Román Reyes (Dir): Diccionario Crítico de Ciencias Sociales

Conocimieno científico  
(Sociología del)
Emmánuel Lizcano
Universidad Nacional de Educación a Distancia

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La modernidad, tras las huellas de Kant, deja establecido el problema del conocimiento científico en términos de unas escisiones tan rotundas como reconfortantes. En primer lugar, de la escisión entre sujeto y objeto, el positivismo lógico heredará una concepción del conocimiento que pivota sobre dos ejes: del lado del sujeto (transcendente), la coherencia lógica del lenguaje de conocimiento; del lado del objeto, su exterioridad y susceptibilidad de aislamiento y descomposición a efectos de análisis. La relación sujeto/objeto se entiende así como una relación de adecuación o correspondencia entre un lenguaje racional que describe y una realidad (supuestamente exterior al sujeto) que se des-cubre. (Si bien es cierto que, para esta simplificación, ha debido olvidarse por el camino toda la actividad constructora del objeto por parte del sujeto, que Kant atribuía a las categorías y a las formas a priori de la sensibilidad).

En segundo lugar, la imposibilidad de fundamentar la metafísica como ciencia deslindará dos campos y dos modos de saber nítidamente diferenciados: los saberes no fundamentados ("ilusiones metafísicas", saberes prácticos, superstición, pseudociencias...) y el conocimiento científico, éste ya único, universal y necesario. La tarea de una filosofía crítica es para Kant la de "un censor que mantiene el orden público" al mantener una frontera impermeable entre ambas esferas.

En tercer lugar, el criterio de demarcación que formulara Reichenbach distingue no menos tajantemente entre un contexto de descubrimiento y un contexto de justificación. El primero abarca la actividad humana del descubrir y el conjeturar, por lo que en él se manifiesta la componente irracional del conocimiento; al segundo corresponde la justificación racional de lo descubierto irracionalmente, es decir, la verificación -o falsación, en la variante popperiana- de hipótesis y la construcción de conceptos y teorías, actividad ya puramente racional.

Esta triple escisión -sujeto/objeto, ciencia/no-ciencia y descubrimiento/justificación- fundamenta el conocimiento científico sobre la sólida base de una racionalidad pura. Y tal división epistemológica viene a institucionalizarse en una correspondiente división del trabajo académico respecto de la actividad científica. Cuanto cae del lado del sujeto (concreto o trascendente, individual o colectivo), de los saberes no estrictamente científicos o de la componente irracional de los descubrimientos será el objeto de estudio propio de las ciencias humanas: historia, psicología, sociología... Pero a éstas nada les cabe decir sobre el núcleo duro de la razón científica: la construcción de conceptos y teorías y la metodología de investigación; éste es un ámbito reservado a filósofos de la ciencia, metodólogos, lógicos y epistemólogos.

La sociología de la ciencia nace con el propósito de dotar de racionalidad a aquellas instancias de la actividad científica que tales escisiones dejaban indeterminadas en exceso. Para Merton, la racionalidad de la ciencia viene garantizada por la internalización por los científicos de las normas que rigen el funcionamiento de la comunidad científica. Este ethos científico se concreta en los cuatro conocidos imperativos institucionales: frente a los localismos, el imperativo de universalidad; frente al excesivo individualismo, el comunalismo; frente a las motivaciones particulares, el desinterés; y frente al dogmatismo, el escepticismo organizado. El sujeto kantiano del conocimiento científico queda así destranscendentalizado y socializado, al tiempo que la universalidad y objetividad del conocimiento científico resultan ahora de proyectar idealmente tales características sobre la comunidad de quienes hacen la ciencia.

Pero esta entrada de la sociología en la escena de los estudios sobre la ciencia, lejos de superar ninguna de las divisiones establecidas, las refuerza aún más. "Consideraremos -afirma Merton- no los métodos de la ciencia, sino las normas con que se los protege". Los métodos y contenidos de la ciencia quedan explícitamente fuera del ámbito de la investigación social.

Ésa caja negra empezará a abrirse en los convulsos años sesenta, dando origen a los que hoy se vienen conociendo como nuevos estudios sociales de la ciencia o sociología del conocimiento científico. Estos estudios, al considerar la actividad científica en los contextos concretos donde se va desarrollando efectivamente, irán borrando los límites definidos por las escisiones establecidas y contaminando así la pureza de la ciencia con el fango de lo social: intereses, prejuicios compartidos, negociaciones de sentido, prácticas discursivas... Sus orígenes son heterogéneos. La Escuela de Frankfurt actualiza las críticas marxiana y bakuniniana a la alianza entre conocimiento científico e intereses de clase en las sociedades tecno-demo-burocráticas. La emergencia de movimientos sociales como el ecologismo y el feminismo alertan sobre la compulsión al control y a la destrucción de la que se alimenta el propio proyecto científico. Se retoma la crítica romántica (Goethe, Nietzche...) a la noción de hecho: los supuestos hechos brutos están, en realidad, bien domesticados, hechos por la teoría desde la que se observan, construidos por el lenguaje, por proyecciones antropomórficas, por intereses, presupuestos... Distinciones como la de Hanson entre "ver" y "ver que" o la de Quine entre "lo que hay" y "lo que se dice que hay", y ataques como el de Sellars al "mito de lo dado", el de Feyerabend al monopolio científico de la verdad o el de Lakatos a la supuesta disponibilidad de las teorías para dejarse refutar por los hechos... apuntan todos ellos en la misma dirección.

En este contexto, con la crítica kuhniana a la ilusión de progreso en el sucederse de las teorías científicas y la consideración del papel determinante que juegan en los cambios de paradigma las luchas por el poder en el seno de la comunidad científica, se abrirán definitivamente las exclusas que mantenían separadas las serenas aguas de la ciencia y las turbulencias en que se agitan los grupos humanos y sus tanteantes modos de conocimiento. Todas estas orientaciones precipitan y se institucionalizan en el llamado programa fuerte de sociología del conocimiento científico, punto de inflexión entre la sociología clásica de la ciencia y los nuevos estudios sociales de la ciencia. Este programa arranca de los trabajos de los integrantes del "grupo de Edimburgo" (B. Barnes, D. Bloor, S. Shapin y D. McKenzie), y en particular con la publicación de Scientific Knowledge and Sociological Theory de Barry Barnes en 1974 y Knowledge and Social Imagery de David Bloor en 1976. Tal y como lo define Bloor, se articula en torno a cuatro grandes principios o postulados: causalidad, imparcialidad, simetría y reflexividad. El principio de causalidad postula que la investigación debe "interesarse en las condiciones que dan nacimiento a las creencias o a los estadios del conocimiento observados"; estas condiciones pueden ser sociales, económicas, psicológicas, políticas o históricas, pero en cualquier caso el sociólogo debe buscar establecer relaciones "entre causas y efectos, como cualquier otro científico". Si tradicionalmente la sociología del conocimiento ha atendido tan sólo a lo que tenía por conocimiento falso (atribuido a ciertas anomalías o contradicciones sociales) pero suponía que el conocimiento verdadero no exigía ninguna explicación social (pues se da de modo natural cuando tales distorsiones sociales no existen), el principio de imparcialidad reclama una misma actitud "respecto a la verdad o la falsedad, la racionalidad o la irracionalidad, el éxito o el fracaso", pues tan susceptibles son los unos como los otros de investigación sociológica. El principio de simetría es un corolario del anterior y establece que "los mismos tipos de causas deben explicar las creencias `verdaderas' y las creencias `falsas'", en lugar de asentar las primeras en una supuesta lógica objetiva y en una mayor comprensión o autonomía del conocimiento, y atribuir las segundas al error humano, la superstición o el enmascaramiento. Por último, el principio de reflexividad postula que "estos modelos explicativos deben aplicarse a la sociología misma".

Bloor rompe así drásticamente con la tradición mertoniana en sociología de la ciencia, pero lo hace precisamente en nombre de la fidelidad a los planteamientos clásicos en sociología del conocimiento (Durkheim, Mannheim, Znaniecki) e incorporando eclécticamente una amplia gama de aportaciones (Spengler, Wittgenstein, Mill, Kuhn, M. Douglas...). Las características más destacadas de las investigaciones emprendidas a partir del programa fuerte son: a) Relativismo: no hay criterios absolutos de verdad o de racionalidad, sino que tales criterios dependen tanto de las interacciones y negociaciones en el interior de la comunidad científica como de grupos humanos más amplios, de épocas históricas y de contextos de significado concretos. b) Naturalismo: todo conocimiento, incluido el matemático y el lógico, corresponde en última instancia a una experiencia, si bien de esa experiencia se selecciona una de las varias interpretaciones posibles, la cual se racionaliza a posteriori como la `explicación lógica' y se legitima por la autoridad como `conocimiento verdadero': "lo que hemos hecho no es sino desarrollar la teoría [empirista] de Mill sobre un plano sociológico". c) Constructivismo: esa capacidad social de seleccionar y legitimar ciertos modelos como `verdaderos' es, por tanto, capacidad de construir la realidad, al menos dentro de ciertos límites físicos. d) Holismo: el conocimiento científico no puede entenderse fuera del contexto concreto (práctico, lingüístico, cultural...) en el que se produce y justifica, no cabiendo por tanto distinguir entre contextos de descubrimiento (sociales e irracionales: externos) y de justificación (lógicos y empíricos: internos). e) Cientifismo: los cuatro principios en que se funda el programa fuerte "reposan sobre los mismos valores que los tenidos por adquiridos por otras disciplinas científicas" y el sociólogo de la ciencia no hace sino "lo que cualquier otro científico".

El desarrollo de este programa estimulará tanto una multitud de estudios empíricos sobre episodios concretos de la historia de las diversas ciencias como una viva discusión sobre sus principios y características, dando origen a las distintas orientaciones hoy dominantes. Entre los primeros cabe señalar los estudios pioneros -a mediados de los setenta- de Farley y Geison sobre el debate entre Pasteur y Pouchet, de Shapin sobre la disputa frenológica, o de Edge y Mulkay sobre la radioastronomía, así como los posteriores de Pinch sobre las anomalías de los neutrinos solares, de Harvey sobre las variables escondidas en mecánica cuántica, de Collins y Pinch sobre la parapsicología, de MacKenzie sobre los primeros debates en estadística social, de Pickering sobre experimentos con partículas subatómicas, de Shapin y Schaffer sobre la bomba de aire, o los del propio Bloor sobre la construcción social de las matemáticas. No deben olvidarse, sin embargo, otros estudios ajenos al programa fuerte, como el que Forman publicara en 1971 sobre la influencia del ambiente socio-cultural alemán en la génesis de la mecánica cuántica.

Las críticas a los aspectos teóricos del programa fuerte se apoyan en las que se perciben como contradicciones internas de sus principios o las derivadas del propio eclecticismo que, a nuestro juicio, es también una de sus principales bazas. Así, p.e., el principio de causalidad, heredero del paradigma newtoniano en física, no es sometido al mismo relativismo que se aplica a otros principios científicos o lógicos, lo que contradice el principio de reflexividad; o el realismo naturalista que subyace a todo el programa es de muy difícil conjugación con sus aspectos más constructivistas o con sus intentos de dar cuenta de ciertas construcciones matemáticas absolutamente antiempíricas (véase Sociología del pensamiento formal); o la incongruencia de pretender a priori un estatuto de cientificidad -cuyo concepto no se cuestiona- que de hecho se pone entre paréntesis para aquellas otras actividades científicas a las que se somete a investigación. Woolgar (1991) criticará al programa fuerte por reproducir, a otro nivel, los mismos supuestos mertonianos que aspiraba a superar: a) presupone acríticamente la existencia de una realidad-ahí llamada `ciencia' a la que convierte en objeto de estudio -sin preguntarse si el propio concepto de `ciencia' no es también una construcción social- al tiempo que pretende reproducir su supuesto `método', sin indagar tampoco si esa `lógica' científica es algo más que una serie de racionalizaciones a posteriori; b) las nociones científicas de `causalidad' y `explicación' siguen rigiendo la investigación sociológica, sin más que cambiar el papel que Merton atribuía a las normas sociales por el de los intereses (instrumentales o ideológicos); y c) sus cuatro principios tienen el mismo carácter normativo que los imperativos del ethos científico mertoniano, ignorando de igual modo la práctica efectiva de los científicos.

Las alternativas que se abren a partir de estas críticas irán dando lugar en los últimos años a una serie de líneas de investigación que, pese a entremezclarse con frecuencia, podrían tipificarse como sigue (T. González de la Fe y J. Sánchez Navarro, 1988): a) Interpretaciones moderadas del programa fuerte (Barnes, Shapin, MacKenzie) que debilitan la noción de causalidad y renuncian a construir teorías generales en favor del estudio empírico de casos, donde tengan cabida las singularidades. b) El programa relativista (Collins, Pinch, Pickering, Harvey) de la escuela de Bath deja de lado principios que, como el de causalidad o el de reflexividad, habría que considerar en cada situación concreta; enfatizando los aspectos relativistas y un cierto constructivismo, se centra preferentemente en el estudio de los métodos de experimentación y en la construcción de sus resultados en investigaciones o controversias aún en curso, y en las `ciencias marginales'. c) El programa constructivista (Latour, Woolgar, Knorr-Cetina) está estrechamente ligado a la llamada antropología de los laboratorios, atenta a esa multitud de prácticas tenidas por in-significantes que serían precisamente las que construirían el significado de los enunciados y prácticas científicas: en el laboratorio, no es la `realidad' lo que observa el científico sino una multitud de informaciones fragmentarias y desordenados, de registros y aparatos que, convenientemente seleccionados y tratados, construyen hechos de apariencia ordenada con vistas a conseguir credibilidad; la negociación, los modos de argumentación y el uso retórico del lenguaje merecen especial atención para entender lo que `realmente hacen los científicos': "la argumentación entre científicos transforma algunos enunciados en quimeras y otros en hechos de la naturaleza" (Latour y Woolgar, 1995). d) Los análisis del discurso científico (Mulkay, Gilbert), a diferencia de los estudios etnográficos de laboratorio, no toman el discurso como síntoma de la actividad científica real sino como objeto propiamente social, en el que se manifiestan las contradicciones y solapamientos entre los diferentes registros del lenguaje que usan los científicos para describir, interpretar y racionalizar sus comportamientos; con frecuencia esta orientación se torna reflexiva al incluir también como objetos pertinentes de análisis tanto el discurso del propio analista como el de la sociología que éste pone en juego. e) Este carácter reflexivo también lo asumen los estudios etnometodológicos de la actividad científica (Lynch, Garfinkel), si bien éstos incluyen entre las prácticas observables tanto las conversaciones o materiales escritos como otros materiales manipulados en los laboratorios; en una última vuelta de tuerca, el apego del etnometodólogo a la sola consideración de lo observable le lleva a establecer que "no hay que usar más metalenguaje que el lenguaje de las mismas ciencias", con lo que la sociología radical llega a no distinguirse apenas del internalismo contra el que emergió.

Los resultados de todas estas orientaciones han abocado, simultánea y paradójicamente, a un callejón sin salida ("los investigadores de la ciencia -señala Latour- no pueden explicar sus propios descubrimientos") y a una progresiva desmitificación de la ciencia como forma de saber no ya sólo privilegiado sino ni tan siquiera singularizable dentro del repertorio de formas de conocimiento de una sociedad: "nunca hemos dejado de hacer, en la práctica, lo que las escuelas más importantes de filosofía nos prohibían hacer, a saber, mezclar objetos y sujetos, conceder intencionalidad a las cosas, socializar la materia y redefinir los humanos" (B. Latour, 1992).

Incluso, según las versiones más críticas de los estudios sociales de la ciencia, si algo distingue al conocimiento científico es la especial potencia de los recursos -retóricos, políticos, etc.- que pone en juego para persuadir (a los colegas, a los patrocinadores, al público en general) de que su construcción de la realidad no es tal construcción sino mera representación de la realidad misma (véase Ciencia e ideología). Esta `ideología de la representación' (Woolgar), que presupone un objeto exterior y una serie de prácticas metódicas destinadas a capturarlo lo más fielmente posible, incluye además los recursos necesarios para el olvido de su propia dimensión ideológica, para borrar el rastro de su actividad constructiva: "la representación parece producir una especie de amnesia sobre sí misma: a los lectores (y a los escritores) se les persuade de que no están siendo persuadidos, de que la representación es un simple instrumento para expresar el mundo exterior". Es más, la mayor parte de las investigaciones emprendidas por la propia sociología del conocimiento científico reproducen -según Woolgar- esa ideología, ahora como actividad sociológica, en el acto mismo de ponerse a desenmascararla en las ciencias naturales: en lugar de `neutrinos' o `virus', los objetos exteriores al observador sociológico son ahora los `discursos científicos' o las `prácticas reales' en el laboratorio: "no desmantelan la representación per se, tan sólo se dedican a sustituir las representaciones de la ciencia por representaciones sociológicas, literarias o filosóficas".

Para superar esta situación, la reflexión sobre las consecuencias de su propio trabajo desarrollada por algunos estudiosos sociales de la ciencia abre posibles caminos -acaso convergentes- de notable interés. Uno es el emprendido por el mismo Woolgar al proponer un cambio de objeto de investigación que incluya ahora al propio sujeto observador en su actividad de representarse las prácticas de representación que estudia: se trata de problematizar la relación entre el objeto y su representación y pasar a investigar la actividad de representación misma. Al entrar así en la que se ha llamado `investigación social de segundo orden' surgen una serie de implicaciones para la ciencia social que pueden abrirle nuevas orientaciones. En primer lugar, abandonar de una vez por todas la preocupación por "la trasnochada pregunta" sobre la cientificidad de las ciencias sociales, que tantas páginas ha consumido: "Tal vez -concluye Woolgar- el logro más importante del estudio social de la ciencia sea el haber puesto de manifiesto que ¡las ciencias naturales mismas apenas se comportan según los ideales de la ciencia! La pregunta sobre hasta qué punto la sociología puede o debe emular a las ciencias naturales da así un nuevo giro. Al reconocer el carácter no-científico, tanto de las ciencias sociales como de las naturales, los científicos sociales pueden dejar de preocuparse sobre cuán científicos son. La pregunta `¿puede ser científica la ciencia social?' resulta engañosa, pues la ciencia misma no es científica, excepto cuando se presenta a sí misma como tal".

En segundo lugar, al compartir las ciencias naturales y las sociales una misma ideología de la representación (sólo diferenciable en la potencia de los recursos movilizados para su deconstrucción), se trata de buscar otras formas de interrogar a la estructura `sujeto/objeto' que no aumenten aún más la distancia retórica entre el analista y la representación; en particular, interrogar a ese ignorado agente de la representación que es el `sí mismo', como último paso -aún pendiente- de ese proceso de descentramiento que inaugurara Copérnico y que ha venido a encontrar en el sujeto de la ciencia -aunque sea sujeto social- su último refugio.

En un sentido diametralmente opuesto, lo que la sociología del conocimiento científico puede aportar a la sociología en general no sería tanto la disolución crítica de toda práctica de representación (cuyo olvido de la inevitable dimensión simbólica de toda constitución social y cognitiva podría no llevar sino a un estéril escepticismo) cuanto la asunción crítica y consciente de tales prácticas con todas sus consecuencias. Si efectivamente el científico natural construye la realidad que pretende haber descubierto, y para ello no duda en utilizar representaciones tan poderosas como artificiosas (desde metáforas tan `irreales' como la de la `materia oscura' o la de la `mente-ordenador' hasta modelos matemáticos sin la menor `correspondencia con' la realidad), el científico social no tiene en absoluto por qué seguir ateniéndose tan estrictamente al sentido común, a hipótesis tan inmediatamente verosímiles, a esa voluntad de realismo que las ciencias naturales ignoran tanto como después -pero sólo después- simulan acatar. "En esto -dice Moscovici- es en lo que las ciencias sociales no alcanzan la fuerza de las ciencias de la naturaleza: las ciencias sociales son demasiado empíricas. En las ciencias sociales las gentes no juegan con la teoría, no ejercitan el pensamiento en toda su libertad. En cierto sentido, no creen lo bastante en el pensamiento (...) Esa actividad creadora del pensamiento es muy limitada en las ciencias sociales, por arriba y por abajo. Por arriba, a causa de la enormidad de las presiones ideológicas. Por abajo, por esa especie de voluntad de realismo".

Una tercera sugerencia que pueden ofrecer estos estudios es la propuesta por Latour (1992, 1993) o Serres (1991). Estos estudios, tras haber "ganado la batalla" a la sociología mertoniana, a las reconstrucciones racionales lakatosianas y a la historia de las ideas, han caído en la trampa que ellos mismos se han construido: de tanto enfocar la ciencia han desenfocado lo social hasta perderlo casi de vista. Sus enfoques `micro' les han acabado por conducir a tesis que bien podían haber suscrito los filósofos internalistas contra los que emprendieron sus investigaciones empíricas, pues renuncian a la más mínima teoría social y no aciertan a conectar con un mínimo de coherencia los registros más amplios de lo social con sus estudios de laboratorio o de los discursos científicos. La razón de ello la encuentra Latour en que se han limitado a radicalizar el modelo que ya estableciera Kant y que caracteriza a la modernidad: un modelo unidimensional que se mueve entre dos polos esencializados, el del sujeto y el del objeto, ahora repensados como sujeto-sociedad y objeto-naturaleza. Si la Ilustración clásica fijó el polo de la naturaleza para desde él pensar y desbancar al de la sociedad, los estudios sociales de la ciencia vienen a dar cumplimiento a la revolución copernicana que invierte la polaridad hacia el extremo opuesto: tras los pasos del psicoanálisis, la sociología o la semiótica, con estos estudios el polo social acaba por dar cuenta exhaustiva del polo natural. Según ellos muestran, la hipertecnológica civilización occidental no hace nada sustancialmente diferente de las antiguas o de los primitivos, se proyecta en una naturaleza que construye a su propia imagen.

Las distintas opciones intelectuales o metodológicas (que también lo son políticas) no dejan de moverse en esa única dimensión definida por la bipolaridad. Entre el realismo objetivista (reaccionario), que se fija en un polo, y el constructivismo extremo (radical), que lo hace en el opuesto, las restantes perspectivas o programas se mueven en los puntos intermedios (conservador-justo medio-progresista) de ese único eje. El principio de simetría de Bloor se revela ahora completamente asimétrico, pues parte -una vez más- de uno de los dos polos para dar cuenta del otro. No habrá auténtica simetría si no nos proponemos pensar en los mismos términos, y a la vez, la naturaleza y la sociedad. Para Latour, se trata ahora de llevar a cabo una `revolución contracopernicana', de dar `un giro más después del giro social' que supere esa falta de perspectiva, ese círculo vicioso en que se ha instalado la modernidad, abriendo una segunda dimensión, perpendicular a la anterior, en la que se evalúen los distintos `gradientes de estabilidad' de unos sujetos/objetos (actantes) nunca bien constituidos sino siempre en un proceso inestable y turbulento de continuas constituciones y reconstituciones.

En ese nuevo espacio bidimensional, lo que antes eran puntos de encuentro (el fenómeno) correspondientes a estados fijos del sujeto y del objeto, más o menos próximos al uno o al otro según las opciones teóricas, se convierten ahora en trayectorias. A lo largo de ellas, en cada punto, es indecidible cuánto hay de naturaleza y cuánto de sociedad, pues es la trayectoria misma la que define a sus puntos en sus circulaciones, en el proceso de su producirse. El dinamismo de esos `cuasi-objetos' de ontología variable, ni idénticos nunca a sí mismos ni susceptibles de identificar en ellos quanta de naturaleza o de sociedad, es el mismo que el que produce conjuntamente naturaleza y sociedad. "Los microbios de Pasteur -resume Latour- no son ni identidades atemporales descubiertas por Pasteur, ni el dominio político impuesto por la estructura social del Segundo Imperio al laboratorio, ni tampoco una mezcla cuidadosa de elementos `puramente sociales' y fuerzas `estrictamente' naturales. Son un nuevo vínculo social que redefine, al mismo tiempo, los constituyentes de la naturaleza y los de la sociedad". Los microbios o los electrones tienen así también su historia en ese espacio bidimensional, en el que cada corte paralelo al eje de la dimensión sujeto/objeto puede revelarlos ora como sujetos, ora como objetos, ora como híbridos, ora inexistentes. Aquella dimensión única en la que se moviera la representación moderna aparece así como un estado congelado (Nietzsche) del proceso vital de estos actantes en los que la frontera entre lo humano y lo no-humano es inestable y porosa, un estado en el que no cabía sino disputar cuánto de natural y de social hay en cada fenómeno, ignorando que esa naturaleza y esa sociedad -como también esos fenómenos- no son sino identidades reificadas, formas puras desprovistas de historia y de vitalidad.



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