NOMADAS.1 | REVISTA CRITICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURIDICAS | ISSN 1578-6730

Desempleo, keynesianismo y teoría laboral del valor
[Diego Guerrero y Marina Guerrero]

RESUMEN | KEYNESIANISMO Y LIBERALISMO
LAS SOLUCIONES LIBERALES AL PROBLEMA DEL DESEMPLEO Y EL ANALISIS NEOCLÁSICO DEL MERCADO DE TRABAJO
EL ANALISIS KEYNESIANO DEL DESEMPLEO Y LAS RECETAS SOCIALDEMOCRATAS | KEYNESIANISMO DE DERECHAS Y DE IZQUIERDAS
EL ANALISIS DEL MERCADO DE FUERZA DE TRABAJO DESDE EL PUNTO DE VISTA DE LA TEORIA LABORAL DEL VALOR (TNV)
EL DERECHO AL TRABAJO Y EL DESEMPLEO EN LA CONSTITUCION ESPAÑOLA | REFERENICAS BIBLIOGRAFICAS


VII JORNADAS DE ECONOMIA CRITICA, ALBACETE, FEBRERO 2000





Resumen: El keynesianismo es una forma de liberalismo que se distingue del neoliberalismo contemporáneo por un mayor realismo a la hora de analizar las insuficiencias de la tradición neoclásica de análisis del desempleo. Sin embargo, tanto los neoclásicos como los keynesianos consideran, tras hacer sus respectivos diagnósticos del problema, que es posible encontrar las recetas adecuadas para eliminar el desempleo, dentro del marco del sistema capitalista. Los autores pasan revista a las explicaciones respectivas que ofrecen esas dos corrientes, para decantarse finalmente por una interpretación alternativa y heterodoxa del mercado de trabajo y el desempleo, según la cual la fuerza de trabajo, como cualquier otra mercancía, viene determinada por sus costes de reproducción para la sociedad (en términos de trabajo, en última instancia), y se ofrece en el mercado en una cantidad determinada por las dimensiones, socialmente dadas, de la población económica activa. Cuando la acumulación de capital se desarrolla al ritmo expansivo de la dinámica alcista del sistema, el mercado de fuerza de trabajo se acerca al pleno empleo, mientras que, tras una crisis de sobreacumulación y la consiguiente apertura de la fase depresiva, la demanda de trabajo se hunde y no hay fuerzas suficientes, por grandes que sean las medidas de oferta o de demanda que los gobiernos pretendan adoptar, para convencer a los capitalistas de que les interesa perder más dinero y contratar a más trabajadores. Mientras la economía se base en el beneficio privado, el mercado y la libre iniciativa, es una ilusión evitar que ese movimiento cíclico del desempleo se combina con una tendencia secular a su incremento, al igual que ocurre con las demás mercancías del sistema, sometidas a la misma lógica del colchón de reserva.


1. Keynesianismo y liberalismo

Uno de los más prestigiosos historiadores contemporáneos del pensamiento económico (véase Beaud y Dostaler, 1993) ha descrito recientemente "el neoliberalismo como un resurgimiento del liberalismo clásico, liberalismo combatido por Keynes" (Dostaler, 1998, p. 5). Muchos izquierdistas, incluidos muchos marxistas, parecen asumir que la simple vuelta al keynesianismo es suficiente para combatir ese neoliberalismo, olvidando matizaciones como las que, a pesar de todo, Dostaler no se olvida de hacer a continuación de la afirmación anterior:

"Liberalismo e intervencionismo no son necesariamente incompatibles. El keynesianismo y el neoliberalismo pueden considerarse como dos formas de liberalismo, que remiten a dos tradiciones liberales diferentes. Entre los pensadores liberales clásicos a los que se oponía Keynes, algunos estaban en realidad más cerca de él --y de la tradición que cabría llamar del liberalismo moderado-- de lo que él mismo pensaba, obligado como estaba a distanciarse de sus antecesores. Así, no sólo Marshall y Mill, sino también Smith, al que reivindican los neoliberales actuales como su maestro, están lejos de la tradición liberal dura que podemos asociar, entre otros, con los fisiócratas y con Ricardo, de los que Friedman y Hayek son los auténticos herederos" (ibíd., pp. 5-6).   En un escrito de explicación de los motivos por los que uno de los autores de este artículo se oponía a firmar el Manifiesto de los economistas europeos por una política económica alternativa, se iba más allá en la denuncia del liberalismo keynesiano, argumentando en la línea que han mantenido autores marxistas como H. Magdoff. Este autor, en un reciente trabajo (véase Magdoff, 1998) inspirado por la necesidad de criticar la idea de que "el estado neoliberal actual es una clase capitalista de tipo distinto que el estado socialdemócrata, keynesiano, intervencionista del periodo anterior", se refiere al caso particular de los Estados Unidos para argumentar en sentido contrario: "El espíritu y la sustancia del neoliberalismo estaba bien vivo en Washington y la comunidad financiera en la 'época de la socialdemocracia keynesiana'. Washington no necesitaba inspiración de Maggie Thatcher para iniciar una ofensiva contra los sindicatos. La marea contra el trabajo empezó en 1947, con la aprobación de la Ley Taft-Hartley, y continuó con la legislación posterior, las decisiones judiciales, y la práctica del Consejo Nacional de Relaciones Laborales. Además, todo el aparato del neoliberalismo fue estimulado, y, donde fue posible, impuesto gracias a la puerta abierta por las multinacionales americanas en el tercer mundo. El camino hacia la NAFTA comenzó desde el principio de la postguerra. En una conferencia en Bogotá, en 1948, veinte naciones americanas firmaron acuerdos para facilitar la inversión extranjera. Se negociaron Acuerdos Bilaterales de Amistad, Comercio y Navegación con países de otros continentes para allanar el camino hacia las inversiones ilimitadas de capital de los EE. UU. La ampliación de los mercados y de las oportunidades de inversión privada fueron objetivos claves del Banco Mundial y del FMI desde el primer día [...] La diferencia entre el llamado periodo keynesiano y la actualidad es que en la primera época se trataba de un aspecto callado de la disciplina que se imponía al tercer mundo, mientras que ahora los principios neoliberales se proclaman en voz alta como la fe verdadera" (Magdoff, 1998).   Pero hay un segundo aspecto resaltado por Magdoff: "No sólo estaba el neoliberalismo vivito y coleando en la era keynesiana, sino que la intervención estatal es un rasgo esencial de la era neoliberal", como lo demuestran cada una de las crisis financieras y crediticias desde finales de los sesenta: "¿Cuál era la naturaleza de estas crisis? El pánico y, en ciertos casos, el colapso del castillo de naipes financiero se evitaban por medio de intervenciones gubernamentales masivas. Estas intervenciones tomaban formas diferentes, por ejemplo: préstamos gigantescos por el gobierno directamente o través del FED; control del Continental Illinois hasta su puesta a flote; o sencillamente se gastaban 200.000 millones de dólares en el salvamento de las cajas de ahorro. Uno de los rasgos principales del periodo neoliberal se supone que es la reducción de la implicación del gobierno en la economía. Sin embargo, en la práctica, las intervenciones directas del gobierno de los Estados Unidos en las últimas décadas significaron el apuntalamiento de la economía" (ibidem). La conclusión final de Magdoff es plenamente suscribible por los autores de este artículo, y debería hacer reflexionar a todos: "La mitología de un Estado del bienestar keynesiano posiblemente sin fin está tan firmemente enraizada en la izquierda como en otras partes. Cuando esta creencia no está grabada en las conciencias, es porque se refugia en el inconsciente. Las propuestas reformistas de los progresistas tienden a buscar vías para el restablecimiento de la 'armonía' keynesiana, cuando deberíamos estar trabajando por cambios que pongan en entredicho el capitalismo y la ideología del sistema de mercado. Nuestros educadores tienen una enorme tarea por delante; explicar por qué lo que representa el auténtico interés de las clases trabajadoras del mundo es el cuestionamiento del capitalismo en cada oportunidad" (ibidem).

Muchos izquierdistas parecen olvidar este tipo de argumentos, y utilizan un género de críticas del neoliberalismo que, efectivamente, como ha denunciado un liberal tan conocido en nuestro país como Pedro Schwartz, tienden más a la caricatura que a la descripción exacta de lo que ha acontecido en la historia real del pensamiento económico. Schwartz escribe que, a pesar de que "la mayor parte de los objetivos últimos de socialistas e individualistas son los mismos: prosperidad, libertad, felicidad, seguridad", la realidad es que "discrepamos en los medios y en nuestro concepto de cómo funcionan los mecanismos sociales" (p. 155). Por eso, frente a los que los socialistas llaman Estado de bienestar, que él prefiere denominar Estado paternalista, lo que propugna es un Estado liberal, pero advirtiendo previamente --en lo que tiene toda la razón-- contra la caricatura que se ha hecho a menudo de la ideología liberal: "La actitud de los liberales ante el Estado suele caricaturizarse por incomprensión (...) creen que el liberal en el fondo desea abolir el Estado, cuando busca centrarlo y reforzarlo" (Schwartz, 1999, p. 167). Por tanto, de creer a Schwartz, si lo que buscan los liberales es forzar y reforzar el Estado, lo que está haciendo este autor no es sino adelantarse 14 años a la famosa tercera vía de Tony Blair, según el cual "la Tercera Vía no es un intento de señalar las diferencias entre la derecha y la izquierda. Se ocupa de los valores tradicionales de un mundo que ha cambiado. Se nutre de la unión de dos grandes corrientes de pensamiento de centro-izquierda --socialismo democrático y liberalismo-- cuyo divorcio en este siglo debilitó tanto la política progresista en todo Occidente. Los liberales hicieron énfasis en la defensa de la primacía de la libertad individual en una economía de mercado; los socialdemócratas promovieron la justicia social con el Estado como su principal agente. No tiene por qué haber un conflicto (...)" (Blair, 1998, p. 55).

Schwartz tiene razón también cuando escribe (en 1984) "Ya no se oyen en bocas socialistas apologías del déficit público; ni promesas de nacionalizar los medios de comunicación, distribución y consumo (...) Todo es hablar de ortodoxia financiera, reconversión industrial, flexibilidad de plantillas, economía de mercado" (p. 166). Todo ello es exacto, y aun se podrían añadir múltiples detalles complementarios, como las palabras que escribe Victoria Camps, presidenta de la Fundación Alternativas --a la que se asocian conocidos nombres del lector español, como Felipe González y, más recientemente, Antonio Gutiérrez--, mucho más relacionadas con el tema que nos ocupa en este trabajo: "El paro tiene que ver con la rigidez del mercado y la regulación excesiva (...)" (en Blair, op. cit., p. 14), por mucho que después intente agregar otros factores.

Continúa Schwartz: "La gente cree que los liberales perseguimos la destrucción del Estado. Muy al contrario, he dicho y quiero probar ahora, el liberalismo como programa político es un programa estatal y público (...) Los liberales, lejos de pretender la destrucción del Estado y su sustitución por no sé qué orden social espontáneo, buscan la restauración de un Estado fuerte, limitado y capaz de cumplir sus funciones necesarias: un Estado que sepa establecer y mantener el marco en el que vaya a florecer la actividad individual" (pp. 173 y 183; las cursivas son nuestras: DG y MG).

Teniendo en cuenta las afirmaciones de Dostaler, Magdoff y de Schwartz, se comprenderá mejor que la primera razón esgrimida, desde nuestra posición, contra las políticas keynesianas pueda basarse en la asunción que del liberalismo hacía el propio Keynes, como han hecho siempre los pensadores conservadores con mayor sentido de la realidad, desde Popper hasta Soros:

<<[Me niego a firmar el Memorándum...] 1. porque defiende una política económica liberal (la de Keynes) como alternativa a la política económica que el documento llama neoliberal. Keynes era un liberal (militante incluso de un partido liberal) convencido de las bondades del sistema capitalista, preocupado por los peligros que amenazaban (y amenazan) su supervivencia, y consecuentemente comprometido en la búsqueda de soluciones a esos peligros (particularmente el paro). La filosofía que inspira el Memorándum (que llamaré simplemente el "documento" en estos comentarios) es muy afín a las reflexiones que Keynes incluye en el último capítulo de su libro como "Filosofía social a que podría conducir la Teoría General", donde puede leerse:   "Cuando de 10 millones de hombres deseosos de trabajar y hábiles para el caso están empleados 9 millones, no existe nada que permita afirmar que el trabajo de estos 9 millones esté mal empleado. La queja en contra del sistema presente no consiste en que estos 9 millones deberían estar empleados en tareas diversas, sino en que las plazas debieran ser suficientes para el millón restante de hombres. En lo que ha fallado el sistema actual ha sido en determinar el volumen del empleo efectivo y no su dirección [...] Los controles centrales necesarios para alcanzar la ocupación plena llevan consigo, por supuesto, una gran parte de las funciones tradicionales del gobierno. Además, la teoría clásica moderna ha llamado ella misma la atención sobre las variadas condiciones en que el libre juego de las fuerzas económicas puede necesitar que se las doble o guíe: pero todavía quedará amplio campo para el ejercicio de la iniciativa y la responsabilidad privadas. Dentro de ese campo seguirán siendo válidas aún las ventajas tradicionales del individualismo [...] Por consiguiente, mientras el ensanchamiento de las funciones de gobierno, que supone la tarea de ajustar la propensión a consumir con el aliciente para invertir, parecería a un publicista del siglo XIX o a un financiero norteamericano contemporáneo una limitación espantosa al individualismo, yo las defiendo, por el contrario, tanto porque son el único medio practicable de evitar la destrucción total de las formas económicas existentes, como por ser condición del funcionamiento afortunado de la iniciativa individual [...] Los sistemas de los estados totalitarios de la actualidad parecen resolver el problema de la desocupación a expensas de la eficiencia y la libertad. En verdad el mundo no tolerará por mucho tiempo más la desocupación que, aparte de breves intervalos de excitación, va unida --y en mi opinión inevitablemente-- al capitalismo individualista de estos tiempos; pero puede ser posible que la enfermedad se cure por medio de un análisis adecuado del problema, conservando al mismo tiempo la eficiencia y la libertad" (Keynes, 1936, pp. 333-335).   <<Las diferencias de los firmantes del documento con respecto a Keynes puede que sean muchas --sospecho que efectivamente lo serán, conociendo a muchos de los firmantes del Memorándum anterior--, pero desde luego no se manifiestan en el texto (aunque uno pueda imaginárselas), salvo, quizás, por lo que se refiere a la cuestión distributiva, que sin embargo Keynes no toca en la cita anterior, sino en otras, como la que encontramos unas páginas antes de la precedente: "Por mi parte creo que hay justificación social y psicológica de grandes desigualdades en los ingresos y en la riqueza, pero no para tan grandes disparidades como existen en la actualidad" (ibidem, p. 329). Es muy posible que los firmantes del documento sólo encuentren justificación para desigualdades de renta y riqueza menores (aunque en diferentes grados) de las que parece admitir Keynes>> (Guerrero, 1999)   Aparte de ésa y de otras razones dadas en el último trabajo citado, tampoco debe olvidarse que, como han afirmado, autores keynesianos, no fueron las políticas keynesianas las que terminaron con el problema del desempleo generado durante la Gran Depresión, sino la situación de la economía mundial originada por la II Guerra Mundial y sus consecuencias. Como escribía J. Tobin en un artículo que se publicó en español en 1986: "Hace medio siglo, cuatro años de caída total de la actividad económica mundial provocaron un paro masivo. La mayor parte del mismo persistió durante los seis años de recuperación anteriores a la segunda guerra mundial. Fue la guerra mundial la que trajo consigo escasez de mano de obra y de todo lo demás" (1986, p. 353). Por consiguiente, con la vista puesta en todas estas consideraciones iniciales, nos proponemos repasar en lo que resta de artículo las formas liberales y antiliberales de enfocar el problema del desempleo, teniendo muy en cuenta que, entre las primeras, será preciso hacer una clara distinción entre la postura liberal pura y la postura liberal moderada (o keynesiana), antes de analizar la posición heterodoxa y antiliberal, inspirada en la concepción marxista y, más precisamente, en la teoría laboral del valor.


2. Las soluciones liberales al problema del desempleo, y el análisis neoclásico del mercado de trabajo

La posición dominante en Economía es, y sigue siéndolo desde hace más de un siglo, la llamada Economía neoclásica. Dejando de lado cualquier precisión o matiz dentro de esta magna corriente, simplificaremos lo estrictamente necesario como para que sea posible presentar cada posición --empezando por la neoclásica-- como una única posición básica, ya que nuestro interés estriba en su comparación con las otras dos grandes posiciones alternativas. Como ya se ha dicho, analizaremos en primer lugar el diagnóstico, y posteriormente la receta que ofrecen como cura del mal analizado.

En cuanto a lo primero, la teoría neoclásica del desempleo se obtiene como resultado de la aplicación de la teoría del equilibrio de mercado al caso particular del mercado de trabajo. En un mercado particular cualquiera, si nos sometemos a los pasos habituales que se siguen en la enseñanza del modelo del equilibrio parcial, se supone que la situación de equilibrio prevalecerá en el corto plazo debido a la libre operación de las fuerzas de mercado. Con una demanda decreciente y una oferta creciente, el punto de intersección determina al mismo tiempo la cantidad y el precio de equilibrio que vacían este mercado. Si partiéramos del supuesto inicial de un punto distinto del de equilibrio, el mecanismo de mercado se encargaría rápidamente de devolver al mercado a su situación de equilibrio, y ello por las siguientes razones. Si el precio fuera superior al de equilibrio, el exceso de oferta resultante haría exacerbarse la competencia entre los oferentes, impulsando hacia abajo el precio hasta el nivel en que desapareciera finalmente el origen de ese impulso bajista (es decir, el exceso de oferta), y ese nivel no es otro, claro está, que el de equilibrio a corto plazo (la famosa letra E de los gráficos micro). Si partiéramos del caso opuesto, tomando como punto de partida un precio por debajo del de equilibrio, serían los potenciales compradores los que, en su pugna por el producto, harían subir el precio hasta el nivel del equilibrio, donde, nuevamente, oferta y demanda se anularían al terminar coincidiendo ambas cantidades.

Pues bien, lo que ocurre en el mercado de trabajo, según el análisis neoclásico (véase la figura 1), es que los excesos de oferta no se comportan igual que en los demás mercados debido a que en tenemos una circunstancia especial, que es su rigidez. Esta rigidez se explica como el efecto de la presencia de elementos extraños en el funcionamiento de este mercado, y hacen de él algo muy distinto de un mercado libre, donde sólo están presentes las llamadas fuerzas de mercado. Estos elementos superfluos y dañinos se explican de muy diversa manera según los autores, pero se resumen en dos grandes conjuntos de causas, sintetizables en los dos sujetos malditos para los neoclásicos: el Estado y los sindicatos. El Estado es, según los neoclásicos, una fuerza intervencionista y distorsionante porque, con sus regulaciones y leyes --siempre excesivas, a su juicio--, impide que se forme un verdadero precio libre. Al imponer salarios mínimos, subsidios y otras protecciones frente al desempleo, al regular de forma intervencionista el mercado de trabajo, los derechos de huelga y despido, la contratación colectiva, etc.; al actuar, en suma, como un Estado de bienestar (en la expresión favorita de los keynesianos), y no como un simple Estado liberal en realidad lo que hace el Estado es contribuir a elevar artificialmente el precio del mercado de trabajo (es decir, la tasa salarial) por encima del nivel que correspondería a los fundamentos internos de la economía (es decir, al funcionamiento libre y flexible de este mercado). Así, por ejemplo, en la figura 1, el resultado sería un salario como el w' en lugar del salario de equilibrio correspondiente a las fuerzas de mercado, que sería w*.

Por su parte, los sindicatos hacen otro tanto de lo mismo al imponer su poder de monopolio por el lado de la oferta del mercado de trabajo. En lugar de dejar en libertad al trabajador para que llegue a un acuerdo libre con el empresario, guiados ambos por las exigencias de sus respectivos comportamientos racionales --que en el fondo comparten, pues se basan en la búsqueda de la maximización de sus respectivas funciones de utilidad--, en vez de eso, lo que consiguen los sindicatos es hacer efectivo un monopolio en el mercado de trabajo, generando así todos los efectos nocivos que la teoría económica convencional asocia con el monopolio, como uno de los fallos de mercado típicos, a saber: la obtención de precios más altos y cantidades más bajas de las que corresponderían en igualdad de circunstancias a la situación de libre competencia (w' > w*, c < q* en la figura 1).

En realidad, lo que la mayor parte de los neoclásicos piensan es que los dos factores generadores del desempleo no sólo pueden actuar negativamente por separado, sino que provocan todo su mal cuando refuerzan mutuamente su influencia nociva por medio del famoso Estado de bienestar. Por esta razón, los neoclásicos dirigen sus ataques contra éste, no sólo por ser la causa de muchos otros males (en realidad, de casi todos, desde el déficit público a la excesiva presión fiscal, etc.), sino, sobre todo y ante todo, como el factor responsable en última instancia de que el desempleo sea tanto más elevado allí donde ese Estado de bienestar es más fuerte, o ha crecido a mayor velocidad. Si en la figura 1, interpretamos las cosas a la manera neoclásica, y teniendo en cuenta que el volumen de desempleo viene representado por el segmento ab (cd en el eje horizontal), la conclusión es que el Estado del bienestar es el responsable de que la tasa de desempleo (cd/Od) alcance en esta situación casi el 50% de la población activa (Od cuando el salario es w'). Como, por otra parte, se ha hecho de uso común la terminología sobre el Estado de bienestar keynesiano, el pacto social keynesiano, y muchas otras similares, se ha terminado por ver en el keynesianismo la teoría propia y el resultado natural de las prácticas concertadas de Estado y sindicatos para convertir al mercado de trabajo en una institución ajena a las fuerzas de mercado, sometida a la nociva regulación del Estado social-sindicalista.

La principal prueba empírica de este argumento apela a las experiencias vividas, respectivamente, por los EE. UU. y Europa. El mercado de trabajo del primer país, más libre y flexible que el europeo --dicen-- ha demostrado su mayor eficiencia consiguiendo presentar en la actualidad unos niveles mínimos de desempleo, nada menos que un record histórico prácticamente equivalente al pleno empleo, mientras que los intervencionistas europeos, en vez de dejar que el mercado hiciera su trabajo, y debido a su tozudez en permitir que la burocracia institucional-laboral se adueñara progresivamente de la palanca del Estado, se han colocado en el extremo opuesto, consiguiendo los niveles de desempleo más altos de la posguerra por no permitir que el salario real descienda al nivel de equilibrio.

Si del diagnóstico pasamos a la típica receta neoclásica, lo que no se les puede negar es la coherencia del análisis. Si culpan al Estado y los sindicatos como responsables del elevado nivel salarial --artificialmente elevado--, y hacen recaer en ello la explicación del paro, la solución que ofrecen no puede ser más lógica desde su punto de vista. Se trata de poner todos los medios al alcance de la sociedad para conseguir que los salarios desciendan hasta su nivel de equilibrio, de forma que, una vez puesta en práctica la flexibilización del mercado de trabajo, y eliminada su rigidez (es decir, una vez realizado el desplazamiento hacia abajo y hacia la derecha a lo largo de la curva de demanda de trabajo en la figura 1), el consecutivo descenso salarial traerá aparejado el aumento de la cantidad demandada, la disminución de la cantidad ofrecida y, al mismo tiempo, el vaciado final del mercado, con lo que el equilibrio resultante significará el retorno al nivel de pleno empleo (el punto E garantiza que, para el salario w*, los empleados serán q*, es decir, tantos como quieran trabajar a ese nivel de salario).

Con ello, los neoclásicos pretenden demostrar además su buen corazón, y dar así la razón a Chirac, cuando, en su famosa confrontación televisiva con Mitterrand, se quejaba de que la izquierda no tiene derecho a ejercer el monopolio de los buenos sentimientos (le monopole du coeur). Y pretenden demostrar, de paso, que la famosa mano invisible de Adam Smith sigue operando cuando se la deja --lo mismo hoy que hace dos siglos--, y no sólo eso, sino que lo hace de forma eficiente e incluso óptima (en teoría); es decir, que es de hecho una mano diestra y experta, mucho más hábil y eficiente que la siniestra mano visible del estado intervencionista keynesiano/marxista.


3. El análisis keynesiano del desempleo y las recetas socialdemócratas

Es bien conocido que la mayoría ve en Keynes el origen de la Macroeconomía. Pero quizás se conozca menos que este autor no sólo tuvo la fortuna de hacerse millonario con sus especulaciones financieras, o de disfrutar de un buen sentido del gusto a la hora de elegir obras de artes, sino que nada de estoo le quitó tiempo para escribir en los años 30 el programa económico del Partido Liberal Británico. Sin embargo, sus grandes méritos como persona no nos interesan tanto como sus méritos desde el punto de vista de la historia del pensamiento económico. Y si se dice que, en su Teoría General, Keynes dio nacimiento a la Macroeconomía oponiéndose a la manera tradicional de explicar el mercado de trabajo y el desempleo, merece la pena que nos detengamos un momento a considerar todo esto.

Según Keynes, el análisis neoclásico era parcialmente correcto, lo que lo llevó a compartir muchas de sus ideas, como no podía menos que esperarse de un discípulo tan aventajado de Marshall. Sólo que Keynes se dio cuenta de que el enfoque neoclásico era excesivamente microscópico, y quiso contribuir con un punto de vista complementarios, que él llamó macroscópico. Fue esta "macroscopia" lo que terminó dando paso a la Macroeconomía, y tras consolidarse ésta --junto a su complementaria media naranja, la Microeconomía--, todo ello dio nacimiento a la Economía convencional y ortodoxa de la segunda mitad del siglo XX en la que no sólo nos hemos formado nosotros sino también nuestros maestros.

Pero, ¿qué quería decir Keynes con eso del "enfoque macro"? Algo tan simple como que el análisis tradicional empezaba a presentar fallas tan pronto como el mercado de trabajo, en vez de estudiarse sólo por separado, se estudiara también conjuntamente con lo que le ocurría en el resto de los mercados. Desde este nuevo punto de vista, el salario no es sólo un precio de un mercado particular y un elemento de coste para las empresas, sino también algo tan importante, o más, que lo anterior pero que los neoclásicos suelen pasar por alto. El salario, cuando se concibe desde un punto de vista agregado, es ante todo uno de los componentes básicos de la demanda agregada (en sociedades como la nuestra, o incluso como la suya ya entonces, e incluso antes, de hecho la masa salarial suponía la mitad de la renta nacional y, por consiguiente, una fracción muy importante del poder adquisitivo total; cosa que es más cierta aun en el día de hoy, al menos en las economías desarrolladas).

Por consiguiente, Keynes estuvo dispuesto a argumentar contra la falta de realismo del diagnóstico y de la receta neoclásicos sobre el desempleo. Para él, no eran los elevados salarios la causa del masivo desempleo involuntario que existía en Inglaterra, EE. UU. y otros países desarrollados durante Gran Depresión. La verdadera causa había que buscarla en un problema de insuficiencia de demanda agregada, y, fundamentalmente, en su componente más volátil: la inversión privada de los empresarios. Keynes se dio cuenta de que la inversión empresarial dependía del estado de ánimo de los capitalistas, y de que éste se formaba de acuerdo con sus expectativas de beneficio, y, finalmente, de que muy bien pudiera ocurrir que ese estado de ánimo fuera más bien depresivo debido a las pobres expectativas, en cuyo caso la inversión se hundiría (o podría hacerlo) y, con ella, también la demanda de trabajo de la clase capitalista (en la figura 2, la curva D se desplazaría hacia la izquierda en ese caso, hasta alcanzar la posición que refleja la curva D').
 
 

Si esto es así, la aparente solución de los neoclásicos podría no servir sino para complicar más aun las cosas, sobre todo si se intentara en una época ya de por sí depresiva. Puesto que si, para volver al pleno empleo, la sociedad consiguiera hacer bajar el salario medio (w') a un nivel inferior --el neoclásico nivel de equilibrio, w*, podría ser un 20% inferior--, lo que ocurrirá es que la demanda total dirigida a las empresas en forma de gasto de bienes y servicios de consumo podría tender a descender en un porcentaje muy importante (no necesariamente del 20%, pero sí suficiente para crear un problema generalizado de ventas). Aunque Keynes sabía que los salarios no constituyen el 100% de la demanda, y que la rebaja de costes podría impulsar por otro lado la demanda de inversión, su mensaje consistía básicamente en advertir que la solución automática esperada por los neoclásicos era poco probable que ocurriera, y que podría ocurrir más bien que el efecto conjunto de ambos resultados fuera en detrimento de la demanda total.

Sin entrar ahora en complejas consideraciones técnicas sobre la elasticidad de la curva de demanda de trabajo --discusión importante a la hora de calibrar si es más probable que un tipo de efectos predomine sobre el otro, o lo contrario--, lo que sí podemos observar es que, desde el punto de vista del convencional instrumental gráfico marshalliano, Keynes estaba argumentando que muy bien podría darse un desplazamiento a la izquierda de la curva, en cuyo caso el punto de equilibrio neoclásico (E en la figura 2) ya no sería tal, puesto que el equilibrio se habría desplazado hacia la izquierda y por debajo del anterior (de E hasta E'), es decir, compatible con niveles de salario real y de ocupación más bajos (w** < w* y f < q*). Esto podría ser, en ciertos casos, "lo peor" que, según Keynes cabría esperar que ocurriera, ya que, por esa vía, podría acabarse entrando en una espiral deflacionaria, en la que, junto a precios y salarios continuamente a la baja, tendríamos niveles de empleo cada vez menores y un reforzamiento creciente de las tendencias depresivas y autoliquidadoras del sistema, que era precisamente aquello que su teoría quería combatir en último extremo.

El nuevo diagnóstico de Keynes lo condujo a un tipo de recetas muy distinto del neoclásico. Puesto que el problema era de demanda agregada, y más concretamente de la inversión privada, de lo que se trataría sería de reactivar la deprimida demanda para poner fin a las causas de la depresión. Para ello, se trataría de reproducir (a largo plazo) las condiciones de confianza empresarial que llevan a los capitalistaa a generar espontáneamente el nivel de inversión suficiente para poner en marcha el termostato de la recuperación, que vendría seguida por una tendencia alcista en los ritmos de producción y de oferta, y, por consiguiente, del empleo. Pero Keynes estaba mucho más interesado en el corto que en el largo plazo, por lo que se concentró en este tipo de medidas, es decir, en el conjunto de políticas que, según él, deberían ponerse en practica por la sociedad, y más particularmente por el Estado, con el objetivo de reducir las tasas de desempleo a los niveles más bajos posibles en el más corto espacio de tiempo posible. Desde este punto de vista, Keynes creía que, en tiempos de depresión, no había tiempo para esperar que las fuerzas de mercado se pusieran a corregir por sí solas los desequilibrios (ya que el ritmo esperable por esta vía sería muy inferior al necesario), y defendió la necesidad de que el Estado se encargara él mismo de dirigir a la economía en la dirección adecuada. A falta de una demanda espontánea de mercado suficiente, proponía que fuera el Estado el que completara su insuficiencia con una demanda pública adicional destinada a favorecer las ventas y la producción de las empresas (es decir, el empleo). De todos es sabido que las recetas de Keynes fueron la vez monetarias y fiscales. De hecho proponía simplemente que el Estado gastase más sin necesidad de recaudar más impuestos, sino mediante déficits públicos sucesivos financiados con emisiones monetarias (pues era preferible un impulso inflacionario al crecimiento que el estancamiento con deflación de precios y salarios).

Como ya se dijo, Keynes defendió estas posiciones en el plano teórico, no porque fuera un intervencionista y un antiliberal, sino porque, precisamente como liberal realista que era, defendía, como todos los de su especie, una intervención estatal adecuada a las circunstancias (incluida una intervención importante cuando las circunstancias son importantemente negativas: repásese la historia de la teoría económica liberal, desde los fisiócratas o Smith a Milton Friedman o Pedro Schwartz). Hoy sabemos que Keynes no estaba sólo en la defensa de estas posiciones en los años 30. Sabemos también que de hecho los gobiernos habían empezado a reaccionar en la dirección keynesiana avant la lettre. Por ejemplo, Roosevelt defendía intervenciones "keynesianas" sin saberlo, lo mismo que, por otra parte, estaban haciendo Hitler, Stalin y otros, siguiendo la pauta del célebre personaje dieciochesco capaz de hablar en la más pura prosa sin tener la menor consciencia de ello. De hecho, en honor de la verdad hay que decir que los liberales contemporáneos son más conscientes de cómo ocurrieron las cosas en la realidad que muchos de los que hoy critican, desde la izquierda, el llamado neoliberalismo antikeynesiano.


Keynesianismo de derechas y keynesianismo de izquierdas

Los que ven el la época keynesiana la edad de oro de nuestros sueños y parecen limitarse a criticar la ola neoliberal del último cuarto de siglo con el ánimo aparente de volver a la situación inmediatamente anterior, olvidan que Nixon marcó el punto álgido del keynesianismo consciente cuando declaró en 1970 que "hoy todos somos keynesianos". Y olvidan también que las mayores bestias negras del keynesianismo (Reagan y Thatcher) no han dejado de hacer keynesianismo --aunque piadosamente rebautizado de keynesianismo perverso por los humanitarios defensores de Keynes, como si éste se hubiera opuesto alguna vez a que el gasto público consistiera en armamento--, al menos en cuanto no han podido o querido evitar que el peso del sector público siguiera creciendo en sus economías. Si los liberales son hoy antikeynesianos es porque han hecho lo mismo que Keynes pero en circunstancias nuevas: intentar salvar el sistema con las recetas más apropiadas para que la clase capitalista pueda seguir siendo la clase dominante del sistema; en definitiva, discurrir sobre los medios más eficaces para que el motor del sistema no se pare, o esté paralizado el mínimo tiempo posible. Y ese motor no es otro que el máximo beneficio. A decir verdad, esto es lo mismo que hacen hoy en día todos los keynesianos, neokeynesianos y postkeynesianos, sean de derechas o de izquierdas. No se trata de negar las diferencias que existen entre la izquierda y la derecha, sino de analizar en qué consisten. Veamos.

Un postkeynesiano es alguien de izquierdas que mantiene una posición en Economía que pretende ser una mezcla de fidelidad al Keynes más puro --es decir, el menos contaminado del virus de la síntesis neoclásico-keynesiana-- con otros elementos procedentes de colegas y discípulos de Keynes (como Kalecki, Robinson o Kaldor) más abiertos que él a la recepción de ciertas ideas de Marx (supuestamente, pues en realidad vienen en parte de antes de Marx, en parte de contemporáneos de Marx, y en parte también de ciertos autodenominados marxistas que defendieron o aún defienden posiciones muy distintas). Pero como no tenemos espacio para detenernos en esto --salvo para señalar que es típicamente postkeynesiano ir más allá y defender que una subida salarial no sólo no es necesariamente negativa para salir de una depresión, como afirman los neoclásicos, sino que puede ser todo lo contrario: un factor desencadenante esencial de la recuperación--, pasaremos ya a la tercera de las grandes posiciones que se analizan en este trabajo.


4. El análisis del mercado de fuerza de trabajo desde el punto de vista de la teoría laboral del valor (TLV)

Algunos economistas tratan a Marx como si sólo hubiera sido un revolucionario. Esto es equivalente a tratar a Keynes como si sólo hubiese sido un Lord o a Pareto como si sólo hubiera sido un conde. Aquí lo trataremos como economista, y presentaremos su pensamiento como corresponde a un tratamiento actual de estos temas, de forma equivalente a como hemos hecho con las posiciones neoclásica y keynesiana. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre con éstas, la teoría marxiana moderna es mucho más desconocida, y habría que explicar previamente un volumen importante de conceptos intermedios para que la argumentación que sigue se pudiera entender en igualdad de condiciones que las dos teorías competidoras. Como no hay tiempo, sin embargo, para hacer esto, el lector interesado debería acudir a explicaciones más pormenorizadas que encontrará en otro lugar (véanse por ejemplo Guerrero 1995, 1997, 1997/98).

En relación con el enfoque neoclásico, el heterodoxo no se distingue por que no utilice el concepto de equilibrio o el análisis gráfico convencional, ni por que considere que tienen razón los institucionalistas al insistir en las diferencias entre la fuerza de trabajo y las demás mercancías, olvidando al mismo tiempo las similitudes que existen entre ellas. En realidad, se trata es de que la heterodoxia, siguiendo a Marx y a otros, como Rubin, tiene una concepción distinta del equilibrio y lleva a cabo un análisis teórico y gráfico del equilibrio en el mercado de trabajo que difiere tanto del neoclásico como del keynesiano.

Para empezar, la idea básica es que la teoría del valor que comparten neoclásicos y keynesianos (pues ambos son herederos de Marshall y/o de Walras) es falsa. No es la conjunción de la oferta y la demanda la que determina simultáneamente el precio y la cantidad de equilibrio. Eso sólo ocurre en el llamado corto plazo neoclásico, es decir, cuando suponemos dada la cantidad de todos los factores y nos concentramos en el análisis estático-comparativo de los efectos que ocurren como consecuencia de cambios en el factor que tomamos como variable. Pero en la realidad el concepto neoclásico de corto plazo no sólo no es corto ni largo, sino que ni tan siquiera es plazo. A la teoría del valor realista lo

que le interesa es el valor o precio de las mercancías en el tiempo real, y a la hora de analizar eso, si lo que nos preocupa es entender la realidad tal cual es, y no hacer propaganda y apología del sistema, la única conclusión sólida es que, en el corto y el largo plazo reales, es decir, en el tiempo histórico, es la oferta la que determina los precios de equilibro estables, mientras que el papel de la demanda se limita a determinar la cantidad que se puede vender a los precios previamente determinados.

Si la tecnología y los costes de producción están dados, la teoría neoclásica nos dice que el equilibrio a largo plazo viene dado por el óptimo de explotación de la escala óptima (véase el punto OEEO de la figura 3), que es otra forma de referirse al punto mínimo de la curva envolvente de costes medios, que, como se sabe, incluye entre los costes lo que los neoclásicos llaman el rendimiento normal, es decir, la tasa de ganancia media del sistema. Dicho de otra manera, ese coste a largo plazo, que en realidad, dada la definición neoclásica de los costes, es un auténtico precio, no es otra cosa que el prix nécessaire de los fisiócratas, el natural price de los clásicos, o el maxiano precio de producción, es decir, la forma más concreta que adopta el valor-trabajo de las mercancías. Por tanto, el equilibrio estable de los mercados lo proporciona, como muy bien analizó Rubin, siguiendo a Marx, el precio de producción de la mercancía, donde no entra ninguna consideración de demanda, salvo en la medida en que es ésta la que fija la cantidad de mercancía que es posible vender a ese precio.

Pues bien, exactamente igual ocurre con el mercado de la fuerza de trabajo (véase la figura 4), eso que neoclásicos y keynesianos traducen por mercado de trabajo. El salario de equilibrio es el coste de reproducción de la cesta habitual necesaria para reponer esa fuerza de trabajo a largo plazo. La curva de oferta de fuerza de trabajo, una vez sabido cómo se determina su origen en el eje vertical (el del salario), tiene una forma de recta horizontal (como toda curva de oferta a largo plazo cuando los costes están dados), y tiene también una determinada longitud, que viene definida por el conjunto de factores que explican el tamaño absoluto de la población activa de una sociedad. Por su parte, la curva de demanda de trabajo es un curva decreciente, como lo es cualquier curva de demanda en general.

El problema, por tanto, se reduce a lo siguiente. ¿Por qué aparecen y desaparecen todos los días nuevas y antiguas mercancías? Aparecen cuando el coste de producción baja hasta un nivel en que la demanda efectiva es positiva, y desaparecen cuando la demanda desciende a un nivel que hace imposible la supervivencia de la última empresa. No hay ninguna razón, en el sentido señalado, para que oferta y demanda tengan que coincidir. Pues lo mismo ocurre en el mercado de fuerza de trabajo: no hay razón alguna para que la demanda de trabajo corte a la curva de oferta estable de trabajo en su extremo derecho, generando una cantidad de puestos de trabajo suficiente como para conseguir el pleno empleo. Más bien, ocurrirá, y a continuación estudiaremos las razones de que esto sea así, que la demanda se dibujará a un nivel tal que su intersección con la oferta existente produzca necesariamente un determinado nivel de desempleo.

¿Qué es lo que explica las dos tendencias básicas del mercado de trabajo capitalista, es decir, que el desempleo sea consustancial al sistema y que tienda a ser un volumen creciente en el largo plazo? Estudiaremos a continuación ambos problemas de forma sucesiva.
 

a. La necesidad del desempleo.

El desempleo es necesario como fenómeno recurrente debido a que, por necesidad, con la misma naturalidad con que la economía capitalista pasa por fases expansivas, tiene que pasar también por fases depresivas que tienen su origen en el desencadenamiento de crisis de sobreacumulación de capital. Todo ello a su vez se explica por el hecho de que este sistema es un sistema muy especial y extraño desde el punto de vista humano. La producción humana no se hace en él con el propósito de satisfacer las necesidades humanas (de todos), sino con el propósito de obtener el máximo beneficio posible (de algunos). Es decir, la producción se lleva a cabo como un simple medio para la valorización del capital, y el trabajo es un simple medio para la explotación, es decir para la extracción de plustrabajo. Por esta razón, dentro de nuestro sistema capitalista, el derecho al trabajo no existe, al menos no existe en el sentido en que los juristas hablan de los derechos plenos, sino tan sólo en la forma subalterna y mediocre de un derecho condicionado, es decir, de un derecho que sólo existe cuando confluye con una condición necesaria (pero no suficiente) en el sentido estrictamente jurídico: que el ejercicio de ese derecho esté autorizado por --o sea compatible con-- las perspectivas de beneficio del capitalista contratante. Por tanto, si no hay previsión de beneficio, no hay producción; y si no hay producción, no habrá empleo; y si no hay empleo, es que no hay derecho efectivo al trabajo para todos.

Sin embargo, los capitalistas están interesados, claro, en obtener cuanta más plusvalía mejor, ya que ésta es el origen del beneficio, y ello con independencia de que entiendan, o no, cómo funciona el sistema como tal sistema. Pues bien, en cuanto tal, el sistema sólo funciona bien cuando es capaz de reinvertir a buen ritmo una parte creciente de la ganancia, lo que significa necesariamente dos cosas: 1) que supera momentáneamente el obstáculo que el propio crecimiento demográfico (lento, de acuerdo con las potencialidades técnicas alcanzadas por la sociedad capitalista) levanta permanentemente en su camino; esto, a su vez, es un indicio de éxito para el capitalismo, ya que señala que el capital está creciendo a un ritmo mayor del que muestra el propio beneficio, poniendo así en práctica el ideal que Smith y Ricardo supieron extraer del propio mecanismo sistémico: su funcionamiento o marcha a partir del movimiento sincronizado de las dos patas en las que se apoya: a) la extracción máxima de plusvalía (o sea, el trabajador, como máquina de producir plusvalor), y b) la conversión máxima de plusvalía en nueva capacidad productiva mediante la máxima acumulación de capital (o sea, el capitalista, como máquina destinada a incrementar incesantemente el capital).

2) pero, al mismo tiempo --¡oh, paradoja!-- el éxito es el fracaso del sistema, ya que lo anterior significa por definición el descenso de la rentabilidad media de la economía. Y, aunque esto no es en sí mismo el desencadenante de la crisis, como muy bien han sabido explicar, siguiendo a Marx, autores como H. Grossmann, P. Mattick y A. Shaikh (véanse Grossmann 1929, Mattick 1969, Shaikh 1990, y un resumen de la idea en Guerrero 1997), sí lo es de forma indirecta, ya que se tiene que producir necesariamente una retroalimentación contradictoria, de forma tal que la caída de la tasa de ganancia termina arrastrando con ella a la propia masa o volumen absoluto del beneficio. Y es precisamente cuando el volumen de beneficio se estanca o cae cuando estalla la crisis de sobreacumulación de capital y se abre la fase depresiva. Se abre porque entonces el capitalista está más interesado en reducir los límites del naufragio que en seguir echando peso al barco. El capitalista tiene que destruir capital, aunque en un principio, y por su propia naturaleza, se resista a ello, y se crea capaz de escapar de la tormenta simplemente destruyendo producción y empleo, pero sin afectar a su capacidad productiva. Por eso, normalmente no es el capitalista individual el que destruye su capital --al menos, voluntariamente--, sino que es el mercado, a través de su furia ciega y objetiva, el encargado de llevar a cabo ese trabajo.

Pero fijémonos sólo en el empleo, ya que las demás manifestaciones de lo que ocurre tras una crisis no nos interesan en este momento. Cuando hay una crisis de rentabilidad lo suficientemente importante, ninguna fuerza, espontánea o no, será lo bastante poderosa como para mover la curva de demanda agregada de trabajo, desplazada de golpe hacia la izquierda (véase la figura 4) y a enorme distancia del límite señalado por la población activa (el empleo potencial, en cierto sentido), en el sentido necesario como para reabsorber el desempleo. Mientras el sistema siga siendo el sistema, el empresario tiene la última palabra. Si se trata de la libre empresa, nadie puede obligar al capitalista ni a la clase capitalista a invertir, ni mucho menos a contratar nuevo empleo, porque ni tan siquiera se le puede impedir que siga destruyéndolo.

Por tanto, la posición heterodoxa es tan fácil de resumir, llegados a este punto, como lo eran sus dos contrincantes ortodoxos. Para ella, el desempleo es una consecuencia necesaria de la dinámica interna del sistema y va ligada necesariamente a su propio contenido sustancial. Su origen no es otro que la contradicción natural en que se mueve el sistema capitalista, que obliga a convertir en mercancía hasta las propias capacidades humanas (en forma de fuerza de trabajo mercantilizada). No se trata, por tanto, de echarle las culpas al Estado o a los sindicatos, porque es absurdo decir que los salarios son demasiado altos o demasiado bajos --son los que son, y punto--, igual de absurdo que decir que el precio del ácido sulfúrico o el de la cerveza son altos o bajos. Tampoco se trata de echar la culpa a las malas expectativas empresariales y a la deprimida demanda agregada resultante, porque inmediatamente sobreviene la pregunta de por qué la demanda de inversión se tiene que deprimir necesariamente cada cierto tiempo, igual que en otros momentos se tiene que poner más contenta que unas pascuas.

Se trata de lo que se trata: que este sistema no sólo es contradictorio por naturaleza, sino que es también antinatural en las actuales circunstancias históricas. Si la condición para ganarse la vida por parte de la mayoría es dejarse explotar en el trabajo --trabajar para el inglés, como diría un castizo--, ello no puede hacernos olvidar que también éste se ve obligado (como el trabajador o el castizo) a comportarse como lo hace --pues es el sistema, y no el individuo, el que impone siempre sus pautas en último término--. La conclusión no puede ser otra que la siguiente: el termostato capitalista se para por las mismas razones por las que se echa a andar, por razones que residen en la propia naturaleza del termostato --es decir, por el mero hecho que, al ser un termostato, tiene que pasar por dos fases alternativas--, y no por la presencia de factores (o infortunios) externos, ya se trate de externos en el sentido literal ("la crisis siempre viene de fuera, del extranjero") o en el figurado (la culpa la tiene el enemigo interior y quintacolumnista del Estado propio, asociado a la fuerza monopolística de los sindicatos nacionales, enemigo que, aunque interior, desde luego, en el sentido geográfico-político, no deja de ser un factor exógeno perturbador desde el punto de vista de la teoría económica convencional, anclada en la supuesta belleza ideal-constructiva del modelo micro-macroeconómico ortodoxo del mercado).
 

b. La tendencia secular hacia el aumento del desempleo.

Pero hay otra dimensión que no conviene olvidar, por su importancia decisiva. El desempleo no es un puro fenómeno cíclico, ligado a la evolución de la coyuntura de los negocios y a los largos movimientos de fluctuación conocidos como ondas largas desde la época de Kondrátiev (véase, sobre este autor, Bosserelle 1994), o incluso antes (véase Mandel 1980). Además, el desempleo, como ejército de reserva de mano de obra que es, no es sino un caso particular de la tendencia del capitalismo contemporáneo a diseñar sus unidades productivas --y a hacerlas operar de facto-- con un exceso de capacidad que sirva de almohadón o amortiguador de los grandes movimientos oscilatorios citados y mantenga los respectivos precios al nivel adecuado en periodos de fuerte alza en la demanda de cualquiera de los insumos productivos. Como ha señalado Koutsoyiannis, ésta es la práctica habitual en la actividad empresarial como fenómeno general, y por tanto no hay ninguna razón para no extenderla a la práctica de gestión de los llamados recursos humanos de la empresa, sobre todo cuando durante mucho tiempo se los ha tratado, y aún se les sigue tratando, como un recurso fijo.
 

c. ¿Tiene el desempleo solución?

Tras el diagnóstico, la receta. A diferencia de sus oponentes neoclásicos y keynesianos, los heterodoxos no tienen estas recetas. Para ser exactos, saben que no existen tales recetas contra el desempleo dentro del sistema capitalista. Fuera de ese sistema, claro que hay solución al desempleo. Simplemente, se trata de instaurar una auténtica democracia, poner en práctica la voluntad popular de trabajar colectivamente y ganarse la vida dignamente. Pero para eso hacen falta muchas cosas y superar muchas dificultades, remover muchos obstáculos (no sólo económicos) en cuyo análisis no podemos entrar ahora. Pero me voy a centrar en una sola, una que tiene que ver con nuestro campo de actividad.

"El hombre se cree libre porque no se apercibe de sus cadenas", reza una frase célebre. Y nosotros añadimos que una de sus cadenas que no perciben muchos críticos es que, al creerse críticos del pensamiento único, lo único que están haciendo es contribuir al pensamiento único, darle color a ese pensamiento hasta formar un arco iris aparentemente fantástico y maravilloso. El pensamiento único es en realidad un multicolor arco iris de pensamientos únicos diversos que sólo tienen una cosa en común: la creencia de que capitalismo y democracia son compatibles. La receta para cocinar esa compatibilidad queda al gusto del cocinero de turno: a algunos les gusta la tortilla de patatas sólo con patatas (el mercado); a otros les gusta además con cebolla (el Estado). El menú está bueno para los comensales, eso hay que reconocerlo, aunque no dejen de ser dos variantes de un mismo plato único. Lamentablemente, lo peor no es eso. El fallo más grave del sistema de mercado es que a los que ponen el trabajo para la elaboración de las dos clases de tortilla los obligan a quedarse fuera del restaurante a la hora de la comida, alienados de las exquisiteces de cualquiera de ambas modalidades culinarias. Aun más: sólo les dejan participar, una vez acabada la comida, a la hora de lavar los platos.

Y, eso sí, como premio extra para los ciudadanos de los países democráticos (así llamados), se les deja opinar cada cuatro o cinco años si sus preferencias van por la tortilla con o sin cebolla.


5. El derecho al trabajo y el desempleo en la Constitución española.

Las Constituciones de cada país --es decir, la norma jurídica suprema que constituye la cúspide del ordenamiento jurídico de los Estados-- sólo representan lo que los juristas más consecuentes consideran ejemplos concretos de la constitución formal de la sociedad que se dota de ellas, es decir, una parte de la superestructura que se levanta sobre la base de las relaciones sociales que constituyen el entramado sobre el que se cimenta la sociedad entera. En este sentido, la economía, como parte de esa estructura de relaciones sociales, forma parte de la constitución material de la sociedad que soporta la constitución formal correspondiente.

Así, en una economía capitalista como la nuestra, la normativa básica incluida en la constitución formal tiene que recoger los principios básicos que reflejan en el terreno de las ideas jurídicas el funcionamiento real de la economía capitalista, usualmente tratada eufemísticamente como simple economía de mercado, siguiendo el ejemplo de los economistas mayoritarios, a quienes los términos capital o capitalista deben de resultarles cacofónicos, a juzgar por el cuidado y la pertinaz insistencia que ponen en evitar su uso a toda costa. El objeto de este apéndice es simplemente mostrar por qué en la Constitución española de 1977, la actualmente en vigor, el derecho al trabajo no es tal, puesto que se concede el puesto principal al llamado derecho a la libertad, que incluye, por supuesto, como en cualquier otro país capitalista del mundo, la libertad de empresa y de beneficio (o sea, la libertad de extracción y apropiación del plustrabajo ajeno), claramente contradictorios con el primero, como se vio anteriormente.

En el artículo 1º, epígrafe 1, de nuestra Constitución se lee: "España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político". El trabajo no figura en esta lista, pero podría.

En el capítulo II de la Constitución --sobre "Derechos y libertades"-- se distingue muy claramente entre los derechos fundamentales de la sección primera, y los simples derechos de la sección segunda. La distinción no es irrelevante porque, tal y como reconoce el artículo 53.2, "cualquier ciudadano podrá recabar la tutela" de los primeros "ante los Tribunales ordinarios", mientras que no ocurre lo mismo con los segundos. Pues bien, aunque curiosamente, los derechos de sindicación y huelga se incluyen entre los de la sección 1ª (art. 28), el derecho al trabajo, que debería ser previo a los citados, sólo aparece dentro de la segunda sección (en el art. 35), indicando que ningún español puede reclamar ante los tribunales su derecho al trabajo.

Se podría argumentar que también "la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado" sólo se ubica en el artículo 38, dentro de la sección 2ª del capítulo II; incluso que lo mismo ocurre con "el derecho a la propiedad privada y a la herencia" (art. 33). Pero puesto que la libertad es el primero de los valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico, la libertad de empresa también lo es. El artículo 24 añade que "todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos". Ahora bien, mientras que los derechos de propiedad están bien protegidos por los códigos civiles, mercantiles y penales (con largos siglos de historia y de adaptación a las necesidades concretas de cada fase de la acumulación capitalista), y por los correspondientes poderes fácticos que velan por su cumplimiento, ¿qué podemos decir del derecho al trabajo en una sociedad donde es tan clara su ausencia que toda la polémica queda reducida a la cuestión del número, es decir, al debate sobre cuántos son en realidad los que no ejercen ese derecho en la práctica y cuentan, en consecuencia, como parados (otros, ni siquiera cuentan como tales, aunque debieran)?

El artículo 35.2 de la Constitución nos concede a los trabajadores un recuerdo: "la ley regulará un estatuto de los trabajadores". Vayamos a él, pues. En su actual normativa, el Estatuto incluye en su artículo 4º --sobre Derechos laborales-- al derecho al "trabajo y libre elección de profesión u oficio" como el primero de la lista. Ahora bien, ese mismo artículo aclara, en su punto 2, que "en la relación de trabajo, los trabajadores tienen derecho: a) a la ocupación efectiva, b) [...]". Es decir, que sólo hay derecho efectivo al trabajo cuando se está ya en una relación de trabajo, o sea, cuando se tiene en la práctica el derecho al trabajo, lo cual equivale exactamente a decir que cuando no se tiene en la práctica ese derecho --porque está uno parado--, no se tiene derecho al trabajo. Es en ese preciso sentido en el que dijo anteriormente que el derecho al trabajo, dentro de la sociedad capitalista, es sólo un derecho condicionado, y la condición que pende, cual espada de Damocles, sobre la cabeza del trabajador subsumido en el capital, es la de dejarse explotar a las órdenes del capitalista propietario. Sólo está uno en condiciones de ganarse la vida si se muestra dispuesto a contribuir a que su patrón se gane otra mejor a su costa.

Por supuesto, al grupo de ciudadanos que ha accedido de forma efectiva --y en las condiciones citadas-- a ejercer su derecho al trabajo, el Estatuto de los Trabajadores les obliga a respetar los consiguientes "deberes laborales" del artículo 5º, que incluyen, entre otros, los de "cumplir las órdenes e instrucciones del empresario en el ejercicio regular de sus facultades directivas", "contribuir a la mejora de la productividad", y, además, "cuantos se deriven, en su caso, de los respectivos contratos de trabajo".

En resumidas cuentas, si uno no tiene derecho al trabajo en la práctica, nada puede hacer para reclamarlo. Si lo tiene, lo puede ejercer siempre a las órdenes del empresario capitalista, que impone sus benévolas condiciones --hilo musical y oloroso café incluido en ciertos casos-- para garantizar que el ejercicio de ese derecho siempre le asegure la posibilidad de extracción de una plusvalía suficiente a partir del trabajo que el trabajador realiza a sus órdenes. Si la plusvalía no es suficiente, a juicio del capitalista, siempre le queda a éste la posibilidad de rescisión del contrato laboral, en un marco que, como refleja la creciente influencia de la perspectiva neoclásica analizada en el cuerpo de este trabajo, significa una tendencia cada vez más acentuada a la flexibilización del mercado de trabajo, es decir, al despido cada vez más barato y con menos garantías para los trabajadores (salvo la socialización de una parte del coste, en ciertos casos, a cargo de la prestación de desempleo que paga el Estado, que no es, en último término, sino un modo de hacer repercutir sobre las espaldas de los demás trabajadores el citado coste: véase el artículo de Guerrero y Díaz, en Guerrero 1997/98).


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