NOMADAS.0 | REVISTA CRITICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURIDICAS | ISSN 1578-6730

Dios ante el Fin-de-Siglo
[Javier Sádaba]


 
Para gobernar a los pueblos se recurre ahora,
en vez de a la religión,
a las virtudes éticas fundamentales
(Cardenal J. H. Newman, 1879)

       Si J. W. Draper levantara la cabeza, volvería a recostarla al ver el tipo de relación que existe actualmente entre la ciencia y la religión. ¿Por qué?. Para responder a la pregunta no estará de más comenzar diciendo, brevemente, quién fue Draper. Un médico que en 1875 escribió el célebre libro Historia del conflicto entre religión y ciencia y en el que se sostiene lo siguiente: la ciencia y la religión combaten como la fuerza de la inteligencia y la fuerza del oscurantismo. Y la ciencia iría imponiéndose a la religión como la razón se impone a la ilusión. G. Bueno ha expuesto con detenimiento la recepción que la obra de Draper tuvo en España así como la cantidad de escritos apologéticos que salieron a la luz en defensa de la religión. No estaría de más añadir este otro dato: el inglés Draper reaccionaba con dureza contra la encíclica del Papa Pío IX, Quanta cura, en la que se intentaba someter toda enseñanza al poder de la Iglesia. Draper, efectivamente, se sentiría conmocionado hoy. Porque da la impresión de que la religión se ha envalentonado. Más aún, que la ciencia hace guiños afectuosos a la religión. En algún sentido, y si nos referimos a la física, podríamos afirmar que nos encontramos como en el siglo XVII: el estudio de las leyes de la materia haría resplandecer, en la mente de muchos científicos, el destello de la divinidad. Y no se trata sólo de un efecto propio de los fines del milenio. Algunos autores ( Gould, Bloom, Thompson ) nos advierten de la fiebre del milenio, de ese especial estado de ánimo que podría producirse cuando se traspasan escalas de tiempo muy simbólicas. Sea esto como sea, lo que estamos exponiendo no tiene que ver con el milenio en cuanto tal. Tiene que ver, más bien, con toda una situación histórica. Y en ésta, la espiritualidad gana terreno, los científicos se dicen creyentes en un tanto por ciento elevadísimo, la filosofía de la religión se despereza y trata de mostrar lo acertado que sería aceptar de nuevo a Dios y  las disputas entre ateos y creyentes han pasado del odio mutuo a confrontación entre pares.

     Ahora bien, ¿de qué ciencia hablamos?. Nos hemos referido a la física. Habría que añadir también la lógica y la biología. La física, y más concretamente, la cosmología, ha desatado hoy toda una serie de cuestiones respecto al comienzo del mundo y a su final. En cualquier caso, ha sido la indeterminación ( de las leyes, de las partículas, de la interacción entre conocimiento y partículas ) de nuestra relación con el mundo la que ha roto la vieja idea mecanicista de que todo está controlado. Aquel "demonio de Laplace" que podría determinar todos y cada uno de los momentos del universo ha saltado hecho  añicos. Y ha abierto la investigación en un sentido menos pretencioso, más complejo y  fuera una idea de naturaleza que discurriría firme y autosuficiente por sus propios raíles. Además, tanto la ciencia en general como la astronomía en particular, insisten cada vez más en la complejidad del universo, en la interacción de todas sus partes, en la desconfianza ante todo lo que sea una concepción rígida. Todo lo cual ayudaría a contemplar el mundo, en su sentido más amplio, como necesitado de explicación externa. Un mundo, por otro lado, interconectado, no aislado en una serie de entidades autónomas. No es extraño, por eso, que el fanático de la ciencia-religión, Jaki, comience su apologético libro God and the Cosmologist con estas palabras de W. K. Clifford: "The Universe becomes again a valid concepcion".

     Pasemos de la ciencia empírica a la lógica. En 1931, el matemático Gödel ( God o Godot, le han llegado a llamar ) escribió su famoso teorema, en el que demostraba la incompletud de la aritmética ( teorema, por cierto, que no hay que confundir con otro también demostrado por él respecto a la completud de la lógica cuantificacional de primer orden ). De modo muy resumido podríamos decir que, para el matemático judío, cualquier sistema formal, relativamente complejo, contiene afirmaciones - las conocidas como Gödels sentences - que no se pueden probar ni falsar dentro del sistema. Son, en lenguaje metalógico ya acuñado, indecidibles. Pareció un golpe mortal a la lógica-matemática. Ésta no se basta a sí misma, como enfáticamente había proclamado Wittgenstein. En lo más puro, en lo más cristalino, en lo tautológico aparecería, también, el agujero de lo indeterminado, de lo no cerrado. Y al margen de las disputas entre naturalistas y no naturalistas a la hora de entender la ciencia, se ha encendido en la cabeza de algunos científicos creyentes una especie de lámpara para encontrar, de nuevo, una escalera entre la ciencia y el creador. Y siempre desde la incertidumbre que cercaría a aquello que habíamos considerado lo más rígido, seguro y autocomprensivo de todo lo existente. Autores como Ladrière o Swinburne se han destacado a la hora de intentar relacionar el teorema de Gödel con Dios. El teórico de la religión, R. Swinburne, especialmente, ha buscado un resquicio, con el teorema en cuestión, para abrir una brecha por donde racionalizar la creencia en Dios. El teorema de Gödel mostraría que la mente divina no tendría por qué acomodarse a la causalidad tal y como la conocemos en el mundo. Por otro lado, una mente tan incapaz de poseerse a sí misma como sería la mente humana haría plausible un ser superior que la fundamentara. Una vez más, la indeterminación de lo existente, y en contra de la visión estática clásica de las cosas - en este caso, de la mente humana -, abriría el hueco por donde escalar hacia un supuesto creador.

     Vayamos, finalmente, a la biología. Si en algún campo se han dado, en los últimos años, revoluciones realmente espectaculares ha sido en dominio de la biología. Y, más concretamente, en la biología molecular. De ahí que la genética esté ofreciéndonos, día a día, un panorama tan cambiante que produce vértigo. La biología ha sido siempre el lugar favorable para que se despierten las aficiones místicas. Recuérdese que todavía hasta hace muy poco la falsa tesis de las fuerzas vitales contó con bastantes adeptos. Y es que el fenómeno cuasiespontáneo, a borbotones y explosivo de la vida ( no estará de más recordar que la palabra Brahma está emparentada, en el indoeuropeo, con brotar ) produce en algunas personas una especie de misticismo difícil de catalogar. Y es que cuando contemplan, por ejemplo, la partición de las células totipotentes de los blastocitos o cómo los genes son estructuralmente iguales en todos los seres vivos o las extrañas combinaciones evolutivas a pesar de que todos procedemos de una bacteria o, en fin, cómo hay ciertos números que se repiten con una frecuencia sorprendente ( 64, 50, etc. ), muestran una actitud reverencial, cercana a la religión. El gran biólogo Dreisch, y es un ejemplo relevante, primero se aproximó al vitalismo, luego a la parapsicología y, al final, acabó sus días en un convento. Y en un tono mucho más realista, debemos situarnos en el año 1953 con el fundamental descubrimiento, por parte de Crick y Watson, de la estructura de doble hélice del ADN. El descubrimiento, sin duda, ha sido revolucionario. El más importante, para algunos, del siglo XX. Es esto lo que dijo un famoso pintor ante tal acontecimiento: "Y ahora el anuncio de Watson y Crick acerca del ADN. Para mí es ésta la auténtica prueba de la existencia de Dios". Otro científico menos pretencioso y más poético escribió: "La estructura del ADN es de una belleza sin mácula". Y uno de los padres del descubrimiento nos ha dejado esta joya: "Es tan hermosa que no os podéis hacer idea de lo hermosa que es". Y es que la vida se desperezaría, como el Caos de Hesíodo, con una lógica extraña, admirable, mezcla de necesidad, por un lado, y de absoluta impredecibilidad por otro. El mundo tal vez no sea el resultado de una tacada de dados, como se negaba a creer Einstein, pero sí tiene algo de mágico, de artificio que causa asombro. Y, sobre todo, no es una máquina más. Por eso, Dios de nuevo parece asomar la cabeza.

     Ahora bien, hemos hablado repetidamente de Dios. Hemos dado por supuesto que esta palabra de nuestro lenguaje tiene un significado preciso que todos entendemos. Y no es así. Porque aunque en nuestra cultura religiosa Dios se presente bajo un concepto relativamente estable - bueno, inteligente, poderoso en grado sumo, etc. -,  lo cierto es que el concepto no es tan coherente como parece y las imágenes que cada uno se haría de él varían tanto como personas existen. No es, desde luego, nuestra intención hacer un repaso de las disputas epistemológicas sobre el concepto o pseudoconcepto Dios. De mayor interés para nuestro propósito es el constatar que, casi con seguridad total, no hay modo de que nos entendamos, por muy semejantes que seamos en cultura y creencias, respecto a la noción Dios.

      Dos pequeñas observaciones nos bastarán para probar lo que acabamos de exponer. La primera tiene que ver con un hecho, psicológicamente bien establecido y sobre el que se recreó, por cierto, el antes citado Wittgenstein. Se trata de lo siguiente, Cualquiera es capaz de dar significado a una imagen. Es el famoso experimento de la nube en el cielo. No es ninguna proeza convertirla en una cara, un monigote o una casa. Con lo cual no se está abonando la tesis de que la percepción es, de forma apriorística, la que conforma la figura. Simplemente se está reconociendo el hecho de la creatividad ante lo caótico, de la habilidad para dar sentido a lo que, aparente o realmente, no lo tiene. Con Dios sucede lo mismo. Cada uno puede coger el trozo o los trozos del universo que desee, pegarlos a su antojo y al resultado llamarle Dios. Y si no que se repasen las metáforas, intentos de definición o paráfrasis que a lo largo de nuestra literatura se han hecho acerca de Dios. Dios es, así, el Dios de cada uno. La otra observación está relacionada con lo dicho pero afecta más directamente a los científicos. Los científicos, más si cabe que los poetas, han hecho un Dios desde su laboratorio, sus instrumentos y sus conjeturas. Sería largo dar una lista de las expresiones de los científicos sobre Dios. Y curiosamente lo que sobresale es una admiración radiante sobre el universo, una actitud reverencial ante las leyes de la naturaleza o ante el misterio de lo desconocido. A eso es a lo que llaman Dios. Naturalmente, de esta manera chocan con la ortodoxia tradicional que reserva a Dios un lugar muy por encima del universo creado por él. El Dios, en fin, de la mayor parte de los científicos, incluidos los creyentes, es el Dios del panteísmo. Un Dios, por cierto, que como tantas veces se ha dicho, con tanta precisión lo explicó Kant y con tanta gracia lo dijo Unamuno, es un no Dios. Porque es un Dios reducido al universo. Y nada más.

     Lo expuesto nos posibilita sacar una primera conclusión respecto al Dios que está a punto, con nosotros, de pasar de milenio a milenio. En la mente ilustrada de la ciencia no es Dios quien ha recobrado vigor sino una extraña mezcla de misticismo, posmodernismo, orientalismo, sincretismo y conciencia cósmica. Estas palabras de un colega filósofo son muy esclarecedoras: "No pongamos fronteras a nuestra ansia de conocer, no pongamos diques artificiales a nuestra ansia de amar. Sintámonos a gusto en nuestra propia piel, inmersos en la corriente de la vida y en gozosa comunión con el mundo entero. En la lucidez incandescente de la conciencia cósmica se esconde la promesa de la sabiduría y la felicidad". La palabra es ésa: conciencia cósmica. No hay, por tanto, retorno de los dioses. Sí existe una determinada comunión con la naturaleza,   modestia en el conocimiento y mucha curiosidad por lo que aún podemos aprender. Todo lo cual nada tiene que ver con la debilidad política de nuestros días y que ha potenciado a videntes, quiromantes, magos, santones, echadores de cartas y amantes del Tarot, adivinos de fin de semana y toda una prole de pequeños sacerdotes al servicio del alma enferma de nuestra época.

     Baste lo dicho como exposición somera del contexto en el que se mueve la idea de Dios en este cruce de milenios. Pero se imponer dar un paso más. Y en este paso nos preguntaremos por la actitud que deberíamos tener ante la situación social expuesta. La respuesta la vamos a dar en tres partes. Primero, refiriéndonos al mundo de la religión y de la moral. En segundo lugar, a la relación de la religión con la buena o mala vida de los individuos. Y, finalmente, y en un terreno más arriesgado, nos atreveremos a proponer de una religión cotidiana, laica, de fin de milenio y de comienzo de otro milenio. Comencemos por lo primero.

     Las supuestas creencias de científicos y no científicos en su relación a la religión, mientras no perturben al resto de los hombres y mujeres, hay que considerarlas como se consideran los hobbys, las manías o los problemas teóricos en sí mismos. El peligro se da realmente cuando intentan perturbar las realizaciones humanas. Y una perturbación especialmente peligros en nuestros días es la que atañe a la moral. La moral, autónoma desde la Ilustración y, por tanto, conquista humana que se fundamenta en la razón y en la voluntad, ha tenido y tiene que luchar contra una poderosísima tradición teológica que siempre se empeñó en ser su madre. O, dicho de otra manera, la moral no adquiriría su última fundamentación, su justificación más acabada, si no reclinara su hombro en la teología. La moral, en suma, sería una derivación, una consecuencia de los mandatos divinos.

     La lucha por defender la autonomía moral nunca ha sido fácil. Tanto es así que un filósofo reciente, Derek Parfit, escribe que es ahora cuando la moral comienza a caminar sola, sin andadores. Sucede, sin embargo, que un profundo movimiento neoconservador ha aprovechado las fluctuaciones de la ciencia, los retos, a veces impresionantes, de la genética y la desorientación política general para ofrecer su salvación. Y es así como aparece de nuevo el Dios de la tradición en manos de aquellos que, transmisores de la trascendencia, nos dicen que no hay más remedio que plegarnos a la teología si, realmente, queremos estar seguros en esta vida. Dicho movimiento teológico reaccionario conjunta, por tanto, estos tres pasos: desorientación general, seducción del lado dogmático que todos tenemos y que nos impulsa a encontrar un definitivo reposo y desafíos considerables desde el mundo de la ciencia. Todo junto exigiría, en consecuencia, mayor atención al Dios que retorna. Pues bien, es a eso a lo que debemos negarnos exigiendo, con fuerza y argumentos, que no se minimice la moral. La moral se basta a sí misma. Y uno de los mayores logros que ha conquistado la humanidad en los últimos tiempos, una sociedad aconfesional y laica, no puede volar por el aire a causa de los agudos problemas de los nuevos conocimientos o de nuestra frágil convivencia. Todo lo contrario. La conclusión es que debemos reforzar la moral, hacer sujetos morales más dignos y moralizar, al mismo tiempo, todos aquellos datos que van apareciendo en la siempre sorprendente evolución humana. Por eso y aunque no tengamos nada en contra de iniciativas como las de H. Küng o C. Sagan, que buscan aunar las energías de los postulados religiosos y del campo científico-filosófico, no acabamos de tragarnos su señuelo. Cada uno en su sitio. Sólo valdrán las alianzas si, previamente, se reconoce que el ser moral y el ser humano van juntos sin necesidad de ninguna bendición teológica. Más aún, aceptar ésta no sólo destruiría la moral, destruiría, además, cualquier proyecto racional de socialización. Porque, ¿qué religión habría que escoger?. ¿Quién la impondría?. Las preguntas son interminables. Y, más que interminables, absurdas. El Dios del milenio, por tanto, que no haga sombra a la moral.

     Nos hemos referido también a la relación entre individuo y religión. Y lo hemos hecho en términos de singularización. Como religión invisible, por usar el tópico ya en circulación. No es mi intención discutir cuánto y cómo puede estructurar la religión a un ser humano autónomo. En principio parece que existe una contradicción entre ambos términos. Ahora bien, a poco que se defina la religión del milenio, ésta puede ser incluso benéfica. Pero, ¿ de qué religión se trataría ?. De una religiosidad mínima y adjetiva. Mínima, en cuanto que sólo se limitaría a aceptar que no es el mundo la última palabra. O, dicho de otra forma, que se es agnóstico respecto a la última explicación y que, por lo tanto, el misterio forma parte de nuestra condición. Y adjetiva, en cuanto que uno actuaría siempre libremente, fuera de toda religión positivo-revelada. Se puede preguntar más de uno qué utilidad tiene una religión tan minimizada cuando tantos son los peligros que acechan a la religión en general. Éstos podrían ser algunos bienes: relativización antidogmática de todo lo existente, ayuda adjetiva a su vida ( como se ayuda uno estéticamente o deportivamente, podría ayudarse religiosamente ) y, finalmente, una actitud menos seca, más divinizada, mucho más abierta a lo inédito de la propia individualidad. Ahora bien, si antes y al hablar de la moral, exigíamos la diferencia entre moralidad laica y teología, volveremos a exigir la separación entre este tipo de religiosidad milenaria y las viejas teologías o sus nuevos remedos.

     Para acabar vamos a referirnos a la religión laica de la vida cotidiana. ¿Se trataría de la religión civil de la que tantos autores clásicos nos hablaron, como es el caso de Rousseau o de Mill?. Ciertamente no. La religiosidad cotidiana está en línea con lo que acabamos de decir. No tratará, en modo alguno, de hacer buenos ciudadanos. Eso es cosa de la política moral. Tampoco supliría el vacío que hayan podido dejar los dioses en su huida o el hastío que producen los existentes. Y no se mezclará jamás con ese reducto de mala magia ( con la buena se recreó hasta Nietzsche ) que nos inunda como una plaga. Si con algo podríamos poner en contacto la religión de todos los días es con el humor. Porque el humor desdobla a los sujetos, los minimiza con ternura, crea, al mismo tiempo, una zona de misterio, pide ayuda sin humillarse y, al final, goza. En este tipo de religión, como en el chiste según Freud, se liberarían energías. Pocos como el antes citado L. Wittgenstein han entendido mejor este tipo de religión. Se trata de las pequeñas ceremonias que nos unen, siquiera fugazmente, a nuestros antepasados, nos reconcilian con el futuro incierto, nos hacen sensibles ante cualquier engaño que afirme venir del Más Allá y, sobre todo, nos posibilitan expresar el desamparo, la necesidad de correr juntos, la protesta ante la indiferencia del mundo y, en fin, el deseo de una felicidad merecida.

     Hemos visto que el Dios del Fin de Siglo viene mediado por nuestros logros y nuestros fracasos. Como siempre. A una humanidad adulta compete hacer las paces con sus demonios. Y le compete colocarse, respecto a la palabra Dios en su sitio. No es todo, desde luego, cosa de gramática. Como pensó, entre otros Nietzsche, en relación a Dios. Por nuestra parte, creemos que la gramática es el primer paso. El segundo es la vida propia. Sólo ahí puede aurorear lo que nos importe. Y todavía más, en el núcleo de nuestra existencia actual, lo que necesitamos es la acción; una acción rebelde y revolucionaria contra la diosa Obediencia.


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