NÓMADAS - REVISTA CRÍTICA
DE CIENCIAS SOCIALES Y JURÍDICAS 11-2005/1 | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730 |
De la seducción Fragmento (1) |
Román Reyes |
La séduction, c'est le destine
Jean Baudrillard
Tal como a lo largo del siglo XX se nos ha acostumbrado a entender
la libertad, la belleza o la verdad, no puede hablarse
de seducción. Tal vez lo hagamos entendiéndola
como resultado o registro de un complejo programa, que un sujeto deseante
ejecuta. Porque la seducción como concepto es sólo una disculpa
que justifica o pretende explicar cualquier cosa.
Sabemos, sin embargo, que hay seductores y seducidos y que es aparentemente
fácil registrar el efecto o señalar las huellas que de sus
actos queden. Hay también condiciones que hacen de uno un seductor
y del otro, si es correspondido, un seducido. La correspondencia se entiende
aquí como coincidencia sobre un mismo escenario o proximidad tensa
sobre un mismo campo. La naturaleza de esa tensión se funda en la
reacción del sujeto reducido.
Reducir es acotar el espacio de la movilidad, pero también
es restringir las posibilidades de desplazamientos. Así, y por
mucho que sea un derecho fundamental que le ampare, a un ciudadano comunitario
se le acota su libre movilidad cuando se le restringen sus posibilidades
para costearse los desplazamientos por los Estados de la Unión Europea,
o se le aplican leyes de excepción en virtud de su ascendencia social
o adscripción político-religiosa u opción sexual.
Uno es, por principio, un transgresor. La (demasiado)humana voluntad
de transgredir se neutraliza o reprime cuando a uno le socializan. Transgredir
es, en efecto, desear a la mujer del prójimo, es
decir, desear poseer lo mejor que crea tener un prepotente otro. Si ese
cercano objeto de deseo se nos antoja ostentoso necesitamos verificar cómo
se generó la ruptura entre lo que se es y lo que se desea ser.
Si, por el contrario, es recatado, nos obsesiona descubrir las razones
que lleva a uno a ocultar lo potencialmente apetecible o deseable, o, simplemente
la carencia de ello.
Tal vez ésa sea la razón por la que, a menudo, defino
al hombre como un ser atípico: insatisfecho, por naturaleza, siempre
quiere más, o que sea de otra manera lo que ha ido consiguiendo.
El ciudadano del siglo XXI es ahora, más que nunca, un animal cibernáuta
que ya no puede (o no quiere) aprender a decir basta. Aunque en ello se
lo juegue todo, es decir, su propia identidad.
Los flujos migratorios (transgredir fronteras) responden, de alguna
manera también, a este mismo principio, si bien lo que lleva a
uno a optar por nichos domésticos o patrios (esto es, lingüísticos)
diferentes es antes la voluntad de riesgo que la necesidad, a menudo más
simbólica que real. Ello ha generado una sociedad esquizoide y
compleja: sus inquilinos quieren regresar, sufren la nostalgia de la tierra
abandonada, pero, al mismo tiempo, no pueden renunciar a la tierra de
acogida, porque en ella se han jugado mucho al ir, mientrastanto,
echando allí raíces.
Hay también seductores y seducidos que nada esperan de su
condición: sólo desean saberse seduciendo o dejándose
seducir. Es ése el único objeto de deseo y el excluyendo
objeto del deseo, como sucediera con Tristán e Isolda la Rubia,
como sucediera con San Agustín en su atormentada relación
con lo trascendente, lo totalmente otro.
Sería, por tanto, temerario que yo hablara sobre la seducción.
Cada cual singulariza, al reconstruirlos, actos que suponen la complicidad,
activa o pasiva de los otros. Lo que académicamente conocemos por
interacción. De tal forma que sólo podría
hablarse con propiedad de seducción si uno se pone al descubierto.
Ya que sólo aprendemos a narrar acontecimientos pasados, que nos
han pasado, contamos cómo cree uno haber seducido, estar seduciendo
o saberse potencialmente un seductor. Y a la inversa.
Un seductor será, por tanto, quien invita a transitar por
caminos desconocidos (o prohibidos) para aquellos a los que pretende seducir.
Probablemente también desconocidos (o prohibidos) para el propio
seductor. Un seductor debería ser antes un transductor que un inductor.
El seductor invita a generar senderos, que, sin duda, no llevan a parte
conocida alguna. Caminos a los que es difícil acceder sin demostrar
previamente la inocencia, es decir, que se está dispuesto a asumir
el riesgo de perderse en el camino. Muy diferente a lo que se espera de
quien aspira a ser reconocido como sujeto normalizable en el cualquier
proceso de socialización.
Un seductor es, por eso, un perdido que pervierte.
Un seducido sería, en consecuencia, quien vende su alma al
diablo, un invertido que opta por seguir el camino de la perversión,
del extravío.
Porque seducir es introducir en espacios desconocidos el misterio
que envuelve a esos espacios confunde a eventuales seducidos. Por eso
el camino de la perdición es atractivo. El seducido se siente primero
atrapado, para interpretar a continuación que la red es un soporte
que neutraliza el riesgo, generando atracción o dependencia. El
seducido se siente entonces atraído hacia esos escenarios en donde
no están definidas las reglas del juego, las condiciones de la ubicación
y las del movimiento bajo previsiones de equilibrio. Seducible, en última
instancia, es aquel que ha recorrido, sin éxito, muchos caminos
de salvación.
Merece el calificativo de seductor quien consigue que la
invitación prospere, ya que un potencial seducido depende, en
última instancia, de la voluntad de aventura que le asista. Un
mapa, previamente imaginado por el seductor, sólo podrá
ser trazado al final de la pérdida.
El seductor es también un mal-dito, porque no encaja
en la gramática, ni en el orden que promete, simula e impone el
discurso institucional. La complicidad seductor-seducido garantiza diseños
utópicos, posibles en su diseño, imposibles en su realización,
aunque el sueño del seductor y el paralelo del seducido se sueñe
despierto.
Los efectos o huellas de la seducción así entendida
se atribuyen a posteriori a causas que hacemos coincidir con los
intereses de los actores y escenarios implicados.
La vida del seductor es la suma de fragmentos, de secuencias intempestivas.
Del seductor seduce su aparente sinceridad. Su debilidad le convierte
en un ser dudosamente generoso, aunque regale compulsivamente billetes de
tránsito hacia lo nuevo. Tal vez porque jamás ha conseguido
entrar en parte alguna que le diera seguridad, que le proporcionara estabilidad,
por muy fugaz que ésta fuera. Obligadamente receptivo desde su posición
fija límites inestables a lo real-posible, fronteras abiertas por
las que puede entrar cualquier heterodoxo caminante.
Porque se siente atraído, atrapado, el seducido asume como
suyas situaciones o estados psicoafectivos previamente acotados, definidos.
Esta es la razón por la que, a mi entender, el nombre hace, crea
la cosa, reconstruye las situaciones, al margen del particular interés
de los actores implicados. Decir, por ejemplo, Josefina es pensar en la
mujer fatal. Decir, por el contrario, Laura, es atribuir rostro humano
a planes de exterminio que diseña y ejecuta un presumiblemente terrorista
de Imperio.
Situaciones que llamamos de debilidad o inseguridad predispone al
seducido a dejarse atrapar por el seductor. Pero situaciones otras predisponen
igualmente: estados de ánimo que registran sobre seducidos en escalas
inconmensurables, por ejemplo, los efectos de una obra literaria, de
arte o musical.
BREVE RESEÑA BIBLIOGRÁFICA
BAUDRILLARD, Jean, De la seducción, Ed. Cátedra,
Madrid 1989
GOMBROWICZ, Witold, La seducción, Ed. Seix Barral,
Barcelona 1982
ROUGEMONT, Denis de, El amor y Occidente, E. Kairós,
Barcelona 1978
Servicio de Publicaciones de la Universidad de Valencia:
El arte de la seducción en el mundo románico, medieval
y renacentista, 1995
El arte de la seducción en los siglos XVII y XVIII,
1997
El arte de la seducción en los siglos XIX y XX, 1998