NÓMADAS - REVISTA CRÍTICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURÍDICAS
11-2005/1 | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730
Autonomía y dependencia
La divinización del cuerpo
José Luis Rodríguez Regueira
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"El debilitamiento de la percepción de lo global conduce al debilitamiento de la responsabilidad (cada uno tiende a responsabilizarse solamente de su tarea especializada) y al debilitamiento de la solidaridad (deja de sentirse el vínculo con sus conciudadanos" (Morín 2001:50)

Fruto del predominio de los modelos griego y judío en el pensamiento Occidental, en perjuicio del oriental, hemos tendido a darle una valencia negativa a la liminaridad; ausencia de Ser, lugar de paso, transición, degradación, etc. (1) Este hecho será trascendental en la generación de una lógica binaria –de discriminación exclusiva- que ha condicionado los discursos con los que occidente ha leído la identidad y su relación con la alteridad. Este dualismo nos induce a pensar nuestra historicidad –como axioma de la identidad moderna- como distancia, y dominio, o verbalización, con respecto a nuestro cuerpo, la naturaleza, o el otro, al tiempo mismo que nos obliga a depender de estos nichos para producir nuestra autonomía. La diferencia como espejo sobre la que reproducir nuestra identidad.

Este interés por la diferencia, acentuadamente moderno, alcanzará su cenit con el sujeto cartesiano, artefacto sobre el que se constituirá un mundo auto-centrado que, poco a poco, irá dando lugar al olvido del componente relacionista inherente a las religiones –re-ligare- para imaginar un mundo hecho a la medida del hombre, icono que expone magníficamente Leonardo Da Vinci, con su hombre proporcionado, clásico. La ilustración, y su formismo taxonomizador, y el evolucionismo, sacando a la razón y los sentidos hacia fuera, utilizándolos como combustible para proyectar al hombre en su dimensión histórica, acabaron por delinear un nuevo plan divino; el del dominio del hombre sobre el hombre, su cuerpo y su entorno. La distancia entre el sujeto y el mundo, la cultura y la naturaleza, habían dejado de ser hipótesis para convertirse en verdades históricas, o de hecho.

Este desarrollo lineal, y auto-centrado, sin embargo, no obvia insistir en la posibilidad de otras reglas discursivas que, aunque en un plano de subalternidad, siempre han supuesto una amenaza para quienes han basado, a lo largo de los dos últimos milenios, su reproducción en el poder en esta lógica del reconocimiento y la distinción. Dejémonos llevar ahora, procurando una reconstrucción virtual de la historia del pensamiento, e imaginemos qué hubiese ocurrido si, en lugar de este dualismo platónico -y sin salir de la tradición "occidental"- la interpretación prevaleciente del "origen" hubiese sido la de Ireneo de Lyon, de la llamada Escuela Asiática. Al mismo tiempo reparen en como estas sugerencias que ya en el inicio –el génesis o el mundo griego- nos propone Ireneo tienen puntos de contacto con perspectivas contemporáneas -como las ecológicas, y algunas postmodernas- críticas con el pensamiento ilustrado;

"Dios modeló al hombre con sus propias manos, tomando de lo más fino y puro que hay en la tierra y mezclando proporcionalmente su propio poder con la tierra. Sobre la carne modelada delineó luego su propia forma, de suerte que lo visible mismo tuviera una forma divina" (Vives 1998:162)

La ruptura entre lo material y lo espiritual, sobre la que se ha construido occidente, es puesta en perspectiva -perdiendo su valor universal u ontológico- en el enunciado, que bien podríamos calificar de sísmico, que acabamos de exponer. Lo corpóreo puede ser interpretado como dimensión que responde a una intención divina, el amor, pero concibiendo éste como relacionismo integral, es decir, implicando en su acontecer nuestra propia naturaleza, nuestra historicidad como culto a Dios. Esta visión teológica de la creación abría la posibilidad, en los albores mismos de la civilización, a una interpretación compleja, al tiempo que contingente y abierta, de la vida. Pero esta opción quedaría truncada por la priorización que de esa parte superior del alma, el logos, en detrimento de lo corpóreo, establecerían las principales corrientes filosóficas que se han perpetuado en los círculos de poder intelectual, político y cultural occidentales. Únicamente la palabra, lo que en ella hay de divino, participará de un vínculo consustancial con la deidad. Sesgo, o unidimensionalidad, que alimentará los relacionismos sobre los que se piensan la mayoría de tradiciones religiosas judeo-cristianas. El cuerpo, en éstas, se convierte en templo, al tiempo mismo en que se nos confía la naturaleza como legado a cultivar, civilizar o someter al nombre de dios, pero lejos ya de su divinidad, externos a ella.

Esto no quiere decir que en estas versiones lo profano, o cotidiano, no sea importante, si no que se muestra impedido para trascender. El cuerpo deviene así metáfora de la contingencia como espacio impuro –degradable- que continuamente debe ser "culturalizado" o reintegrado en la sacralidad de las reglas morales de la comunidad a la que pertenece el sujeto, invitándonos al exorcismo –expulsión del mal, que no catarsis- y reglamentación normativa de su materialidad o expresión corporea. Las interacciones sociales únicamente toman entidad como relaciones de reconocimiento, de participación, vinculando mi contingencia aquí, en la tierra, o en el espacio de lo privado, con aquello que le dan su ser en el Origen, o en el marco de lo público o social. Esta mitología genera espacios de comunicación cerrados a la vida, o lo que es lo mismo, que centran sus principios legitimadores en la negación de la muerte, o en su relativización en favor de una meta que situada más allá –el progreso, pero también el paraíso, bien marxista o cristiano- nos ofrece la eternidad. Ambición que en su proyección instrumental –finalista- disuelve la vida -o la contingencia como espacio para la pluralidad- en la búsqueda o reconocimiento de sí mismo, en lo Uno (2).

La relación entre los hombres, y entre éstos y su entorno, pasa así a estar regida por principios disciplinarios, de dominio, que malinterpretan una lectura alternativa del amor, o del hombre como ser relacional. Jean François Lyotard, en su esfuerzo por mostrar las condiciones de posibilidad – o el contexto histórico cultural de lo que llamaremos capitalismo tardío-, y orientándose por las pistas abiertas por Foucault y otros postestructuralistas, deriva esta reflexión hacia la versión laica o secular del platonismo, es decir, hacia los fundamentos sobre los que se legitima el discurso moderno –y sus espacios tanto jurídicos, políticos como científicos- y a su convergencia entorno a la reificación y exterioridad del espacio público, algo que se desprendía ya de la problematización de los padres de la sociología como Durkheim, pero que a raíz de las críticas a la autoridad de las instituciones –de manera significativa a partir de los movimientos sociales iniciados en los años sesenta- nos permite "cuestionar" el aura que había legitimado el valor sagrado y cohesionador de la representación;

"Desde Platón la cuestión de la legitimación de la ciencia se encuentra indisolublemente relacionada con la de la limitación del legislador. Desde esta perspectiva, el derecho a decidir lo que es justo, incluso si los enunciados sometidos respectivamente a una u otra autoridad son de naturaleza diferente. Hay un hermanamiento entre el tipo de lenguaje que se llama ciencia y ese otro que se llama ética y política: uno y otro proceden de una misma perspectiva o si se prefiere de una misma "elección", y ésta se llama Occidente" (Lyotard 1998: 58)

La ambivalencia, o –por qué no- el misterio, mientras en autores ilustrados aún tenía sentido en la problematicidad de su época queda con el positivismo moderno desterrado del todo; mi libertad –nos decía Montesquieu- termina allá donde empieza la de los demás, empujándonos a la necesidad de legislar –limitar- para posibilitar la construcción y convivencia en el espacio público, actuando sobre el exceso -el instinto de muerte-, pero sin que ello tuviera necesariamente que "reificarse" en un código concreto, es decir, se niegan ciertos comportamientos que atentan contra la libertad del otro –lo público como garante de libertad-, pero no se "normativiza" aquello que debe hacerse. La modernidad, tomando a la razón como axioma universal, obviará esta dimensión limitadora para diseñar su consolidación como "era de lo disciplinario", definiéndose frente a la naturaleza –su negación o dominio- y delegando sus esperanzas o confianza en el progreso –Historia- como avance secularizador. Éste será, como muy bien teorizó Foucault, el principal mecanismo de control del que se servirá la modernidad; la separación sujeto objeto y la internalización en el primero de determinados principios en los que busca reconocerse, o mediante los que reintegrar esta fisura.

Y es que los planteamientos universalistas, o institucionalistas de la modernidad, eran una muestra en formato laico –científico- de su voluntad de sustituir a Dios por el Hombre en ese lugar central que la teología le había dado. La razón pasa a sustituir a la fe como religiosidad compartida, al tiempo mismo que instaura como espacio de comunión a los rituales colectivos, liturgias que tienen su propia espacio-temporalidad, ajena a las tensiones y discrepancias individuales que cruzan una cotidianidad reducida a una espacio-temporalidad de lo privado. Distinción, o hipostización de la festividad de lo sagrado, que hunde sus raíces en el carácter monoteísta del pensamiento Occidental. Exaltación de la unidad, o metafísica de la comunión que, junto a la influencia del historicismo judío, se convertirán en las dos matrices generativas del pensamiento moderno. Durkheim, y su empeño en construir un espiritualismo histórico -y por histórico entendemos racional y explícitamente cimentado sobre el hombre como fin de sí mismo-, nos remite a este sincretismo, aunando el peso de la sociedad como lugar sagrado con la importancia que tiene para el judaísmo la "alianza" como hecho histórico, compromiso laico que se traduce para el autor en la defensa de un ritualismo que implique de manera más intensa a los elementos individuales en su comunicación con el todo, o "conciencia colectiva"(3).

Existen otros modelos teóricos, no obstante, que como en los casos de los marxismos idealistas, la fenomenología, o distintos historicismos hermenéuticos, entre otras posturas, nos ofrecen espacios epistemológicos menos rígidos, o institucionalizados, y más beligerantes con la lectura metafísica que hemos venido exponiendo. En estos discursos, de manera estereotipada, la relación entre lo sagrado y lo profano no viene precedida por el temor, o terror característico del antiguo testamento, sino por la afirmación histórica, ya que el hombre –finito- sólo puede adorar a Dios –infinito- a partir del contexto histórico-cultural desde el que trata de habitar el mundo. Enunciado que nos abre nuevamente la posibilidad de contemplar la contingencia como una especie de compromiso –encarnación del verbo- entre el hombre y Dios, legitimando nuestra historicidad como única dimensión sobre la que los hombres deben concretizarse como tales, pero respetando el principio de no tomar el nombre de Dios en vano, como axioma anti-idólatra que impone metafóricamente la distancia entre Dios, plenitud y eternidad, y el hombre que, inmerso en un estado de éxodo, tiene una naturaleza histórica y finita.

Desde estas posiciones se redime el valor negativo que desde el platonismo se le había atribuido a la cotidianidad, lo contingente, como espacio privilegiado para el conocimiento y la acción política, o comunitaria. Lo que no evita implícitamente una reproducción unidimensional, o monoteísta, del mundo, aunque, y pensemos en María Zambrano, recuperando la importancia del relacionismo como poética que desobjetiviza la formas, las redime de su exterioridad, o valencia metafísica como valores de cambio, para estetizarlas, convertirlas en compromisos históricos, efímeros, del espíritu. Revalorización de la interioridad, del espíritu, de la historicidad, pero sin renunciar a la unidad, o necesidad que tiene el espíritu de la forma como expresión humana de lo divino. Posiciones que simpatizan con una propuesta humanista y vitalista, aunque, en su obsesión por la necesidad de conceptuar, o verbalizar el mundo como totalidad, en tanto que representación del vínculo dialéctico, mediado por la palabra, del sujeto con el mundo, desprecia todo aquello que escape a ella, al sentido que establece.

Tanto desde esta última versión más interpretativa que hemos expuesto, como de los modelos más institucionalistas descritos anteriormente, se desprende una visión unidimensional del hombre como ser cultural que se convertirá, a lo largo de la modernidad, en el centro a partir del cual transcurrirá el acontecer teórico genético de la antropología sociocultural. La explicación la encontramos en la repartición moderna que las ciencias sociales se hacen del hombre. A la antropología le tocaría inicialmente, desde el paradigma evolucionista, la explicación de la diferencia como "error" o deviacion biológica –parentesco-, y epistemológica –religión- de los primitivos frente a la ciencia occidental y su proyecto racional de individuo y sociedad. El cuestionamiento de esta perspectiva unilineal, y el relativismo cultural acogido por los antropólogos a finales del siglo XIX, ajustará estos presupuestos –más que superarlos- a distintas tradiciones culturales. La cultura –como espacio sobre el que trata de institucionalizarse la disciplina- será vista como un ente supuer-orgánico –externa al cuerpo y a los determinismos genéticos-, lugar desde el que distintos grupos culturales han conseguido adaptarse a los entornos más variopintos del planeta. Su exterioridad, y su consideración como sistema de comunicación, llevará a los antropólogos a asumir esta competencia cultural, la capacidad de abstracción o simbólica como elemento propiamente singularizador de lo humano, como atributo que le identifica y sobre el que inventa su separación y dominio sobre el cuerpo, el otro o la naturaleza.

En gran medida, aunque habitualmente con una actitud crítica hacia "occidente" mismo, la antropología sociocultural se ha distinguido por estudiar aquellos rituales culturales mediante los que diferentes sociedades verbalizan y actúan sobre el mundo, de hacer explícitas sus racionalidades culturales, sus reglas del juego y contenidos transmitidos, contribuyendo así a la reificación de la cultura como "producto", en lugar de cómo sistema de comunicación potencialmente abierto. Esta simplificación, la reducción de la representación del hombre moderno a su naturaleza lingüística, ha evitado prestar atención a otro tipo de dimensiones como la afectividad –vínculo que desdibuja la distancia individuo/sociedad o cultura/naturaleza- y la implicación del sujeto en una construcción relacional del mundo, la empatía –lo que conecta y no se puede nombrar- y la posibilidad de valorar la diferencia sin destruirla, o la situacionalidad y el carácter contingente –no acabado- de la vida, como pilares para otro proyecto alternativo, complejo, de hombre y sociedad (4).

En su lugar, la representación moderna, y las disciplinas que reproducen su legitimación, se han basado en la reducción o visión del grupo como espacio común, ilustrando la hegemonía en el pensamiento moderno de la identidad, aquello que separa y diferencia los objetos que son iguales de los que no lo son, y su carácter exclusivo. La diferencia, el cuerpo, la naturaleza, o el otro, en lugar de convertirse en líneas de fuga, oportunidades para la vida, devienen para el pensamiento moderno, y las teorías fundamentadas en el mismo, excusas para la distinción o reproducción del hombre como centro. La naturaleza, o la alteridad, concebidas por la modernidad en tanto que caos que puede ser reintegrado en el orden a través de su "reconocimiento" en su matriz identitaria, el sueño logocéntrico moderno, o lo que es lo mismo, en la exclusión de la ambivalencia y la incertidumbre. La modernidad, como paradigma o condiciones de posibilidad desde las que el hombre occidental busca restablecer las fisuras individuo/sociedad y cultura/naturaleza, toma así, en el reconocimiento –el otro como espejo en el que encontrarse- como dominio y exclusión, un estilo sádico:

"En el límite, la afirmación absoluta de la individualidad necesita la destrucción absoluta de los otros. Ésa es la tentación neroniana de los reyes y de los poderosos, o de los SS de los campos de concentración a quienes la simple existencia de una cabeza que no les gusta les parece un insulto, y la suprimen. El proceso de afirmación de la individualidad, a través de la historia, posee un aspecto atrozmente bárbaro, homicida. Es lo que Hegel enunció de forma especulativa, en su Fenomenología del Espíritu, como momento fundamental de la conciencia de sí. La irrupción de la "conciencia de sí" es la irrupción del "deseo de reconocimiento", del prestigio, del honor, de la "voluntad de poder", del orgullo. Y este deseo va a enfrentarse al de las otras conciencias de sí a una lucha a muerte" (Morin; 1997).

Y es que la separación sujeto objeto -individualidad- y la representación y sus modalidades de reintegración social, o reconocimiento, se han constituido históricamente en mecanismos de control y exclusión social que han impedido e impiden la construcción de un espacio público vivo y propiamente político o relacional. Esto ha llevado a muchos autores a defender la idea del fin de la historia -en el sentido que le da Lyotard y no Fukuyama- como cuestionamiento de los ideales modernos de progreso –un discurso unitario de las vicisitudes humanas que avanzan hacia un fin- y de un proyecto centralizado de hombre (Vattimo, 1994: 11), en tanto que condiciones de posibilidad para el establecimiento de un marco basado en la complejidad y en la diversidad, es decir, como posicionamiento "comunitario" –relacional- y situacional –abierto- frente a lo político como representación –reconocimiento- y transformación –exclusión-.

Concretizando nuestro discurso, y recurriendo al cine como producto cultural en el que se plasman algunas de estas inquietudes a lo largo de los dos últimos decenios, recurriremos a dos películas, Blade Runer (1982) y Baraka (1992), como excusas para exponer posturas críticas con la modernidad y de las alternativas propuestas. En la primera, Ridley Scott, su director, nos transporta a un escenario futurista -Los Ángeles del 2019- para ilustrarnos la evolución de los miedos a los ideales progresistas que, como la explosión demográfica, la dilapidación de recursos naturales, o la desigualdad social como contrapartida del modelo de desarrollo capitalista, entre otras dimensiones, estaban siendo cuestionados de manera incisiva desde finales de los años sesenta. Mientras en la película documental de Ron Fricke su director, sin renunciar a la crítica al modelo instrumental moderno, traza un esbozo inclusivo de la diversidad humana que –a modo de metáfora- en su exposición como poesía visual –eludiendo el lenguaje verbal o escrito- nos acerca a una manera de establecer el diálogo con la diferencia distinto al institucionalizado por las lógicas lineales y exlusivas modernas. La imagen, y de ello ha tomado nota la industria publicitaria, y el ritmo del documental y de las escenas que lo componen, se constituyen en recursos alternativos a la hora de presentar "la solidaridad" –comunicación como espacio abierto y no verbalizado- o a la "historia" como adecuación circunstancial a los ritmos –diferentes escenarios y situaciones- que constituyen el mundo que vamos habitando.

Ambos films pueden ser interpretados como revivals de los peligros de las ambiciones de inmortalidad del hombre que adecuan al contexto histórico cultural de principios de los ochenta, y de los noventa en el caso de Baraka, lo que en otros períodos, como en el siglo XIX con Mary Shelly y su Frankenstein, o en los años veinte y treinta mediante el film Metrópolis de Friz Lang o la novela de A. Huxley Un Mundo feliz, ya había sido cuestionado como visión miope de la vida, que en su optimismo totalistarista –logocéntrico- y lineal institucionaliza una concepción de la "vida" que se reproduce o alimenta a consta de la muerte o exclusión de la alteridad, o la naturaleza, obviando toda reflexión sobre sus propias condiciones de posibilidad, sobre el origen o sentido de la vida fuera de sus reglas de reconocimiento. Un miedo a la finitud especialmente negado en "el estilo de vida urbano o moderno" que, en su afán historicista, niega la contingencia, nuestra existencia finita, para ensalzar la necesidad de controlar el tiempo, sujetarnos a la producción de objetos, vehicular en la racionalización del mundo nuestras ansias de inmortalidad, como neurosis moderna que en su miedo por perder el control, pensar su propia relatividad o ficción identitaria, destruye –con música de Wagner y a lo Apocalipsis Now- todo aquello que atenta contra su estilo, su identidad.

Esto se traduce en la película Blade Runner en un entorno radicalmente urbanizado que ha rebasado todo margen o umbral que hubiese podido tener la naturaleza, mostrando un espacio hipertecnificado o racionalizado, viéndose constreñido el hombre, una vez colonizados los límites que la naturaleza había representado para él en la tierra, a expandirse hacia otros planetas para reproducir su modo de vida instrumental, y en la creación –mediante la biotecnología- de simulacros, copias perfectas –hiperreales- en tanto que desprovistas de esa emotividad –naturaleza- que los distingue del humano imperfecto, real, dando lugar a un nuevo superhombre hecho a imagen y semejanza de estos ideales racionalistas modernos y de la sociedad futura que profetiza. Fricke muestra lo absurdo de este avance y el colapso hacia el que nos dirige. Al mundo tradicional, de indiferenciación con la naturaleza, y al moderno, de separación y destrucción de nuestra condiciones de posibilidad –del origen como mito más allá del provincianismo racionalista-, debe seguirle otra visión retroprogresiva –término que tomo prestado de S. Paniker- que supere la actual relación de dominio que establecemos con la naturaleza, o con la diferencia, para integrarlas en una concepción más integral y cooperativa de la vida.

Sin romper con esta línea argumental, y como síntesis, podríamos decir que la modernidad convirtió a la religión, el cuerpo, las emociones, o el medio ambiente, en espacios en los que debían expresarse o reconocerse sus ideales de progreso, razón por la que éstos han construido o inventado su sentido de lo público –la representación- frente a ellos. No resulta por ello extraño que tantos pensadores hayan establecido un vínculo entre escritura y esta relación colonizadora o de control, sobretodo si atendemos a que el énfasis en los modelos "disciplinarios" característicos de la "solidaridad moderna" se centran en su pretensión de "universalizar" su estilo de vida, y ante esta voluntad, la diferencia -aquello que no está fijado o no se reconoce en sus modelos- debe ser neutralizada o destruida. La sociedad postmoderna, no obstante, se basa en otros mecanismos de control social, que si bien exigen del reconocimiento, lo diseñan en base a una serie de pautas diferentes. Así, si bien la modernidad se basó en la idea de secularización como vaciamiento de lo irracional –la naturaleza- o su desplazamiento al espacio de lo privado, la postmodernidad parece tender estéticamente a reivindicar una individualidad basada en "la irracionalidad", las emociones como fundamento de autenticidad, y que –sorprendentemente siguiendo las premisas revolucionarias de algunos postestructuralistas como Foucault- trata de vaciarse de lo social –de las relaciones de reconocimiento formal como relaciones de poder.

Movimiento paradójico que, encarnado en las teorías mantenidas por algunos sociólogos, muestra posturas irreconciliables; la muerte del sujeto y la creación de nuevas maneras de estar juntos, en el caso de Maffessoli, o bien, si cogemos a Lipovetsky, la reificación New Age del individuo y su búsqueda hedonista de la autenticidad en la actual sociedad de consumo. La imagen, y su ambivalencia, como recurso para la presentación del estilo de vida contemporáneo incorpora, en su complejidad, este doble horizonte. En Baraka, a modo de meditación no guiada, la racionalización queda suspendida, para atender a la diversidad humana como potencialidad relacional, en donde el cuerpo o la relación con la diferencia misma, devienen artefactos en los que el hombre –integrándolos como parte de sí mismo en su estilo de vida- se realiza como tal, aunque, a modo de caleidoscopio, mostrando la inconsistencia o circunstancialidad de su materialización. La cultura como espacio para la comunicación y no como producto. Disolución del ego, o inhibición del deseo como desarraigo o conciencia de la muerte en tanto que principio de vida, como proceder ritual – o de comunión- que no busca afirmarse en nada. Este sentido estético del vivir –no instrumental- invita a una relación inclusiva con el acontecer.

La imagen es también, sin embargo, el "modelo" en el que se inspira el mercado para diseñar sus espacios de reconocimiento. Destacar, en este sentido, la obra profética del sociólogo español Jesús Ibáñez, quien observó en la publicidad esta cualidad "utópica" de disolución de las fronteras; el anuncio es la recreación de un estilo de vida, un mundo del que quiere formar parte el comprador mediante la adquisición del artículo promocionado. No es tanto el objeto, aquello que invita al consumo, sino el conjunto del que forma parte. Ahora bien, ese mundo, como concreción heterotópica de esa sociedad sin límites que preconizan las agencias de marketing, debe ser sensible a las perspectivas que lo convierten en "objeto" de consumo, delegando el protagonismo en el usuario-cliente, y alimentando sus ansias de individualidad. La autenticidad individualista new Age, o incluso la mistificación de una naturaleza –las emociones- que le sirve de referente, han desplazado al instrumentalismo sádico moderno, y su sublimación de la conciencia de la muerte en el marco del utilitarismo moderno y del mundo de la producción, por la "experiencia" del consumo como refugio para la inmortalidad.

Ideales como la "libertad" o la "autenticidad", bajo la aura descontextualizadora del individualismo, se constituyen en los "dispositivos" a partir del cual se activan tanto los mecanismos de control social modernos –reconocimiento político representacional- como los marcos tecnológicos y de consumo experienciales postmodernos. En este sentido, y para concluir este apartado, creo que resulta muy revelador el mito sobre el origen que, basándose en la "ansiedad de la separación" del psicoanalista austriaco Otto Rank, y reflexionando sobre la problematización moderna de las distinciones sujeto-mundo y naturaleza-cultura, y sus propuestas de soldadura, a modo de ginecología filosófica, nos expone Peter Sloterdijk. Según este autor, la modernidad y el antropocentrismo que la contextualiza, está ligada a nuestra condición de mamíferos, en su lectura ambivalente, bien como expulsión del paraíso intrauterino, bien como acción o lucha para la vida. Los románticos, nostálgicos comunitaristas o conservadores, afrontarán dichas fisuras reificando la existencia de un supuesto orden natural, eterno -el nacimiento como trauma, separación del origen-, mientras los modernos –historicistas- centrarán su optimismo en la colonización del futuro, en el vaciamiento de irracionalidad –o secularización- como metáfora del avance civilizatorio o construcción del paraíso en la tierra. El modelo triunfante, la modernidad, entenderá así, desde el optimismo moderno, a nuestra especie como fuera de la naturaleza y, en sintonía con las propuestas contractuales ilustradas, empujada a establecer otras pautas de solidaridad racionales; el modelo de vida urbano o moderno, irrumpiendo así el mito de la negación o conquista de la naturaleza como libertad, o, llevado al caso del sujeto según Freud, como proceso de individuación mediante el que un bebé pasa a convertirse en un adulto maduro.

La naturaleza se convertía así en el margen, o el espejo, sobre la que el imaginario moderno construía sus relatos sobre el progreso, o inventaba al sujeto y la libertad individual, remarcando su énfasis en la separación, en la segregación, que singulariza al sentido de la identidad moderno, y no en las condiciones de posibilidad, e integración misma de la naturaleza, en la dinámica de nuestro acontecer. Pero, ¿qué hubiese ocurrido si fuésemos ovíparos?, nos sugiere el propio Sloterdijk, imagen que relega el predominio de la autoridad patriarcal –la forma, la razón, el dominio-, y el mito de la vida como lucha, mostrándonos otra versión "maternal" de la naturaleza, que nos remite a como el huevo deja paso directamente al mundo, sin necesidad de construirte frente a él, sino simplemente como cambio de escala, como expresión –y aquí los antropólogos podemos pensar en lo simbólico como potencialidad, y no como producto, es decir, en aquello que nos permite singularizarnos, y no tanto en la reificación de aquello con lo que nos singularizamos- de otra manera de manifestarse, otra manera de pensar una solidaridad no excluyente, en lo que Salvador Paniker, o Bermann, entre otros autores, sin obviar esta distinción sujeto mundo –tanto en la modernidad como en la postmodernidad- como núcleo de su problematización, llaman reencantamiento del mundo, y que no es tanto un escapismo a un supuesto origen metafísico –algunos irracionalismos New Age, o radicalizaciones de los proselitistas de la ecología profunda- sino la reintegración de la naturaleza –o la ambivalencia- en el curso de la vida, y en como el hombre entiende tal.

Este cambio de génesis cosmogónico nos acerca a otra mirada sobre lo humano como ente bio-eco-antropo-cosmológica, ofreciéndonos una alternativa para redimirnos del reduccionismo monoteísta con el que, tanto el análisis metafísico como aquél rígidamente culturalista, han "constreñido" la interpretación que de sí mismo, y de los espacios bajo su dominio, ha tenido y sigue teniendo "el sujeto" occidental. Una nueva visión de la vida que sustituya tanto los discursos que legitiman las relaciones sociales jerárquicas (verticales) y lineales modernas, como el egocentrismo postmoderno y las burbujas del neoliberalismo, para inventar un nuevo espacio para la interacción social, co-habitativo, en el que las interacciones sociales, situacional y simbioticamente, no se establezcan de manera exclusiva. Un nuevo mapa de lo social en el que el relacionismo desterritorializador -híbrido y no segregalizador- desplace al esencialismo identitario, convirtiendo así el espacio público, a la exterioridad de lo social en general, no tanto en un límite sobre el que representarnos, sino en la concretización de las relaciones con que nos abrimos a la vida. El otro, el cuerpo, o la naturaleza, como nos indica Deleuze, como oportunidad para perdernos y expandirnos, salir de nosotros mismos y desarrollarnos integralmente. Una expansión que ya no se produce sobre la transformación, o el dominio, sino sobre la destribalización y retroalimentación co-generativa entre quienes establecen la relación, se encuentran (5).

Lo local como simulacro-.

"Mientras que la representación intenta absorber la simulación interpretándola como falsa representación, la simulación envuelve todo el edificio de la representación tomándola como simulacro" (Baudrillard)

No deja de ser curioso que un importante sector de la antropología sociocultural manifieste cierto temor ante el uso de categorías, que muchos tildarán "negativamente" de postmodernas, como serían las de simulacro, que encabeza nuestro apartado, o la de heterotopía. Puede que esto, más que una cuestión de ciencia o conocimiento, sea la expresión del temor que provoca mirar en esta dirección, dado el carácter dinamitador que estas categorías y presupuestos que los enmarcan teóricamente suponen para los planteamientos más clásicos de la antropología moderna. En juego está el modelo clasificatorio moderno, que en los apartados anteriores ejemplificamos en la figura de Durkheim, y su lógica de la distinción dicotómica. El otro como cuerpo sobre el que reproducirse y el lugar como espacio de consenso. Frente a esta lógica clasificatoria, localizatoria y excluyente, Michel de Certeau, y otros autores, nos proponen el a-lugar como umbral de posibilidad, no centrado y liminar, como espacio multidimensional –abierto a una pluralidad indefinida de conexiones- de encuentro y convivencia.

En este punto orbitaremos sobre los discursos que apoyan su reflexión en la distinción entre lo local y lo global. Destacar, en este sentido, la existencia de un doble horizonte; un proyecto de "acción local y pensamiento global" que, tomando a la "comunidad", o al municipio, según corresponda, como referente, delega la gestión –favoreciendo la participación y la horizontalidad- de su espacio público al conjunto de la población, al tiempo que se incentiva el establecimiento de nexos o vínculos de cooperación o solidaridad con otros "núcleos" que permitan su enriquecimiento mutuo. Mientras, desde otro punto de vista, y lejos de la pretensión civilista del anterior, tenemos el fetichismo de lo local, mediante el cual, más en clave New Age que romántica se recurre a un orden prístino, o mito de origen, que actúe de superficie profiláctica ante los embistes de la globalización, como adjetivación de lo no auténtico en tanto que extranjero.

Los presupuestos sobre los que se construye uno y otro discurso nos sitúa ante perspectivas radicalmente diferentes en relación al tema de la "inmigración". Mientras el primero busca la desterritorialización deshaciéndose de los "dispositivos modernos" que centralizaban el ejercicio de la ciudadanía, tratando de establecer un juego político más participativo e inclusivo, el segundo, contrariamente, se agarra a la "territorialización" para seguir legitimando, en base a la exclusión de los no patrios, el acceso desigual a los recursos y a la toma de decisiones políticas. Así, si bien el planteamiento "cívico" trata de hacer frente, mediante una sustitución de vínculos económicos por otros de solidaridad, al capitalismo global, el segundo ignora a este último, para reproducir así su orden como simulacro, ejerciendo su seducción sobre un importante segmento de la población que contextualiza esa producción de la alteridad que ocupó nuestro tercer punto, y desconsiderando los nexos transnacionales que en forma de mensajes, bienes o personas atraviesan y constituyen, de manera compleja y contextual, los espacios locales actuales.

Si bien desde las ciencias sociales, y la antropología sociocultural en particular, falta un análisis meticuloso de este panorama, existe un importante número de autores que afirman, como contrapartida a la redefinición como simulacro del discurso territorialista, que esas redes, y flujos transnacionales, han terminado por arruinar, a pesar de las exaltaciones de lo local, las representaciones que hacían de los territorios contenedores de una cultura (Hannerz,1998). Versión que como nos comenta García Canclini, apoyándose en un performance de Yukinori Yanagi, ha llevado a algunos entusiastas a anunciar el colapso de las representaciones territoriales o modernas de la identidad;

"Treinta y seis banderas de diferentes países, hechas con cajitas de plástico llenas de arena coloreada. Las banderas están interconectadas por tubos dentro de los cuales viajan hormigas que van correyéndolas y confundiéndolas. ... . Después de unas semanas, los emblemas se volvían irreconocibles. Puede interpretarse la obra de Yanagi como metáfora de los trabajadores que, al migrar por el mundo, van descomponiendo los nacionalismo e imperialismos. Pero no todos los receptores se fijaron en eso. Cuando el artista presentó esta obra en la bienal de Venecia, la Sociedad Protectora de animales logró clausurarla por unos días para que Yanagi no continuara con la "explotación de hormigas". Otras reacciones se debían a que los espectadores no aceptaban ver desestabilizadas las diferencias entre naciones. El artista, en cambio, intentaba llevar su experiencia hasta la disolución de las marcas identitarias: la especie de hormiga conseguida en Brasil para la Bienal de San Pablo de 1996 le pareció a Yanagi demasiao lenta, y él manifestó al comienzo de la exhibición su temor de que no llegara a trastornar suficientemente las banderas" (Canclini, 1999: 53)

Imagen ésta que, como matiza el propio García Canclini, no implica obviar la importancia que siguen teniendo las identidades territoriales, en tanto que centro que sigue sujetando y orientando las emociones de un amplio segmento de la población, así como tampoco debe evitar que reconozcamos la capacidad que tienen determinadas estructuras modernas –el Estado nación, espacios judiciales, orden represivo militar, etc.- para constreñir la direccionalidad, intensidad y contenidos de muchos de estos flujos, y, en el caso que nos ocupa, la capacidad para generar espacios de segregación como los que adjetivan al inmigrante, un local externo. Convivencia de dos lógicas, la que reúne a consumidores que se apropian diariamente de bienes y mensajes deslocalizados, generando conjuntos transnacionales, y aquella otra que, como simulacro, sigue produciéndose en base a centros territoriales de autoridad que, hundiendo las raíces de su legitimidad en la declinación de los valores abstractos y racionalistas de la modernidad, delegan la competencia de prescribir ciudadanía en el jurista y el político, independientemente de lo que cotidianamente ocurra en la calle. Entre ambos mundos, y las exclusiones propias de una globalización únicamente económica, se hace necesario introducir una tercera interpretación del espacio público, situacional y heteróclita, que integre en su vida los usos cotidianos que sus moradores hacen de él.

Desde la antropología urbana, como subdisciplina que se ha construido tomando como centro de su programa el tema de la solidaridad, primero lo urbano como estilo de vida distinto al tradicional, y luego fijándose en la redefinición de éste en el contexto de la postmodernidad y la globalización, se han sugerido ideas interesantes en esta dirección. Posiblemente, esto sea debido al propio carácter híbrido de esta especialización, que se reinventa sobre el "nosotros", buscando una alternativa no sólo epistemológica sino también política al interés de la antropología madre por "el otro", y a sus implicaciones éticas. Ante lo que vino en llamarse crisis del clásico objeto de estudio antropológico, el otro, algunos autores, como Eduardo Menendez, replicaron a quienes se preguntaban si la antropología debía o podía abordar su propia sociedad, si no deberían hacerse la pregunta inversa, es decir, porqué hasta entonces –estamos en los años setenta- sólo hemos estudiado al otro. Desgraciadamente, la lúcida frase de Menendez no fue acogida con el respeto debido, y el nos-otros, en lugar de abrirse a la complejidad, pasó a reificarse en lo "urbano" como recorrido civilizatorio opuesto al "tradicional", sin que la antropología urbana se plantease de manera generalizada hasta hace unos años el contraste implícito sobre el que había construido su identidad. Dualismo –moderno/tradicional, urbano/rural- que, pese a las vinculaciones colonialistas y réplicas desde posiciones afines a su abordaje desde la complejidad, no ha atendido a estas objeciones hasta que las conexiones agrupadas entorno a la "globalización" lo han convertido en absoleto. Considero que las ciencias sociales, y en especial la antropología, debe volver de nuevo al interrogante de Menéndez. Y esto, no tanto con ánimo revisionista de la antropología urbana, sino para reparar en la inercia moderna en la reificación, en la distinción más que en el nexo.

Esto, no obstante, es compatible con contribuciones interesantes al estudio de la interconexión global, como en Hannerz (1998), Castells (1990;1997), o Pujadas (1996), en las que, se incide en como ya no es posible contener el estudio y naturaleza de las relaciones sociales que acontecen en la ciudad dentro de su espacio físico, invitándonos a leer éstas, y a las trayectorias con que sus habitantes heteronomizan su apropiación del espacio, como acciones, o recorridos, inmersos en una red más amplia de la que constituirían –o alimentarían- un simple nodo. Bien es cierto que resulta más fácil pensar esto en grandes ciudades como Madrid o Barcelona, o en las llamadas ciudades Mundiales (Castells,1990:24), que en una pequeña ciudad como Lorca, aunque posiblemente como consecuencia de la inercia con la que tratamos de exortizar, o desplazar, hacia fuera, lejos, algo que está inmerso en la cotidianidad en que nos desenvolvemos. Este desplazamiento hacia afuera precisamente legitima esas "simulaciones de la identidad local", y su fundamento en la producción de la alteridad, correspondiendo, en un mundo abierto y policéntrico, el deseo de un sector de la población por el arraigo monoteísta.

El concepto de simulacro, en tanto que fantasma de lo "real" que busca su legitimación en el orden institucional moderno, nos permite expresar este movimiento paradójico –segmentación y religamiento- que provoca en muchos contextos la globalización. Por ejemplo, cogiendo como excusa una pequeña ciudad de la región de Murcia, Lorca, con un aumento de su población en casi un 40% debido a la inmigración, podemos fijarnos en como a medida que su economía, y el estilo de vida de su población aumenta su dependencia de factores y elementos transnacionales, el peso de lo lorquino, de la autenticidad de la identidad local, cobra más fuerza. Espacios como la economía, y en concreto el turismo y la agricultura, la inmigración y el ocio son un botón de muestra de esta situación de interconexión negada. La importancia de la producción hortifrotícola de la huerta del Guadalentín se construye sobre un modelo agroexportador, que requiere de un importante contingente de mano de obra, obediente y barata, para existir. Los inmigrantes se convierten así en elementos básicos de una estructura económica local que produce para un mercado internacional. El proyecto turístico y de reestructuración urbana "Lorca Taller del tiempo" nos invita, a su vez, a pensar en como en esta ciudad se recupera el centro histórico como emblema, o marca identitaria, aunque como producto dirigido a un público externo, el turista. Des-territorialización de lo local puesta de manifiesto por la circulación de personas, mensajes, imaginarios o dinero, que entretejen, en este caso, Lorca con otros lugares, que trata de ser contenida, aunque sea como ficción, por la simulación de lo local como espacio homogéneo y autocontenido, lugar que requiere para diferenciarse de la visualización de elementos exógenos, el ecuatoriano extranjero en este caso.

El "inmigrante" en este caso, pero también estilos arquitectónicos, o nuevos alimentos o tradiciones bien traídos por sus ciudadanos más recientes o por los medios de comunicación, pasan a ser considerados como referentes –aunque sea como negativo- aglutinadores de lo local, sirviendo de marcadores identitarios a las "simulaciones de lo local" que tratan de mantener su aura sagrada, pureza, o reinvención del origen que legitima narrativamente –linealmente- el confinamiento y/o exclusión de aquellos elementos que atenten contra su orden de la autenticidad. Proceder ritual tribal, prototerritorial, que refugiándose en la violencia simbólica implícita en el dualismo clasificatorio, imagina o dibuja el carácter patológico y amenazante del "otro", el caos, para resaltar la legitimidad, como miembro de pleno derecho de esa comunidad, de un grupo de elegidos. Exclusión del "otro" del espacio sagrado de lo "público" que les niega el uso de la palabra, y en ello, la posibilidad de influir o participar de la trascendencia que condensa "lo local" como espacio de culto. Amenazando esta "representación de lo real", no obstante, encontramos al cuerpo, es decir, a los usos no disciplinados, disidentes, que no se reconocen en la posición que bien como "creyentes" o como víctimas les asigna "el poder de la simulación de lo local".

Desacato a la autoridad que tenemos que instigar para evitar estos espacios de "segregación social", desacralizando el valor de lo "público" como ideal o manera de ser ritual y unitaria, totalizadora, que puede reproducirse e imponerse a pesar, y en contra, de quienes ni quieren ni tienen porqué compartir sus criterios. En su lugar habrá que pensar en la posibilidad de un espacio híbrido, cohabitado por múltiples discursos, que sólo toman concreción en el momento, y contexto, en que se expresan. Tarea en la que deberían implicarse los antropólogos, paradójicamente, tomando conciencia de nuestra tarea colonizadora desatada en defensa de la "diferencia". Y es que la cultura, como nostálgicamente reparó en ello Lévi-Strauss en Tristes Trópicos, ha perdido ese carácter exótico que tanto fascinó a los antropólogos de las primeras generaciones. Quizás por ello, y el discurso de Lévi- Strauss para la UNESCO en 1971, expresa esta desilusión, hemos tendido a volcarnos en coleccionar historias de marginalidades, obviando que esto nos encerraba dentro de una Jaula de Melancolía (Bartra), que nos convertía casi en expedidores de certificados de defunción, o bien en rebeldes de causas imposibles, como el mantener la pureza del otro a salvo. Es posible que la alternativa contraria, ver a nuestros "indígenas" como agentes que nadaban en ese inmenso océano industrial que implicaba el capitalismo y Estado liberal, hubiese supuesto un mejor conocimiento y soporte a la creatividad cultural de la que eran portadores como agentes sociales.

Este interés por la frontera, como tierra de nadie, donde se establecen los límites tanto al poder como a la agencia de los sometidos, ha ocupado el interés de numerosos autores, quienes nos han legado "categorías" mediante las que buscan expresar este horizonte abierto a la creatividad popular. Este sería el caso de Gruzinski y su propuesta del "Mestizaje" como espacio, tomando como ejemplo el colonialismo español de las américas y la resistencia simbólica de las poblaciones indígenas, de subversión mediante la que los segmentos dominados, como en el caso de los notables indígenas, a los que se les había permito el acceso a la cultura erudita como la escritura o la pintura, usaban los canales de expresión hegemónicos para mostrar o reproducir aspectos distintivos de su estilo de vida. Otro autor, el italiano Ernesto De Martino, tomando como excusa el meridional italiano y los sincretismos religiosos que tienen lugar en él, trata de ilustrar igualmente como el mundo campesino había negociado y mantenido los límites a las pretensiones de hegemonía del catolicismo oficial mediante el espacio concedido a la magia como dispositivo protectivo y reintegrativo –situacional- ante determinadas coyunturas que pudiesen acarrear una "crisis de la presencia" en la que los sujetos se vieran desbordados y no fuesen capaces de tomar decisiones culturales en su propio devenir. Los límites a las pretensiones del control total o poder, es decir, a un reconocimiento absoluto en un supuesto modelo hegemónico, vienen dadas, para los autores mencionados, por la incapacidad de este modelo para dar sentido a todas las dimensiones sociales que describen la existencia social de quienes deben reconocerse en él, y en estos márgenes, la creatividad popular deberá suplir estas fallas ante la imperiosa necesidad de garantizarse su estar en el mundo.

Hoy en día Néstor García Canclini es posiblemente uno de los antropólogos que, contemporaneizando este interés que mostraron De Martino y Gruzinski por la creatividad popular y su réplica a nuevos dispositivos de poder, más sugerencias está aportando al conocimiento de la redefinición de ese espacio de "resistencia", de frontera, o del acontecimiento como negociación entre las nuevas dimensiones en las que se metamorfosean los tentáculos que alimentan a un nuevo capitalismo global, y las opciones que en su uso –y descentramiento- éstos abren a sus "consumidores". Un elemento clave de su análisis, por la influencia que la cultura estadounidense tiene en México, donde vive y realiza su trabajo de campo, son los efectos y reacciones de los medios de comunicación y la pautas de consumo que los canales de televisión, como la MTV, y los centros de ocio tienen sobre la población latinamericana. Desde el punto de vista empresarial, la nuevas tácticas de implantación sugieren una sustitución de las identidades territoriales modernas, y su naturaleza monoteísta o monolinguística, por otras identidades, en constante cambio y policéntricas. Mutación que esboza un énfasis en el acontecimiento y en la diversidad que, tanto en el uso de marketing como del antimarketing, esta tirando de ideas de autores como Michel de Certeau, o Derrida, y en cuyo uso habrá que entrever su integración en las dinámicas legitimadoras del nuevo capitalismo global, dándole la vuelta al énfasis antiinstitucionalista del que fueron destacados activistas estos autores. Así, dentro de esta danza, habrá que atender a como el capitalismo se adapta al ritmo de sus críticas, y, sin perder este compás, o las estrategias de apropiación y resignificación que hace la ciudadanía de los nuevos espacios de consumo mediáticos y de ocio que, si bien desvirtúan, poniéndole precio, las reivindicaciones sociales que tomaron la nueva economía y el capitalismo como modelo para reciclarse, avanzan y sugieren, mediante su flexibilidad y amplitud de elecciones que permiten, otra metáfora de la noción de ciudadanía o de democracia más participativa.

Tal como preconizan Derrida, Deleuze, o la interpretación positiva de la idea de "simulacro" de Baudrillard, este paso sugiere una desnaturalización de las lecturas modernas del origen como espacio de trascendencia a partir del cual separar lo aparente de lo real, el ser de las cosas. Ni la naturaleza es la fuente a la que debemos volver, como remarcarían los románticos, quienes ven en la historia, el acontecimiento, un peligro, algo que tiende a degradar dicho orden "eterno", ni el obstáculo cuyo conocimiento hará libre a los hombres, concebidos como protagonistas únicos de una historia que declara la guerra a todo aquello que cuestione sus principios lógicos. Ni la vuelta al útero, ni la transparencia de una supuesta razón que disolviera al hombre en las estructuras que la definen. La ausencia de origen, de fundamento último a partir del cual autoreferenciarnos, sugiere un visión más compleja de la vida, que, a modo de metáfora, y tomando como excusa el organicismo ecológico, estaría constituida por diferentes centros, que sin perder su autonomía, ejercen influencia y son influidos sobre otros dando lugar a las condiciones de posibilidad de lo que entendemos por vida. Como el indio de Gruzinski, o el campesino de De Martino, el inmigrante de hoy en día, o el consumidor televisivo, está dentro y fuera, constituido por un contexto que no puede obviar, pero cuya respuesta o repercusión nunca podemos adelantar. Sensibilidad que apunta hacia una visión liminar –que no orbita entorno a ningún punto fijo- entre forma y contenido, y a la legitimación del carácter heterotópico del espacio público y las voces que lo habitan, en contraste con las lecturas que sobre el origen –lo público como espacio cerrado- siguen centrando el protagonismo de juristas y políticos que, desde el espacio de la representación, dis-capacitan una lectura holista de la vida, de la ciudadanía o del espacio público.

Esta sensibilidad nómada y antiidólatra está magníficamente caracterizada en el uso que James Clifford (1999) hace del "viaje" como categoría heurística. Así, frente al movimiento paradójico de la modernidad, es decir, su hipostasización de la razón como base de un proyecto evolutivo antropocéntrico, y su doble inercia, centrífugamente hacia la reificación (sedentarismo) –territorialización, o colonización-, y centrípedamente hacía el movimiento (secularización) –vaciamiento de irracionalidad, el pensamiento crítico debe recuperar el misterio. Los discursos identitarios modernos, y su empeño en la territorialización de la identidad y la cultura, muestran una génesis basada en la exclusión de la incertidumbre, de la naturaleza, o de la alteridad. La corporeidad, la reintegración de nuestra animalidad en el acontecer, ha quedado mutilada ante el empeño del hombre moderno por corresponder una libertad o creatividad centrada en la negación, es decir, en la imposibilidad de atender al potencial infinito que sugiere sus encuentros con el mundo, con la vida, para obsesionarse por correponder una originalidad que le empuja contantemente a reconocerse en los artefactos que produce, en la cultura como espacio reificado que nos encierra en nosotros mismos. Dos de los iconos más ejemplificadores en el desarrollo colonialista del pensamiento moderno podemos encontrarlos en la importancia para quienes están bajo su influencia de la escritura – fijeza (univocacidad) y jerarquía, desprecio del caracter abierto y situacional del acontecer- y la Historia – reproducción lineal de un proyecto de Hombre que se basa en el dominio, o impresión, de sus ideales sobre su propio cuerpo, el diferente, o el medio natural.

El miedo al vacío que supone la modernidad como avance secularizador, y el temor a la muerte o la nada que encierra, empuja, paradójicamente, a la creencia en que este proceso de disolución o desvanecimiento puede ser contenido en la producción ritual de productos. Reificación. Énfasis historicista que nos impide mirar nuestra animalidad, el cuerpo, o nuestras conexiones con el ecosistema, la importancia de la agencia en definitiva, como activación o actualización del potencial infinito que permite al hombre metamorfosearse en los múltiples contextos situacionales en los que se aplica. Asumir la diferencia, o la naturaleza, como una parte constitutiva de nosotros mismos, nos abre la posibilidad de descubrirnos, o ser creativos, en todas las dimensiones de la vida en que nos mostramos, sin temor a perder una "identidad" que sólo podemos encontrar en los vínculos con los que nos implicamos y nos implican relacionalmente en el mundo. Cuestionamiento de la tendencia territorializadora, o reificadora moderna, que nos obliga a reflexionar sobre los procesos y estrategias que nos predisponen al marcaje de la diferencia del "otro", o en un sentido general del "caos", como chivo expiatorio a partir de cuya contraposición hipostasiamos la representación de un supuesto nosotros estable y armónico, naturalmente original.

Acabando, y volviendo al punto de partida, la antropología sociocultural, destacar como estas ideas des-naturalizan aquellos discursos antropológicos que han construido una imagen de la identidad y lo social centrada sobre el campo –lo público como espacio cerrado- como metáfora literal de una cultura concebida en términos de residencia, de arraigo. Al respecto, y como réplica a la intención contenedora del trabajo de campo clásico Malinowskiniano, puede resultar interesante –no sólo en el campo del conocimiento, sino en la indesligable relación de éste con la política- la aportación de autores como Marcus, o Fisher, quienes nos sugieren la posibilidad de una nueva etnografía multilocal, como nuevo marco de reflexión epistemológica "desterritorializado", en donde la "identidad" y el "campo de estudio", como metáfora de las condiciones de posibilidad sobre las que hemos reunido a nuestros sujetos como conjunto social, habitan simultáneamente –desplazando la necesidad de reducirlos a un orden o lógica única- espacios heteróclitos. Desplazamiento en el que el "campo", así como el "aquí y ahora" –situacional y participativamente- se desprende de su jacobinismo territorial –centralista- y el carácter racionalista y teleológico – finalista- que le había impreso la modernidad. Traducción ésta, a nivel metodológico, de lo que a nivel filosófico Deleuze propuso como cambio desde una conceptualización de la identidad y la historia arbórea hacia otra rizomática, es decir, no echando raíces en nuestra identidad, pues nos impiden el movimiento, sino multiplicándonos rizomáticamente, actuándonos, haciéndonos mundo en base a los afectos con que nos mostramos.

NOTAS

(1) Quizás el antropólogo más representativo y aludido de esta postura sea Víctor Turner. El uso secuencial de las fases preliminar-liminar-postliminar, y la ausencia de identidad propia de la fase liminar como estado negativo –se ha dejado de ser, pero aún no se ha adquirido un nuevo estatus-, refleja una metáfora temporal interesante; pasado, como aquello que se era –un no adulto, o no miembro de pleno derecho de la comunidad-, presente –como peligro que debe ser ritualizado en el seno de la comunidad-, y futuro en tanto que reconocimiento en la autoridad comunitaria. En cierta manera, como dice Manuel Delgado, el sujeto es tal en tanto que el grupo ha impreso su sello sobre él.

(2) Este énfasis en la unidad, o reducción de las heterodoxias, junto a la necesidad de la diferencia como margen –el cuerpo, la naturaleza o el otro- devienen, conjuntamente, los dos axiomas principales sobre los que se ha dibujado el acontecer político de Occidente.

(3) El propio Durkheim expone como esta comunión no ha sido completada en las sociedades modernas, dada la existencia de la anomia

(4) Una muestra de este proceder viene escenificado en la problematización que algunos antropólogos, como en el caso de Lévi Strauss –y antes Durkheim y Freud-, hacen del totemismo. La distinción entre la naturaleza y la cultura no aparece claramente contorneada en las sociedades totémicas, obstaculizando la aplicación del valor heurístico que la clasificación tenía para la modernidad. Inquietud que, paradójicamente, trata de sujetarse incidiendo en el carácter sagrado de la representación, del valor simbólico de ésta por encima de su referente natural, algo que legitimaban reiterando en sus escritos como la violación de su imagen y preceptos era más severamente castigada que cualquier infracción cometida sobre el propio animal o planta totémica. En cierta manera, necesitan externalizar la representación que el clan tiene de sí mismo, para poder convertirla en el centro sobre la que sus miembros racionalizan, o verbalizan el mundo. Límite, o anomalía, a esta pretensión totalizadora inscrito en el carácter iconográfico de sus imágenes, emblemas, y en la dificultad para separar el color, la forma, o el tamaño, de su significado, de unas cualidades inextricablemente ligados a su relación con la naturaleza.

(5) Ciertamente, nos resulta difícil pensar así, pues el pensamiento Occidental se ha establecido sobre la existencia previa del sujeto, y su distinción con respecto a un mundo completo de objetos, mientras que lo que aquí se propone es una especie de predicamiento, el accionarse, más que el sujetarse al mundo. Esto invita, recogiendo las sugerencias de M. De Certeau, a desprendernos del valor que atribuímos a la dicotomía profano/sagrado, para recuperar la importancia de la cotidianidad y la contingencia que contextualiza su espacio-temporalidad como dimensiones privilegiadas para la vida. La práctica como descentramiento. El hacerse como desujetarse para reterritorializarse enriquecido. Exaltación de lo erótico como juego sensual, lógica fronteriza, que introduce el cuerpo y permea nuestros sentidos para seducir y ser seducidos.

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