Román Reyes (Dir): Diccionario Crítico de Ciencias Sociales

Pragmatismo
Angel Manuel Faerna
Universidad de Castilla-La Mancha

>>> ficha técnica
 

 Pocas veces se repara en que el tono derogatorio con que tiende a emplearse en el habla común el término "pragmatismo" y sus derivados merece alguna explicación. Se trata de un caso, por lo demás frecuente, de trasvase hacia el vocabulario cotidiano de un elemento del léxico filosófico (acuñado en concreto por el eminente filósofo y lógico norteamericano Charles Sanders Peirce, 1839-1914). De ello no se sigue, naturalmente, que su significado corriente sea fiel al original más técnico -como tampoco la expresión "un partido de fútbol trascendental" tiene nada que ver con la teoría kantiana-, ni que el pragmatismo filosófico deba tener tan mala prensa como el pragmatismo político o el pragmatismo moral. Sin embargo, es posible que una aproximación al sentido originario de este vocablo en filosofía, que es lo que aquí se va a ofrecer, provoque por añadidura alguna reflexión sobre su uso peyorativo en el lenguaje cotidiano y sobre las actitudes implícitas en él.

 
I. El pragmatismo no es propiamente una teoría filosófica, sino un "modo de pensar" (así lo llamó otro de sus impulsores, el filósofo y psicólogo también norteamericano William James, 1842-1910) en el que tienen cabida teorías distintas y que puede aplicarse a diferentes disciplinas. Pero, para los fines de una visión de conjunto, podemos considerarlo en principio como una teoría del conocimiento o, mejor aún, como una teoría del ser humano visto desde su función cognoscitiva.

Es característico de los pragmatistas pensar que la filosofía, en un proceso de creciente abstracción y ensimismamiento, ha terminado por perder en muchos casos el contacto con los procesos reales cuyo examen crítico constituye su principal tarea, con la consiguiente merma en la utilidad y relevancia de sus aportaciones. Por ello creen que es preciso recobrar una perspectiva más próxima a lo que en verdad hacemos, decimos y pensamos antes de tomar otra vez distancia y continuar la reflexión. En otras palabras, la capacidad crítica de la filosofía debería dirigirse en estos tiempos -y el matiz temporal es importante, pues los pragmatistas son reacios a considerar cualquier asunto en términos absolutos- a liberar ante todo nuestra visión de ciertos lastres y adherencias que desfiguran el panorama, impidiendo que podamos comprender realmente lo que hacemos o actuar conforme a lo que pretendidamente pensamos. Si la crítica filosófica tiene alguna eficacia transformadora, cosa que los pragmatistas creen ardientemente, el servicio que hoy puede prestar no está tanto en anticiparse con las ideas a los tiempos como en ponerlas a su altura, recuperando, por así decir, las riendas de la situación.

Algunos de los lastres que el pragmatismo considera más dañinos en relación con todo lo que concierne al conocimiento humano provienen de los primeros intentos de la filosofía por definir su ámbito. Aristóteles abordó la cuestión clasificando el conjunto del saber en tres modalidades (Met.A 980a 21-982a 3): un saber técnico o productivo [epistéme poietiké], un saber práctico o prudencial [epistéme praktiké] y un saber contemplativo o especulativo [epistéme theoretiké]. Todos ellos constituyen saber o conocimiento [epistéme] porque no se quedan en la mera familiaridad con el "qué" de las cosas que se gana a base de experiencias repetidas y rutinas interiorizadas -hasta aquí llega el experto o perito, el hombre experimentado o con pericia, que no puede enseñar lo que sabe porque propiamente no lo sabe-, sino que avanzan hasta los "porqués", a la comprensión de los principios y razones que determinan esas cosas, la cual se gana por mediación únicamente de la inteligencia superior, que opera con relaciones abstractas y lenguaje -y aquí sólo llega el sabio, que es el que propiamente sabe y puede enseñar con palabras. El saber productivo busca lo verdadero -esto es, los principios generales válidos- en relación con nuestra predisposición natural a producir y transformar toda clase de cosas: aquí incluye Aristóteles desde el arte de explotar la tierra (agricultura) hasta el de componer un discurso (retórica), pasando por el de construir un puente (ingeniería). El saber práctico busca lo verdadero en relación con nuestra disposición natural a actuar, no como medio para producir algo, sino en la medida en que lo que practicamos nos hace más o menos felices, o justos, o perfectos; es decir, estudia la acción como fin en sí misma, y éste es el objeto de la ética y la política. El saber contemplativo, por último, presenta una diferencia notable respecto de los otros dos: la técnica y la práctica estudian cosas que dependen de nosotros, tanto para su existencia como para la forma concreta que adquieren -una cosecha, un discurso, un puente, una conducta o una ley existirán si queremos y como decidamos-; estudian cosas que son "contingentes". Pero hay cosas que no podemos crear o cambiar -como el ritmo de los planetas, la dirección en que se mueve una piedra al soltarla en el aire, las fases que van de la semilla al árbol o las relaciones entre los números-, pues todas ellas tienen en sí mismas su razón de ser, son "necesarias" y no pueden ser de otro modo. Por eso llama Aristóteles a este saber "contemplativo" ("teorético": del griego theoréin, mirar), pues ante tales cosas somos simples espectadores y nada podemos hacer al respecto. Siendo así, y puesto que pese a todo deseamos también conocer esas cosas -incluso con más ahínco que las demás, ya que nos proporcionan un especial placer intelectual-, este saber tiene que responder en nosotros a una cierta predisposición natural a demostrar o a comprender [héxis apodeiktiké]; ella nos mueve a buscar lo verdadero por sí mismo, sin esperar ningún beneficio utilitario a cambio. Tal desinterés prueba la mayor nobleza de este impulso, que nos distancia por completo de los otros animales; pero también significa que sólo podemos consagrarnos a él una vez resueltas nuestras necesidades anteriores (el instinto de vivir, aunque menos noble, es más urgente que el de comprender), y así el conocimiento en su más pura expresión sólo podrá comenzar una vez que ya no tenemos nada que hacer.

Una clasificación nunca es verdadera o falsa; lo que en ella importa es el orden, la exhaustividad, y la luz que arroja sobre aquello que clasifica. A este respecto, la clasificación aristotélica del saber es todo un hito, especialmente si se tiene en cuenta el contexto intelectual del que procede. Supera claramente a la de Platón, quien pensaba que hay una única epistéme, el saber dialéctico o intuición de las Formas inteligibles, fuera del cual todo es mera opinión [dóxa] y conocimientos hipotéticos. El mérito de Aristóteles no está sólo en haber abierto el camino para las ciencias naturales al extender el saber a las cosas sensibles y perecederas -como los animales y las plantas- en contra de la opinión de su tiempo, que veía en esto algo inferior e indigno del hombre sabio, sino en hacerlo llegar también a la esfera técnica y práctica, que deja de ser el dominio exclusivo de la rutina y el hábito y se convierte en un nuevo territorio conquistado para las leyes y principios de que se alimenta la razón. En realidad, la clasificación aristotélica no tiene otro defecto que el de su propio estaticismo. Al no incidir en la interacción entre los tres ámbitos del conocimiento, éste se hace aparecer engañosamente como la prosecución de tres intereses independientes -en la producción, en la acción y en la verdad "por sí misma"-, y el propio sujeto como la superposición de tres figuras, o tres "cuasi-entidades", con motivaciones y disposiciones separadas -el productor, el agente y el pensador especulativo: los tres son inteligentes y racionales, los tres atienden a las causas y los principios, pero la articulación que cabría esperar de este común proceder se disuelve en los compartimentos de la clasificación. Por ejemplo, es seguro que Aristóteles se equivoca cuando afirma que el conocimiento de las cosas "necesarias" no puede reportar ningún beneficio utilitario. Que no podamos modificar las leyes generales que gobiernan la naturaleza no quiere decir en absoluto que su contem

plación no revierta en nuestra disposición productiva y práctica: por citar un caso obvio, la ingeniería genética y la bioética sencillamente no existirían como variedades del saber técnico y práctico si no hubiéramos llegado a contemplar los principios que dirigen la vida y que en sí mismos no podemos alterar.

Una razón muy simple por la que Aristóteles creyó que el conocimiento teorético sólo podía descansar en un deseo natural de buscar la verdad por sí misma es que estaba convencido de que el hombre había tocado el techo de su desarrollo tecnológico, de que ya existían "casi todas las cosas necesarias y las relativas al descanso y al ornato de la vida" (Met.A 982b 22). La ingenuidad de esta opinión hoy nos hace sonreír, pero sin darnos cuenta seguimos en parte atrapados en una imagen del conocimiento construida sobre ella. Lo anacrónico aquí no es el modesto punto en que queda situada la supuesta cima de nuestro desarrollo material, sino la idea misma de una culminación en él. Para el hombre moderno, el significado de la tecnología no se restringe a la satisfacción de necesidades dadas; tiene que ver sobre todo con la capacidad de crear posibilidades nuevas, inéditas. Por eso mismo la percibimos ambiguamente como fuente al mismo tiempo de esperanzas y de peligros, como panacea y como amenaza -algo tan consustancial a la mentalidad moderna y contemporánea como inconcebible para una mente antigua o medieval, aristotélica. Por eso también su desarrollo no puede culminar propiamente: la tecnología no tiene un límite natural, y esto es justamente lo que introduce la posibilidad de su colapso. La idea de un conocimiento "puro" que comienza donde termina el imperativo técnico y práctico; que está libre, por tanto, de consecuencias y de responsabilidades materiales; de un conocimiento que no involucra a productores y agentes, sino a contempladores pasivos sin otro fin o interés que la verdad "por sí misma"; la idea, en definitiva, de un saber que rebasa las coordenadas activas y electivas dentro de las que transcurre la vida en general, es fruto de una visión estrecha y disminuida (nacida en un contexto histórico, cultural y material, pero que no murió con él), tanto de las auténticas dimensiones del potencial transformador humano, como del papel que el conocimiento teorético desempeña a esos efectos.


II. El pragmatismo opone al análisis estático del saber propugnado por Aristóteles, cuya pervivencia en el tiempo -y, sobre todo, fuera de su tiempo- ha terminado por descoyuntar la razón en "racionalidades" enfrentadas, una concepción dinámica y sintética: dinámica porque subraya los caminos de ida y vuelta que comunican los saberes técnicos, prácticos y teoréticos, cuyos intereses no están dados abstractamente y por separado, sino que dimanan de un todo complejo al que con inevitable vaguedad podríamos describir como la situación humana, la implicación en un entorno que reclama continuas respuestas y al que en última instancia hay que remitir esos saberes; y sintética porque no descompone al sujeto en segmentos autónomos sobre la base de sus variadas disposiciones, sino que las focaliza en un común punto de origen -lo cual explica los intentos pragmatistas por aunar los valores de utilidad (técnica), satisfacción (práctica) y verdad (teorética).

Ese punto de origen común se hace visible al situar en el centro del escenario el concepto de acción: la clave pragmatista de interpretación de cualquier faceta del ser humano, incluida su faceta cognoscitiva, consiste en conectarla con su dimensión activa. Ahora bien, la capacidad de actuar -de modificar el transcurrir externo de los acontecimientos- es lo que distingue meramente a lo vivo de lo inerte (mientras que el puro formar parte de ese transcurrir distingue a lo existente de lo inexistente sin más). El humano se separa de otros seres activos porque además es capaz de orientar su actividad según fines en alguna medida creados o decididos por él, individual o colectivamente. El conocimiento, que Aristóteles consideraba con razón lo más perfecto y elevado en el hombre, no puede aquí verse como una disposición independiente, de la que hacemos pleno uso cuando no queda nada más perentorio que hacer, sino todo lo contrario, como una parte continua e inseparable de ese mismo hacer orientado hacia fines, que representa ahora la realidad más básica y general y que no se detiene nunca. El conocimiento mismo, en la interpretación pragmatista, es un tipo de actividad: lo privativo del ser humano no sería el pensamiento o el conocimiento por contraposición a la acción, sino la capacidad de actuar reflexiva e intelectivamente.

Este modo de actuar, aun siendo continuo con las demás actividades biológicas y orgánicas, presenta una peculiaridad: interfiere en los acontecimientos, no de una manera directa a través de movimientos físicos y esfuerzos musculares, sino indirectamente mediante manipulaciones conceptuales y operaciones simbólicas. El psicólogo Jean Piaget decía que la inteligencia es el complicado rodeo que damos cuando no sabemos qué camino tomar. El neurobiólogo Horace Barlow la ha definido como todo aquello que nos permite idear una conjetura que descubra un nuevo orden subyacente. Uno y otro hacen referencia -implícita en lo que supone ese "rodeo" en el primer caso, explícita en el término "idear" en el segundo- al componente simbólico esencial a toda conducta inteligente. Y las definiciones de ambos se complementan perfectamente: las decisiones racionales sobre cómo actuar descansan en ciertas regularidades u ordenaciones que extraemos de la sucesión de los acontecimientos. Esto significa que podemos interesarnos en tales regularidades por la necesidad que tenemos de calcular el estado de cosas final antes de elegir un camino, y ello a su vez porque deseamos que tengan lugar unos estados de cosas y no otros. Conocimiento, acción y fines aparecen en este esquema vinculados entre sí de un modo perfectamente obvio; lo verdadero, lo satisfactorio y lo útil confluyen aquí en una misma cosa, siendo su diferencia sólo de punto de vista. (Podemos pensar con razón que semejante esquema resulta enormemente simple; el pragmatista sólo añadirá que es al mismo tiempo absolutamente básico.)

Aristóteles llamaba a tales regularidades "necesarias", y es verdad que no podemos alterarlas. Pero, como mostró el lógico y filósofo pragmatista C.I. Lewis (1883-1964), su selección como "leyes naturales" con relevancia cognoscitiva es elección nuestra, ya que somos nosotros quienes construimos apriorísticamente las unidades simbólicas -conceptos, categorías, significados- con que se formulan. Dicho de otro modo, no puede haber orden sin estipulación previa de criterios de ordenación, y esto hace de todo conocimiento una versión de la realidad entre las muchas que en principio admite. Por otra parte, según Aristóteles el conocimiento de las leyes y principios de la naturaleza respondía a un interés independiente de la práctica. Pero lo que acabamos de señalar indica más bien lo contrario: las decisiones categoriales implícitas en la formulación de esas leyes y principios no se pueden desligar del modo en que la realidad nos afecta, pues la realidad que comprendemos es la misma en la que tenemos que actuar y la versión que elegimos la misma en la que nos vemos a nosotros mismos instalados como agentes, y en la que nuestras acciones son a su vez comprensibles. Volviendo ahora a la clasificación de los saberes, y para resumir: la separación entre saber teorético y productivo ignora el hecho de que todo conocimiento envuelve la producción de significados (lo cual quiere decir que nunca es estrictamente contemplativo); la separación entre saber teorético y práctico ignora el hecho de que todo conocimiento modifica la percepción que el individuo tiene de su circunstancia total, del dominio implicado por su conducta real o posible, y por consiguiente la definición de su propio papel en él (lo cual quiere decir que nunca carece por completo de dimensión utilitaria y práctica).

Acciones y fines constituyen el eje en que se sustenta la actitud interpretativa del pragmatismo. Creer, investigar, teorizar, forman un conglomerado de actividades, unas sensitivas y manipulativas (observar, recordar, medir, experimentar...), otras conceptuales y simbólicas (inferir, comparar, generalizar, descomponer...), que se entrelazan con la conducta total para lograr el cumplimiento de los fines propuestos. Así, la cognición queda vinculada de un modo sustantivo a lo que el individuo hace, pero al mismo tiempo influye en lo que puede o quiere hacer, ampliando el radio de su actividad y las expectativas asociadas a ella; esto es, la actividad cognoscitiva también crea fines, que a su vez suscitan acciones ulteriores. El propósito de todo este despliegue de funciones coordinadas no puede enunciarse de modo concreto desde una teoría filosófica del conocimiento, pues, como acabamos de decir, los fines humanos son continuamente generados y regenerados: unos son más estables y duraderos porque atañen a necesidades biológicas inamovibles, si bien a menudo es preciso renovar las estrategias para su satisfacción; otros son de índole social y cultural, y por lo mismo dependientes de factores históricos y coyunturales que transcienden a la epistemología; otros aún pueden inscribirse en coordenadas individuales y biográficas todavía más imprecisas. En cambio, sí puede formularse un lema genérico como el siguiente: estar en posesión de una teoría -de un sistema de conceptos con los que atrapar cognoscitivamente la realidad- es estar en posesión de una práctica -de una conexión acciones potenciales/fines, conexión inteligente y, por tanto, mediada simbólicamente- con respecto al campo de experiencia que la teoría cubre. Los pragmatistas intentarán comprender los conceptos epistemológicos clave (verdad, razón, lógica...) a la luz de este principio con la esperanza de despejar un cierto número de oscuridades y paradojas tradicionalmente aparejadas a ellos.

Frente a las connotaciones que a menudo se asocian con él, lo característico del pragmatismo no es "subordinar el pensamiento a la acción" -cualquiera que sea el significado de una fórmula tan inconcreta como ésa-, sino redefinir el pensamiento mismo, y en especial su expresión en teorías que pretenden desentrañar la realidad, como una actividad, como una forma de acción cuyas herramientas propias son conceptos, palabras, ideas -en definitiva, signos (de aquí que Peirce considerara a la teoría del conocimiento como una rama de la semiótica). Como en toda actividad, su resultado es una modificación del medio: simbólica en un primer momento, al convertir ese medio en un cosmos ordenado e inteligible; pero al cabo real, pues dentro de él cobran forma las hipótesis deliberativas de las que resultará la conducta final. Tras este giro interpretativo, el conocimiento humano deja de ser un fenómeno exclusivamente espiritual y contemplativo y aparece como una red de estrategias lingüísticas y conceptuales que revierten directa o indirectamente, formen o no parte de un plan inmediato de acción, en ese contexto práctico y material del que habían sido apartadas. La teoría del conocimiento se convierte ahora en una teoría sobre los instrumentos que intervienen en esa práctica -una teoría de los signos y del significado- y en una teoría sobre el sentido de la misma en relación con la realidad que la suscita -una teoría de la investigación.


III. La razón principal por la que muchos filósofos han rechazado el planteamiento pragmatista es que no están dispuestos a admitir que el conocimiento no se baste a sí mismo. Conceden que su obtención redunda en la mayoría de los casos en aspectos prácticos de nuestra vida, pero no ven en ello nada incompatible con una defensa del valor del saber por el saber, y desde luego se niegan a sustentar una teoría filosófica del conocimiento en ese hecho que para ellos es sólo accidental -con lo que esto supondría de revisión de conceptos clave como los recién mencionados. Toman, por tanto, el partido de Aristóteles afirmando la existencia de una predisposición innata en el hombre a la ciencia teorética, que es lo que le mueve a buscar la verdad por la verdad misma y que se corrobora en el placer intrínseco que experimenta al hallarla. Ahora bien, en esta confrontación de posturas hay mezcladas dos cuestiones diferentes: la primera y menos importante es si en efecto poseemos o no esa predisposición, si experimentamos o no ese placer, si buscamos o no la verdad por sí misma; la segunda se refiere a la perspectiva en que debe situarse una teoría filosófica del conocimiento.

La idea aristotélica de que todos los hombres desean por naturaleza conocer (teoréticamente) carece de la más mínima base antropológica -si bien hay que conceder que Aristóteles no intentaba ofrecer con ella una mera descripción, sino un modelo de excelencia, pero en todo caso basado en una pretendida naturaleza o esencia del hombre. Si el concepto de "naturaleza humana" ya es de por sí vidrioso, difícilmente puede incluirse en él algo tan artificial como el refinado proceso de elaborar teorías (ya sean las teorías mismas refinadas o toscas). La teorización es una actividad propia del pensamiento racional, y éste constituye un logro cultural, no una manifestación espontánea de la especie. Se trata además de un logro relativamente tardío, antes del cual las culturas humanas estuvieron durante largo tiempo inmersas en modos de pensar prerracionales -animismo, magia, superstición- que guardaban escasa o ninguna relación con la actividad teorética. Una vez más un rasgo de la mentalidad antigua, en esta ocasión su visión estática, ahistórica y esencialista de la realidad humana, se atrinchera en una creencia aún vigente pero incompatible con nuestro propio marco de referencia general, para el cual la afirmación incondicional de ese impulso teorético no es más que la hipóstasis de un fenómeno temporal y culturalmente determinado.

No todos los hombres, ni en todo tiempo, han buscado el saber por el saber mismo ni han sentido la necesidad o el placer de encontrarlo. Pero, una vez eliminadas las connotaciones de una naturaleza humana absoluta, sería absurdo decir que el deseo de conocimiento y el placer intelectual no existen o no son reales. Al contrario, la empresa que llamamos genéricamente ciencia consiste precisamente en la búsqueda incondicional de teorías cada vez más correctas, y quienes están embarcados en ella con frecuencia no persiguen otra cosa que la satisfacción que les produce su hallazgo. Pero nótese que la ciencia así entendida es un producto histórico y sociocultural, una empresa sofisticada y artificial cuya existencia depende de factores que desbordan el marco de lo estricta y esencialmente epistemológico. El conocimiento como actividad humana genérica es una cosa; la ciencia como institución social y cultural es otra.

Detengámonos por un momento en lo que distingue a la ciencia de otras prácticas cognoscitivas no institucionalizadas, como el conocimiento ordinario o "de sentido común". Podríamos enumerar una serie de contrastes por lo demás evidentes: sistematicidad deductiva frente a desestructuración, precisión lingüística frente a vaguedad, experimentación y uso de instrumentos frente a observación casual y aproximativa, &c. No obstante, lo más significativo, y lo que explica estas otras diferencias, es lo siguiente. El conocimiento de sentido común es un repertorio de respuestas consolidadas y decantadas en el tiempo a situaciones problemáticas cotidianas, recurrentes y de relevancia práctica inmediata; se trata, pues, de un conocimiento estereotipado y con un alto grado de funcionalidad. Por el contrario, una simple ojeada a la historia de la ciencia basta para comprender que su desarrollo no consiste en una sucesión de intentos por resolver un repertorio dado de problemas recurrentes, sino en un empeño consciente y deliberado por descubrir problemas nuevos, o nuevos aspectos problemáticos en lo que ya creemos conocer; la ciencia redefine, manipula e incluso crea las situaciones que sus propias teorías tratarán de resolver. Esto hace de la práctica científica algo muy peculiar: si el conocimiento ordinario muestra claramente su estrecha vinculación con el ámbito de las acciones -nada hay más "práctico" que el sentido común-, la ciencia se caracteriza, dentro de las coordenadas pragmatistas, por mantener una relación diferida respecto de la acción, lo que justamente le permite manipular, redefinir y recrear las situaciones que investiga de un modo que a menudo supera con creces las expectativas de una situación práctica plausible. No se trata de negar la dimensión tecnológica de la ciencia, pero sí de reconocer que el impulso de la investigación y las necesidades de la teoría no están cerradamente determinadas por ella. La relativa independencia del quehacer científico respecto del contexto inmediato de las acciones, a la que paradójicamente debe su extraordinaria eficacia, es consecuencia de una cierta división del trabajo intelectual habida en la evolución de la cultura. Esto es lo que hace posibles y pertinentes los estudios en torno a la aparición de la ciencia desde categorías históricas y sociológicas (que estarían fuera de lugar si el conocimiento científico fuera una manifestación espontánea de nuestra naturaleza). La dinámica de la ciencia ciertamente no es instrumental, pero ello no evita que transforme radicalmente la realidad en la que nos instalamos y sobre la que nos proyectamos activamente; y no puede evitarlo -concluye el pragmatista- porque sencillamente ésa es la esencia genérica de cualquier forma de conocimiento.

Otro clásico del pragmatismo norteamericano, John Dewey (1859-1952), asoció en alguna ocasión la empresa científica con el instinto deportivo del hombre, y se felicitó por que de este modo se hubiera logrado vencer tantos obstáculos ideológicos a la libre investigación y al consiguiente progreso material y moral de la humanidad. En efecto, podríamos trazar una analogía entre el conocimiento institucionalizado en forma de ciencia y la institucionalización de otras actividades en la forma de deporte. Así, por ejemplo, la pesca deportiva o recreativa es el resultado de convertir en fin en sí misma la actividad originalmente utilitaria de recoger peces con fines de subsistencia; el deportista pesca por el placer de pescar, busca la satisfacción de la captura en sí misma y la continua superación de sus propias marcas. El científico viene a ser un deportista del conocimiento, y la ciencia un hecho institucional con sus reglas, rituales y premios, y también con su particular modo de implantar valores y reordenar preferencias en quienes la practican.

Lo importante no es, pues, si el conocimiento tiene que ser o no un fin en sí mismo; en realidad, ha llegado a serlo, y esto indica que se trata de un valor creado, tan real como si estuviera inscrito en la "naturaleza humana" pero quizá más admirable, pues equivale a una conquista. Lo verdaderamente importante es la perspectiva desde la cual debe analizarlo la filosofía. Vimos que quienes rechazan el planteamiento pragmatista piensan que la conexión del conocimiento con la acción es accidental, y por tanto no debe alterar la definición esencial de los conceptos epistemológicos básicos. Sin embargo, estas últimas observaciones parecen indicar que lo accidental -lo añadido o sobrevenido- es más bien la forma que adquiere la investigación cuando se transforma en empresa científica, del mismo modo que lo que rodea a la pesca como deporte es accidental cuando de lo que se trata es de comprender los procedimientos y mecanismos implicados en la actividad misma de capturar peces. Así se explica la preferencia del pragmatismo por un análisis del conocimiento en el que éste aparezca vinculado en su misma esencia con la dimensión activa y transformadora de los sujetos, una dimensión más radical, general y comprehensiva -y por ende más adecuada a la perspectiva filosófica- que la del sujeto contemplativo que es una de sus concreciones. Por lo demás, y esto es lo que a fin de cuentas importa, la puesta en pie del proyecto científico no puede suponer un cambio de lógica respecto de lo que significa el conocimiento en términos originarios, de la misma manera que la "lógica interna" de la pesca -lo que se pone en juego dentro de su práctica, al margen de lo que circunstancialmente la rodea- es la misma para el profesional y para el deportista. Esto quiere decir que los conceptos epistemológicos centrales, con el concepto de verdad a la cabeza, deben especificarse desde la conexión sustantiva de conocimiento y acción, donde tiene que estar ya dado todo lo esencial a ellos. El hombre teorético que persigue la verdad por sí misma no busca algo de otra naturaleza que lo que buscan el productor o el agente cuando aplican la inteligencia y la razón para realizar sus fines. Sus motivaciones y sus emociones pueden ser diferentes, pueden representarse la meta de distintas maneras y teñirla con distintos tonos valorativos; el sentido último de lo que hacen es, empero, el mismo.


IV. Poner en continuidad el conocimiento con el hacer y el actuar, y recomponer así la unidad de un sujeto desmembrado por exceso de abstracción y, por qué no decirlo, por la displicencia un tanto boba con que algunos filósofos miran a veces el mundo mortal que a su pesar pisan, exige antes que nada un profundo reajuste conceptual. Es aquí donde se produce el choque entre las concepciones pragmatistas de la verdad, el significado, la lógica, &c. (de las que existen diversas variantes), y lo que podríamos llamar la epistemología "convencional" (que igualmente engloba muchas teorías distintas). Los términos de semejante debate exceden ampliamente de este breve tratamiento. Pero tampoco se agota en él el horizonte filosófico del pragmatismo, pues el reajuste conceptual es sólo un paso, aunque ciertamente el más necesario, hacia un cambio general de actitud -algo inevitable para un modo de pensar que defiende la consustancialidad de pensamiento y acción.

En efecto, la reconstrucción pragmatista de las coordenadas epistemológicas pretende facilitar una perspectiva nueva sobre una realidad humana más amplia. La síntesis de verdad, utilidad y satisfacción no es una invitación al cinismo, sino la expresión de un programa que podríamos llamar de moralización intelectual. En esencia, se trata de asumir conscientemente el componente de valor presente en toda realización humana -ya que no hay acciones sin fines, ni fines sin valores-, para comprender el papel que la razón puede y debe desempeñar en el logro de una verdadera autonomía. La auténtica fe racionalista, consistente en creer que no hay libertad sin conocimiento, se vuelve una fórmula vacía cuando no se acompaña, en justa correspondencia, del postulado pragmatista según el cual no hay verdad sin interés. Como gustaba de expresarlo Dewey: la ciencia es la mayor de las empresas morales, pues de nada depende tanto nuestra felicidad como de un correcto conocimiento del escenario en que actuamos para lograrla; a la vez que la moral, el arte de vivir, se alimenta del método científico, pues vivir es experimentar, predecir, ensayar y corregir hipótesis cooperativamente para resolver problemas y crear situaciones nuevas más gratificantes. Y sin embargo, la desconexión de estos dos ámbitos -no sólo en un plano abstracto e ideal, sino en el más profundo de las imágenes culturales que determinan la percepción de nosotros mismos y marcan la pauta de nuestra conducta individual y colectiva- ha terminado por producir, no una moral "independiente", sino ignorante e inane, ni una ciencia "neutral", sino deshumanizada y ciega, traicionando en ambos casos los intereses y deseos de la especie humana. Fue en este espíritu en el que el filósofo británico F.C.S. Schiller (1864-1937) bautizó su propia versión del modo de pensar pragmatista como Humanismo.

"Por sus obras los conoceréis", reza la que para Peirce constituía la única aportación del Evangelio a la epistemología -y que, de paso, sirve de respuesta a la pregunta de Pilatos por la verdad. Nuestra disposición técnica y práctica, para la que ya Aristóteles reclamó el gobierno de la razón, no puede entregarse a una "racionalidad instrumental" artificialmente separada de valores y fines; en realidad no existe tal "racionalidad", sino el desentendimiento de la propia razón de su cometido originario en aras de un ideal teorético ilusorio. La búsqueda de la verdad es un proceso en sí mismo práctico y normativo, pues el conocimiento no es hijo del ocio, sino del muy perentorio negocio con la realidad, y su éxito reside en sus frutos. Una razón que espera a que la obra esté hecha para entrar ella misma en acción no hace sino condenarse a la irrelevancia; la obra nunca está hecha y todo lo que sucederá es que seguirá haciéndose a sus espaldas. Nada tiene de casual, pues, que en aquellos ámbitos donde está más en juego la felicidad humana, allí donde toman forma las condiciones reales de vida de los individuos, el vacío que deja la renuncia de la razón a señalar los fines deseables y los medios que conducen a ellos sea rápidamente cubierto por el interés personal y de clase, lo que según Dewey se ilustraba a la perfección en el caso de las relaciones comerciales o la política de guerras. Aquí tienen lugar dos perversiones que se alimentan mutuamente: por una parte, un mundo de fenómenos sociales cuya existencia depende a todos los efectos de la actividad humana, que son emanación directa de los sujetos agentes y productores, se percibe como circunstancia objetiva; por otra, la ciencia investida de neutralidad axiológica procede a escrutar las leyes de ese mundo que convertirán a los propios individuos que lo crean en su sujeto pasivo. El modelo imperante de la ciencia social, particularmente de la economía, como saber teorético o contemplativo de procesos definidos a fortiori como "necesarios" es sólo el caso más llamativo, por lo forzado, de esa disociación entre conocimiento y acción que los pragmatistas denuncian. También muestra con especial crudeza las penosas repercusiones que de ello se siguen para el control del hombre sobre su propio destino.

El cambio de actitud consiste, pues, en asumir la posibilidad y la necesidad de superar la quiebra entre fines teóricos y necesidades prácticas, restituyendo al sujeto en el centro de una actividad integral que se sirve de la razón para hacer viables sus proyectos. Si los intereses que abonan tales proyectos dejan de verse como espúreos a la verdad, y se comprende que sólo con ellos adquiere sentido la idea de una verdad que merezca la pena buscar, el vínculo entre conocimiento y acción vuelve a hacerse plenamente visible, y el doble imperativo de una acción inteligente y un conocimiento responsable recibe un fundamento nuevo. Lo que antes era un reino de necesidades a la espera de ser contempladas comienza a aparecer como un mundo de posibilidades abiertas en el que las condiciones iniciales son sólo el disparadero de una investigación cuyo fin es al mismo tiempo teórico y práctico: el hallazgo de las claves que permiten transformar la situación en la dirección deseada. Como ha dicho el filósofo Nelson Goodman, la verdad no es un amo severo, sino un dócil servidor; pero hemos de reclamar sus servicios y orientarlos hacia intereses compartidos.

Las visiones idealistas del conocimiento han sido duramente combatidas a lo largo del último siglo desde múltiples frentes, que por diferentes medios han venido a confluir en la tesis de que la razón no es nunca inocente. La contribución del pragmatismo a esa crítica anti-idealista consiste en salvar de la quema el viejo optimismo ilustrado: la razón, entonces, tampoco es nunca inútil, lo cual constituye una forma todavía esperanzada de exigirle responsabilidades.

No deja de ser sorprendente que una de las peores censuras intelectuales aplicables a una idea o doctrina moral o política consista en tacharla de "pragmatista", y que se entienda por persona "pragmática" la que carece de escrúpulos y de ideales. La biografía de las palabras es caprichosa, pero también suele ser reveladora. Al transferir inconscientemente a todo pensamiento comprometido con fines prácticos y atento a sus efectos reales sobre el mundo la merecida condena de las actitudes miopes, oportunistas y faltas de objetivos consistentes, el uso lingüístico no hace sino consagrar el indeseable divorcio entre el pensamiento y la acción, facilitando una coartada a esas mismas actitudes y fomentando la autocomplacencia intelectual. Y lo hace además incurriendo en una notable incoherencia, pues ese "pragmatismo" se caracteriza precisamente por la irresponsabilidad de sus propuestas respecto de sus resultados últimos y la ausencia de una reflexión explícita o sincera en torno a los fines y los intereses que es preciso atender.



BIBLIOGRAFIA

Campbell, J., The Community Reconstructs: The Meaning of Pragmatic Social Thought. University of Illinois Press, Chicago 1992.
Catalán, M., Pensamiento y acción: la teoría de la investigación moral de John Dewey. PPU. Barcelona 1994.
Dewey, J., La reconstrucción de la filosofía. Aguilar, Buenos Aires 1955.
Thayer, H.S., Meaning and Action: A Critical History of Pragmatism. Hackett Publishing Co., Indianápolis 1981.


THEORIA  | Proyecto Crítico de Ciencias Sociales - Universidad Complutense de Madrid