Román Reyes (Dir): Diccionario Crítico de Ciencias Sociales

Falsa conciencia  
 
Fernando Ariel del Val
Universidad Complutense de Madrid

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La idea de una "rebelión contra la modernidad", ha sido evocada más de una vez y desde orientaciones ideológicas bastante disímiles. Se podría decir que es una protesta recurrente, asociada a un conjunto variado de factores y que el proceso de secularización, a medida que avanza, reproduce una y otra vez.

Actualmente nos encontramos en un punto en el cual, la protesta cultural y política, se torna particularmente virulenta, pues ya no es expresión de grupos aislados, o de minorías radicalizadas contra el proceso de la modernidad. Ahora son los estados organizados, y un vasto movimiento cultural e ideológico, los que se alzan, enarbolando el emblema de la tradición, de lo autóctono, del particularismo amenazado, o de la integridad cultural. Los fenómenos que manifiestan esta tendencia son varios: los nacionalismos, el racismo y la xenofobia, los fundamentalismos de toda laya.

En otro lugar he analizado lo referente al nacionalismo y el proceso de comunicación, pero la expansión de la irracionalidad, como rebelión contra la modernidad, sigue un curso tal, que muestra la contradictoriedad de los procesos dentro de los cuales se mueve la historia actual.

Podemos decir que las denostadas ideologías sin llegar a fenecer han dado muestras de un agostamiento más que evidente. Pero vemos que ideologías secularizadas debilitadas, pueden dar paso a un renacimiento de confesiones religiosas pujantes que toman el relevo de aquéllas. O que el fenómeno nacionalista, por su propia ambigüedad, rellena un vacío como instrumento de movilización social, lo que sucede en el área del antiguo "colectivismo burocrático". Es cierto que el hundimiento de tantas esperanzas depositadas, en el arco central de este siglo, 1917-1989, en torno a la construcción de una sociedad más justa e igualitaria, han dado paso al desconcierto actual. Nos encontramos en una situación de enfrentamientos múltiples, en el terreno cultural, social, político y económico, que nos hace pensar en aquella expresión de Conrad: "Sumergirse en el elemento destructor, seguir el sueño y seguir el sueño aún ... y así ewig ... usque ad finem".

Ahora bien, el sueño como pesadilla se ha hecho realidad. Hoy Bosnia, Chechenia, Argelia, Burundi, son sus manifestaciones concretas, el eternamente y hasta el fin a que se refiere el ex-marino polaco, refleja la inquietante premonición, de una humanidad, cuyo destino se manifiesta en actos de destrucción múltiples, como ya se había evidenciado a lo largo del siglo, especialmenente en el nazismo, o con la perversión del socialismo en stalinismo y con las guerras mundiales.

Conrad, sin embargo, tenía confianza en la capacidad colectiva para controlar esa tendencia destructora. Para él, un modelo civilizatorio sería la manifestación de dicha capacidad, además de un conjunto de valores y una cierta idea del trabajo. Pero, naturalmente, todo sistema social y cultural supone una acumulación de convenciones, de valores añadidos, inventados y aceptados a regañadientes, o quizá con entusiasmo en sus orígenes, en el momento de su propuesta.

La cuestión ahora es que algunos de los valores centrales de la modernidad se han erosionado en el curso de su realización. Uno de sus elementos más valiosos es la noción de autonomía del sujeto, pero aparece su contravalor, una extrema insensibilidad hacia los demás, un desprecio hacia el otro, fuente de xenofobia y racismo, un rechazo de lo diferente, y un narcisimo. que desemboca en lo grotesco.

Por otra parte, los problemas de la identidad son cada vez más acuciantes y plantean una vasta interrogación sobre el sentido cultural de la modernidad.

A esto habría que añadir la quiebra de los regímenes de colectivismo burocrático que se consuma con la política de Gorbachov de glasnot y perestroika desde 1985, y representa el fin del viejo sueño marxiano plasmado en las Tesis sobre Feuerbach, de la praxis del sujeto-objeto idéntico y de la transformación de las relaciones sociales. Era otra forma de enunciar la conciliación entre lo racional y lo real que había planteado la dialéctica de Hegel. Para Marx el sujeto de esa acción transformadora era la clase social históricamente privilegiada, a la que imputaba una conciencia y una voluntad revolucionaria capaz de modificar la historia. Por el momento hemos visto que esa clase universal, más allá de la falsa conciencia ideológica, no existe, y que de esa clase potencial se apoderó un aparato burocrático, portador de intereses particulares, no universales, los intereses de la burocrática nomenklatura. Una vez más se ha producido un proceso de suplantación en términos socio-históricos.

Por el momento podemos contrastar que la idea de un corte histórico radical, o del fin de la historia y el advenimiento del saber absoluto, como lo escenificaba Hegel, o del final de la prehistoria y el comienzo de la historia, como sostuvo Marx y el marxismo, corresponde a una mentalidad que, por el momento, ha sido barrida.

Pero en sustitución de ella, las manifestaciones de falsa conciencia aparecen por doquier. En Roma, en un Congreso celebrado en mayo de 1995, sobre "Variedades de la oración, a la búsqueda de lo divino, oración, meditación, estados de conciencia alterados y nuevos movimientos religiosos", la misma enunciación de dicha convocatoria es ya lo suficientemente caótica y sincrética, como expresión variopinta de actitudes hacia lo irracional. Allí cabía desde el enfoque positivista de algunos médicos sobre el efecto de las drogas, hasta los del Opus o creyentes, pasando por el tantrismo, sufismo, magia, (la ponencia de Marco Pasi, sobre "El yoga en Aleister Crowley"), el esoterismo o los estados de trance y modificación de la conciencia de Lapassade y Pietro Fumarola, y de este modo lo irracional se dibuja como potencia y aspiración, en este período en que la racionalidad se ve amenazada por no ser capaz de resolver el universo cotidiano de fuerzas contrarias.

Lo que interesa, desde la situación presente, es el conjunto de interacciones que simultánea y discontinuamente pasa del "macrosistema mundo", al que se refieren Wallerstein o Braudel, a las fuerzas antagónicas de nacionalismo, integrismo, esoterismo, particularismo y conduce a una exasperada reacción cargada de irracionalidad, contra el sistema mundo. Esto supone una tensión múltiple entre mundo y sujetos que se encuentran en posición de ataque defensivo, (caso de los fundamentalismos, racismo, xenofobia).

Se ha pasado, por tanto, de una situación en que los procesos de cambio, que han ido fermentando desde finales del siglo XVIII, han generado una tensión social en que la acumulación de intereses contrapuestos se canalizó, en un primer momento, en el conocido esquema de Mannheim de ideología y utopía. Las posiciones identificadas con las utopías representan la ruptura y el cambio, la búsqueda de sociedades igualitarias, en donde los intereses de las masas trabajadoras y sus derechos queden consagrados. Una amplia gama de posiciones políticas y culturales quedan reflejadas en las tentativas revolucionarias y reformistas que apuestan por el futuro y el cambio. Las posiciones que Mannhein engloba en el rótulo ideología describen el campo conservador y reaccionario, vinculadas a la conservación del orden existente, que entienden como integrador, o propugnan un regreso al pasado, en que sitúan una mítica convivencia armoniosa, basada en ideales amenzados por la modernidad.

Ahora bien, este esquema tiene hoy un valor eurístico más débil que cuando lo formuló Mannhein en 1929. Podemos observar que las aludidas experiencias revolucionarias de origen marxista y leninista desembocan en sociedades de colectivismo burocrático en donde el Estado asume posiciones excluyentes frente a otras alternativas y el aparente igualitarismo cierra el paso a la democracia, a la expresión del pensamiento, y a la autonomía del sujeto. El futuro que se avecinaba luminoso, se cierra sobre un ominoso presente (épocas de Stalin y Breznev en URSS), y la ideologización de la utopía se consuma. Hoy algunos de esos regímenes, como en China, tratan de alcanzar el desarrollo económico, y la modernización tecnológica, pero sin incorporar los valores substantivos de la modernidad.

Podemos comprobar que una perspectiva histórica llena de posibilidades y de confianza en el futuro se ha clausurado. Lo que se está desarrollando en la actualidad es algo muy distinto.

Dos elementos me parecen significativos en relación con la ideología, la utopía y la falsa conciencia, que envuelve a ambas. Es la oscilación que se produce en nuestra vida entre la búsqueda de la verdad y la amenaza del poder y la muerte. Porque, en definitiva, dentro de las estructuras jerárquicas y de necesidad, en que se desarrolla la vida en sociedad, se inventan artefactos mentales, se proyecta, se imagina, y la misma ficción, desde la literaria a la personal, no es sino subterfugio para escapar, o dulficar, el duro trance de la existencia. Fourier, en su utopía del "nuevo mundo amoroso", construye, a partir de su teoría de la pasión, y de su divinización de ésta, una negación del poder, y si cabe de la muerte.

Ciertamente, se puede vivir esta dimensión de lo pasional y del amor y de este modo provocar una disolución de la jerarquía, del poder y del Estado. Por eso, en el 68 reparece Fourier, o Lafargue y su "derecho a la pereza", pero no Saint-Simon y su religión productivista, y se veía a Marx en su ambigüedad entre crítico liberador, y productivista autoritario.

Ese corto período de los años sesenta, cuando Bell, bastante a destiempo, anuncia "el fin de la ideología", representa una nueva irrupción de lo ideológico y lo utópico, como expresión de una impaciente conciencia crítica y reconstructora, en la que el elemento tensión quiebra la dimensión del elemento interés. Así lo utópico se afirmaba sobre lo ideológico, lo posible sobre lo existente. Como creatividad social fue una breve, pero intensa primavera, en la que una relativa felicidad se apoderó de una extensa minoría. Era, naturalmente, una expresión de falsa conciencia, quizá de falsa conciencia necesaria, como en tantas otras situaciones. Lo que ha seguido, años setenta, aún más los ochenta y hasta hoy, mediados de los noventa, ha sido un duro ajuste con una realidad: la del desarrollo y sus límites dentro del capitalismo, la progresiva escasez del trabajo, la polarización entre Norte y Sur, la quiebra del colectivismo burocrático soviético y el posibilismo de una una idea de democracia limitada. Se afirman, por un lado, las estructuras de lo que hay, pero se sigue percibiendo algo de lo que puede haber, y aquí reaparece la categoría de posibilidad y de conciencia posible. Movimientos salidos de ese período de los sesenta se desarrollan: ecología, feminismo, pacifismo, autonomía sexual e individual, objeción de conciencia... y al mismo tiempo se afirma ese núcleo ideológico renacido de nacionalismo, integrismo, racismo, fascismo tipo yugoeslavo, amén de toda la gama de lo religioso, y la revalorización de lo irracional. Formas de falsa conciencia colectiva e individual, unidas a una aplastante presencia de la tecnología de cuya utilización puede emerger liberación y autonomía y/o nuevas fuentes de dependencia y jerarquización.

En este punto, la crisis del estado de bienestar se ofrece como un claroscuro singular, en la medida en que ha representado la búsqueda de cierta igualdad, y una mayor seguridad para un amplio conjunto de ciudadanos, dentro de una economía dominada por las fuerzas capitalistas. Su progresivo desmantelamiento marca un punto de inflexión y de pérdida institucional de valores de solidaridad. Se abandonan así una serie de conquistas obtenidas por una parte de la ciudadanía, en pugna con las fuerzas económicas dominantes.
 

Falsa conciencia y sentido

Un elemento central de la trama de la falsa conciencia es la búsqueda y la construcción de sentido.

Es aquí donde encontramos el suelo del que se nutre la profecía, institucionalizada después como orden religioso, o las utopías, en sentido laico y político. Son, en definitiva, elaboraciones, de diferente origen, y con aspiraciones últimas diversas, pero que coinciden en la búsqueda de sentido desde un orden, que se entiende como sagrado, o sobrenatural, o político y social, (caso de la utopía) que busca una nueva forma de convivencia. En ambos casos el sustrato de ilusión, revelación, deseo, convicción de un mejoramiento ético, y en el caso de la utopía, material y mundano, expresa la dimensión de falsa conciencia, pues ninguna prueba racional (empírica y científica), puede mostrar, que del seguimiento de esa revelación y sus mandatos, o de la aplicación de esas recetas utópicas, se siga un mejoramiento de la vida social o individual. Los ejemplos del judaísmo, cristianismo, islam, comunismo, etc, así lo evidencian.

Es cierto que la búsqueda de sentido para la vida individual o colectiva es un motivo imperioso que se sitúa en términos culturales de modo diverso. Se puede decir que, como expresiones diferenciadas, desde la magia, a las elaboraciones mitológicas, los sistemas teológicos, las filosofías, las utopías, y también las ideologías, lo que aparece en ellas es la fuerza del simbolismo, su capacidad para organizar desde ciertos conjuntos ideales un orden social, una forma de vida, una estructuración integradora de la sociedad, y de la personalidad de los humanos. A esto hay que añadir los factores materiales y técnicos de organización del orden social.

Ahora bien, el problema de la modernidad y de su consecuencia técnica, la modernización, es que los elementos racionalizadores de la vida colectiva, sus valores, han sido desplazados por la imperiosa presión de la lógica burocrática, acumulativa, productiva y monetaria, que ha hecho que Estado y mercado se conviertan en formas de la dominación y no de la liberación, que aquellos ideales de la modernidad anunciaron.

Podemos ver que en el mundo de la mercancía y en la aldea global de la comunicación, la aparente racionalidad del sistema productivo, al generar continuamente imágenes-objeto, convierte al "espectáculo en la principal producción de la sociedad actual"..

Y de este modo la burocracia se presenta como espectáculo, como falsa organización de la sociedad, del Estado, de la economía, del sistema global. Mientras la política se afirma como representación, como falsa conciencia. El discurrir de estos últimos años en la vida española lo confirma. Política como pseudo realidad, como conciencia separada de la praxis, como práctica separada de la conciencia, ayuna de toda referencia moral, expresión de un autoengaño generalizado, lo que hace pensar en aquella afirmación de Gabel, cuya acuidad se evidencia hoy mucho más que en 1962: "El marxismo teórico es esencialmente crítica de la falsa conciencia, pero el marxismo político es falsa conciencia. Esto no es exclusivo de la política marxista, bajo forma de ideología o utopía, la falsa conciencia es una consecuencia de la acción política concreta. La praxis desreifica y dialectiza, la práctica política cuando quiere ser eficaz está condenada a utilizar técnicas de persuasión colectiva que reifican y desdialectizan el pensamiento".

Nuestra vida social, política y cultural, está permeada de esa falsedad, que Alfred Sohn-Rethel denominó "necesary false consciousness", en un artículo hoy olvidado, y en donde describía la convivencia en el mundo social burgués como "not false, but falsified consciousness". Es decir, hay una inducción a la falsedad, un sistema político-cultural que se sedimentan en el engaño. Evidentemente, esta es una amenaza recurrente para la vida democrática , pero su análisis nos llevaría a un examen del Estado y la sociedad democrática, para el cual no hay aquí espacio.

Hay otra dimensión de la falsa conciencia en la actualidad, cuando vemos, como el agostamiento de ideologías y utopías del siglo pasado dan lugar a una repristinación de otras versiones de la mistificación y el ocultamiento. Es como si los viejos dioses, de que habló Weber en 1917, salieran de sus tumbas, en la forma del polimitismo contemporáneo y en donde se rebaja el contenido irracional del mito, se trivializa, para presentarlo como un modo relativista de afrontar la realidad. Estamos lejos del mito impactante de la soreliana "huelga general", y aquí nos encontramos con otro modo de erosión de la razón, pues se trata de mostrar que hay tantos mitos válidos, como visiones del mundo ponen en circulación los grupos sociales, y que establecer una jerarquía en relación a la verdad y al conocimiento es tarea inútil. La sociedad de la comunicación instantánea y del espectáculo permanente, televisivo u otro, vacía de contenido las imágenes, las atiborra de pequeños e inocentes mitos y crea una constante alucinación social, la presentación de la "guerra del Golfo" fue un buen ejemplo. Hay así una ilusión de reencuentro con la realidad, escribió Debord, en una sociedad en la que nadie puede ser reconocido por los otros, y en donde cada individuo es incapaz de reconocer su propia realidad. La realidad es sustituída por sucedáneos, los "reality shows", son otro ejemplo, o las revistas del corazón.
 
En este punto, podríamos pensar que el nihilismo tiene la partida ganada, aunque se presente en una visión optimista como la del "fin de la historia y el último hombre".

Pero al mismo tiempo aparece, en esa corriente del polimitismo, el mito del origen, de la identidad primigenia del grupo, a la que hay que regresar perentoriamente. Esa arcadia perdida a la que nativistas y nacionalistas aspiran.

En ese juego de idas y vueltas, de escape hacia el futuro o regreso al pasado, se percibe lo contradictorio de la situación. Pero en ella, se manifiesta ese desprestigio de la razón como instrumento de búsqueda de la verdad, y su sustitución por lo irracional, llámese ideología, utopía, mito, espectáculo, o aquella inefable "sensibilidad vital" orteguiana.

Benjamín sostenía que en una cultura de la imagen, ésta suplanta a la palabra y determina el inconsciente colectivo de que nos nutrimos, cuya falsilla es la del mito y de este modo se diluye la identidad individual.

Y con una intención muy loable, Cassirer recuerda que Schelling, siguiendo a Hölderlin, pedía la unificación del monoteismo de la razón y el politeismo de la imaginación en una mitología de la razón.

Pero tampoco creo que ese sea el camino, puesto que la razón es un medio para establecer críticamente los términos del mundo social y natural en que nos movemos, que posibilita analizarlo y distanciarnos de él, y a través suyo se afirma la autonomía del sujeto como un valor esencial de la modernidad, siempre en tensión frente a lo real y a lo imaginario, y que nos permite actuar sobre ese mundo.


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