, las imputaciones del supuesto carácter de mera
"moda" que la estética puede haber asumido y es injusto también
afirmar que sólo este carácter coyuntural –oportunista– la
hace estar presente en la primera línea en los debates filosóficos.
La estética entiende
a la filosofía como creatividad y, en consecuencia, el pensamiento
contemporáneo expresa sus inquietudes considerando el arte (objetual
o conceptual) como origen y germen de sus reflexiones. Es, por esto, que
esta investigación pretende superar las meras preocupaciones cosméticas
para situarse en la génesis de problemas contemporáneos
que reclaman para sí la atención de los investigadores.
Mostraré cómo
los problemas estéticos no son asuntos periféricos de la vida
colectiva, sino que se han convertido en un proceso social que gobierna
la producción y consumo de objetos, la publicidad y la cultura. Así,
pues, los medios de comunicación y la “cultura” de los medios de
comunicación determinan cambios ideológicos y sociales.
Ahora bien, al señalar
que la interpretación de la evolución de las ideas que los
objetos artísticos nos comunican o sugieren tiene el estatuto de síntomas
de determinadas sensibilidades o situaciones histórico–sociológicas
propias de la comunidad que las realizó, quiero hacer notar que en
esta evolución –de los productos artísticos con sus resonancias
filosóficas y espirituales– es posible leer la sensibilidad de
un época o, si se quiere, la condición psicológica
de la humanidad en una situación dada. Los cambios de sensibilidad,
según mostraré, se reflejan en las variaciones de estilo,
los que no son (y no pueden ser) arbitrarios o accidentales, sino más
bien han de hallarse en conexión regular con los cambios que se verifican
en la constitución psico-espiritual de la humanidad, cambios que
se reflejan en la historia de los mitos, del inconsciente colectivo, de las
religiones, de los sistemas filosóficos, de las instituciones de la
sociedad occidental.
De este modo, cuando se haya
descubierto esa conexión regular, la historia de la sensibilidad
artística vendrá a situarse en el mismo estatus
de la historia comparada de las religiones, la historia de la filosofía
o de las instituciones, dando cuenta de las grandes encrucijadas de la psicología
de la humanidad en un período histórico determinado. Así,
por ejemplo, un estudio del estilo gótico ha de contribuir a desentrañar
la historia del ‘alma’ humana, de su sensibilidad y de las formas en que
se manifiesta.
Por ello es necesario entender
la lógica o discurso subyacente a los objetos o manifestaciones artísticas,
sean estos cuadros, diseños de moda, obras arquitectónicas,
etc. Baste para ello sólo mencionar las connotaciones ideológicas
de la transformación estética de los espacios urbanos[2].
La interpretación y valoración
de las ideas que estos objetos (como ‘residuos de una arqueología futurista’,
o ‘restos fósiles de imágenes a la deriva’) nos transmiten,
son síntomas, documentos y señales histórico-sociológicas
de la comunidad que las realizó.
La necesidad de indagar la índole
del hablar sobre arte, esto es, de la naturaleza del discurso estético,
reside tanto en la riqueza conceptual de los objetos artísticos del
siglo XX, como en la variedad de sus modos de constitución o producción,
con toda su pluralidad de significados y variantes al ser incluidos en contextos
diferentes. De modo que cada objeto se transforma en un “libro” donde se
puede leer un mensaje originalmente cifrado. Así, hay que leer en
el cuadro lo mismo que en el poema; la experiencia estética más
que estática, es dinámica. Esto implica la elaboración
de delicadas discriminaciones y el discernimiento de relaciones sutiles,
la identificación tanto de sistemas simbólicos y de caracteres
dentro de estos sistemas como lo que estos caracteres denotan y ejemplifican;
se trata de “interpretar obras y reorganizar el mundo en términos
de obras, y las obras en términos del mundo”[3].
La aprehensión (interpretación
o lectura) de la obra artística es el epílogo de la aventura
emprendida por el artista y significa para el contemplador un descubrimiento
y, por consiguiente, una conquista; por eso cautiva y reclama que volvamos
a ella. La propia obra se da a conocer, entrega su dirección expresiva,
sus niveles de significación, su intención germinal como lenguaje.
La contemplación activa
es la única que supone la integración absoluta de las dimensiones
objetivas y subjetivas, tanto de la obra como del espectador. El arte genuino,
aquel que incita a la contemplación, nos lleva a entrar en nosotros
mismos. En cambio, el arte llamado de masas o de consumo nos insta a volcarnos
a la exterioridad y a devorar, sin razonar, las múltiples imágenes
que se nos proponen como válidas.
El artista conceptual convierte
la superficie de su obra en soporte de un discurso, un campo de sugerencias
y de lecturas y relecturas que están acotadas con límites
siempre móviles o resonancias difusas y con la potencialidad de hablar
a las diversas sensibilidades contemporáneas.
El irse articulando del arte
contemporáneo cada vez más como reflexión de su mismo
problema (poesía del hacer poesía, arte sobre arte, obra de
arte como poética de sí misma) obliga a registrar el hecho
de que en muchos de los actuales productos artísticos, el proyecto
operativo que en ellos se expresa, la ‘idea’ de un modo de formar que realizan
en concreto, resulta siempre más importante que el objeto formado.
Queda así opacado el valor estético frente al valor cultural
abstracto, con el consiguiente prevalecer de la poética sobre la obra
del diseño racional, lo programático sobre la cosa diseñada.
Así, pues, esta investigación
se propone hacer una revisión de las distintas poéticas o
sensibilidades que cada sistema estético registra como una modificación
en el concepto de arte.
Antes de exponer los problemas
que abordaré a propósito del análisis del proyecto
de las vanguardias artísticas y del carácter del así
denominado momento postmoderno, creo necesario acotar la
idea de poética que aquí he introducido.
Con poética
quiero indicar la conciencia crítica que el artista tiene de su ideal
estético, del programa que todo artista, en cuanto tal, no sólo
sigue, sino que sabe que sigue. Se trata del trasfondo cultural subjetivado
por sus gustos y preferencias personales, el arquetipo del poeta convertido
en modo de construcción.
La poética
debe distinguirse claramente de la estética en cuanto que, mientras
ésta teoriza, aquélla tiene valor personal en la experiencia
y predilección ingénitas. Mientras que la estética
busca darle rigor científico al gusto, la poética,
por otro lado, pretende concretizar la vivencia de una fantasía,
la construcción de un mundo poético.
La idea, ya referida, de que
nuestro conocimiento de la realidad no es sencillamente reproductor sino
creativo resulta decisiva para este punto. La realidad deviene construcción poética.
La razón poética
es razón volcada hacia la revelación interpretativa de su
objeto. En la razón poética aparece, lo que podemos denominar,
una conciencia hermenéutica. Es ésta una razón volcada
hacia la capacidad interpretativa de la razón.
Se puede ver que la racionalidad postmoderna se corresponde con una teoría
del conocimiento no epistémica, que sólo está basada
en, lo que se podría llamar, “valores de verdad relacionales”, que
sólo refiere a coherencias entre las partes, una verdad estética
por tanto. Saber, en este sentido, es saber sobre la correcta
estructuración de los elementos entre sí.
La función estética
del discurso viene dada, pues, por la noción no ontológica
que la racionalidad actual asume, y ello doblemente: por establecer mundos,
o sistemas coherentes en sí mismos y, sobre todo, por los presupuestos
cognoscitivos que el relativismo metafísico o constructivismo entraña.
La sociedad postmoderna, entendida
ésta, en palabras de Debord, como una Sociedad del Espectáculo[4],
o como la llamará Lipovetsky un Imperio de lo Efímero[5] se caracterizaría, entonces, en que lo banal o trivial constituye
un núcleo de identidad tal que puede ser establecido como fundamental
para comprender los lazos internos de la estructura social. Con lo
anterior anuncio que, teniendo como horizonte las relaciones entre estética
y política, también entrarán en el ámbito de
mi investigación fenómenos como el cine, la moda, el diseño
y la arquitectura, entendidos éstos como sistemas productores de
signos, adheridos a determinadas “lógicas narrativas”, las que de
acuerdo a su modo de constitución influyen de modo decisivo en el
modo de ser, en el ethos postmoderno, el cual puede ser entendido
desde dentro de su proceso de gestación sólo a partir de las
claves hermenéuticas que nos proporciona el paradigma estético.
La situación del arte
contemporáneo no se puede explicar a partir de una mera significación
ideológica, sino más bien como un acontecimiento histórico-ontológico;
como una urdimbre de sucesos histórico-culturales y de discursos que nos pertenecen, que los deciden y los codeterminan.
Es en este sentido que se puede
afirmar que el arte ya no existe como fenómeno específico,
sino como algo que a todos nos concierne. En la postmodernidad no podemos
separar arte y vida.
La post-vanguardia
como academia y museo, como clasicismo de la contemporaneidad.
La crisis de las vanguardias
ha sido una de las referencias principales para el debate postmodernista.
La primera
suposición vanguardista cuestionada por el postmodernismo, es la
de una radical ruptura con la tradición sacralizadora de las Bellas Artes, subestimando cándidamente la habilidad
con que el sistema de convenciones institucionales habría de reingresar
el gesto iconoclasta al inventario calculado (razonado) de las desviaciones
permitidas, neutralizando así el ademán irreverente y reeducando
el exabrupto.
La post-vanguardia
ya no es, en este sentido, básicamente ruptura, es, por el contrario,
academia y museo; de manera tal que lo que en su momento pudieron ser estrategias
conspirativas –maniobras insurrectas– se ha convertido hoy en nuestra “tradición”:
en la tradición artística de la contemporaneidad. Desde los
medios de comunicación de masas y las instituciones de cultura, públicas
o privadas, el horizonte estético de la vanguardia se transmite
ya como clasicismo de la contemporaneidad[6].
La sospecha del postmodernismo
alcanzó también la ideología vanguardista del progreso,
que buscaba destruir los símbolos retardatarios de la academia o
de la institucionalidad, liquidando toda atadura con el pasado (emancipándose):
exacerbando una dialéctica continuidad-ruptura que resolvía
el salto intransigente del corte fundacional. Las categorías postmodernas
de lo asincrónico (la inarmonía en todas sus formas o deformaciones,
lo atonal) y lo discontinuo, refutan la continuidad historicista de esa
lógica vanguardista basada en una recta evolutiva de avances y superaciones,
argumentando el fracaso de las racionalidades uniformes. Tal fracaso cancela
el valor metafísico (o epistemológico) de una historia guiada
ascendentemente por una finalidad última que sobredetermina la marcha
de su acontecer.
La herencia de las vanguardias
históricas se mantiene, pues, en la neovanguardia (postmodernidad)
pero en un nivel menos totalizante y menos metafísico, pero siempre
con la marca de la explosión (desplazamiento) de la estética
fuera de los lugares tradicionalmente asignados a la manifestación
artística: la sala de conciertos, el teatro, la galería,
el museo; de esta manera se realiza una serie de operaciones –como el land art, el body art, las instalaciones
o las performances– que respecto de las ambiciones metafísicas
revolucionarias de las vanguardias históricas se revelan más
contenidas (limitadas o modestas), pero también más cercanas
a la experiencia concreta actual, con todo lo que ella tiene de efímera
y posiblemente banal, aun cuando estas connotaciones, según cabe
advertir, son –en muchos casos– sólo guiños irónicos,
propios de la actitud postmoderna en su enfrentamiento con la pretensión
de trascendencia características del clasicismo artístico.
El llamado vanguardista a vivir
el arte como fusión integral entre estética y cotidianeidad,
implica superar los confines simbólicos y materiales de la institución
artística y desmontar la noción maniqueísta del arte
como alternancia de vida. Implica reconciliar arte y vida en un todo sin
divisiones. Las divisiones de lenguaje y las compartimentaciones de esferas
y valores son las culpables –para ese vanguardismo artístico– de haber
reforzado la lógica interna de cada práctica, forzándola
a la clausura de la autorreferencia.
Consideraré además
–a este respecto– el problema de la utilización del léxico
arquitectónico, como metáfora fundamental, para dar cuenta
del pensamiento. Advierto que no digo estructura del pensamiento
–como se impondría– ya que ello me situaría dentro del léxico
que deseo deconstruir. Ahora bien, con ello no pretendo plantear la arquitectura
como una técnica extraña al pensamiento y no apta quizá,
entonces, para representarlo en el espacio, para constituir casi su materialización,
sino que intento exponer el problema arquitectónico como una posibilidad
del pensamiento mismo.
Sumariamente, los problemas
fundamentales que surgen en el Proyecto de las Vanguardias y que denominaré
genéricamente, según una expresión al uso, la insubordinación de los signos[7],
son los siguientes:
·
El desmontaje del cuadro y del
rito contemplativo de la pintura (sacralización del aura, fetichización
de la pieza única) realizado mediante una crítica a la tradición
aristocratizante de las Bellas Artes, acompañado por la reinserción
social de la imagen en el contexto social y reproductivo de la visualidad
de masas.
·
El cuestionamiento del marco
institucional de validación y consagración de la ‘obra maestra’
(las historias del arte, el museo) y del circuito de mercantilización
de la obra-producto mediante prácticas como la ‘performance’
o las video-instalaciones que desorientan la tradición reificadora
del consumo artístico, estableciéndose de este modo un acosamiento
sistemático a la pintura en su acepción mercantil del cuadro
como objeto de transacción y bien atesorable[8].
·
La trasgresión de los
géneros discursivos mediante obras que combinan varios sistemas de
producción de signos (del texto a la textualidad, la imagen, el
gesto) y que rebasan especificidades propias de técnicas y de formato,
mezclando –transdisciplinariamente– el cine y la literatura, el arte y
la sociología, la estética y la política.
·
La negación de las fronteras
entre arte y vida, rechazo de la distinción entre el espectador y
el acontecimiento, la compulsión por el efecto inmediato (happenings, living theatre, Body Art).
·
El desmantelamiento de la originalidad
y de los conceptos afines como autenticidad, obras originales y autoría
como práctica discursiva compartida por el museo, el historiador
y el artífice. A lo largo del siglo XIX todas estas instituciones
aunaron sus esfuerzos para encontrar la marca, la garantía, el certificado
del original. Es con la deconstrucción de las nociones de autoría
y originalidad, con lo que la postmodernidad provoca un cisma en el dominio
conceptual de la vanguardia.
·
La experimentación problematizadora
de las relaciones entre imagen y palabra en el espacio plástico.
La irrupción de los poemas-objetos.
·
La declinación del arte
objetual, la inflación de los objetos. Lo que necesariamente condujo
a una serie de manifestaciones anti-objetuales en las que “prevalecía
la idea por sobre la realización, el proyecto por sobre el objeto”[9].
·
El proyecto o la ideación
de un motivo en el que la obra misma se sitúa para evidenciar una
imagen mental preconcebida.
·
La actual situación de
la crítica de arte contemporánea que se corresponde con las
exigencias de minorías étnicas, sexuales y políticas,
que en los últimos tiempos han logrado instalar férreamente
sus exigencias en cuanto a la defensa y reivindicación de sus diferencias:
crítica feminista, crítica de las minorías políticas
etc. Además, estas nuevas perspectivas marcan algunas tendencias
en la producción de arte, como es el caso de artistas que, por ejemplo,
trabajan a partir de referentes etnográficos. Es precisamente en
las variables clase, raza, género, donde descansa la visión
sesgada y discriminatoria de la institucionalidad artística.
En estas exigencias de deconstrucción
de paradigmas se establece la necesidad de desmantelar las bases metodológicas
sobre las que se asienta la historia del arte.
Precisiones historiográficas
A modo de inventario
y por la necesidad metodológica de hacer una recensión histórica
me permito establecer –con las inevitables simplificaciones– las siguientes
precisiones:
De manera provisoria
propongo entender aquí “vanguardia” o, si se prefiere, “actitud vanguardista”,
de un modo general, esto es, sólo en términos de oposición
y ruptura, dejando que las disquisiciones más complejas aparezcan
a su debido tiempo. Por lo pronto baste con aclarar que el “vanguardista”
es el que se opone al sistema existente; suponer que quien está a
la vanguardia está también en la frontera del futuro significa
ser presa de una visión unidimensional que lo colocaría,
según esa misma perspectiva, a la retaguardia.
De este modo intento
evitar caer en la simplificación, ampliamente difundida, de igualar
vanguardia y modernidad, así como equívocos semejantes surgidos
de una visión artificialmente sincrónica de los cambios habidos
en la cultura. Advierto, pues, que es necesario atender al carácter
discontinúo de los procesos y movimientos artísticos que a
menudo se superponen, refutando así la tendencia a simplificaciones
que buscan articular una lectura de “continuidad” respondiendo, exclusivamente,
a los afanes propios del historicismo.
Ahora bien, la
utopía de la modernidad protagonizada por las vanguardias históricas
del siglo XX entró en crisis a mediados de los 70 para morir, inevitablemente,
con la entrada de los 80. En su esencia, los movimientos artísticos
de esta época son modernos –de hecho, tan sólo el Pop Art
ha sido considerado precozmente postmoderno por su declarada tendencia a
la figuración y por su exaltación de la cultura de masas–; no
obstante, ya se aprecia en ellos un evidente desplazamiento de los ideales
totalitarios de las primeras vanguardias que tomará cuerpo y se radicalizará
durante la siguiente década.
A grandes rasgos,
se podría asegurar que el paso de la modernidad a la postmodernidad
se llevó a cabo a través del rechazo de las teorías
fundamentales de las vanguardias históricas: de sus categorías
estéticas y postulados éticos, de su perspectiva política
y de su compromiso social –aparentemente, el arte postmoderno no cree en
el progreso ni en la incidencia social del mismo– de sus momentos, en fin,
revolucionarios y subversivos.
Ahora bien, por
imprecisa que pueda ser la acostumbrada identificación de vanguardia
y modernidad, esa igualación ha llevado a pensar que lo que hoy se
conoce como postmodernidad podría con igual precisión –o
imprecisión– denominarse posvanguardia o transvanguardia, como también
ha sido calificada.
Es necesario
precisar que el término ‘postmodernidad’, que pese a estar notablemente
extendido para referirse no sólo al arte y a la cultura sino a los
rasgos más significativos de nuestra sociedad, manifiesta sin embargo
gran inestabilidad semántica, de forma que acaba convirtiéndose
en una metáfora agotadora, inflacionaria, obsesionante y asfixiante.
Tal indeterminación en su significado permite, por ejemplo, su confusión
con otros términos categoriales, como los de ‘vanguardia’ o ‘neovanguardia’
e incluso ‘modernismo’. De hecho, muchos teóricos defienden que existe
una continuidad básica entre modernismo y postmodernidad. En cualquier
caso, se admite generalmente, grosso modo, que la vanguardia cuestiona
todos los cánones estéticos establecidos y entiende el arte
como praxis social dirigida contra la institución burguesa del arte
y su ideología autónoma, mientras que el modernismo constituye
una tendencia artística caracterizada por la ruptura de las convenciones
dominantes del siglo XIX en arte y literatura y el énfasis en los
procesos de autorreflexión estética, todo ello producido desde
una visión del mundo pesimista, conservadora, trágica y fragmentada.
Dialéctica modernidad
– postmodernidad.
Aquí me ocuparé
de las relaciones entre modernidad y postmodernidad, de la condición
de un arte postmoderno y de la modernidad misma, teniendo como marco el
debate que gira en torno a la crítica de la razón ilustrada.
Identificaré el término
postmodernidad, como lo hace Habermas, con las coordenadas
de la corriente francesa contemporánea de Bataille a Derrida, pasando
por Foucault, con particular atención al movimiento de la deconstrucción de indudable actualidad y notoria resonancia
en los círculos intelectuales.
La era moderna nació
con el establecimiento de la subjetividad[10]
como principio constructivo de la totalidad. No obstante, la subjetividad
es un efecto de los discursos o textos en
los que estamos situados[11].
Al hacerse cargo de lo anterior, se puede entender por qué el mundo
postmoderno se caracteriza por una multiplicidad de juegos de
lenguaje que compiten entre sí, pero tal que ninguno puede reclamar
la legitimidad definitiva de su forma de mostrar el mundo.
Con la deslegitimación
de la racionalidad totalizadora procede lo que ha venido en llamarse el
fin de la historia. La postmodernidad revela que la razón ha sido sólo una narrativa entre otras en
la historia; una gran narrativa, sin duda, pero una de tantas. Estamos en
presencia de la muerte de los metarrelatos, en la que la
razón y su sujeto –como detentador de la unidad y
la totalidad– vuelan en pedazos. Si se mira con más
detenimiento, se trata de un movimiento de deconstrucción del cogito y de las utopías de unidad. Aquí debe subrayarse
el irreductible carácter local de todo discurso, acuerdo
y legitimación. Esto nos instala al margen del discurso de la tradición
literaria (estética) occidental. Tal vez de ahí provenga la
vitalidad de los engendros del discurso periférico.
Debo insistir en el carácter
local de todo discurso, acuerdo y legitimación. Aquí se podría
hablar de un concepto de razón pluralista, lo que remite a
la autonomía de los múltiples e intraducibles juegos de
lenguaje del segundo Wittgenstein, enredados entre sí,
no reductibles unos a otros; por formularlo como regla: “juega... y déjanos
jugar en paz”.
Wittgenstein
El problema hoy no viene presentado
por un exceso de proyectos de unificación, sino por la desintegración
de legalidades autónomas que, como sustitutivos de la totalidad,
exigen para sí el monopolio de un ámbito teórico o práctico
específico.
La destotalización del
mundo moderno exige eliminar la nostalgia del todo y la unidad. Como características
de lo que Foucault ha denominado la episteme[12]
posmoderna podrían mencionarse las siguientes: deconstrucción,
descentración, diseminación, discontinuidad, dispersión.
Estos términos expresan el rechazo del cogito que se había
convertido en algo propio y característico de la filosofía
occidental, con lo cual surge una “obsesión epistemológica”
por los fragmentos.
La ruptura con la razón
totalizadora supone el abandono de los grands récits, es decir,
de las grandes narraciones, del discurso con pretensiones de universalidad
y el retorno de las petites histoires. Tras el fin de los grandes
proyectos aparece una diversidad de pequeños proyectos que alientan
modestas pretensiones. Aquí me permito insistir en el irreductible
pluralismo de los juegos de lenguaje, acentuando el carácter local
de todo discurso, y la imposibilidad de un comienzo absoluto en la historia
de la razón. Ya no existe un lenguaje general, sino multiplicidad
de discursos. Y ha perdido credibilidad la idea de un discurso, consenso,
historia o progreso en singular: en su lugar aparece una pluralidad de ámbitos
de discurso y narraciones.
Deseo llamar aquí la
atención sobre este cambio en el ámbito de la producción
y disponibilidad del saber. El análisis del saber en las sociedades
informatizadas –dominadas por la lógica de las bases de datos–
nos lleva a decir adiós al “proyecto de la modernidad”, que consistía
en aferrarse a las conquistas de
Además de señalar
que la desmitologización de los grandes relatos es lo característico
de la postmodernidad, es necesario aclarar que estos metarrelatos no
son propiamente mitos, en el sentido de fábulas. Ciertamente tienen
por fin legitimar las instituciones y prácticas sociales y políticas,
las legislaciones, las éticas. Pero, a diferencia de los mitos, no
buscan esta legitimación en un acto fundador original, sino en un
futuro por conseguir, en una idea por realizar. De ahí que la modernidad
sea un proyecto.
El postmodernismo aparece, pues,
como resultado de un gran movimiento de des-legitimación llevado a
cabo por la modernidad europea, del cual la filosofía de Nietzsche
sería un documento temprano y fundamental.
La postmodernidad[13]
puede ser así entendida como una crítica de la razón
ilustrada tenida lugar a manos del cinismo contemporáneo. Baste pensar
en Sloterdijk y su Crítica de la razón cínica[14],
donde se reconoce como uno de los rasgos
reveladores de
La ruptura con la razón
totalizadora aparece, por un lado como abandono de los grandes
relatos –emancipación de la humanidad–, y del fundamentalismo
de las legitimaciones definitivas y como crítica de la “totalizadora”
ideología sustitutiva que sería
La postmodernidad ha impulsado
–al amparo de esta crítica– “un nuevo eclecticismo en la arquitectura,
un nuevo realismo y subjetivismo en la pintura y la literatura, y un nuevo
tradicionalismo en la música”[15].
La repercusión de este cambio cultural en la filosofía ha
conducido a una manera de pensar que se define a sí misma, según
he anticipado, como fragmentaria y pluralista, que se ampara en la destrucción
de la unidad del lenguaje operada a través de la filosofía
de Nietzsche y Wittgenstein.
Lo específicamente postmoderno
son los nuevos contextualismos o eclecticismos. La concepción
dominante de la postmodernidad acentúa los procesos de desintegración.
Subyace igualmente un rechazo del racionalismo de la modernidad a favor
de un juego de signos y fragmentos, de una síntesis de lo dispar,
de dobles codificaciones; la sensibilidad característica de
La postmodernidad, como proceso
de descubrimiento, supone un giro de la conciencia, la cual debe adoptar
otro modo de ver, de sentir, de constituirse, ya no de ser, sino de sentir,
de hacer. Descubrir la dimensión de la pluralidad supone descubrir
también la propia inmersión en lo múltiple.
El momento postmoderno
es un momento antinómico, en el que se expresa una voluntad de desmantelamiento,
una obsesión epistemológica con los fragmentos o las fracturas,
y el correspondiente compromiso ideológico con las minorías
políticas, sexuales o lingüísticas.
Bacon
Es necesario, a este respecto,
tener presente que en la expresión “momento postmoderno” la
palabra momento ha de tomarse literalmente[17];
y, por decirlo paradójicamente, como categoría fundamental
de una conciencia de época, claramente posthistórica.
La complejidad del momento postmoderno
no es sólo una cuestión de perspectiva histórica –o
más bien de falta de ella–, sino que viene dada por el propio movimiento
de repliegue sobre sí mismo característico de la postmodernidad
(frente a los desarrollos lineales de la periodización moderna o
clásica) lo que la dota de un espacio histórico informe y desestructurado
donde han caído los ejes de coordenadas, a partir de los cuales se
establecía el sentido y el discurso de la escena histórico-cultural
de una época.
La caída de los
discursos de legitimación que vertebraban los diferentes meta-relatos
de carácter local y dependiente, ha producido –como se ha señalado
– una nivelación en las jerarquías de los niveles de significación
y la adopción de prácticas inclusivistas e integradoras
de discursos adyacentes, paralelos e incluso antagónicos.
La postmodernidad es aquel momento
en que las dicotomías se difuminan y lo apócrifo se asimila
con lo oficial.
Desde
un determinado punto de vista, la “revolución de la postmodernidad”
aparece como un gigantesco proceso de pérdida de sentido que ha llevado
a la destrucción de todas las historias, referencias y finalidades.
En el momento postmoderno el futuro ya ha llegado, todo ha llegado ya, todo
está ya ahí. No tenemos que esperar ni la realización
de una utopía ni un final apocalíptico. La fuerza explosiva
ya ha irrumpido en las cosas. Ya no hay nada que esperar. Lo peor, el soñado
Final sobre el que se construía toda utopía,
el esfuerzo metafísico de la historia, el punto final, está
ya entre nosotros. Según esto, la postmodernidad sería una
realidad histórica–posthistórica ya cumplida, y la muerte de
la modernidad ya habría hecho su aparición.
En este sentido, el artista
postmoderno se encuentra en la misma situación de un filósofo:
el texto que escribe, la obra que compone, no se rigen en lo fundamental
por reglas ya establecidas, no pueden ser juzgadas según un canon
valorativo, esto es, según categorías ya conocidas. Antes bien,
son tales reglas y categorías lo que el texto o la obra buscan. De
modo que artista y escritor trabajan sin reglas, trabajan para establecer
las reglas de lo que habrá llegado a ser. La negación
progresiva de la representación se vuelve aquí sinónimo
de la negación de las reglas establecidas por las anteriores obras
de arte, que cada nueva obra ha de llevar a cabo de nuevo.
NOTAS.-
[2] FERNÁNDEZ A., José (Coord.) “Arte efímero y espacio estético”, Editorial Anthropos,
Barcelona, 1988, p. 34.
[3] GOODMAN, Nelson. Los lenguajes del
arte. Ed. Seix Barral, Barcelona, 1976, p. 243.
[4] DEBORD, Guy, La sociedad del espectáculo,
Editorial Pre-textos, Valencia 1999
[5] LIPOVETSKY, Gilles, El imperio de lo
efímero, Editorial Anagrama, Madrid, 1990.
[6] JIMENEZ,
José, La vida como azar; complejidad de lo moderno,
Ed. Mondadori, Madrid, 1989, p.139.
[7] RICHARD, Nelly, La insubordinación
de los signos (Cambio político, transformaciones culturales y poéticas
de la crisis), Ed. Cuarto Propio, Santiago, 1994.
[8] Como los ‘happenings’ o los ‘ready made’ de Marcel Duchamp, los cuales están hechos
voluntariamente para no durar, para evitar terminar en un museo (aunque
no siempre lo logran).
[9] DORFLES, Gillo, Últimas
tendencias del arte de hoy, Ed. Labor, S.A., Barcelona,
1986, p. 98.
[10] HABERMAS, Jürgen, El pensamiento
postmetafisico, Editorial Taurus, Madrid, 1990, p. 85.
[11] El dominio del sujeto se ve subvertido por el hecho
de que siempre nos encontramos situados de antemano en lenguajes que no hemos
inventado (donde
[12] “La épistémè
no es una teoría general de toda ciencia posible o de todo enunciado
científico posible, sino la normatividad interna de las diferentes
actividades científicas tal como han sido practicadas y de lo que
las ha hecho históricamente posibles”. Cf. FOUCAULT, Michel, “La vie: L’expèrience
et la science”, en Revue de Métaphysique et de Morale,
1 enero-marzo de 1985, R. 10.
“En una cultura en un momento dado, nunca hay más
que una sola épistémè, que define las condiciones
de posibilidad de todo saber. Sea el que se manifiesta en una teoría
o aquel que está silenciosamente envuelto en una práctica”.
FOUCAULT, Michel, Las palabras y las cosas, Ed. Gallimard, París,
1966, p. 179.
La primera, la de aquellos que van a la zaga de
la escuela neomarxista de Frankfurt; los Habermas, los Adorno, los Eco etc,
que critican a la modernidad en aquello que le faltó llevar a cabo
como proyecto moderno de los filósofos del Iluminismo. En una palabra,
su crítica a la modernidad radica en que no acabó su proyecto.
La segunda, es la de aquellos
representantes del pensamiento débil, los Lyotard, Scarpetta, Vattimo,
Lipovetsky etc., que defienden un postmodernismo inscrito en la modernidad.
Es decir que son los autores que en su crítica a la modernidad proponen
una desesperanzada resignación. Pero sin abandonar su confianza en
la razón entendida al modo moderno.
Finalmente, la tercera actitud
es la de aquellos pensadores como R. Steuckers, G. Fernández de
[14] SLOTERDIJK Peter, Critica de la razón
cínica I y II, Ed. Siruela, 2004.
[15] INNERARITY,
Daniel, Dialéctica de