Román Reyes (Dir): Diccionario Crítico de Ciencias Sociales

Relativismo:
Racionalidad científica y diversidad cultural  
Angel Manuel Faerna
Universidad de Castilla-La Mancha

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 I. La palabra "relativismo" puede suscitar en diferentes personas las connotaciones más diversas, a menudo totalmente opuestas. Incluso para un mismo individuo el término sugiere algo positivo o algo negativo en función del contexto en el que se aplique: así, puede parecernos que ser relativista en cuestiones de usos y costumbres es el signo de la tolerancia y el espíritu abierto, mientras que serlo en las cuestiones más serias de la moral (el respeto a la vida humana, el repudio de la crueldad, el derecho a la igualdad de oportunidades, &c.) denota un cinismo o una insensibilidad condenables. En general, cabría decir que el relativismo se asocia con el reconocimiento de la diversidad -históricamente las concepciones relativistas han cobrado impulso cada vez que una cultura descubría o conquistaba a otras y se asombraba de la variedad de conductas de que es capaz la especie humana, en la que la naturaleza no parece haber imprimido apenas nada fijo-, y la oscilación entre el uso aprobatorio y derogatorio del término obedece a nuestra diferente disposición a aceptar o no dicha diversidad, a verla como una forma de riqueza o como una forma de aberración, según los casos.

Tal vez sea en el terreno de la moral donde más habituados estemos a plantear los dilemas del relativismo: por ejemplo, cómo distinguir en ciertos casos críticos, como el de la aún vigente "guerra del chador" en Francia, entre "usos y costumbres" por un lado, y "cuestiones morales serias" por otro, entre un hábito indumentario respetable y una discriminación sexual intolerable. Pero tales dilemas aparecen también en esferas que poco o nada tienen que ver con lo ético, como por ejemplo en el debate igualmente reciente sobre la conveniencia o no de extinguir conscientemente el virus de la viruela, ahora que por primera vez está en nuestra mano hacerlo. Es éste un caso formalmente análogo de oscilación entre la interpretación de la diversidad como riqueza digna de ser protegida o como aberración que tenemos el derecho, si no la obligación, de suprimir. En realidad, el problema de qué actitud adoptar frente a la diversidad, de ser o no ser tolerantes con ella (es decir, ser o no relativistas) y con qué límites, es uno de los más antiguos en nuestra tradición de pensamiento racional y crítico: a él se enfrentaba Jenófanes de Colofón cuando se burlaba de los dioses homéricos, o Protágoras de Abdera cuando proclamaba que el hombre -cada hombre- es la medida de todas las cosas, o Sócrates y Platón cuando se alzaban contra esas mismas ideas relativistas difundidas por los sofistas. Estos primeros pensadores entendían el problema en términos de si alguna verdad podía considerarse absoluta, o más bien lo verdadero y lo falso eran cosas que variaban con el espacio, el tiempo o las circunstancias en general. Es decir, el debate del relativismo tenía lugar para ellos en el marco de la definición y la justificación del conocimiento, y no primariamente en el marco de la moral y la conducta, la cual suponían determinada por aquél (esto es lo que se conoce como intelectualismo ético, la equivalencia entre virtud y conocimiento y entre vicio e ignorancia, un tema socrático clásico). La tradición posterior ha ido disociando cada vez más los dominios de lo fáctico y lo valorativo, de modo que relativismo epistemológico y relativismo moral han pasado a percibirse como dos problemas distintos a los que cabe dar respuestas independientes (si bien en los últimos tiempos la filosofía de la ética ha empezado a reconsiderar la validez de una distinción absoluta entre hechos y valores). La discusión que aquí se va a ofrecer se centra en el relativismo aplicado al conocimiento, a la verdad, y no contiene ninguna tesis explícita relativa a la moral. Más bien la discusión se detendrá justamente cuando las cuestiones que analizamos dejen de tener consecuencias epistemológicas y se traduzcan en puras opciones prácticas. Aunque así lo parezca en un primer momento, esto no significa ahondar en la escisión hechos/valores, sino más bien todo lo contrario. Lo que sí se pretende es aclarar en qué sentido (el epistemológico) el relativismo no es una tesis plausible y en qué sentido (el práctico) sí lo es, pese a que conocimiento y práxis son, en la perspectiva que aquí se va a defender, procesos inseparables. Dicho de otro modo, el relativismo no se divide en dos problemas, "relatividad de la verdad" y "relatividad de la bondad"; es un único problema, pero afecta al conocimiento sólo en lo que éste tiene de práctica en general, no de un modo interno a sus propios métodos de evaluación y justificación.

No se piense por lo anteriormente dicho que el relativismo epistemológico, a diferencia del moral, es cosa que sólo discuten los filósofos especializados. Ultimamente nos están llegando los ecos de una agria polémica, lanzada en algunas universidades norteamericanas, en torno a la supuesta necesidad de liberar a los planes de estudios de lo que se describe como prejuicios raciales, sexistas y culturales que atentan contra el respeto debido a las minorías. Junto a demandas que seguramente resultan razonables, algunos grupos radicalizados exigen cosas tales como que las teorías sobre el origen del hombre contenidas en los mitos y tradiciones de las distintas tribus de indios americanos (por ejemplo, que los hombres nacieron de la tierra, como el maíz) se traten en pie de igualdad académica con la teoría biológica de la evolución, ya que lo contrario es para tales grupos un caso flagrante de etnocentrismo racista. En el mismo contexto, el debate clásico entre evolucionismo y creacionismo -zanjado finalmente con el fallo del Tribunal Supremo de los Estados Unidos de junio de 1987 contra las leyes que imponían igual tiempo en las escuelas para enseñar el Génesis bíblico y La evolución de las especies de Darwin- deslizaba también, desde el bando del creacionismo, el argumento relativista del respeto supuestamente debido a "visiones alternativas" a la científica sobre el origen de la especie humana. Actualmente, algunos libros de texto norteamericanos siguen incluyendo una nota al principio del capítulo dedicado a Darwin advirtiendo que lo que se expone en él es una conjetura aceptada más o menos generalmente, pero que el lector puede si lo desea "considerar otras posibilidades".

En estos últimos casos lo que se discute es el relativismo epistemológico, aun cuando la discusión aparezca también teñida de un lenguaje valorativo (derechos, dignidad, respeto, discriminación). También el caso del virus de la viruela a que antes nos referíamos puede tener derivaciones éticas, por ejemplo si en vez del qué del dilema -extinguir o no el virus-, atendemos al cómo -quién debe ser consultado y quién debe tener la última palabra al respecto. De igual modo, la cuestión de qué debe enseñarse en la universidad o en las escuelas no tiene nada de moral, aunque sí lo tenga la de cómo comportarse con las personas que creen en algo distinto de lo que allí se enseña (por ejemplo, si deben ser silenciadas o perseguidas). Cuando se tacha de racista el primado académico de la ciencia sobre el mito, se está pensando en primer lugar que ciencia y mito representan verdades alternativas, que identificar la ciencia con la verdad es dogmático (y éste es un argumento epistemológico), y sólo después que ese dogma encubre un trato de favor hacia "el macho blanco occidental" (lo que constituye un argumento moral ulterior). La cuestión primordial es, pues: ?existe una diversidad de verdades?, ?la diversidad cultural en el modo de comprender ciertos hechos es una forma de riqueza o una forma de aberración? He aquí el viejo problema, pero tan actual como siempre, del relativismo epistemológico.


II. Quizá no esté de más prevenir contra una respuesta expeditiva, pero sumamente ingenua, ante las pretensiones del relativismo epistemológico: la que consiste en afirmar sencillamente que los métodos racionales de investigación y de conocimiento -la ciencia, para abreviar- está respaldada por comprobaciones y tiene por ello un título legítimo para aspirar a la verdad, mientras que las creencias míticas, religiosas o supersticiosas -creencias extracientíficas, para abreviar- remiten sólo a una tradición que les otorga más prestigio que fundamento; se creen porque otros muchos las han creído, y en esta contumacia radica todo su crédito. Tal respuesta ignora dos hechos fundamentales. El primero, esgrimido desde siempre por los practicantes del discurso extracientífico y más recientemente asimilado también en la propia teoría de la ciencia, es la naturaleza conjetural y revisable de las teorías científicas. Ninguna afirmación científica está demostrada en el sentido fuerte que aquí nos interesa, esto es, en el sentido de identificarse de una vez y para siempre con una verdad absoluta e inamovible. Naturalmente, los racionalistas interpretamos este hecho como una ventaja más de la ciencia sobre otro tipo de creencias, pues da fe de la actitud crítica y de la sensibilidad al error que caracteriza a sus métodos; pero en un debate sobre la unidad o multiplicidad de la verdad, lo cierto es que la provisionalidad del conocimiento científico es un punto del que los relativistas epistemológicos pueden sacar el máximo partido, ya que impide a la ciencia usar el argumento fulminante de "la prueba de los hechos". En segundo lugar, la afirmación de que las creencias extracientíficas descansan únicamente en la tradición, de que no están en ningún sentido comprobadas, no es precisamente imparcial. Aunque los enemigos de la ciencia resulten a menudo irritantes, no debemos caer en el error de pensar que no podemos aprender nada de ellos, en particular de su propia irritación ante el modo en que sus creencias son tratadas desde la ciencia. También las creencias extracientíficas conviven con la experiencia cotidiana, y no es razonable pensar que se creen siempre a pesar de ella; por el contrario, la contumacia que los propios racionalistas les reconocen obliga a suponer que son empíricamente reafirmadas por un procedimiento o por otro, si bien no por el procedimiento que rige en la propia ciencia. Adelantándonos sólo un poco al hilo del argumento, digamos que la crítica "científica" a las otras formas de creencia frecuentemente cae de lleno en el sofisma de la petición de principio.

Otra réplica en exceso tajante a la tesis del relativismo epistemológico es la que apunta a una supuesta contradicción en su mero planteamiento. Acabamos de decir que la experiencia debe de reafirmar a su manera las creencias extracientíficas -si alguien aún duda de esto, tal vez haría bien en leer menos filosofía abstracta y más descripciones de la antropología o de la psicología social-, por más que también verifique o confirme provisionalmente las hipótesis científicas incompatibles con aquéllas. Ahora bien, ?no es esto en sí mismo una contradicción? Aparentemente sí, y de ella se seguiría que, aunque la ciencia no pueda reclamar una posesión efectiva de la verdad, por su carácter conjetural antes aludido, debe con todo prevalecer frente a otras visiones rivales a las que ha superado en refinamiento, adecuación y precisión. En cualquier caso, como sólo hay espacio para una verdad, lo que no se puede ser es relativista: o se cree en la ciencia o se cree en otra cosa, pero no en la pluralidad o diversidad de verdades que postula el relativismo.

Los presupuestos de esta posición resultan también cuestionables a la luz de dos consideraciones que poco a poco han ido imponiéndose en la propia reflexión metacientífica. La primera de ellas es que "la experiencia" no es el nombre de un cuerpo homogéneo y neutral de datos a los que unos y otros se enfrentan y que emite veredictos imparciales sobre las teorías (científicas o extracientíficas) que aspiran a explicarla. Sólo sobre este supuesto cabría pensar que "la experiencia" es incompatible con una pluralidad de explicaciones. De hecho, esto ni siquiera sucede dentro del sistema de la ciencia misma, en el que las teorías están aquejadas de lo que el filósofo W.v.O. Quine -nada sospechoso de relativismo epistemológico- ha denominado "subdeterminación empírica", esto es, una incapacidad esencial para agotar las posibilidades de interpretación de un conjunto cualquiera de datos empíricos. De manera que eso que llamamos "experiencia" es en realidad un magma informe que sólo se comprende cuando comenzamos a organizarlo, y los modos de organización pueden ser múltiples y conducir a visiones opuestas o incluso incompatibles sin que pueda hablarse estrictamente de una contradicción por el hecho de que cada visión reclame para sí el apoyo de "la experiencia". La segunda consideración, conectada en parte con la anterior, se refiere a lo que debemos entender por "la verdad" de una explicación o de una teoría. De un modo muy general, tendemos a pensar que una visión o una creencia sobre algo es verdadera cuando replica en algún sentido su objeto; los filósofos suelen referirse a esto como la "teoría de la verdad como copia". Aunque se trata de una cuestión enormemente compleja, lo esencial a nuestros efectos es lo siguiente. Primero, atendiendo a lo que acabamos de decir sobre la experiencia, que es el medio por el cual los hechos llegan a nosotros, puede haber muchas "copias" de los hechos de la experiencia, en la medida en que ésta no encaja en una sola interpretación predeterminada y cerrada; es más, paradójicamente la "copia" influye en este caso en el "modelo", pues la experiencia misma cambia de aspecto en función de la visión o el cuerpo de creencias desde el que la consideremos. Y segundo, la idea misma de una "copia" explica menos de lo que parece y no excluye, sino que exige, un factor de relatividad y pluralidad. Por una parte, la copia de un objeto nunca es unívoca (por ejemplo, mi cuerpo puede ser copiado en un retrato al óleo o en una radiografía, que son dos cosas bien diferentes sin dejar de ser copias de mi cuerpo), y la elección entre las diversas posibilidades es relativa sobre todo a los fines de quien la realiza. Por otra, ser copia es una cuestión intrínsecamente de grado y sin valor absoluto; no hay copias ideales, sino idóneas en relación con sus usos (por ejemplo, un mapa de escala 1:500 se aproxima más al modelo que un mapa de escala 1:1.000, pero un mapa a escala 1:1 sería totalmente inservible, por no decir que no sería un mapa en absoluto). Por último, nada es de por sí una copia sin que medie una interpretación, y la interpretación restringe siempre la relación "ser-copia-de" a elementos aislados arbitrariamente por el intérprete a partir del todo que compone el original (por ejemplo, un trozo de tela en un muestrario como los que se usan en los comercios puede ser la copia de un material, de un dibujo o de un color, y según cómo lo interpretemos -pues el retal de por sí no aclara nada- el mismo trozo de tela puede ser una copia mejor o peor de la realidad copiada). En definitiva, la metáfora de la copia no satisface ni con mucho el componente absoluto y unívoco que por lo general se asocia con el concepto de verdad y que hace aparecer la pluralidad de verdades como algo contradictorio, y esto ha llevado a muchos filósofos a sustituirla por otras en las que el conocimiento aparece menos como una reconstrucción retrospectiva de lo registrado en la experiencia ya tenida, y más como una construcción prospectiva de la experiencia futura, lo que a su vez pone en entredicho rasgos esenciales de la concepción tradicional de la verdad y parece más compatible con el relativismo y el pluralismo.

Este hilo podría conducirnos al meollo del debate contemporáneo entre realistas y antirrealistas a propósito de la verdad y el conocimiento, pero en nuestra propia discusión tal asunto es sólo un trasfondo implícito en el análisis del problema más estrecho del relativismo. La situación a que nos hemos visto conducidos es la siguiente: en el enfrentamiento entre creencias científicas y extracientíficas, lo que se da es una pugna entre interpretaciones incompatibles de los acontecimientos (recuérdese la disputa entre la versión sobre el origen del hombre de Darwin y la de los indios norteamericanos) que no puede decidirse en términos simples ni mediante una apelación fáctica al respaldo de "la experiencia", ni mediante una apelación lógica a los supuestos requisitos formales del concepto de verdad (y es importante notar que todo ello se desprende de la propia autopercepción crítica de la ciencia, no del recurso a un presunto punto de vista externo en el que la ciencia aparezca como un "hecho cultural" ya relativizado). Dada esta situación, la pregunta original sigue en pie: ¿debemos aceptar la diversidad de visiones sobre la realidad como un caso de riqueza en nuestra capacidad de conocer el mundo, en vez de combatir algunas como si fueran aberraciones cognoscitivas?; esto es, ¿debemos ser después de todo relativistas epistemológicos? La respuesta que trataremos de justificar en lo que resta es que no debemos serlo, que podemos defender nuestro propio modo racional de enfrentarnos cognoscitivamente a la realidad sin miedo a caer en el etnocentrismo o el racismo, que nada nos impide rechazar de plano por absurda la creencia de que los hombres nacieron de la tierra como si fueran espigas de maíz, y que el único interés de esta creencia -y el único respeto que merece como tal- es su valor de informe antropológico sobre la forma de vida y la cosmovisión de una cultura diferente a la nuestra. Pero esta conclusión requiere argumentos más sólidos, y a la vez más profundos, que los estudiados hasta aquí.


III. Las visiones del mundo se plasman en creencias, y éstas consisten en modos de organizar e interpretar la experiencia en torno a conceptos y categorías construidos por la mente con ese fin. Pero para interpretar el mundo no basta con poseer conceptos y categorías; se necesita también un criterio para seleccionar las creencias, es decir, para decidir qué organizaciones e interpretaciones conceptuales son válidas y cuáles no. Sin este último requisito, estaríamos identificando creencia con verdad; pero creencia y verdad no son identificables por la razón obvia de que eso vaciaría de significado la noción de error, y por tanto la de conocimiento mismo. Ni siquiera el relativista puede identificar creencia con verdad. Su tesis es que las formas de conocimiento son plurales, que hay muchas verdades, pero no que no hay diferencia conceptual entre verdad y error. Esto es, el relativista epistemológico con el que debatimos no es un nihilista epistemológico. Para cada forma de conocimiento, pues, habrá una diferencia entre creencias verdaderas y falsas, aunque los elementos de cada grupo no coincidan de unas formas a otras. Llamaremos sistema conceptual a un conjunto articulado de creencias, no sólo en torno a qué conceptos deben usarse para organizar e interpretar la experiencia, sino también en torno a qué medios son los adecuados para determinar la aceptabilidad de esas creencias. De acuerdo con esto, diremos que una creencia es verdadera intrasistemáticamente cuando es válida o aceptable según el método de selección de creencias contenido en un sistema conceptual dado.

Si se aceptan estas convenciones terminológicas, el argumento del relativista podría adquirir la siguiente forma: qué creencias son aceptables, y por tanto en qué consiste la verdad, depende de las condiciones que un sistema conceptual establece como garantía de una creencia; en consecuencia, todo sistema conceptual consistentemente aplicado genera un cuerpo de verdades al mismo tiempo irrefutables e inaceptables desde sistemas conceptuales alternativos.

Antes de seguir adelante, notemos que hay un punto en el que el relativista tiene toda la razón de su lado. Si nuestro debate tiene que ver en absoluto con un proceso real y factible al que llamamos "conocimiento", la verdad sólo puede especificarse como un tipo de creencia, en concreto como una creencia garantizada. Es cierto que, en un plano lógico-abstracto, es perfectamente posible distinguir entre "verdad" y "creencia garantizada", pues el primero es un término absoluto y el segundo es relativo a una multiplicidad de factores (evidencia disponible, nivel de desarrollo de las técnicas de investigación, limitaciones biológico-constitutivas del sujeto de conocimiento, etc.). Desde ese plano lógico-abstracto se obtiene lo que podríamos llamar una concepción de la verdad sub specie aeternitatis. Pero semejante concepción bloquea cualquier intento de comprensión de los procesos cognoscitivos reales, pues ningún sujeto podrá instalarse jamás en un punto de vista que le permita distinguir entre lo verdadero y aquello que cree porque tiene las mejores razones para creerlo, aunque perciba la diferencia lógica entre ambas cosas. Verdad y creencia garantizada son dos conceptos lógicamente distintos, pero epistémicamente indiscernibles. En cambio, desde una concepción inmanente de la verdad, que es la concepción que tiene en cuenta sólo lo que el sujeto de conocimiento, por ideales que sean sus condiciones de investigación, puede calibrar, la verdad será siempre y necesariamente una forma de la creencia, aunque se trate también de una forma ideal y nunca del todo alcanzable. En conclusión: tal como acabamos de plantear el argumento del relativista, una réplica que apele a la transcendencia de la verdad respecto de cualquier creencia (y, por ende, respecto de cualquier sistema conceptual) se queda en victoria pírrica, pues salva la univocidad de la verdad al precio de colocarla fuera del alcance de los sujetos, los cuales, en lo que toca al conocimiento, no pueden hacer otra cosa que elaborar más y más sus creencias y esforzarse en volverlas cada vez más aceptables. Y esto no es todo: al fin y al cabo lo que le interesa al relativista es mantener la igual legitimidad de todas las creencias intrasistemáticamente verdaderas, y un recurso al punto de vista sub specie aeternitatis no haría sino consagrar su igual ilegitimidad en términos absolutos, lo cual viene a ser para el caso lo mismo.

El argumento del relativista obtiene su fuerza del hecho de que la diversidad cultural humana no se manifiesta sólo en la multiplicidad de creencias que cualquier observador superficial puede constatar; ese observador superficial a menudo pasa por alto que los métodos de selección son tan variados como las creencias mismas. Los partidarios de la racionalidad científica suelen darse por satisfechos con denunciar la precariedad de otros sistemas conceptuales alternativos en lo tocante a poder predictivo, observabilidad e intersubjetividad de las entidades que se postulan, precisión, legaliformidad y cosas semejantes. Pero esto no es otra cosa que aplicar criterios de aceptabilidad científica a creencias extracientíficas, lo cual sería tan relevante para nuestra actual discusión como aplicar criterios de aceptabilidad extracientífica a las teorías de la ciencia (como si, por ejemplo, nos preguntáramos por el grado en que la teoría evolucionista satisface nuestra sed de inmortalidad o nos redime del pecado original). Naturalmente, un científico es muy libre de rechazar una creencia extracientífica por razones de coherencia con su propia visión del mundo, y sería absurdo que no lo hiciera; pero exactamente el mismo argumento permite al creacionista perseverar en su interpretación literal del Génesis, y en general al relativista abogar por la convivencia en los planes de estudio escolares y universitarios de sistemas conceptuales contrapuestos pero igualmente legítimos. Si todo lo que podemos esgrimir como racionalistas es nuestra sincera adhesión y fidelidad al propio sistema conceptual, su implantación universal no pasará de ser un acto de fuerza cultural. Por el contrario, sólo podremos hacer frente al desafío relativista si fijamos un punto de vista metasistemático, pero no dogmático, que dé un sentido global a la aspiración a la verdad y al conocimiento, y respecto del cual podamos evaluar los sistemas conceptuales en su conjunto, no confrontar una a una sus creencias particulares. Esta es la única vía para des-relativizar el concepto de creencia garantizada sin abandonar la perspectiva inmanente sobre la verdad.


IV. Imaginemos a un nativo que interpreta los fenómenos naturales como manifestaciones de espíritus ocultos cuyo sentido sólo el mago de la tribu sabe descifrar. Su sistema conceptual le dota así de un conjunto de categorías para ordenar y comprender su experiencia (categorías que nosotros tildaríamos de "antropomórficas") y de un método para descubrir y verificar el correcto uso de esas categorías: el testimonio de una persona, el mago, que tiene acceso directo a los designios de los espíritus. De este modo, el nativo no sólo abraza ciertas creencias, sino que dispone de un criterio empírico para distinguir la verdad del error. Una creencia que no pueda corroborarse por la autoridad del mago es una creencia falsa.

¿Cómo podríamos convencer a este individuo de que su interpretación de los procesos naturales es errónea? No, desde luego, mostrándole que "la experiencia" no respalda sus creencias: de acuerdo con su método de selección de creencias, la experiencia respalda las suyas inequívocamente. El relativista diría simplemente que no hay ningún error que demostrar. Para él, nuestro propio sistema conceptual funciona exactamente del mismo modo cerrado y circular, pues aplicamos criterios científicos para validar las creencias que hemos obtenido siguiendo el método propio de la ciencia. Sustituyamos en nuestro ejemplo a los espíritus por determinados conceptos teóricos -digamos, materia y energía- y los dictámenes del mago por las reglas de traducción empírica de/a esos conceptos, y tendremos un cuadro muy aproximado del proceder científico. Cierto que la ciencia es más impersonal, que su comportamiento es más flexible en cuanto a la retroalimentación empírica de sus construcciones teóricas, &c. Con todo, dirá el relativista, no se distingue de los otros sistemas conceptuales en lo que respecta a la creación de un circuito cerrado entre pautas teóricas de interpretación empírica y verificación empírica de las instancias teóricas de interpretación.

Un marco de referencia metasistemático permitiría, en cambio, comparar y evaluar la adecuación de los diferentes sistemas conceptuales. Semejante marco no constituye, nótese bien, otro sistema conceptual, pues no comporta un método de formación y selección de creencias, sino una pauta de interpretación de los sistemas conceptuales como totalidades. Si atribuimos algún significado general a la actividad misma de construir sistemas conceptuales, de ello se seguirá algún criterio extrínseco (metasistemático) para valorarlos y elegir justificadamente entre unos y otros. Si bien es cierto que cada sistema conceptual incorpora criterios para evaluar las creencias que él mismo genera, no hay razón para pensar que por ello constituyan hechos últimos e irreductibles que no pueden ser a su vez evaluados desde una determinada concepción de su función y su propósito. Naturalmente, nada impide que haya también una pluralidad de tales concepciones en este nivel de segundo orden o metasistemático -es decir, puede haber opiniones diversas sobre cuál es la función y el propósito de los sistemas conceptuales-, de modo que el valor relativo de un sistema varíe en función de los criterios extrínsecos a que cada una de esas opiniones dé lugar. Sólo que en ese caso -y este es el punto en el que descansará todo nuestro argumento sobre el relativismo- ya no estaríamos ante una multiplicidad irreductible de creencias incompatibles acerca del mundo, que es la tesis del relativismo epistemológico, sino ante una diversidad de interpretaciones sobre los propósitos de un sistema conceptual, o ante una diversidad en sus usos reales; tesis ésta bien distinta a la anterior y a la que convendría más el nombre de relativismo práctico, el cual, al pertenecer al plano metasistemático, carece de consecuencias epistemológicas en cualquier sentido inteligible de la palabra.

Por razones de espacio, me limitaré a enunciar meramente el marco de referencia metasistemático que encuentro más convincente como explicación global de la existencia misma de sistemas conceptuales. En todo caso, la luz que arroja sobre el problema del relativismo puede considerarse como una razón no desdeñable en su favor, aunque sin duda no es la única. De acuerdo con una perspectiva filosófica general que suele etiquetarse como pragmatista, la construcción de sistemas conceptuales -o el desarrollo de técnicas de investigación, o de métodos para fijar creencias, o como queramos describirlo- es una actividad mediante la cual los organismos inteligentes explotan su capacidad de simbolizar la experiencia y organizarla en relaciones conceptuales estables para lograr una acción más efectiva, adaptándose así al medio en el que se hallan instalados y obteniendo el mayor control posible sobre él. Desde esta perspectiva, junto a la justificación intrasistemática de las creencias particulares que un sistema conceptual cualquiera proporciona mediante sus criterios internos de selección y aceptabilidad de creencias, existe una justificación metasistemática del todo de esa actividad de generar y seleccionar creencias respecto de su función y propósito, esto es, la capacidad real que el individuo que opera en un sistema conceptual dado tiene para alcanzar una acción efectiva y para controlar los determinantes de una situación. Este segundo tipo de justificación no puede proceder del interior del sistema, pues lo que está en juego ya no es qué creencias son verdaderas o falsas (intrasistemáticamente), sino qué es lo que esas creencias permiten hacer.

Se puede alegar razonablemente que la medición efectiva de esta "capacidad de acción" posibilitada por un sistema conceptual determinado suscita dificultades nada despreciables, como luego comentaremos. Pero no sería en absoluto razonable negar su naturaleza metasistemática, es decir, argüir que "lo-que-las-creencias-permiten-hacer" constituye a su vez una creencia sometida a los criterios de aceptabilidad vigentes en el sistema en cuestión. Un sistema conceptual es un instrumento para negociar con la realidad, no un sustituto de ésta; no puede decidir que yo haga lo que no puedo materialmente hacer. Aun cuando existiera algún tipo de barrera psicológica que nos impidiera ser objetivos respecto de los resultados efectivos de nuestro propio sistema conceptual (o del de otros) en términos de capacidad de acción y de control, no hay por qué pensar que tal barrera sea insuperable o que no pueda ser finalmente abatida -como tan a menudo sucede con este tipo de mecanismos "reductores de disonancia"- por la fuerza de los hechos.

La definición inmanente de la verdad como creencia garantizada elude el relativismo si se analiza en esta doble vertiente intra- y metasistemática. La aceptabilidad racional de una creencia ya no depende sólo de un dictamen favorable desde los criterios fijados por el sistema conceptual que la acoge, sino también de una justificación de ese mismo sistema en su conjunto, incluido su peculiar método de selección de creencias, en una perspectiva metasistemática que apela a criterios pragmáticos. El primer tipo de justificación varía de unos sistemas a otros; el segundo es común a todos ellos al derivar de una comprensión de su naturaleza genérica. Es de gran importancia notar que la elección de criterios de tipo pragmático no es un subterfugio legitimador del sistema conceptual imperante, o del método científico. Por una parte, esos criterios indican también en qué condiciones un sujeto racional estaría obligado a abandonarlo, esto es, a representar el papel del nativo. El rendimiento práctico de nuestras creencias científicas es lógicamente independiente de su adecuación a los cánones del método científico (nuestra experiencia es que "funciona" -en términos relativos respecto de las alternativas ensayadas-, pero no hay ninguna razón por la que tenga que funcionar). Por otra parte, la confrontación que nuestro ejemplo del nativo propone entre un sistema conceptual basado en supersticiones muy groseras y el "nuestro" es una evidente simplificación por mor del argumento. La evaluación pragmática de diferentes sistemas conceptuales no tiene por qué arrojar un saldo neto. El enriquecimiento del control y de la acción es una abstracción que esconde una pluralidad de fines, paralela al carácter multifacético de la experiencia, que seguramente ningún sistema conceptual -incluido el científico- está en condiciones de maximizar por sí solo. El pragmatismo no es de por sí una forma de cientificismo, pues la identificación reductiva del conocimiento con la ciencia no depende tanto de la tesis de que el conocimiento es un instrumento para la satisfacción en la experiencia, como de la amplitud con la que uno entienda que la experiencia puede o no satisfacernos, es decir, de la mayor o menor variedad y riqueza con que uno interprete su relación experiencial con el mundo. Esta es la decisión realmente importante, pero al mismo tiempo posee un componente subjetivo que ninguna teoría puede usurpar; ella explica, por ejemplo, que un científico pueda completar su visión del mundo con ingredientes religiosos o incluso místicos sin quebrantar necesariamente su integridad intelectual.

Retornando ahora a nuestro nativo, no avanzaremos nada en la discusión con él si nos limitamos a oponer nuestras creencias a las suyas. Dado que, si suponemos en él una conducta consistente, no admitirá ningún error que no le sea probado desde sus propios criterios de selección de creencias, son estos criterios, y no las creencias mismas, lo que habría que modificar en primer lugar. El nativo puede reflexionar metasistemáticamente y comprobar que nuestro sistema conceptual selecciona un tipo de creencias que facilitan un mayor control y, por tanto, aseguran una acción más efectiva que las suyas. Si así lo hace, llegará a pensar que sus antiguas creencias no eran verdaderas; pero con ello no habrá cambiado simplemente de creencias, habrá cambiado al mismo tiempo el conjunto de reglas que determinan su aceptabilidad.

Dos preguntas se suscitan inmediatamente: ¿por qué debería aceptar el nativo este marco de referencia pragmatista como modelo para la justificación metasistemática de su sistema conceptual?, ¿no podría tener él una opinión distinta sobre su propósito y su función? Empecemos por la segunda, ya que tiene una respuesta breve, clara y tajante: sí, la interpretación pragmatista de los sistemas conceptuales es sólo una interpretación, un postulado más o menos plausible o esclarecedor, no una verdad necesaria; es además una opción sobre el uso de nuestra inteligencia y nuestras herramientas simbólicas. La primera pregunta, en cambio, no tiene respuesta porque envuelve una confusión.

Podemos justificar cualquiera de nuestras creencias apelando a los criterios de aceptabilidad que consideramos adecuados. Podemos a su vez justificar por qué los consideramos adecuados apelando a su idoneidad pragmática. Lo primero es posible simplemente por la lógica interna del mecanismo de fijación de creencias; lo segundo, por el análisis que el pragmatismo ofrece de la actividad cognoscitiva. Pero ?en qué sentido de "justificación" podemos desear además justificar ese tipo de actividad? Según nuestro análisis, un sistema conceptual es un instrumento, que toma la forma de un conjunto de prácticas materiales y simbólicas, cuyo uso está encaminado a la fijación de creencias que garanticen el necesario control sobre el medio para que el organismo realice sus fines. En virtud de ello, se puede en principio determinar la validez de diferentes sistemas conceptuales atendiendo a su mayor o menor adecuación a ese uso. Ahora bien, si se entiende que no es éste el uso de los sistemas conceptuales, es decir, si las prácticas que los integran se realizan con algún otro fin, no hay "deber" alguno que pueda ni deba ser esgrimido para continuar la discusión. Si resultara que nuestro nativo no espera de sus creencias que faciliten y guíen su acción -algo, por cierto, que no se comprueba preguntándole, sino observando su comportamiento, si actúa o no en función de sus creencias declaradas-, entonces no puede estar racionalmente obligado a abandonar el sistema conceptual en el que opera, independientemente de su evaluación pragmática. Sucedería simplemente que el nativo estaría haciendo otra cosa cuando codifica conceptualmente su experiencia e interpreta el mundo, otra cosa que tal vez justifique que lo haga así.

Los estudiosos del pensamiento primitivo suelen coincidir en que las culturas que produjeron el ritual mágico y las narraciones míticas no trataban con ello de explicar la realidad natural y humana en el sentido que esto tiene para nosotros. Buscaban más bien aplacar sus temores y calmar sus incertidumbres de un modo directo, interpelando a fuerzas ignotas y personificando la trama de acontecimientos de los que dependía su destino. Lo que nos distancia de esas culturas no es una visión del mundo, como si unos y otros tratáramos de contar una misma historia con palabras distintas. Ellos estaban inmersos en una práctica diferente, en la que los símbolos y el lenguaje eran usados de otro modo: creían, por ejemplo, que había una relación eficiente entre el símbolo y lo simbolizado, como sucede en el rito del vudú o en los sacrificios, o aspiraban sólo a una narración coherente de sucesos que los reconciliara con una naturaleza que no comprendían, como hacen los mitos. Por el contrario, la actividad racional que ha ido dando forma en el curso de la historia a nuestra filosofía y a nuestra ciencia descansa en un manejo diferente de las herramientas simbólicas. Términos como "conocimiento", "verdad" (en sentido extramoral), "justificación", "teoría", son inseparables de esta mentalidad, son proyecciones de un sistema conceptual -o de sucesivos sistemas muy estrechamente emparentados- con un uso peculiar del lenguaje o del discurso, ése que aquí hemos interpretado en clave pragmática. Tendemos a extrapolarlos a las mentes y a las prácticas de los que participan de otros sistemas conceptuales en la creencia de que hacen de ellos (de sus sistemas) el mismo uso que nosotros del nuestro. Un buen modo de saber si esto es así es averiguar si aceptarían nuestras valoraciones metasistemáticas. Si no lo hacen, la extrapolación es incorrecta, y entonces nuestro conocimiento y "el suyo" constituyen dos prácticas completamente hete rogéneas: está nuestra práctica, a la que llamamos conocimiento, o investigación, sobre la que se definen los problemas epistemológicos -las condiciones de la verdad, los modos de justificación, &c.-, y está la de ellos, otro tipo de gestos y de hábitos encaminados a algún fin diferente.


V. ¿Hemos de elegir entre la defensa dogmática de nuestras formas científicas de conocimiento y la actitud tolerante del relativista epistemológico? He intentado argumentar que no hay nada de dogmático en lo primero ni nada que tenga que ver con la tolerancia en lo segundo.

La ciencia, en el sentido amplio que se estipuló al principio como conjunto de métodos racionales de investigación, no es una forma de conocimiento entre otras; es más bien la forma que han adquirido las prácticas cognoscitivas como resultado de un largo proceso de depuración y refinamiento. No existe una oposición entre pretensiones científicas y extracientíficas de conocimiento. Sí existe, en cambio, una pugna entre teorías candidatas a la verdad, e incluso entre patrones metodológicos para dar forma a esas mismas teorías. Los propensos a interpretar la extensión universal de los métodos científicos como una forma de dogmatismo deberían reflexionar sobre el hecho de que son precisamente esos métodos los que han declarado explícitamente su renuncia al dogma -y han ideado controles para evitarlo-, a la vez que mantienen permanentemente abierto el debate sobre su propia adecuación y la propuesta de alternativas. La ciencia no es una visión del mundo, ni por sus contenidos, que son multifocales, tentativos y cambiantes, ni por su metodología, que es plural (pace el viejo programa de la Ciencia Unificada) y dinámica. La práctica científica real, ya que no siempre la idea que de ella se hacen los filósofos o los propios científicos, es incompatible con el fantasma de una verdad única y estable. Pero no hay verdad fuera de la ciencia (ni falsedad, por tanto), salvo en acepciones oscuras y metafóricas del término, pues esos conceptos derivan de un uso específico de los sistemas conceptuales, uso que en general denominamos racional o científico, y que ha dado lugar a la empresa humana del conocimiento.

El relativismo epistemológico no es, pues, una forma de tolerancia, sino el fruto de una confusión categorial. La argumentación precedente seguramente habrá despejado una posible duda sobre el tipo de relativismo a que nos referimos. No se trata, desde luego, de la tesis que defiende el pluralismo y combate la idea de una "verdad final" en el interior mismo del discurso racional, sino de la que, en una maniobra de sutil mixtificación, comienza por reducir ese discurso a mera expresión cultural, luego salva de esa reducción el concepto de "conocimiento", que queda así convertido en una entidad abstracta que flota en el vacío sin conexión o articulación con práctica concreta alguna, y finalmente reinterpreta banalmente todos los sistemas conceptuales, sin atender a la naturaleza de las prácticas que los sostienen, como "formas de conocimiento" -en ese sentido abstracto y acultural- alternativas y verdaderas en sus propios términos. Permítasenos terminar señalando dos paradojas relacionadas con este tipo de relativismo.

La primera de ellas es que la maniobra que acabamos de describir no hubiera sido posible sin la contribución involuntaria de los más reputados antirrelativistas. La tradición principal dentro de la filosofía ha enfocado el fenómeno cognoscitivo en términos sumamente idealizados. El conocimiento al que aspiramos se ha hecho aparecer, de un modo o de otro, como la contemplación pasiva del mundo enderredor, reproducido punto por punto en La Teoría Verdadera de la Realidad. Al mismo tiempo, este "deseo" teórico o de contemplación se ha inscrito solemnemente, ya desde Platón y Aristóteles, en la definición esencial de la "naturaleza humana". Esto quiere decir que el hombre es por esencia, y no por cultura, un animal teórico-contemplativo, y que el conocimiento es una actividad superior añadida -y por tanto separada- de las otras actividades humanas, y no implicada con -y definida por- ellas. Las prácticas y técnicas de nivel inferior variarían de unas culturas a otras; las actividades intelectivas superiores no. Esta descripción pretende hacer del conocimiento algo elevado y espiritual, una actividad necesaria en y por sí misma, de modo que su fin, la verdad, pueda ser también definido como un punto fijo en su horizonte, algo asimismo universal y necesario y situado más allá de los cambios y las oscilaciones de las actividades de nivel inferior, aunque también más allá de toda aprehensión definitiva. Es así como el Conocimiento y la Verdad se desprenden del mundo material, la teoría se separa del hacer, de la acción, y el relativista puede introducir la idea de que toda cultura ha generado su propia forma de contemplación, su propio Conocimiento, enriqueciendo con ello el acerbo "científico". Si la ciencia es contemplación, cada cual puede complacerse en la contemplación de una teoría diferente, puede buscar la verdad a su manera. Todo esto pierde sentido con sólo descender a una perspectiva más mundana, pragmática, desde la cual la teorización se perciba como una estrategia mediadora de las acciones, una forma de manipulación simbólica de la realidad coordinada con fines y actividades precisas y concretas. No caben otras formas de conocimiento, pero sí otras prácticas y otros fines, y es en este sentido práctico en el que la variedad, o tal vez sólo una parte de ella, todavía puede interpretarse como riqueza de acuerdo con un relativismo plausible. La tradición racionalista a menudo ha parecido temer que un reconocimiento de la pluralidad de prácticas constituiría una amenaza para la validez del conocimiento, cuando lo único que amenaza es la uniformidad y unanimidad de nuestros fines, y por ende el concepto esencialista de una "naturaleza humana".

La segunda paradoja consiste en que, si bien se mira, son los relativistas quienes están atrapados por un prejuicio etnocéntrico occidental, pues entienden que no hay más uso para un sistema conceptual que el que la racionalidad occidental ha desarrollado preferentemente, y así presentan las leyendas indígenas o los mitos bíblicos como disquisiciones teóricas, y no como un producto cultural e intelectual que responde a formas de vida ya extintas cuyo sentido pleno nunca podremos recuperar. Vistos de este último modo, son algo de un valor precioso como parte de la memoria de la especie. Tal como los ven los relativistas, parecen sólo una caricatura pueril de la inteligencia humana. Citábamos al principio una polémica norteamericana sobre los contenidos de los planes de estudio, para la que no vemos más respuesta que la del sentido común. En la escuela y la universidad se transmiten conocimientos, en virtud del muy ilustrado lema evangélico de que la verdad nos hará libres: transmitamos, por tanto, lo que sabemos sobre el origen de la vida, que por el momento no es otra cosa que la teoría evolucionista; y transmitamos también lo que sabemos sobre las culturas que nos precedieron, en la forma en que las acerca a nosotros la ciencia de la antropología.



BIBLIOGRAFIA

Gellner, E., Posmodernismo, razón y religión. Paidós, Barcelona 1994.
Hollis, M. y Lukes, S. (comps.), Rationality and Relativism. Blackwell, Oxford 1982.
Meiland, J.W. y Krausz, M. (comps.), Relativism: Cognitive and Moral. University of Notre Dame Press, Notre Dame (In.) 1982.
Winch, P., Comprender una sociedad primitiva. Paidós, Barcelona 1994.


THEORIA  | Proyecto Crítico de Ciencias Sociales - Universidad Complutense de Madrid